viernes, 31 de octubre de 2014

SEGUNDO TURNO DE NOCHE, EN EL METRO DE MADRID.


En ese otro mundo, bajo el suelo historiado de lo posible, suceden y laten muchas y contrastadas historias. Es otra vida, la que se dibuja a bastantes metros de distancia desde la superficie. En este espacio ocupado, día tras día, por un densificado público viajero, hay un comportamiento o determinante que eclipsa a todos los demás. El valor, incuestionable, del tiempo. Que a muchos atenaza, que a otros condiciona y que a la mayoría beneficia, en ese afán por llegar un poco  antes a un destino que puede estar teñido de aventura, quizás ilusión o aburrida rutina en lo cotidiano.

Hace ya unos cuatro meses que Claudio, un licenciado en Ciencias Químicas, con treinta y un años de edad, casado y padre de una niña con dos primaveras, ejerce de conductor eventual en el metropolitano madrileño. Muchos años de paro a sus espaldas, que agotan a la más poderosa de las voluntades, le llevaron a olvidarse de su prioridad docente o investigadora. La necesidad de un matrimonio acelerado hizo que, tras un curso formativo para desempleados, recalara en la cabina de un tren bajo tierra, que mueve a millones de viajeros durante cada uno de los meses del año. Su categoría, no fija en la empresa, hace que desempeñe su labor sólo aquellos días en que es citado por el jefe de personal. Y hoy, 27 de octubre, es una de esas jornadas en que trabaja para el segundo turno de noche. Se siente contento, pues de esta forma va acumulando horas de cotización, hecho que le oxigena para las necesidades básicas de una familia que no tiene más entrada económica que la que él puede llevar a casa.

Desde la cuatro treinta de la tarde, va realizando, una y otra vez, el trayecto asignado, cambiando de máquina motriz para cada uno de los desplazamientos. Ese corto recorrido entre los tres vagones le permite estirar las piernas y no estar tanto tiempo sentado, controlando los mecanismos de la conducción.  Durante las horas centrales de la tarde, la densificación de personas que suben y bajan del tren le impiden fijarse en demasiados detalles, en ese ir y venir de un vagón a otro. Pero ya en las horas finales del día, el número de usuarios se hace notoriamente menor. Concretamente, para este último viaje, observa que una chica con apariencia adolescente, no se ha bajado en la estación término y que se dispone a realizar el viaje de vuelta, posiblemente hasta al punto de origen. El reloj marca la 1:15 de la madrugada. Extrañado por la actitud de la joven (ella sola en todo el habitáculo, reposando su cabeza sobre la mano derecha elevada) se queda pensativo, aunque camina rápidamente al otro vagón motriz.
   
Una vez que el tren se detiene (para este ultimo recorrido del día, el final queda establecido en la estación central de Atocha) Claudio cierra todos los dispositivos de conducción y pulsa la tecla que automatiza y activa los mecanismos de seguridad. Sale de la cabina y al atravesar el vagón número dos, observa con asombro que la chica permanece allí sentada, sin muestra aparente de querer abandonar el suburbano. No hay más personas que ellos dos en el habitáculo. Aunque tiene ganas de llegar a casa, pues han sido muchas las horas de trabajo, se acerca a la joven, mirándole en silencio durante unos largos segundos. Ella también observa al maquinista, con un semblante profundamente invadido por el cansancio. Viste una trenca muy usada de color beige, protege su cuello con una bufanda de tonos oscuros y calza unas deportivas negras, también muy ajadas por el uso diario.

“Hola, ya estamos en el final del trayecto. Te tienes que bajar, pues el tren no se va a mover hasta las seis y treinta de la mañana ……. ¿Te ocurre alguna cosa?”

La chica, con ojos intensamente cansados, se incorpora y agarra su trolley un tanto aturdida. En silencio, baja del vagón y camina sin gran diligencia hacia uno de los bancos de espera, por el andén de esta importante estación madrileña. Tras sentarse, observa la mirada de Claudio que, frente a ella, piensa qué seria lo más adecuado para hacer ante una persona que, obviamente, necesita ayuda.

