viernes, 29 de enero de 2021

EL HUERTO URBANO DE UNA CIUDADANA EJEMPLAR.

Hay personas en nuestro entorno, sea éste más próximo o lejano, quienes por su inteligente forma de ser y por la generosidad y bondad de sus valores cívicos, contribuyen a conformar un mundo mejor y más agradable, dentro siempre de sus posibilidades para la acción. Estos ciudadanos, sin grandes alardes y evitando fines interesados de naturaleza social, política, económica o de cualquier otro género, van consiguiendo mejoras, cambios y realidades, que benefician a otros muchos convecinos, amigos, residentes o visitantes, vinculados a la zona urbana o rural en donde tienen fijada su residencia. Expresándolo de una forma sintética, gracias a su sacrificado esfuerzo y al positivismo de su carácter, consiguen que en ese pequeño mundo del barrio o en la más amplia área urbana sobre la que actúan, la vida se perciba con un mayor optimismo y alegría, dentro del estresado y egoísta cosmos en el que penosamente nos sentimos inmersos. Su silenciosa o modesta labor, realizada en el transcurrir de los días y los meses, de forma generalmente pausada pero constante, va generando unos frutos que sin duda mejoran la convivencia ciudadana y posibilitan el mimetismo cívico, en la aplicación de un comportamiento bondadoso y dinamizador.

La buena educación vecinal y ciudadana se puede ejemplificar con numerosas imágenes. Citemos algunas que sean ilustrativas. Reduciendo el volumen de la televisión, radio o altavoces musicales, en la mayoría de las horas del día, pero de manera especial cuando los demás han de descansar. Procurando no tender la ropa lavada con vistas a la calle, utilizando tendedores interiores, fijos o móviles. Absteniéndose de echar por los sanitarios, lavabos o fregaderos, residuos orgánicos u otros objetos que puedan atorar los desagües del edificio. Evitando sacar las bolsas de basura en horas inapropiadas, procurando que en las mismas no vayan residuos líquidos que ensucien el ascensor, el portal u otros espacios comunes del bloque o la vía pública. Usando zapatos, especialmente en las horas nocturnas, que no molesten al andar con su sonido al vecino del piso inferior. Evitando sacudir alfombras y paños de la mesa por las ventanas y terrazas, ya que el polvo y los residuos ensuciarán a los vecinos de otras viviendas y a la propia vía pública. Utilizando las papeleras instaladas en los jardines, paseos y calles de la ciudad, para los envoltorios, papeles, cáscaras, envases, que tampoco deben dejarse caer al suelo en los espacios comunes de la comunidad vecinal. Una buena práctica es también limpiar el trozo distribuidor de puerta o de acera que corresponde a la vivienda de cada cual. A no dudar, estos simples y cívicos gestos (junto a otros) mejoran la convivencia entre vecinos y residentes del barrio.

El “travelling aéreo” de la cámara narrativa nos lleva a un bloque antiguo con sólo cuatro plantas de viviendas, más una baja comercial, ubicado en un barrio obrero en el que mayoritariamente residen personas de sociología modesta. El inmueble está habitado por doce familias, mientras que en los bajos hay dos tiendas, regidas por sus propietarios, que no residen en el edificio. Una de ellas es un comercio de alimentación, organizado como un pequeño mini market. La otra pequeña empresa es una típica y antigua tienda de zapatos y alpargatería. Este popular barrio situado en la zona oeste de la ciudad tiene, como en otros espacios urbanos, un número importante de vecinos jubilados, que conviven soportando una cierta desidia  municipal, en la urbanística y vigilancia de la zona, sufriendo además el conjunto ciudadano esa lacra del paro laboral que afecta a miembros, jóvenes y mayores, de un notable número de familias.

En el 1º A de ese humilde y envejecido bloque vecinal tiene su vivienda, en régimen de un antiguo y reducido alquiler, doña Aurea del Campo Alba, una amable señora, que enviudó hace ya  muchos años. Subsiste económicamente gracias a una modesta pensión que cobra por su marido Reinaldo, sastre de profesión, quien estuvo trabajando durante su vida activa en una mediana fábrica de confección de ropa, principalmente dirigida al público infantil. Este matrimonio no tuvo descendencia. Los vecinos conocen, por comentarios de doña Aurea, la existencia de unos parientes que residen en Alicante. Son unos sobrinos que de tarde en tarde han visitado a la longeva señora, que mantiene con fortuna una estupenda y apacible salud.

El núcleo temático de esta bella historia se origina debido a que situado enfrente de la fachada del inmueble existe un amplio terrizo, sin asfaltar ni adoquinar, espacio que corresponde a un antiguo almacén municipal, derribado hace años por su estado ruinoso. El solar no ha sido utilizado sino para juegos de la chiquillería de la barriada, para que muchos vecinos saquen a pasear a sus mascotas y que hagan allí sus deyecciones y también para puestos de venta ambulante o el rutinario mercadillo o rastro quincenal. Este amplio solar, profundamente degradado, es un generador de polvo en verano y barro en las estaciones lluviosas del equinoccio primaveral y otoñal.

Algunos vecinos madrugadores vieron una mañana como la señora Aúrea acotaba un trozo rectangular de ese terreno (aproximadamente 3 X 2´5 metros), poniendo con artesana paciencia unas piedras blancas separadoras, “señaladores” que al parecer había ido trayendo de sus frecuentes y saludables paseos por la playa. El espacio concreto que había elegido estaba ubicado en una zona lateral del amplio terrizo, junto al muro de una bodega almacén también largos años cerrada. En los días sucesivos fue limpiando el suelo de matojos y esas hierbas naturales que crecen espontáneamente con las lluvias, además de los residuos y basuras acumuladas, eliminando también piedras que entorpecían la horizontalidad del terreno. Utilizaba para su esforzada labor una pequeña pala, un martillo picudo y una modesta silla de pescador, ya que era evidente la dificultad de su espalda para agacharse de continuo. Su ejemplar trabajo lo solía realizar entre las 8 y las 10 de la mañana, cuando el sol no molestaba en demasía y no había mucho trasiego de gente por el lugar.

Una de esas mañanas pasó junto a ella don Bernabé, propietario de una carpintería ubicada en un local frente a la Iglesia. Deteniéndose en su caminar le preguntó, vivamente interesado, qué estaba haciendo allí tan temprano, sobre ese espacio acotado por las piedras blancas.

