viernes, 30 de marzo de 2018

EL CAMINANTE BOHEMIO.


A poco que observemos la vida relacional que sentimos latir en nuestros barrios, pueblos y ciudades, percibimos unos específicos núcleos de reunión en los que la heterogeneidad de las personas que los protagonizan intercambian solidariamente las palabras y las historias, las necesidades y los anhelos, los enfados y las sonrisas, en el diario caminar a través del cual unos y otros vamos construyendo los días. En general solemos valorar y agradecer esa grata compañque potencia lor del diçalogo los d sonrisas, en ese diario caminar a travs espec, veremos el latido relacional que se genera enía, unida al calor del diálogo, que nos aproxima al siempre muy apreciado y reconfortante valor de la amistad.

Son numerosos y variados los puntos de relación social, a los que se alude en estas previas líneas introductorias. Citemos algunos de los más conocidos y cercanos a nuestras vidas: las peluquerías, las tiendas de ultramarinos, los bares y cafeterías, las consultas médicas, los quioscos de prensa o de “chucherías”, los mercados y los mercadillos semanales, las calles y las plazas urbanas, los jardines, las gradas deportivas, los centros educativos  y de aprendizajes, las mercerías, los patios de las antiguas “corralas” … y así un largo etc. Pero nuestra historia va a estar hoy centrada en un específico espacio de relación social, costumbrista y popular, que aún no ha sido mencionado en el listado anterior. Se trata del tradicional y siempre valorado (cada vez ya con menos presencia en la sociología popular) taller de zapatería. En la actualidad aquellos artesanales portales, donde trabajaba el muy conocido zapatero “remendón” ante la vista del público, han sido sustituidos por unos pequeños locales, normalmente insertos en los grandes centros comerciales, en los que alguna franquicia, repartida por toda la geografía del Estado, trabaja en la duplicación de todo tipo de  llaves, la sustitución de pilas y baterías en los relojes y, por supuesto, en el oficio básico: el arreglo rápido de los zapatos, los bolsos y las correas o cinturones deteriorados. 

En una muy transitada y popular calle, inserta en el más antiguo y tradicional callejero urbano malacitano, había un portal donde trabajaba Matías Cañadal, un zapatero de aquéllos que se ocupaban en arreglar “todo” tipo de calzados: piel, lona, caucho, plástico y goma. Fue su padre, don Fulgencio, quien se instaló en este popular y transitado lugar, ejerciendo durante toda su vida ese buen servicio demandado para la reparación del calzado usado. Poseedor de destrezas y habilidades para el oficio, supo enseñarlas a su único descendiente, a quien cedió el usufructo del local y negocio tras su merecida jubilación. El taller era un pequeño espacio de apenas unos 14 metros cuadrados de superficie, a los que había que añadir un altillo o entreplanta, a la que se subía mediante una “cinematográfica” espectacular e intrigante escalera metálica de caracol. Allí tenía un pequeño almacén, donde guardaba las piezas de piel que habría de utilizar, botes de cola, instrumental para su trabajo y no pocos pares de zapatos reparados que, por una u otra causa, no habían sido retirados por sus propietarios. Al paso del tiempo, solía llevar algunas partidas de estos pares olvidados a centros o instituciones benéficas, para que fueran utilizados por personas humildes de escasos recursos.

Su espacio de trabajo estaba ocupado por un amplio banco, sobre el que tenía a mano todo el instrumental necesario, unos estantes, donde reposaban los pares ya arreglados y aquéllos otros  pendientes de reparar, algunos taburetes y sillas que, en el buen tiempo estaban situadas incluso fuera del local, ocupadas por amigos y vecinos tertulianos, que gustaban de echar un ratito con el bueno y a la vez cascarrabias, amigo Matías. No faltaba, tras la silla ocupada por el habilidoso artesano, una gran radio, de las antiguas de bujías, que estaba continuamente sintonizada con aquellas emisoras que preferentemente emitían músicas y canciones  de la más entrañable copla popular y los inolvidables discos dedicados. Mientras sonaban los decibelios del voluminoso “armatoste” receptor y emisor, Matías dialogaba con sus amigos de siempre, Cosme, don Damián, Doroteo y el tío Toribio, aunque eran otros muchos los que también se unían en tan limitado espacio a las repetitivas y vibrantes tertulias sobre fútbol, el cine y los toros, como temas recurrentes, a fin de entretener el paso de las horas, desde que amanecía hasta el anochecer. Una gran bombilla, de no muchos watios, pendía del techo, permitiendo al zapatero una mejor visión, pues con los años y los achaques su vista se encontraba ya un tanto cansada.