“Me parece que no has cenado y no sabes a dónde ir ¿Me equivoco?” La chica asiente con la cabeza, susurrando unas palabras que apenas se le entienden. Minutos después, ambos están sentados en torno a una mesa, en el único bar que permanece aún abierto en la Plaza de Atocha. Un sándwich mixto y un café con leche han sido puestos ante la joven quien, tras probarlos, comienza a explicar a Claudio sobre la situación en que se halla.

“…..no, soy mayor de edad. Tengo ya veintiún. Llevo apenas un año en Madrid, intentando abrirme camino haciendo aquello que me gusta y para lo que me he preparado en el instituto. Hice un módulo de interpretación. Mi ilusión sería asistir a una escuela profesional de arte dramático. Pero los precios están por la nubes, por lo que tienes que ir de puerta en puerta pidiendo esa oportunidad para actuar, al menos de figurante. Pero la competencia es atroz, en este mudo del espectáculo. Mis padres, gente humilde, tratan de ayudarme. Pero hay dos hermanas, más pequeñas, a las que también han de atender. Mi padre va de peonada en peonada, cuando hay algo que hacer en la tierra. Yo he tenido durante este año algunas cosillas, que apenas me permitían pagarme la habitación alquilada. Pero en los últimos meses, nada de nada. No hay trabajo, y hace tres días que me echaron de la habitación que ocupaba. Llevaba ya dos meses sin pagarla. He dormido a la intemperie, pero ayer vino un tiempo de espanto. Con este frío, el lugar donde me encuentro más calentita es en el metro. Una amiga me dio un bono con tres viajes…. Me he pasado gran parte del día, haciendo un viaje tras otro, sin salir de aquí abajo, pensando en qué hacer. Mis padres y hermanas viven en Minglanilla, un pueblecito de Cuenca. Volver allí sería muy duro, pero es que aquí en Madrid no tengo nada. Ni puedo pagar un billete de bus para el viaje”.

Claudio es un hombre de buen corazón. Conoce, en propia carne, la situación angustiosa que soportan aquellos que se levantan, un día tras otro, sin tener un horario laboral al que atender. Entiende la situación por la que está pasando Miriam, al igual que miles de jóvenes para los que este cruel sistema económico tiene escasas respuestas. Marca, entonces, el número de su domicilio, y habla unos minutos con Silvia, su mujer. Le explica la situación que tiene ante sí. Y tras apagar el móvil le dice a la joven:

“Bueno, debo estar un poco loco, pero he hablado con mi mujer y ambos estamos de acuerdo de que, al menos esta noche, te quedes en casa. Tenemos un sofá de esos que se abren….. Mañana, cuando estemos menos cansados y tengamos la mente más fresca, veremos de qué forma podemos ayudarte. Verdaderamente la noche está muy fría, aquí afuera. Andando a mi casa…….. son unos veinte minutos. Pero como tienes poco equipaje, no se te va a hacer muy duro el trayecto”. Miriam asiente con una agradecida sonrisa. “Gracias, sois muy buenas personas” ¡Que frío hace esta noche. Está todo muy helado!”

Aquella madrugada, Silvia y Claudio hablaron largamente, a pesar de lo avanzado del reloj, mientras la joven invitada dormía profundamente tras un día de desconcierto y abandono. Un vaso de leche caliente con unos bizcochos, ayudó a calmar ese apetito castigado por muchas horas sin probar bocado durante el día. La inteligencia y generosidad de Silvia era bien conocida por su marido. Fue ella la que, en ese diálogo de madrugada, sugirió una posibilidad que podía resultar útil para todos.

“Tienes la mañana libre. Me dices que te han dado otro día de sustitución, a partir de las cuatro de la tarde. Puedes localizar a Evaristo, antes de que se vaya al Sindicato, y le explicas la situación. Seguro que él hará algo, al igual que tan bien supo ayudarte con esos cursos de formación. Recuerda aquellas llamadas de teléfono que, posteriormente, hizo ante la dirección del Metro. Le tenemos que estar muy agradecidos”.