“Pues verás, Bernabé. Vi un interesante programa por la televisión, en el que se explicaba con gran sencillez cómo se generaban los pequeños huertos urbanos. Me fijé con gran atención sobre el proceso de su construcción. Anoté en una libreta muchos de los consejos que iban dando. Y, sobre todo, los beneficios que se podían conseguir, una vez organizados y manteniendo el necesario cuidado de los mismos. En eso estoy, aunque con los años y los achaques que tengo no sé si tendré fuerzas para culminar esta preciosa tarea que tanto me está ilusionando”.

El veterano y bondadoso carpintero, no se lo pensó dos veces. Habló con su ayudante Daniel quien en un par de días instaló unos maderos verticales, estratégicamente situados, cerrando las distancias del perímetro con una tela metálica y conformando una pequeña puerta, con su candado y cerrojo correspondiente. Aurea, felizmente emocionada y agradecida, por la ayuda recibida de este buen profesional, vecino al que conocía desde hacía décadas, elaboró un gran bizcocho circular en el horno de su cocina, adornándolo con trocitos de fruta escarchada y una melaza de almíbar muy suculenta, presente que llevó al taller de Bernabé, quien celebró y agradeció el apetitoso regalo. Tanto él como Bernarda su mujer eran simpáticamente señalados por sus abundantes amigos como muy golosos para los pasteles.

Todo voluntariosa, tomó un día el bus para el centro y se dirigió con su carro de la compra a una tienda de productos para el campo, en donde gastó algunos de sus ahorros para comprar algunos saquitos de turba abonada, a fin de ir fertilizando la tierra, pacientemente humedecida. También se llevó semillas y plantones de aquellos vegetales que pensaba sembrar en el espacio que iba arando con proverbial esfuerzo. Los comentarios acerca de lo que estaba “organizando” doña Aurea, en esos seis u ocho metros cuadrados acotados en el antiguo terrizo fueron transmitiéndose de boca a boca, llegando la información a don Andrés, el párroco de la barriada, quien en su sermón dominical hizo una alusión a la generosa labor que realizaba esta vecina, pidiendo claramente que se le ayudase en lo posible. Al terminar la misa, llamó a doña Aurea y le pidió las facturas de lo que había comprado para el huerto:

“Además de todo el esfuerzo que estás realizando, no voy a consentir que reduzcas los euros de tu corta pensión con estos gastos. El coste de lo que has comprado va a correr a cuenta de los fondos y limosnas que tenemos en la parroquia. Y ahora vamos a buscar un buen nombre para ese precioso huerto que estás construyendo. ¿Qué te parece si lo titulamos algo así como EL HUERTO FELIZ?. La anciana, todo emocionada, daba las gracias por la comprensión y ayuda que recibía del dinámico sacerdote”.

Los vecinos del barrio, en general, respetaban y admiraban esa bella y educativa labor que la señora realizaba. No eran escasos los padres que advertían a sus pequeños, con esas palabras que imponen la seriedad en el comportamiento “Mucho cuidado con entrar o echar papeles u otras cosas, en el huerto que está plantando doña Aurea. Que no me entere yo que con tus juegos perjudicáis ese espacio que es de todos”. Pero el problema principal no eran las travesuras de los críos del barrio, sino que muchos de los plantones sembrados no agarraban bien y acababan secándose. Y ello a pesar de que el suelo estaba “arado” y en lo posible bien regado. Obviamente, la composición edáfica de ese espacio era muy mejorable. Pero ella no se desanimaba, en absoluto. Buscaba otras plantas y cultivos que pudiesen arraigar en sus casi ocho metros cuadrados de superficie. Fue probando, al paso de las semanas y los meses, con las patatas, los tomates, los pimientos, las zanahorias, las cebollas, las alcachofas, las lechugas, las berenjenas, los pepinos, las coles, las acelgas, las habas y habichuelas …

Los positivos comentarios acerca de la hermosa e inteligente labor que la vecina estaba llevando a cabo llegaron, como era previsible, al concejal municipal delegado de zona, Fermín Aliaga, quien se “sintió obligado” a visitar la obra hortícola de la veterana y voluntariosa vecina. El muy dicharachero munícipe se presentó una mañana en el terrizo, acompañado de parte de su equipo. Había avisado previamente a la prensa, para que dieran buena cuenta en los diarios de la admirable colaboración ciudadana en el cuidado del barrio y de paso que su persona o figura institucional saliera bien fotografiada en las páginas impresas. Pero cuando pudo comprobar in situ la extraordinaria acción llevada a cabo por una anciana, en aquel espacio degradado, a duras penas podía disimular el sofoco y los colores que fluían en la epidermis de su rostro.

Como hábil político y gestor, no desaprovechó un segundo de su tiempo para proclamar, con una amplia sonrisa en la boca, que de inmediato los servicios operativos municipales habilitarían otros siete espacios en el mismo terrizo, para instalar nuevos huertos vecinales o sociales similares en tamaño al de doña Aurea. Los nuevos huertos serían entregados, previo estudio, a los interesados que así los solicitasen. Los operarios municipales canalizaron unas tomas de agua para la zona, para evitar que tuviesen que llevar el preciado y pesado líquido en garrafas, botellas y cubos. Además la concejalía de parques y jardines instaló un habitáculo de madera, a modo de almacén comunal, en cuyo interior había un variado instrumental disponible para las “operaciones” agrícolas: escardillos, palas, mangueras, tijeras para podar, sierras, alambres, cuerdas, abonos y paquetes de tierra fértil. También estaba disponible una carretilla para el traslado de materiales.

Como los distintos medios de comunicación se hicieron eco de inmediato de la muy saludable realidad agrícola, los colegios comenzaron a solicitar autorizaron para llevar de visita de estudio a grupos de alumnos con sus respectivos profesores, a fin de que conociesen esta muy educativa experiencia y la aplicasen e integrasen en sus respectivos centros, dentro de los programas curriculares correspondientes.  Sobra añadir que la persona encargada de explicar a los alumnos la hermosa experiencia fue doña Aurea, monitora designada por los encargados de los restantes huertos como el alma dinamizadora de la transformación de un degradado espacio en un fértil vergel natural situado en plena barriada. La buena señora se sentía muy útil y “halagada” por las curiosas y originales preguntas que le hacían los pequeños, sabiendo responder con la simpatía y la habilidad necesaria, para la mejor comprensión de sus muy atentos e interesados escolares.