El oficio o trabajo que aquél laborioso artesano realizaba consistía básicamente en poner medias o suelas completas, tanto de piel como de caucho, el cosido (a mano o con una antigua máquina Singer) de las partes abiertas o rotas del calzado, la sustitución las hebillas, la reparación de los tacones, el teñido de la piel o la colocación en la horma de aquellos pares que se habían comprado pequeños para la real talla de sus usuarios y a los que se les podía ganar unos milímetros, tanto en el largo como en el ancho, a fin de permitir su más cómoda y racional utilización. También solucionaba los deterioros de las sandalias de goma y de cualquier otro material. Las correas, los bolsos y las carteras eran reparadas, con sus remaches, cosidos y aplicación de esa “nutritiva” grasa de potro, que daba más suavidad y “vitalidad” a la gastada piel “vapuleada” por el uso.

Este alegre y “costumbrista” portal o local siempre había estado alquilado. Don Fulgencio, su primer inquilino, pagaba una pequeña cuota mensual, pues la propiedad del espacio pertenecía a un antiguo legionario, Atilano, amigo de correrías y otros “asuntos” en la juventud del viejo zapatero, al que debía antiguos “favores”. Su hijo, Matías. siguió pagando una modesta renta cada mes, cantidad que en la actualidad apenas había llegado a los 150 euros, con las actualizaciones anuales correspondientes según el índice del coste de la vida. Todo marchaba relativamente bien para el profesional hasta que, hace aproximadamente unas semanas, el antiguo legionario (ya nonagenario) había dejado de existir.  Sus ávidos herederos, cuatro hijos de impronta “parasitaria”, conocían la nueva legislación que modificaba drásticamente los alquileres con renta antigua. La in tención de estos descendientes era, de manera manifiesta, obtener una más “sustanciosa” renta de capital por el usufructo de ese local que habían recibido en herencia de su longevo padre.

Tal y como lo pensaron, así lo decidieron. Una mañana, los cuatros herederos se personaron en el  taller de zapatería con el objetivo de hablar con Matías. Le plantearon, con toda urgencia y claridad, sus imperativas demandas. Si quería seguir utilizando el local que ahora les pertenecía, tendría que negociar un nuevo contrato con una vigencia anual renovable, pero al coste actual de los alquileres en la zona. Le mostraron unos estudios, realizados con el asesoramiento del abogado que los representaba ante la justicia, acerca del precio de los alquileres en esa zona tan céntrica y tan demandada por las nuevas franquicias, muchas de ellas con capital e intereses foráneos. El precio de una nueva contratación mensual (y siempre por respeto a la amistad que había mantenido con su difunto padre) lo establecían en 250 euros el ¡¡metro cuadrado!! Argumentaban este elevado coste porque la propiedad estaba ubicada en pleno centro urbano, rodeada de importantes y conocidas franquicias, núcleo hostelero densamente visitado por miles de malagueños y turistas cada uno de los días.

Incidían en que tenían importantes ofertas, desde hacía tiempo. Alardeaban sobre grupos de inversión que les habían ofrecido hasta 400 euros el metro cuadrado útil de pago mensual y aseguraban que si no habían actuado con más presteza era porque Atilano, el dueño de la propiedad, valoraba en mucho la amistad que había mantenido con D. Fulgencio, respetando en consecuencia la renta antigua que pagaba su hijo Matías. Pero, una vez fallecido su progenitor, la situación tendría inevitablemente que cambiar. Haciendo números, la nueva renta se “montaba” en la escandalosa cifra de 6000 euros mensuales.