Evaristo es un alto dirigente sindical que vive en el bloque contiguo a la vivienda de Claudio. Es persona afable y siempre dispuesta a prestar ayuda a sus convecinos y amigos. Al conocer el caso de la joven Miriam, actuó con la diligencia que en él es proverbial. Y resultó todo más fácil de lo esperado. Su propia madre, una señora ya octogenaria, necesitaba atención para los fines de semana, cuando su cuidadora habitual tenía que desplazarse a un pueblecito de la provincia de Ávila para afrontar problemas de sus propios padres. En cuarenta y ocho horas, Miriam pudo disponer de una habitación en el caserón donde vivía la madre del sindicalista, encargándose de una serie de tareas hogareñas y del cuidado directo de la señora mayor, entre viernes y domingo. Conociendo, al tiempo, las ilusiones interpretativas de la chica, Evaristo la fue poniendo en contacto con personas vinculadas al mundo de la interpretación.

Hay días en que parece estar todo tercamente nublado y árido para la ilusión. Sin embargo, en la transición de una noche, el gesto generoso de un conductor del metropolitano madrileño cambió, de manera positiva, esa joven vida desesperanzada. Aquel otoño se había transformado en primavera, para una chica desorientada, refugiada en uno de los vagones del Metro.

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Han pasado ya unos años, desde aquel inesperado encuentro, entre un maquinista del Metro y una chica solitaria. Fue en la noche del 27 de octubre. En la actualidad, Claudio y Silvia han rehecho respectivamente sus vidas con nuevas parejas. Evaristo ha tenido que dejar su puesto directivo en la organización sindical, tras unos escándalos financieros.

Miriam trabaja con intermitencias, tanto en la escena teatral como en algunas series de televisión. No es una gran estrella del espectáculo, pero se gana honradamente la vida, haciendo aquello por lo que siempre luchó: actuar ante el público. Todos los años, en esa ultima semana de octubre, contacta con los teléfonos de Silvia y Claudio. Les agradece, con profundo cariño. la generosidad que tuvieron con ella aquellos días de un frío otoño, en los que su barco existencial navegaba sin rumbo a la deriva.

Todos los nombres están modificados, en esta bella y entrañable historia.-
  

José L. Casado Toro (viernes, 31 octubre, 2014)
Profesor

jueves, 23 de octubre de 2014

MI LOCUAZ COMPAÑERA DE ASIENTO, EN EL AVE.


Hay personas a quienes agrada viajar, sea cual sea el medio de transporte que utilicen. Para ellas, lo verdaderamente importante de estas experiencias es abandonar la rutina visual de cada día, a fin de conocer otros espacios, otras costumbres, otra pictografía existencial de la vida. En mi caso, desde siempre he priorizado los incentivos del tren, sobre otros medios de movilidad, para la mayoría de los desplazamientos.

La imagen que nos regala esa siempre nueva, o muy veterana estación, es deliciosamente excitante. Especialmente traigo a la memoria aquellos aletargados edificios, que se llenaban de vida con la llegada de unos trenes que esparcían abundante humo y carbonilla, con los resoplidos de sus locomotoras. Sí, “máquinas de fuego” que enriquecían la atmósfera sociológica con la acústica orquestal de sus ruedas chirriando sobre los raíles, pulidos y brillantes, hasta la eternidad. No menos importante era la plástica imaginativa de aquellos otros sonidos, a modo de sirenas intermitentes, que alegraban los espíritus, tanto de las personas que esperaban, como la emoción de los que llegaban a un destino sobradamente apetecido. Besos, abrazos, palabras entrecortadas e incluso lágrimas alegres, en medio de una baraúnda de equipajes, bolsas, maletones, que se iban cruzando entre parabienes y miradas nerviosas en la búsqueda. El lúdico y entrañable espectáculo de una estación de ferrocarril tiene ese don especial que difícilmente podrá ser superado por otros espacios, organizados y dispuestos para la vitalista movilidad de los usuarios.