Era previsible que algún accidente o hecho desalentador ocurriera. Una noche de sábado en verano, un grupo de “colegas”, algunos adolescentes y otros ya con su mayoría de edad cumplida, celebraban un “cumple” en un establecimiento de comida rápida de la barriada. Ya en los albores de la media noche, penosamente embriagados, quisieron continuar su fiesta, dirigiéndose al espacio de los huertos vecinales. Tras forzar los candados e incluso romper la tela metálica, en la que hicieron un hueco para introducir sus ágiles cuerpos, provocaron destrozos y actos deleznables en los bien cuidados cultivos. Al llegar la mañana el espectáculo que ofrecía el “arrasado” recinto era verdaderamente desolador. Frutos, plantas, ramas arrancadas. Setos destruidos, Excrementos por doquier … Los vecinos en corrillo comentaban la barbarie allí provocada, con el anonimato más incívico y cobarde.

Pero una vez más la positiva y diligente señora, sacó fuerzas de su deteriorado organismo y comenzó a reparar su huerto, con paciente tesón y esforzada voluntad. Limpió, replantó, regó e incluso reparó el seto de obra, con yeso, cemento y arena.  Su comportamiento animó a otros vecinos a sumarse a la rehabilitación del espacio, empezando por don Bernabé, que en dos días había reparado los postes y cierres de las telas metálicas rotas. El propio concejal Aliaga, al conocer el suceso envió una cuadrilla de los servicios operativos para que ayudaran a reparar el desaguisado de esos jóvenes incultos. La policía local se movió rápida en sus gestiones y averiguaciones. No había transcurrido una semana, cuando presentó a cuatro protagonistas ante la fiscalía de menores. Otros tres colegas tuvieron que prestar declaración ante la policía nacional, siendo acusados ante el juez de destrozos en el mobiliario público.  Fueron multados y condenados a prestar servicios comunitarios, precisamente en el mismo espacio hortícola que ellos habían arrasado, con su incuria e incivismo, en una noche de copas.

A no dudar son numerosas las enseñanzas que pueden obtenerse de esta entrañable y cercana historia. Los beneficios de la noble acción de esta anciana vecina, doña Aurea, se pueden sintetizar sin gran o especial esfuerzo. Se había puesto en uso un terreno abandonado, degradado y terrizo. La autora de esta buena acción se sentía útil para mejorar la imagen de su barrio, trabajando con la mayor constancia, distrayendo su mente y adiestrando su ajado cuerpo. Con su dinámico ejemplo motivó para que otros convecinos se sumaran al proyecto. La limpieza efectuada en ese sucio espacio público mejoró la imagen estética y de salubridad de la barriada. Se realzaba, al tiempo, el trascendente papel de la agricultura en nuestras vidas, tomándose  conciencia de la necesidad y conveniencia de producir y consumir verduras y frutas en nuestras ingestas. La contribución a la educación de los escolares era evidente, con las provechosas visitas de estudio a los huertos urbanos. La acción servía de mimetismo para mejorar otras zonas urbanas degradadas. En definitiva, el voluntarismo de una persona, a pesar de su avanzada edad, pudo servir de revulsivo para que otros muchos se sintieran motivados y animados a integrar en su vidas esos cualificados valores que enaltecen y mejoran la convivencia social.-  

 

EL HUERTO URBANO DE

UNA CIUDADANA EJEMPLAR

 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

29 enero 2021

 

 Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal:http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 

 

 

 
 

viernes, 22 de enero de 2021

RECUERDOS INDELEBLES DE LA PRIMERA VEZ.

Es frecuente que magnifiquemos, probablemente con no escasas razones, la significación de “la primera vez” en nuestras experiencias. Ese inicio, en “esto o aquello” suele quedar grabado con firme relevancia en los archivos, más o menos ordenados, de nuestra memoria. Los ejemplos de esta realidad pueden ser numerosos y diferentes, según las personas. Veamos algunos casos escogidos al azar. El viaje de estudio, la primera comunión, el uso del pantalón largo, la habilidad de poder nadar, el montar en bicicleta, el premio en un concurso colegial, el maestro/a inolvidable, el triste fallecimiento de un familiar, el castigo por una travesura, el sufrimiento por ser objeto de acoso o bullying escolar, el primer trabajo remunerado, etc. Y por encima de todos estos actos iniciáticos, la trascendente hermosura de aquél primer amor.

Esa desbordante atracción hacia otra persona, en la natural y paulatina maduración de la sexualidad, aparece normalmente durante la adolescencia, tanto en el hombre como en la mujer. El espacio “escénico” que genera ese primer “flechazo” que acelera el latido cardiaco suele ser también variado: el aula de clase, la plazoleta del barrio, cualquier celebración familiar, una excursión grupal por la naturaleza, la “pandilla de la que forman parte muchos niños o jóvenes del barrio, la presentación de aquella hermana o prima de nuestro amigo, etc. No hay una edad fija  para experimentar esta trascendente vivencia, que altera nuestros rutinarios intereses y equilibrios. Puede ser, según los casos, a los 12, 14, 16 años … vinculada al desarrollo de la pubertad en la adolescencia. Chicos y chicas comienzan a sentir ese algo diferente o especial, en la que se mezcla la atracción física con la intensa afectividad, el bienestar y el divertimento, y en muchos de los casos, también el “dulce” o complejo sufrimiento. Dada la evolución de nuestro organismo, es normal que en estas situaciones se exageren o potencien las virtudes de la persona amada, al tiempo que se justifica o empequeñecen sus naturales defectos. Tanto en el plano físico, como en el carácter y el comportamiento diario.

La reacciones que desarrollas en ese estado emocional de atracción sexual son variadas y, en muchos de los casos, divertidas: nerviosismo, tartamudeo, descontrol,  aceleración del ritmo cardiaco, enrojecimiento del rostro, errores y “payasadas”, regalos inapropiados, respuestas imprevisibles, temblor en las piernas y esos silencios o bloqueos expresivos, muestra de la felicidad que experimentas cuando estás cerca de esa persona, o la tristeza y las bruscas respuestas que sufres  en su ausencia o lejanía.   

Ese primer amor o declaración de los sentimientos difícilmente o nunca llega a olvidarse. Los detalles y las realidades afectivas quedan especialmente grabadas, con moldes imborrables, en las páginas mentales de nuestras modestas o privativas biografías. Conozcamos ya, algo de los personajes nucleares que protagonizan nuestra narrativa.