Matías no era ajeno a que estos descendientes, con los que nunca antes había establecido trato alguno (sólo había negociado con el padre de sus cuatro interlocutores) reclamarían una mejora del contrato de alquiler. Sin embargo, la exagerada cantidad que éstos exigían era totalmente inasumible, desde todos los ángulos en que fuera considerada, para la realidad de su modesto taller de zapatería que, desde el fallecimiento de su padre, él había retitulado EL CAMINANTE BOHEMIO (su denominación anterior era El Gato Negro).

La originalidad de este bello nombre procedía de una vieja experiencia de juventud, por él protagonizada y siempre añorada. Apenas había cumplido los dieciocho años y considerando su mayoría de edad, decidió vivir la experiencia de un verano por tierras “galas”. Con su mochila, pantalón corto, unas recias “chirucas”, profundas ilusiones y una muy escasa liquidez económica en los bolsillos, emprendió aquella “bohemia” aventura por los barrios y recovecos parisinos, realidades plásticamente inolvidables y representativas de la gran capital francesa. El par de semanas proyectado en sus intenciones iniciales , se convirtieron en casi medio año de “heroica” estancia. Vivió experiencias insospechada, en las que hubo amores imposibles, escenas violentas, supervivencias en situaciones límites y un recorrido o vagar continuo por los barrios, localidades y personajes de la más honda actitud bohemia ante la vida. Ese caminar continuo entre los riesgos materiales y afanes contradictorios, aplicando para la supervivencia toda la imaginación posible (y la “imposible) ante la escasez material, fue sintetizado por este ilusionado “peregrino” de la aventura en ese peculiar letrero que simbolizaba toda una breve pero intensa época vital, un emocionante recuerdo y una ilusión inolvidable para su memoria. Al igual que todo caminante necesita, en su valiente recorrido aventurero, cuidar la protección de sus pies, a través de los caminos y senderos que atraviesa y descubre, su taller de zapatería iba a facilitar, a tantas y tantas personas que al mismo acudirían, soluciones y reparaciones para ese instrumento básico que nos permite caminar y caminar, en la siempre nueva construcción de los días. Su taller arreglaría los zapatos. Otros se encargarían de dibujar y poner itinerarios a la soledad, más o menos disimulada, en sus vidas.

El veterano artesano se esforzó en mantener la calma. Tenía ante sí una “jauría” de intereses ante los que no cabían palabras para la negociación y la racionalidad. Sin  dejar sobre el mostrador de trabajo la zapatilla de marca de un adolescente, a la que se le había despegado y rajado parte de su suela, miró con serenidad los ojos aviesos de sus ambiciosos interlocutores, que, mezclando la indolencia y el nerviosismo, los apartaron del marco focal que representaba el laborioso zapatero.

“No os voy a pedir que os pongáis o entendáis mi situación. Sería inútil el esfuerzo. Sabéis perfectamente que ese dinero yo no lo puedo pagar con mi trabajo. Y más en estos tiempos, en que las familias sustituyen los pares usados, prácticamente como nuevos, sin mayores problema. Ahora estamos en la dinámica del usar y tirar a la basura. Se trabaja aún en lo que te traen (suelas, tacones, teñidos…) pero eso apenas da para vivir en el día. Me decís que sólo vais a esperar quince días. No os preocupéis. En una semana tendréis, en vuestra conciencia y ambición, este querido local, en el que hemos trabajado mi difunto padre, y yo mismo, más tiempo que los años que abarcan dos generaciones. Confío me deis, al menos, esa semana. Debo entregar los encargos todavía pendientes. Vuestro padre, no me pondría fecha. Pero, desgraciadamente, Atilano ya no está entre nosotros. Tengo 62. Yo seguiría con este noble oficio hasta los 70 o más. Pero, aquí ya no podrá ser. Me llevaré el instrumental, los materiales y los taburetes. Ah, también ese entrañable cartel que, aunque no está en patente, nadie más que yo lo va a usar.”