Con la necesaria diligencia, conseguí sacar un billete ida y vuelta, en el AVE que realiza el trayecto entre Málaga y Madrid, con un precio más que interesante. Tuve que anticipar la emisión de los billetes, pues la fechas del viaje estaban centradas en pleno trasiego vacacional, a comienzos de julio. Una vez ya en la estación, tras pasar por los necesarios controles, localicé en el vagón nº 16 mi asiento 7 D, junto a la ventanilla. Me preguntaba acerca de la persona que me acompañaría en un viaje que iba a durar tres horas menos cuarto. Pocos minutos antes del momento fijado para la motricidad del tren, veo llegar a una señora de mediana edad que, con un maletín azul oscuro en la mano, se dirige con firmeza hacia el lugar de mi asiento. Me saluda cordialmente y le ayudo a disponer ese maletín en la bandeja situada al efecto. ¿Le importaría dejarme junto a la ventanilla? Es que la visión del paisaje me tranquiliza….. ya habrá notado que soy un poco nerviosa…. Aunque suelo disfrutar con la visión directa que me proporcionaba mi ubicación, accedo a intercambiar mi asiento. Una respuesta en contrario habría roto esa necesaria armonía convivencial, impuesta por casi tres horas de trayecto.

A poco de salir de la estación, Málaga-María Zambrano, percibo que mi compañera de viaje es de estas personas que necesitan comunicar e intercambiar sus palabras, de manera absolutamente continua. Mi temor no era infundado. Hasta las dos de la tarde, cuando previsiblemente llegaríamos a Atocha, iba a sufrir una complicada mañana que me impediría trabajar en las carpetas y folios que llevaba conmigo. Con educada y resignada paciencia comencé a escuchar el relato autobiográfico de aquella compulsiva compañera de asiento.

Carla, cuya edad debe andar cercana a la media centuria, pertenece a una acomodada familia. Sus dos hijos, con los que mantiene una fría relación, le han dado, hasta el momento, tres nietos. Hace siete años que rompió con su marido, Evelio. Sin tener que pasar por los juzgados, cada uno de ellos hace una vida autónoma en todos los aspectos. Los negocios en viñas de su ex, que marchan viento en popa, le proporcionan una disponibilidad económica para afrontar, sin miramientos, todo tipo de caprichos.

Como la experiencia aconseja ir bien pertrechado de una diversificada munición, antes de subirme a este magnífico tren compré, en un puesto de periódicos y libros existente junto a la puerta principal del recinto ferroviario, una revista semanal del corazón, en la previsión de que me pudiera ser útil. Efectivamente, a la media hora de estar escuchando, sin interrupciones, a Dña. Carla, le ofrecí el susodicho semanario a fin de que pudiera reposar sus potentes cuerdas vocales. Y me regalara un ratito en la paz de mi conciencia ….. y oído. Vano e ilusorio recurso, el que previamente había diseñado para estos casos de emergencia para el sosiego. La señora de cabello negro y ojos color castaño pronto se había “merendado” coloquialmente hablando, las setenta y pico páginas de la revista y el suplemento. Esta mujer parecía tener una necesidad patológica para disponer de un tolerante oyente para todas sus diatribas y comentarios. No me quedaba más remedio que (un tanto somnoliento, pues esa noche no había dormido bien) continuar escuchando a esta “ponente” en la oratoria, con sus más que curiosas diatribas para la imaginación. 