Son dos estudiantes de la E.S.O que, en su segundo curso de esta etapa escolar obligatoria, se encuentran en plena pre/adolescencia. Acuden diariamente al mismo Instituto público, aunque ella realizó la educación primaria en un centro de titularidad privada, con ideología religiosa. ALEJO es un chico de notable estatura, para su edad, de cabello moreno, ojos castaños, de complexión delgada y bien parecido de cuerpo, con un cierto grado de timidez en esta fase de su desarrollo, tal vez influenciado por los cambios hormonales que le están provocando las típicas erupciones cutáneas en su rostro, reacciones dermatológicas que trata de disimular de la mejor forma posible. Le gusta jugar el baloncesto, aunque como simple aficionado. También practica la natación, en una institución pública municipal, a la que asiste una vez a la semana. No es especialmente amante de la lectura, pero el cine le atrae en muchas de sus horas de ocio, disfrutando con las películas de acción y los argumentos que él denomina de “miedo”. Tiene dos hermanas mayores, que ya estudian en el campus universitario de Teatinos, UMA. Su padre es administrativo en una agencia inmobiliaria, mientras que su madre trabaja como escaparatista, en un estudio de diseño y decoración.

Desde inicios del curso (a finales de los años ochenta) este chico había puesto sus transparentes ojos de adolescente en una compañera de grupo, que había estudiado 1º de la ESO en un grupo diferente al suyo. ARANTZA es muy popular entre todos sus compañeros de clase, dado su carácter alegre, abierto y receptivo para la amistad. De cabello castaño, ojos grises verdosos y cuerpo más bien delgado, suele mantener una sonrisa casi permanente en un rostro de mirada angelical. Participante en todos los “saraos” que fluyen en esas edades tan abiertas al divertimento, no es una estudiante afanosamente estudiosa, pero sabe aprovechar muy bien la retentiva de su memoria y esa claridad mental que le proporciona buenas calificaciones en su apreciable libro escolar. Es hija única de unos padres que trabajan como comerciales o agentes de ventas en unos grandes almacenes de la capital malagueña.

Alejo, hasta este curso, nunca había experimentado esa fijación en las niñas de su edad, como obsesión permanente. Pero a sus trece años, la llegada de Arantza a su grupo escolar, le ha alterado esa indiferencia, despertando un fuerte ardor sexual. En realidad, la simpatía desbordante de esa adolescente no se acomodaba a lo reservado de su carácter y a ese pico de timidez que potenciaba los inicios de la pubertad. Asumía que era casi imposible que esa compañera se fijara en él, por lo que sufría reservadamente su incapacidad hacia esa necesidad que veía como algo inalcanzable. Pensaba, en los recovecos de su intimidad sufriente “¿Y como me acerco a ella, si me siento débil y sin recursos para que esta preciosidad que me tiene “trastornado me tenga en cuenta? La mayoría de mis compas lo tienen mucho más fácil… pero en mi caso es una batalla que tengo bien perdida”. Y así pasaban los días y los meses, disimulando su insatisfacción interior, ante la consecución de un objetivo ante el que pensaba no podía competir.

Y llegó, con el firme avance de amaneceres y atardeceres, ese mes de Marzo, que siempre trae el regalo de la estación Primaveral. Además de las flores, las cálidas temperaturas y el verdor en la naturaleza, se acercaban los eventos religiosos y festivos de la Semana Santa, con ese difícil pretérito de los exámenes del 2º trimestre. Por consejo de sus padres, los profesores y el esfuerzo de su autodisciplina, se dispuso a preparar esas pruebas, cuyo éxito podría depararle unos tranquilos días de vacaciones. Para este noble y responsable fin, acudía cada una de las tardes a la biblioteca de la Facultad de Ciencias Económicas para el estudio y repaso de los apuntes de clase, centro universitario en donde no se le impedía la entrada y que tenía bien cerca de su domicilio, situado en pleno barrio de Capuchinos.  

Ese viernes, 12 de marzo, la biblioteca estaba repleta de usuarios, por lo que Alejo decidió quedarse en una de las mesas del gran salón - estudio anejo. Aquí los asistentes pueden hablar y preparar sus trabajos, comportamiento que no pueden tener en el recinto bibliotecario, en donde está prohibido emitir sonidos que perjudiquen la concentración de los demás estudiantes. Mientras luchaba “enfrascado” con los problemas de matemáticas, cuyo repaso era necesario dado que era uno de los primeros exámenes o pruebas que habría de realizar, escuchó detrás suya una voz que le resultó bastante familiar.

“¡Vaya, qué suerte! También Alejo ha elegido “Económicas” para “disfrutar” la tarde de estudio”.

Se volvió de inmediato y vio que era la compa Arantza, quien después le comentó que vivía por el barrio de la Victoria, no lejos de la zona en donde estaba situada la Facultad. ¡Eran casi vecinos. Y él sin saberlo.

“Ale, estoy más liadita que un trompo, con esas mates que tanto me hacen sufrir. Siempre te he considerado como un chico inteligente. Me pregunto si me podrías echar una mano, con esos problemas que una vez y otra se me atascan. Aunque voy aprobando con las ciencias, ya sabes que soy más bien de las letras ¿Me puedo sentar junto a ti?”

Los latidos del corazón en Alejo se dispararon como si fueran en bólidos de carrera. Parecía un milagro que su “musa inalcanzable, tomara asiento allí junto a él. El destino le había proporcionado un maravilloso regalo, totalmente inesperado, lo que aumentaba su nerviosismo, su mal disimulado tartamudeo, ese no saber qué decir, precisamente cuando el corazón y la mente te empujan y necesitas expresar muchas cosas. Arancha sonreía, con esa divinal mezcolanza de sencillez, desenvoltura, picardía, desparpajo e innata alegría, en el decir y en el actuar. Para mayor ilusión “Ari” (como muchas amigas la llamaban) se adornaba con dos trenzas de su bien peinado y liso cabello, que le cubría hasta los hombros. Vestía con una sudadera rosa clara, que llevaba grabada las palabras “I need your friendship” (Necesito tu amistad) una muy curiosa y oportuna frase, completando su atuendo con unos jeans azules y unas deportivas blancas.

A pesar de sus nervios, algo ya más serenados cuando se fue rehaciendo de la primera sorpresa, se entregó con la mayor amistad e interés en ayudar a esa compañera por la que tanto había suspirado. Le iba explicando, con “docta seriedad” el proceso de algunos problemas, mientras ella le miraba a los ojos, sonreía y después asentía moviendo su cabeza. Transcurrieron los minutos, pero tan concentrado estaba en la explicación que no era consciente del tiempo que avanzaba.