Aquella muy larga noche explicó a Gonzala, su compañera de siempre, la visita exigente de los hijos de Atilano que había tenido esa misma mañana. Aunque era hombre de carácter para afrontar e integrar las dificultades, apenas pudo probar bocado. La “saterná” de patatas fritas y pollo con tomate, que su mujer le había preparado, serviría para el refrito del día siguiente. Se fue pronto a la cama y, aunque cansado, comenzó en el “mar de las sábanas” a darles vueltas a la cabeza, a fin de encontrar alguna salida a una esa larga tradición, mezclada de entrañable vocación, que los egoísmos ajenos en modo alguno iban a cercenar. Efectivamente, terminó el trabajo pendiente en un par de días. Y en ese fin de semana, el hijo de don Damián (que se encargaba de hacer portes a una agencia de correo urgente, en su furgoneta de 2ª mano) le ayudó para llevar a casa todo el material que tenía disponible en su querido taller. El mismo lunes acudió a la oficina del abogado que representaba a los cuatro hermanos, dejándole las llaves y los documentos firmados por los que se ponía fin al vínculo contractual de alquiler.

Ha pasado aproximadamente un año y medio, desde todos estos hechos. El local o portal del antiguo taller de reparación de calzado continúa cerrado. La basura se acumula con desidia sobre las rejas de la puerta. Las paredes adyacentes sirven hoy como tablón de reclamo, donde las empresas publicitarias colocan sin control sus carteles informativos (conciertos, ventas, espectáculos, etc) apilados con goma los unos sobre los otros, dando una penosa imagen de suciedad, dejadez y abandono. Sobre la puerta del antiguo taller aun permanece la silueta del viejo cartel que anunciaba la característica del taller de zapatería. Precisamente ese  cartel está hoy colocado en la puerta de un pequeño local, situado en una barriada obrera y populosa del la zona oeste de la capital.

EL CAMINANTE BOHEMIO es hoy vecino de otros 8 locales, todos de propiedad municipal, cedidos para jóvenes o veteranos emprendedores, que abonan una módica cantidad mensual, con contratos de alquiler anuales (aunque renovables). La gestión de Cosme, el viejo amigo de Matías fue decisiva, pues su hijo trabaja como administrativo en el departamento de urbanismo de la Corporación Municipal. Mientras tanto, en varias agencias para el alquiler de viviendas y locales comerciales, se sigue ofertando el espacio que tuvo que dejar el zapatero, hace año y medio. En estos momentos se solicita por el mismo 2.500 € mensuales. Muchos interesados preguntan por él pero no acaban de decidirse a pagar esa cuota. Los responsables de esas agencias siguen aconsejando, a los cuatro hermanos propietarios, que reduzcan aún más lo que exigen por el alquiler del pequeño, “histórico” y bien ubicado local.-   

José L. Casado Toro (viernes, 23 Marzo 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



jueves, 15 de marzo de 2018

EL MISTERIO DE LAS HOJAS EVADIDAS EN CLAVE SIETE.


Cuando el frío, la lluvia o el viento hace poco apetecible el paseo por las calles, especialmente durante esas tardes brumosas de invierno, Modesto Sebastián León solía acudir a la biblioteca municipal que tenía a dos manzanas de su casa. El placer por la lectura lo tenía arraigado desde sus años de Instituto, cuando la añorada profesora de Literatura, Srta. Lalia, despertó en él y en muchos de sus compañeros la afición por descubrir los interesantes y sugestivos mensajes de las páginas escritas. Es cierto que podía sacar en préstamo los libros de la biblioteca y disfrutarlos cómodamente en casa por períodos de quince días. Sin embargo prefería pasar esas horas de entretenimiento en los salones del centro público municipal, pues allí encontraba una serie de incentivos que favorecían mejor ese diálogo mental con el autor y sus palabras, escritas solidariamente para la distracción y la cultura. Elegía un buen sitio en alguno de los salones que conformaban el diseño estructural de la biblioteca y allí encontraba la necesaria concentración, el imprescindible silencio, la sugerente ambientación decorativa, el fraternal compañerismo de tantas personas jóvenes y mayores antes sus páginas de lectura e incluso, por qué no decirlo, esa muy grata calefacción (a veces un tanto exagerada en su nivel) que tonificaba el cuerpo en tiempos de gélidas y austeras temperaturas.