Pasada la califal Córdoba, utilicé la siempre interesante estrategia de desplazarme al bar, ubicado en el vagón número dos, pasando previamente por los servicios del moderno y cualificado suburbano. Podían ser unos minutos para el respiro de unos oídos que ya habían resistido muchos kilómetros de anécdotas y confidencias de esta atribulada mujer. La realidad básica es que le tenía pavor a la soledad. Sus mejores amigas ya habían puesto tierra de por medio, conociendo su agobiante carácter, mientras que su ex no quería saber una palabra de quien había sido su mujer y ahora libaba de flor en flor, buscando nuevos y juveniles néctares para el placer de cada temporada. En cuanto a sus dos vástagos, habían centrado sus vidas, profesionalmente hablando, en dos geografías bien distantes de la capital madrileña: Logroño y Lanzarote. Ninguno de los cuales trabajaba el negocio del vino, pero sí temían la presencia de una madre que desestabilizaba y desesperaba sus temperamentos abiertos para el sosiego.

Ya en la barra del bar, cuando endulzaba pacientemente la taza de café con ese pobre azucarillo que en principio te ofrece el camarero de turno, la vi aparecer con su terno de camisa vaquera celeste clara y unos pantalones piratas muy ceñidos que, en vano, trataban de disimular sus muy generosas, en humanidad, posaderas. Es decir, un orondo trasero de largas pulgadas, trazadas en la diagonal del bajo vientre. Por supuesto que me ofrecí a invitarle a ese café con un pastel de hojaldre que consumió con proverbial e indisimulado apetito. Estuvimos un buen rato en el vagón del refrigerio, lo que dio oportunidad para que Carla me explicara, sincerándose en su verdad, de la estrategia que llevaba a cabo para buscar la distracción en la profundidad y longitud de los días. Dada su amplia disponibilidad económica (en este aspecto, Evelio no le puso reparo alguno a que gastara todo lo que quisiera, de esos buenos capitales que él obtenía con su sagaz olfato empresarial en los blancos, rosados y tintos, además de controlar también el sector vinagrero) esta mujer, natural de Valdepeñas, había ideado una inteligente estrategia para encontrar algo de diversión a su aburrimiento existencial. ¿cuál era la estratagema que la compulsiva señora aplicaba para la aventura?

Cada semana compraba un billete del AVE, con origen en la estación madrileña de Atocha y con destino a un punto de la geografía peninsular, que bien podía ser Sevilla, Málaga, Valencia, Zaragoza, Barcelona, Toledo, Valladolid, Santiago de Compostela o Alicante…. Etc. Pasaba una o dos noches en un buen hotel de esos atrayentes destinos y recorría el trayecto contrario, hacia su señorial ático en el Paseo de la Castellana, próximo al Estadio Bernabéu. Siempre elegía un billete en la clase turista, con la incógnita de conocer quién sería su compañero o compañera de asiento. Con ellos trabajaría la conversación en lo posible, aplicando un papel teatralizado que con el frecuente uso le había graduado en la destreza del experto. Y no sólo se limitaba a exponer los detalles de su vida, según el viajero correspondiente, sino que al tiempo trataba de obtener de éste toda la información posible para su infantil y curioso divertimento.

Próximo ya a Puertollano, en la provincia de Ciudad Real, ambos volvimos a nuestros hermanados asientos. Dada la franqueza de mi interlocutora, me sentí obligado a llevar el protagonismo de la conversación con el consiguiente descanso para sus bien trabajadas cuerdas vocales. Le conté algunos elementos anecdóticos, o más significativos, de mi actividad profesional y familiar. A pesar de que me esforcé en ser cordialmente esquemático en la exposición de los hechos personales, Carla aprovechaba cualquier posible inflexión en mi discurso para inquirir más detalles que enriquecieran el tejido de lo narrado. Hubo un detalle que, desde el comienzo del azaroso o divertido (según los intervinientes) viaje llamó mi atención. A pesar de ser una mujer bien entrada en kilos, se doblaba sobre la horizontal de su asiento para hablarme y atenderme frontalmente, mirándome siempre a la cara. Tal vez un gesto estudiado, a fin de controlar mejor mi atención para su persuasiva obsesión por comunicar y dialogar.