“Compa, lo haces tan bien que me recuerdas a don Efrén. Creo que tienes madera de profe. Me entero perfectamente de todo lo que estás explicando. Te lo agradezco en el alma. No sé si te has dado cuenta, pero son ya las 6:30 y con tantas ecuaciones me está llegando un poquito de hambre. Había traído un sándwich de queso y jamón cocido para merendar ¿Lo compartimos?”

Genial, Ari. Yo también te puedo invitar a alguna chuchería. Vamos a la máquina de los snaks, pues a esta hora cierran el bar. Saco dos chocolatinas con almendras o algo que te guste más”.

Así comenzó ese primer amor, un inolvidable viernes 12 de marzo, que Alejo grabaría con la fuerza de la novedad en los recuerdos imborrables de su mente adolescente. A partir de esa dulce tarde, las hojas del calendario seguirían trayendo, con el capricho del destino y la voluntad de los humanos, cambios, ilusiones renovadas, experiencias, dudas, errores y aciertos, en estas dos jóvenes vidas.

 

Han pasado ya, no una ni dos, sino casi tres décadas, desde aquel viernes primaveral en la sala de estudio de la Facultad de Económicas malacitana, durante el cual Alejo se sintió la persona más feliz del mundo, ya que el misterioso destino quiso proporcionarle ese encuentro personal por el que tanto había suspirado. Hoy, en un lunes de enero y también por la tarde, tras muchos años sin haberla vuelto a ver y sin haber tenido noticia alguna de ella, se han vuelto a encontrar, mientras ambos elegían, separados por unos metros, alguna revista en el kiosko de prensa de la dinámica y bien montada estación de ferrocarriles. Sus cuerpos ya no reflejan los de aquellos adolescentes ilusionados durante la etapa escolar. Lógicamente han sufrido importantes cambios en sus respectivas fisonomías, debido a la inmisericordia oxidante del tiempo. Mientras aguardaban turno para abonar los ejemplares elegidos, han cruzado sus miradas, han dudado ante un posible equívoco, finalmente se han reconocido y con entrañables sonrisas han pronunciado respectivamente los nombres de sus interlocutores.

“Claro que te he reconocido, mi querida Ari ¡Vaya suerte! ¡Pero cuántos años sin vernos! Apenas has cambiado. Te veo maravillosamente bien, tan linda como si fuera ayer… ¿Y cómo te va? Es que voy a tomar el tren de Fuengirola, donde resido. Vengo con frecuencia a Málaga, a resolver asuntos de la notaría donde trabajo. Pues sí, la vida va corriendo y, aunque no me lo creo, ya he cumplido los 43. Formé una familia. Dalia y yo tenemos una hija de siete años. Ya está muy mayorcita. ¿Qué cómo se llama? Bueno… le pusimos el nombre de … Arantza. Ese nombre te suena ¿verdad?”

Y mientras pronunciaba todas esas amables y educadas palabras, ella sonreía, observándole con un indisimulable ternura.

“A pesar del tiempo transcurrido, no te he olvidado, Ale. Estás hecho todo un hombre, pero yo te recuerdo con aquellos rasgos de aquella hermosa adolescencia. También tu fuiste mi primer amor. Después, la vida ha dado muchas vueltas. Yo no tengo hijos, aunque me casé con un médico que practicaba cirugías estéticas. Hemos estado juntos ¡casi doce años! Pero nos unimos demasiado jóvenes, sin conocernos muy bien. Nos equivocamos … como tantos otros. Ahora estoy unida a una persona también divorciada, que tiene dos hijos ya independizados. Es policía nacional, especializado en delitos monetarios. Tiene 51 y yo los mismos años que tú, pues recordarás que somos coetáneos. Irineo es su nombre. Nos llevamos bien, aunque las andanzas de aquellos años 80, cuando prácticamente despertábamos a la vida, no las he podido olvidar. En absoluto…  Suelo venir mucho por aquí, a comprar en el Mercadona. Somos prácticamente vecinos del Vialia, porque nuestro piso está aquí al lado, en el bloque Barceló de Héroe de Sostoa. Tenemos que quedar algún día y tomamos algo los cuatro. Me haría mucha ilusión ¡De verdad!”

El sonido romo de los altavoces, anunciando la inminente llegada de un próximo tren AVE, procedente de la estación madrileña de Atocha, mezclándose con la alegre y potente acústica emitida por toda esa gente que circula por los grandes espacios públicos, fue separando, una vez más, a estos dos seres, “atados” por bellos y dolorosos recuerdos.

Una aún bella mujer que “negocia” cada unos de los días con esa difícil y traicionera mediana edad, mientras arrastraba ese carrito de la compra repleto de rutinas alimenticias, con dirección a una opaca estabilidad, iba repitiendo y recreándose mentalmente en unas palabras que le aturdían y dinamizaban al tiempo.  “¿Quién me podría aventurar, que esta tarde iba a terminar con este inesperado, sublime y feliz reencuentro. Hoy era yo a quien le temblaban las piernas. Fue, sin duda, mi primer amor. ¡Como lo voy a olvidar! Pero… te faltó decisión, constancia y arrojo, para haber seguido en la lucha. Como a tantas personas le sucede, me pregunto ¿cómo habría sido mi vida junto a ti, mi querido Alejo? Es un banal o imposible interrogante que carece de respuesta lógica, Pero la imaginación puede crear ese microcosmos ideal de lo que pudo ser y para mi pesar no lo es”.

Y en ese vagón del suburbano, que rodaba presuroso camino de la próxima estación en sus repetitivos trayectos,  uno de los viajeros, también con una mediana, estabilizada y aburrida edad para la comodidad, cerraba cíclicamente los ojos, y pensaba en aquella “niña” de mirada angelical y ojos azulados, con sus trenzas, sus continuas ocurrencias y esas maravillosas sonrisas que transmitían ganas de vivir, alegría y proximidad.

“Mi añorada Arantza ¿cómo me gustaría que a la llegada a mi destino viajero, fueras tu quien me estuvieras esperando para preguntarme, sin palabras, sólo con la mirada, acerca de cómo me había ido en el día. Lo harías con esa dulzura, fuerza y complicidad que nunca olvidaré. Ciertamente no me puedo quejar. Tengo una vida estable, serena, acomodada. Una pequeña y buena familia que me espera y con la que comparto las luces y los atardeceres de cada día. Pero lo que sentí por ti, en aquellos irrecuperables años de la adolescencia, para mi desdicha, no lo he vuelto a tener. No los he vuelto a gozar”.