Este relojero ya jubilado (había iniciado ya su séptima década existencial) vivía solo en un piso tercero A, correspondiente a un vetusto bloque de protección oficial, construido allá en los lejanos años sesenta por la zona oeste de la ciudad. Nunca supo, ni se molestó en conocer, quién fue el “desafortunado” personaje en quién puso los ojos su desequilibrada esposa Balda. El remanso de paz que inundó felizmente su piso, desde que la convulsiva Baldomera decidió una mañana hacer las maletas para irse con un anónimo y “heroico” compañero, hizo innecesario cualquier gesto de  preocupación o angustia por tan “feliz” y sosegado abandono.

El oficio que le había dado para vivir y, desde hacía cinco años, disfrutar una apacible jubilación, lo había aprendido siendo muy joven, en tiempos de su adolescencia. Un vecino de bloque poseía un taller de relojería, muy bien situado en un pequeño local frente a la Iglesia del barrio, con esa fiel clientela que acudía para revitalizar las manecillas del tiempo, reparando de su letargo a esas maquinarias que habían quedado “dormidas”. Como D. Ramiro no tenía hijos, se sentía feliz con la compañía y ocurrencias de este joven e inquieto vecino del tercero, que pronto mostró su interés por iniciarse en la habilidad artesanal de la relojería. Así que una vez aprendido el oficio, viendo lo inviable que era establecerse por su cuenta, encontró acomodo laboral en un prestigioso centro comercial que, entre sus variados servicios y departamentos a la clientela, ofrecía un bien montado taller de relojería, instalado en la zona noble de joyería del muy visitado gran almacén. Allí reparaba, limpiaba, sustituía pilas y aconsejaba a tantas personas que en el día acudían a esta acomodada sección comercial. A cambio tenía su sueldo mensual asegurado, con el que podía vivir su ahora pacífica soledad, sin los sobresaltos de las modas, la inseguridad comercial, los impuestos, junto a los indeseados gritos y manías de la “muy bien alejada”  Balda.

Ya jubilado, subsistiendo con su modesta pero suficiente pensión, llenaba los días atendiendo las tareas de la casa, la visita al cine, algunos programas de la televisión, sus diarios paseos, algunas compras en el Aldy, Eroski o el Mercadona y, por las tardes, “enfrascado” en las gratas horas de biblioteca, en donde muchos días, entre lunes y viernes, hallaba ese oasis placentero y distraído para la lectura, que tanto le vitalizaba. Así organizaba su vida este solitario personaje inserto en esa “fauna variopinta” que integra la composición social de la ciudad.

En una fría y nublada tarde de febrero, pensó en dirigirse a la biblioteca pública, una vez echado un ratito de siesta. Había comenzado a chispear, pero esas gotas de lluvia no le hicieron desistir de trasladarse a ese cálido ambiente que iba a compartir con otros muchos lectores y estudiantes en las salas del acogedor centro cultural. Había comenzado a leer un viejo “novelón” (por el grosor de sus páginas) de una edición publicada en los años setenta del siglo pasado, bajo el título de LA CONFESIÓN. Argumentalmente, se trataba de una densísima historia que reflejaba la evolución de una ramificada saga familiar, a lo largo de tres generaciones, ambientada en la Alemania de entreguerras y, de manera especial, sus vivencias y posicionamiento ante el drástico conflicto de la 2ª Guerra Mundial, bajo el prisma ideológico y militarista del expansionismo nazi. El dramatismo sobre el que subyacía la citada obra vinculaba con fidelidad al lector que se atreviera a leer tan copioso material. Era el segundo día en que Modesto tomaba, del estante correspondiente a la novela contemporánea, el pesado pero interesante volumen. Esa tarde comenzó la lectura del capítulo 2, que se iniciaba en la página 41.