Completamente extenuado, por la sofocante aventura que había tenido que soportar, arribamos al fin a ese extraordinario puzle viario de vías que organizan la entrada en la principal estación ferroviaria de España. Atocha suponía una luz en la esperanza para huir del aturdimiento que me había embargado durante las casi tres horas de viaje. Me despedí de la señora Carla Torregrosa dejándole, por supuesto mi dirección electrónica para unos posibles intercambios de e-mails que, en modo alguno, yo tenía la intención de atender. Una ensalada y una manzana al horno fue mi suculento almuerzo, antes de echar una buena siesta hasta las seis de la tarde en un hotel muy cercano a la Plaza de Callao.

Tras las diversas gestiones de esa tarde noche y el día siguiente, hice el viaje de vuelta acompañado esta vez por un fraile carmelita, de avanzada edad, en cual se pasó todo el viaje hasta Málaga leyendo el libro escrito por Pilar Urbano, titulado La gran desmemoria. Lo que Suarez olvidó y el Rey prefiere no recordar, publicado por la Editorial Planeta, publicación que ha dado lugar a una gran e incómoda controversia mediática. Corto saludo cuando llegó a su asiento y, ya en Málaga, otro de despedida con una frase que procuraré no olvidar: “que Dios le proteja y guie en sus decisiones, siempre que actúe con actitud responsable”.

Esa misma noche tuve una llamada, pasadas las once horas, de mi colega en el despacho Martín Castrallana. Desde el otro lado de la línea tuve que escuchar estas reveladoras palabras, que me sumieron en el mayor asombro y desconcierto:

“¿Cómo es posible que te hayas prestado a este espectáculo, que ahora está siendo visitado en You Tube, por centenares de usuarios. Sales en esa divertida página titulada “El incauto de cada día”. Se te ha estado grabado durante el viaje que hiciste a Madrid. habiéndose elaborado un hábil montaje en el que se han unido y recortado frases y palabras que mantuviste con esa “falsa viajera”. Probablemente una periodista del tres al cuarto. Han hecho un continuo manipulado que te ridiculiza en gestos, respuestas y hechos de tu vida. Es una página que está teniendo mucho éxito en la red, porque el montaje que se realiza provoca, con los gestos, imágenes y palabras del engañado protagonista,  las carcajadas en el espectador del link.”

Cuando vi el archivo completo, material que duraba unos 12 minutos, los colores de vergüenza y la indignación subsiguiente recorrían todo mi rostro. Me acordé de la tal Carla Torregrosa. ¿Dónde llevaría inserta su cámara? Este impresentable personaje había estado jugando y grabando, con mi confianza y estoica paciencia. Cada vez te puedes fiar menos de la gente.  Pero, a pesar de que siempre somos un poco niños, la reflexión más serena que podemos obtener es que estas experiencias te ayudan a crecer y madurar en la vida.-


José L. Casado Toro (viernes, 24 octubre, 2014)
Profesor

viernes, 17 de octubre de 2014

ADELA, O EL CARIÑO DE UNA MADRE.


Para estudiar, o simplemente si queremos dedicar un rato a la grata lectura, a muchos nos apetece cambiar periódicamente de escenografía. Es decir, evitamos hacer aquellas u otras actividades siempre en el mismo lugar. Resulta interesante este cambio ambiental, pues así favorecemos nuestra mejor disposición anímica para ese saludable ejercicio intelectual. Por ese motivo me encaminé, en la placidez de la tarde, a uno de los parques malacitanos que pueblan nuestra ciudad. Elegí para mi lectura uno de sus bancos, cercano a una coqueta laguna artificial que hidrata la atmósfera. Enfrascado en el contenido de unos ejercicios, apenas percibí que, en la esquina del banco que ocupaba, se había sentado un hombre bastante mayor en edad (según me confesó posteriormente) aunque sus rasgos faciales no se habían deteriorado en demasía con el paso de los años. Tras un intercambio educado de saludos, mi compañero de asiento permaneció en silencio, observando a lo lejos la playa cercana, mientras que yo continuaba concentrado en el contenido de mi lectura. Al paso de los minutos, ambos estuvimos abiertos a iniciar y compartir un ratillo de charla.