Como en tantas realidades de nuestra existencia, esa primera vez queda marcada con firmeza en las brumas temporales de la añoranza. La iniciática atracción de los trece años, puede sin duda estar deformada por la idealización y el deseo. Pero aquellos acústicos latidos del corazón no se han vuelto a repetir, en los sentimientos de Arantza y Alejo, quienes esta tarde “caminan” hacia sus opuestos destinos, imaginando y anhelando una proximidad que impide, todo impasible, la lejanía.-

 

 

  RECUERDOS INDELEBLES DE

LA PRIMERA VEZ

 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

22 enero 2021

 

 Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal:http://www.jlcasadot.blogspot.com/


 

viernes, 15 de enero de 2021

AQUELLOS LEJANOS DOMINGOS DE NUESTRA INFANCIA.


Es una obvia realidad en nuestra existencia, la sucesión de los cambios que se van produciendo en la evolución de los tiempos. La sociedad en la que convivimos es todo un cosmos cambiante, que necesita y se esfuerza en modificar y mejorar “hoy” lo que “ayer” era aceptado y aplaudido. Otra cosa será la conveniencia, el modo y la rapidez que se impriman a todas esas modificaciones, pues no siempre lo nuevo va a ser mejor que lo anterior, atendiendo a las circunstancias de cada espacio y período concreto. En este sentido, podemos aplicar esta pequeña introducción teórica a cualquiera de nuestras realidades vitales, una de las cuales es la propia significación lúdica o festiva del domingo.

Ese séptimo día de la semana, dedicado por su íntima naturaleza al descanso de todo el trabajo desarrollado y acumulado, entre lunes y sábados, no siempre ha tenido la misma significación y aplicación por parte de los ciudadanos que conforman las colectividades sociales.  Aplicando la experiencia y el conocimiento que reposa en nuestra memoria, vemos que en la actualidad los domingos no son iguales a los que conocimos en tiempos de nuestra infancia. Para incidir en esta evidencia, nos tenemos que retrotraer a las décadas de los años cincuenta y sesenta de la pasada centuria.

A nivel escolar, no sólo había que contar con este agradable día “vacacional”, sino que los estudiantes gozaban una media jornada más en la que no se tenía que ir al colegio. Solía ser el jueves por la tarde, aunque luego se trasladó al sábado tarde, a fin de unir este descanso al del domingo, para el mayor protagonismo de la unión familiar. Centrándonos ya en la jornada dominical, hay que explicar que la mayoría de los comercios en esa lejana época estaban completamente cerrados. Sólo algunas cafeterías, bares y restaurantes abrían sus puertas ese día, a fin de atender a la clientela que acudía a los mismos vestida “de domingo”, es decir,  con ropa limpia y diferente a la utilizada durante el resto de la semana. En el caso de los hombres, esa “respetabilidad” la proporcionaba  el traje de chaqueta y corbata, completado por el sombrero, utilizado por las clases más acomodadas. En el caso de las mujeres, el uso de la falda era una norma general, pues no estaba bien visto el uso de pantalones para las señoras. E incluso durante el verano, había que ser especialmente recatada en mostrar ante los demás partes no convenientes de nuestra estructura corporal. Signo de respeto para ellas era usar velo o mantilla para entrar y permanecer en los templos.

Habría también que recordar que algunas empresas (ajenas al sector restauración) que ocasionalmente necesitaban que sus operarios trabajasen los domingos, tenían que solicitar un permiso especial a la Delegación de Trabajo, petición debidamente motivada, al que se adjuntaba una autorización expresa del Obispado de la ciudad, documento que había también que gestionar previamente.

El aseo fundamental de los cuerpos  durante la semana se llevaba a efecto en la mañana de los domingos. Había que ir bien limpio a escuchar la misa y lo bien visto es que fueran juntos todos los miembros de la familia. Signo de devoción y respetabilidad, es que se confesara y se comulgara en el oficio litúrgico, cuya hora nuclear solía ser la misa de 12, en la que el párroco de la feligresía predicaba y explicaba el evangelio del día. Una vez finalizada la celebración y tras saludar a los amigos y convecinos, era usual que el padre comprara el periódico local del día, normalmente prensa controlada por el Movimiento Nacional, aunque algunos se permitían el gasto de adquirir también el Marca, para estar al día en las noticias deportivas. Hay que explicar que los diarios editados en Madrid no podían llegar a los puestos de periódicos en la mañana del domingo, por lo que habría que comprarlos el lunes. Más adelante, las empresas de prensa preparaban la edición del domingo durante el sábado, a fin de que el tren correo los pudiera llevar a los distintos puntos de nuestra geografía en esa mañana festiva del fin de semana. El uso del avión para el traslado de la prensa simplificó lógicamente ese largo tiempo necesario para el transporte de los periódicos a cada lugar. Después de asistir a la celebración religiosa, la familia solía dar algún paseo y acudir a tomar el apatecible aperitivo con tapas, que para los niños sería el correspondiente refresco gaseosa de naranja o limonada.

En este contexto hay que añadir que muchos colegios de titularidad privada, con el ideario del nacional catolicismo imperante, imponían a sus alumnos la estricta obligatoriedad de asistir a la misa dominical junto a la colectividad escolar, normalmente a las doce del medio día. Determinados alumnos llevaban las listas de sus compañeros y se encargaban de “apuntar” a los que asistían a dicha celebración. Los que no podían alegar motivo fundamentado para su inasistencia a la misa del domingo, eran castigados  para quedarse en el centro una hora más en la tarde del lunes, tiempo dedicado al estudio vigilado por un profesor de guardia. Por lo tanto había que buscar y comprobar que el compañero te había apuntado, para evitar problemas al día siguiente en el colegio. Al igual que la misa dominical, era necesario seguir la práctica devocionaria de los primeros viernes de cada mes, con la comunión correspondiente y, en tiempos previos a la Semana Santa, asistir a los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, adaptados para la mentalidad propia de críos preadolescentes. Sería innecesario indicar que en estos años no se aplicaba la coeducación en las aulas, luego por tanto había centros para alumnos masculinos y colegios para niñas. 