Ros (así llaman a Rosendo sus familiares y amigos) hace años ya que dejó la vida laboral. En sus ocho décadas de existencia, este hombre ha desempeñado diversas actividades, pues se trata de una persona emprendedora y dinámica. De entre todos los trabajos que ha desarrollado, destaca con especial recuerdo sus servicios en una empresa de exhibición cinematográfica que, de forma lamentable, hoy ya no se encuentra entre nosotros. Al igual que ha pasado con tantos y tantos cines a los que la especulación urbanística, la desidia empresarial, la competencia de otros incentivos informáticos o digitales y el cambio generacional, ha ido haciendo desaparecer. En aquel entrañable cine, se prestaba a realizar un poco de todo. Incluso llegó a dominar la técnica para manejar las cámaras de proyección. Ayudaba al “maquinista” de la cabina y, en ocasiones, le sustituía, con la mejor eficacia. Pero, básicamente su puesto estaba en atender la entrada de los espectadores. Era el portero de ese cine. Consideraba su trabajo en realidad tranquilo, salvo los fines de semana y películas de gran estreno, cuando un numeroso público se agolpaba ante la puerta, formando largas files de inquietos espectadores que ansiaban ocupar los asientos de la sala. En esa época de la que me hablaba, no existían aún los multi-cines y las películas permanecían más tiempo que hoy en cartelera.

Pronto se dio cuenta, mi compañero de asiento, de la gran afición que yo sentía por todo lo relativo al séptimo arte. En ese contexto de la conversación, decidí hacerle una pregunta sobre la temática que estábamos hablando, pues noté su ilusión por recordar aquellos ya lejanos momentos de su vida. “Seguro que habrá tenido no pocas experiencias en esa fase de su trabajo ¿Recuerda alguna anécdota o curiosidad, relativa al cine, que me pueda contar?” Mi interlocutor calló durante unos segundos buscando, entre los anaqueles de su memoria, esa historia o experiencia a fin de intercambiarla o compartirla con mi interés y atención. Tomó un buen sorbo de la botellita de agua que llevaba consigo y comenzó a narrarme, de forma pausada, esa experiencia que fluía desde una vivencia no olvidada.

“Pues sí, amigo, hay algo interesante que te puedo contar. Voy a elegir una determinada historia, por el valor humano que su contenido encierra. A ver qué te parece. Era yo entonces muy joven ….. estamos hablando de principios de los años sesenta. Estrenamos una película de nacionalidad española y aquel sábado fue mucha gente a su proyección. Igual sucedió el domingo, cosa lógica por tratarse de un día festivo. Pero ya en lunes, el público asistente decayó notablemente. Aquel día, entre las escasas personas que asistía a la primera sesión, me fijé en una señora mayor a la que creí reconocer entre los espectadores del fin de semana. No le di más importancia al hecho. Sin embargo, llegó el martes y una de las primeras personas que se acercaron a la puerta de entrada con su localidad era la misma mujer. Me estuve fijando y comprobé que veía la película y algún trozo más del segundo pase, pues a eso de las 7 y media abandonaba el cine."

Realmente me encantaba cómo narraba su historia el amigo Ros. Dotaba a sus palabras con un tono de intriga y misterio que me hacía sentir muy bien, tras ese largo rato de estudio que había tenido con mis libros y apuntes. Volvió a beber otro sorbo de su botellita (la vigilancia nocturna, en una edificación junto al mar, le había dejado secuelas molestas para su garganta. También, el alcohol, según me confesó) y continuó con su interesante relato.

“Como estarás ya imaginando, el miércoles, ocurrió la misma escena. Me tenía totalmente intrigado el comportamiento de esa mujer. Debo aclararte que su desplazamiento lo hacía con una cierta dificultad, ayudándose de un pequeño bastón, dada su corta estatura. Ese miércoles, cuando a eso de las 7 y media salía de la sala de butacas, me animé a preguntar a la señora acerca del motivo de su comportamiento. Con ojos de mirada cansada y entendiendo mi interés acerca de su repetida asistencia a la sala, me contó entre suspiros y alguna que otra lágrima el fondo de su historia. Esta mujer estaba viviendo en una residencia de ancianos, atendida por las Hermanas de la Caridad. Amante de la lectura, vio en el periódico la noticia del estreno de esta cinta que estábamos proyectando. Reconoció, entre los actores secundarios, un nombre que ella nunca podía olvidar. Ese intérprete era una persona muy próxima a su memoria. El único hijo que había tenido en su larga existencia. Los avatares de la vida, muy complicados para su familia, hicieron que ese hijo estableciera su residencia en la capital madrileña, olvidando el afecto y cariño necesario que una madre debe recibir. Hacía un par de décadas que de él nada sabía, hasta ver su nombre en el periódico de la sala de lectura. Realmente, había asistido por primera vez a nuestro cine el lunes. Y cada día, sacaba su entrada, con el esfuerzo propio de unos ahorros muy limitados que las hermanas le administraban. Su objetivo…… ver a su hijo. Muy cambiado, físicamente, pero al que reconocería entre mil y un actores. Era la hermosa ilusión de una madre.”

“Le rogué esperara unos minutos, pues me ocupé de llamar al encargado, resumiéndole básicamente la bella historia que Adela me había contado. Fabián no lo dudó ni un instante. Fue a taquilla y trajo el importe de la entrada, que le fue devuelto a la buena mujer. Le indicó, con todo el afecto, que podía seguir viniendo al cine cada día, de forma absolutamente gratuita. Ver a un hijo “perdido”, aunque sólo fuera en pantalla, merecía todo el respeto y generosidad por parte de la empresa. La mujer, un tanto emocionada, dio las gracias y se marchó hacia la que era ahora su casa. Las hermanas servían la cena a las 8 en punto de la tarde.”

Había quedado profundamente ensimismado ante una historia de sentimientos contrastados. El cariño maternal se había superpuesto a ese egoísmo pleno de desafecto, por parte de un hijo que había olvidado o ignorado las raíces de donde procedía. Parece ser, que Adela estuvo yendo cada día a su cita de las cinco ante la pantalla. El celuloide de treinta y cinco centímetros, hacía posible el milagro de poder estar cerca de un ser amado, durante esos minutos que en la película el actor participaba. La película estuvo en cartelera exactamente dos semanas y ni un solo día dejó de ir, ante la puerta de entrada, una humilde madre enriquecida por un corazón cariñoso. Ese viernes, último día de proyección, cuando Adela abandonó su butaca camino de la puerta de salida, Fabián y Ros la estaban esperando con un gran sobre en la mano. Lo abrieron ante la anciana, mostrándole unos cartogramas de la película que ellos querían regalarle. En esas fotografías, se veía nítidamente escenas en las que participaba Carlos, ese hijo recuperado por la “magia de la sábana blanca”. Adela se marchó feliz, con el valioso sobre, portándolo bajo su brazo izquierdo. Eran las 7 y media de la tarde. Nunca más la volvieron a ver.

Me despedí de Rosendo dándonos un fuerte apretón de manos. Con gratitud, vi alejarse a este hombre que había sabido compartir con un compañero de banco una bellísima y nostálgica historia. Me había prometido que si otra tarde teníamos la oportunidad de coincidir, buscaría otras experiencias y vivencias para contarme. Por allí cerca, dos pequeños perseguían inútilmente a unas palomas. El brillo del sol, que ya languidecía, cubría de un manto anaranjado el azul cielo de las aguas del lago. Caí en la cuenta de no haber preguntado a Ros por el título de la película. Seguro que él no lo habría olvidado. Volví caminando lentamente hacia casa, dando un reconfortante paseo. Continuaba pensando en ese sencillo y bello relato, del que había sido partícipe. Las palabras de este inesperado amigo compartían y transmitían sentimiento y verdad.-


José L. Casado Toro (viernes, 17 octubre, 2014)
Profesor