Y llegaba la festiva tarde del domingo. La fase vespertina del día de “la fiesta de guardar” tenía un claro protagonismo: el fútbol. El papá “cabeza de familia” podía acudir al estadio para presenciar el partido de la jornada de una manera directa, con la costumbre inveterada del cigarro puro en las boca (aquellos que tenían posibilidad económica para hacerlo) o bien quedarse pegado junto a la radio, a fin de escuchar la crónica al minuto de los partidos desde los distintos campos de juego. El programa líder futboleto era Carrusel deportivo, emitido por la cadena SER. Cerca del aparato de radio, que era la distracción general para toda la familia (con sus programas de radionovelas, informativos o discos dedicados) el papá controlaba la correspondiente quiniela  (del Patronato de Apuestas Mutuas Deportivas Benéficas) con el 1, X, 2, anotados en los casilleros de cada partido, que  indicaba la victoria, el empate o la perdida del partido para el equipo anotado en primer lugar. Si se acertaban los catorce resultados de la quiniela, se podía conseguir un “buen dinero”. Si se acertaban trece o doce resultados de los partidos (en una fecha ya posteriores a esas décadas) también se ganaba algún premio en metálico, pero notablemente menor que si acertabas los catorce. Los hijos que compartían con sus padres estas emisiones radiofónicas deportivas, se sabían de memoria las alineaciones básicas de los principales equipos de primera división y coleccionaban cromos o estampas con las fotos de estos admirados y míticos astros del balompié.

Mientras el padre seguía con la emoción de su fútbol, los niños se esforzaban para conseguir esas pocas pesetas que costaba una entrada, para asistir a un programa doble, en uno de los grandes cines de barrio, repartidos por los distritos de la ciudad. Obviamente, en aquellos años cincuenta y principios de los sesenta no había llegado aún la televisión a los hogares. Las primeras emisiones de televisión se pudieron ver en Málaga durante el año 1961 y sólo poseían monitores de televisión algunas familias de cierto poder económico, además de los bares y cafeterías, a fin de atraer público a sus establecimientos. Por lo tanto, la mayoría de los niños se refugiaba en el “milagro” de la gran pantalla. Había que ir al cine. Era la gran ilusión y distracción de los niños para la tarde dominical.

Las salas de cine eran muy espaciosas. En su interior había centenares de no muy confortables butacas (en Málaga, no olvidamos los nombres del Capitol, Duque, Plus Ultra, Moderno, Avenida, Royal, Cairy, Málaga Cinema, Excelsior, Andalucía, Victoria) establecimientos cinematográficos que programaban cinco sesiones para sus espectaculares programas dobles, comenzando a las tres de la tarde y finalizando con la sesión de las 11. El niño que tenía la suerte de comprar su localidad (en los cines de barrio no había por supuesto localidades numeradas) disfrutaba la visión de las dos películas exhibidas, que duraban hasta las siete. A partir de esa hora se quedaba en la sala para ver parte de la primera película otra vez, tanto si tenía permiso para ello, como si no, aunque ello le supusiera el correspondiente castigo para cuando llegase tarde a casa.

Eran películas que venían con una deficiente calidad en el celuloide, pues las cintas habían sido proyectadas centenares de veces por los cines de estreno y reestreno. Tenían numerosos “cortes” en la continuidad de la proyección, interrupciones que provocan los consabidos silbidos y chascarrillos entre los espectadores. Las del Oeste y las de policías y delincuentes eran las más apreciada, aunque también las cómicas y las de “risas” tenían un público incondicional. Todas las películas poseían una calificación moral, decidida por la comisión eclesiástica del episcopado. Dicha valoración y datos sobre la película, en forma de hojillas de papel, estaban expuestas sobre unos tablones de anuncios en las puertas de los templos. Cada ficha iba presidida por una numeración: 1 Todos, incluso niños. 2 Jóvenes. 3 Mayores. 3R Mayores con reparos. 4 Gravemente peligrosa. Ver una película con una calificación de 4 suponía un grave pecado, que tenías que confesar a la mayor premura. En general, los porteros de las salas cinematográficas tenían “mano ancha” para permitir el pase a todo tipo de personas, sea cuales fuere su edad. Especialmente, en los “cines de barrio”.  Por último añadir que, tras el pago de la entrada, tenías que reservar alguna peseta para comprar chucherías, que se vendían dentro de la sala, entre uno y otro pase, durante los minutos en que las luces permanecían encendidas. Los productos más demandados eran los paquetes de “rosetas” (palomitas de maiz), las avellanas, las pipas de girasol, los caramelos, los chicles, el regaliz y esa voz tan amena de los vendedores con sus bandejas colgadas en el pecho entonando: “oranges y gaseosas”.

Cuando llegaban las estaciones de primavera y verano, el cine repleto de expectadores en los domingos alcanzaba temperaturas notablemente elevadas, por lo que además del abanico y pay pay, tuvieron que instalar unos pequeños ventiladores, que lo único que provocaban era el movimiento del aire viciado e insalubre procedente de centenares de respiraciones. Los olores en las salas eran variados en su pestilencia. En los cines de barrio, las pulgas y las chinches hacían su ingrata labor sobre los muslos y pantorrillas de los más jóvenes asistentes.

A pesar de todo lo expuesto, cada cual volvía a casa feliz y contento, por haber “empatizado” con los míticos y admirados héroes de la película. El niño se sentía como esos valientes policías que “cazaban” a los malvados ladrones, como los aguerridos vaqueros con sus pistolas al cinto, que con tanta destreza y rapidez desenfundaban y tan bien sabían disparar, como esos actores que con maestría nos hacían reír o llorar y también como esos amantes ardientes, cuyos besos (si no estaban cortados por el maquinista de la cabina de proyección) y actitudes te generaban unos emociones y sentimientos que hacían preguntarte si habrías de confesarlos al cura, antes de la próxima comunión.


Ya en las postreras horas de ese domingo que finalizaba, caías en la cuenta de los deberes no resueltos o de esas lecciones no estudiadas, obligaciones de las que tendrías que dar cuenta en la siempre “terrible” mañana de los lunes, en la que todo volvería a comenzar, al igual que la semana pasada, al igual que esa semana que de nuevo llegaría. Lo probable era que a papá no le hubiese tocado la quiniela, se había quedado con tan sólo 8 o poco más resultados acertados, pero el buen hombre se sentía feliz porque su equipo del alma había sacado un meritorio empate en el Metropolitano o había vencido en La Rosaleda. Mamá ya tenía preparada la cena y con interés y ternura te preguntaba como había ido la película. Ella había pasado la tarde tendiendo la ropa, planchando (con la “cantinela” de la radio puesta a todo volumen para el resultados de los partidos) y haciendo sus otras tareas del hogar. La ilusión para ella estaba puesta en cada mañana cuando, tras el desayuno y con la olla puesta al fuego lento, para el potaje o el cocido del día, podría dar ese relajante y liberador paseo hacia el mercado, para hacer la compra necesaria. Las señoras aplicacaban la fidelización hacia determinados puestos de su agrado, generándose una amistad y confianza entre la clientela y los arrendadores de estos pequeños cubículos de venta, ya fueran de fruta, verduras, pescados u otros alimentos. Los clientes y los vendedores se conocían por sus nombres, entablándose fraternales, alegres y castizas charlas en las relajantes mañanas para la compra.

Es un domingo por la tarde, a comienzos de los años sesenta, en una localidad de nuestra variada y rica geografía: Málaga capital. Susana, hija única del matrimonio formado por Eladio y Rosa, ha quedado citada con su íntima amiga de colegio, Begoña, para dar un paseo a partir de las seis de la tarde. La estación primaveral hace apetecible esos recorridos por los diversos itinerarios de la ciudad, que tienen como punto de encuentro el final de la importante calle Larios, que desemboca en la tradicional Plaza de la Marina. Ambas compañeras de clase, que tienen en la actualidad doce años, asisten durante la semana a un colegio religioso en el que cursan tercero de bachillerato. La confianza recíproca de ambas chicas es bastante intensa, pues se conocen desde hace años, cuando eran alumnas de Primaria en esa misma institución docente. Ahora se encuentran en la edades de la compleja adolescencia, con cambios hormonales y de carácter que van a permitir la entrada en la fase evolutiva de la pubertad.

Desde pequeñas el trato de las dos amigas han sido como si fuesen  hermanas, aunque la situación socioeconómica de una y otra familia a la que pertenecen es un tanto diferente.  El padre de Begoña, Mauricio, es propietario (junto con otro socio) de una gestoria que lleva la estructura administrativa de decenas de empresas repartidas por toda la capital y por numerosos municipios de la provincia. Ello le reporta importantes beneficios al final de cada mes. Por el contrario el padre de Susana, Eladio, trabaja detrás de la barra de consumición sirviendo copas en un quitapenas, situado por la zona del mercado de Atarazanas, establecimiento que tiene una fiel clientela  diaria.

Las dos jovencitas decidieron aquella cálida tarde dirigirse hacia el puerto, con el fin de llegar hasta la Farola. Al llegar a ese punto urbano, se sentarían en uno de los bancos de madera situados detrás de la Residencia militar y el Club Mediterraneo, para contemplar sentadas ese bonito atardecer, con los rayos dorados del sol brillando sobre las plácidas aguas de la bahía. Como ya era usual cuando salían de paseo, Susana solía aportar al fondo común un paquete gigante de pipas de girasol, siempre con sal, mientras que Bego era la encargada de llevar los chicles y el regaliz, chucherías con las que disfrutaban mientras se contaban los últimos chascarrillos, en los que ya aparecían algunos chicos con los que habían intercambiado miradas, risas y alguna que otra frase nerviosa, temáticas muy propias de esa maravillosa edad que ambas tenían.

Pero esa tarde de mayo Susana estaba menos expresiva de lo que en ella era habitual. Bego era la que aquel día llevaba el protagonismo de la conversación, con temas tan importantes para “intercambiar” como ese primo de Meli, que en su cumpleaños le pregunto cómo se llamaba y al que había vuelto a encontrar en la puerta  de una papelería,  cuando el chico salía de comprar cartulina para preparar un mural relativo a la fiesta del Corpus. En esa narrativa estaba, cuando Susana la miró a los ojos y con rostro serio dijo a su amiga que tenía algo que decirle.

“Bego, te tengo que contar un secreto. Ocurrió la noche del jueves. Mi madre estaba preparando la cena, cuando se dio cuenta que no teníamos pan en casa, apenas un trocito de barra que había sobrado del mediodía. Como había cocinado un guiso de carne en salsa, no teníamos con qué mojar. Ya sabes que por la noche comemos las dos solas, porque mi padre no vuelve de la taberna donde trabaja antes de las once. Entonces me pidió que fuera a casa de Amalio, el de la tienda, que tiene abierto hasta las 9 y media y comprara una barra de pan de Viena, para que cuando llegara mi padre no le faltara en la comida. Te he explicado lo comilón que es. Cuando volvía con la barra, quise pasar cerca de la taberna en donde sabía que estaría mi padre. No pensaba entrar dentro, pues me tiene prohibido hacerlo, cosa que entiendo, pues allí hay gente con más copas de la cuenta y que están medio borrachas. Miré desde la puerta y no lo vi detrás de la barra. Entonces seguí mi camino hacia casa. Pero al pasar por el Muro de las Catalinas vi a lo lejos una figura, en la que reconocí a mi padre. Iba junto a una señora muy bien arreglada, con su bolso y todo, que yo no conocía. Lo que más me extrañó es que los dos iban cogidos de la mano. Iban caminando muy sonrientes. Menos mal que no me acerqué, porque me habria dado mucho corte. Así que fui como siguiéndolos, a distancia. Cuando llegaron a la plaza, se despidieron... y ahí vino lo peor.” ¿Pero qué ocurrió, Susi?  Es que… se dieron un beso largo en la boca.”

“¿Y se lo dijiste a tu madre? No no me atreví. Es que no sé lo que hacer. Te lo cuento porque eres mi mejor amiga de siempre. Pero desde esa noche no me encuentro muy bien. Yo nunca había visto a esa mujer.”

Así eran los domingos, en aquellos ya lejanos años cincuenta y sesenta, bajo el prisma narrativo de un niño y una niña. Esos días festivos, que completaban el discurrir semanal, eran bastante diferentes a los domingos actuales, por la evolución natural de los tiempos. En realidad, actualmente los días festivos no se diferencian en demasía de los restantes da que concretar expresando una sola palabra: diferentes. domingos no se digferencias a evoluciías de la semana. Se han ido perdiendo muchos hábitos y costumbres, en ese séptimo día para el descanso ¿Son mejores, peores o sin encanto, los domingos que hoy protagonizamos ? Habría que concretar, expresándolo en una sola palabra: son diferentes. Pero los recuerdos están ahí. Y es bueno o positivo que permanezcan en el bagaje recurrente y documental de nuestras memorias.-

 

AQUELLOS LEJANOS DOMINGOS

DE NUESTRA INFANCIA


 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

15 enero 2021

 

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