Se encontraba muy a gusto leyendo su compleja trama literaria. Descansaba el libro sobre una de las amplias mesas de la sala 2, en la que una chica universitaria (tenía ante sí un manual del Código Penal y un grueso volumen de Derecho Procesal) sentada frente a él no hacía más que teclear y consultar con su móvil iPhone, al que no le había quitado el sonido. Le hizo una pequeña  indicación al respecto, gesto al que la joven reaccionó con presteza con una disculpa. Seguía con su paciente y atractiva lectura cuando, al pasar una de las páginas, comprobó con suma extrañeza que la hoja que continuaba había sido cuidadosamente arrancada. Correspondía a las páginas 77 -78. La ausencia de estos párrafos lastraba en demasía el hilo conductor del relato. Detuvo por unos instantes su lectura y fue repasando con paciencia las páginas siguientes de ese y los sucesivos capítulos. Con sorpresa, comprobó que también había desaparecido la hoja 87-88. Con hábil intuición, viendo la cadencia de las hojas sustraídas, se fue a la 97-98, hoja que también faltaba. Así continuó, con el mismo resultado que preveía: la 107-108, la 117-118, 127-128 y 137-138. Fue comprobando las sucesivas decenas y ya en todos esos casos las hojas habían sido respetadas, permaneciendo en su correcto lugar. En definitiva, faltaban siete hojas, cuya ausencia perjudicaba decisivamente la continuidad argumental de la historia, en sus capítulos dos, tres y cuatro.

Como el reloj marcaba más de las siete y media de la tarde, Modesto decidió poner fin a la lectura. Llevaba en la biblioteca desde las cinco y pico y, además de sentirse un poco cansado de la continuidad lectora, se mostraba un tanto enojado al considerar la dificultad que iba a encontrar para entender el continuo argumental de la obra, en la que no iba a poder contar con las páginas ausentes. Se levantó de su asiento, dirigiéndose al mostrador de la encargada de sala. Aquella tarde (conocía a todo el personal que allí prestaba sus servicios, dada la frecuencia con que asistía al establecimiento) le correspondía a la Sra. Mercuria. Le explicó la situación que se había encontrado, mientras seguía la interesante narración de la novela. La respuesta de la veterana bibliotecaria era la apropiada al caso.

“Son comportamientos incívicos de algunos lectores, contra los que es sumamente difícil actuar. Este volumen se ve bastante manoseado. Ha tenido que ser muy leído por el público, a pesar de la gran extensión de su contenido. Tiene 545 páginas y hay un volumen II que desarrolla la continuación de la historia. Compruebo por el ordenador que a nosotros nos llegó el mes pasado, procedente de una remesa de libros donados por una institución oficial, los cuales fueron repartidos entre diversas bibliotecas públicas. Voy a comprobar si esta específica novela también ha sido enviada a otras de nuestras bibliotecas municipales. Si tenemos suerte, igual puede recuperar el contenido de esas hojas, desplazándose a esos otros puntos de lectura”.

La consulta en la base de datos fue muy explícita: el susodicho ejemplar no se encontrada en ningún otro punto de la red provincial de bibliotecas. Mercuria le aconsejó que entrara en Internet, para ver si tenía suerte de localizar más datos de la edición. No podía hacer otra cosa, dado que tenía asuntos pendientes que atender, en todo caso le prometió (sin gran convicción) de que ella también se movería más adelante para tratar de localizar esas hojas que faltaban en el volumen.

Modesto era una persona muy testaruda, para cuando algo se le ponía “entre ceja y ceja” según el conocido dicho popular. Estuvo un buen rato aquella noche consultando en Google información sobre el título, la editorial, el autor, la fecha de edición… Sus largos años trabajando el oficio de la relojería, aplicando en esa cualificada profesión la virtud de la paciencia, resultaba un valor insoslayable para quien practica con los micro elementos de una máquina relojera. Sabía aplicar la paciencia. Sin embargo apenas aparecía dicha obra en las editoriales más conocidas, tanto españolas como extranjeras y, en los escasos lugares donde aquélla era citada, se indicaba la característica de obra ya descatalogada.   

Dejó pasar un par de días hasta el jueves, cuando volvió a pasar por la biblioteca. Consultó con la bibliotecaria, la cual sólo pudo darle la información de que ese determinado título les había llegado formando parte de un lote de ejemplares, procedentes de los fondos existentes en un establecimiento penitenciario ubicado en una provincia española, recientemente cerrado. Añadía que con las hojas que le habían quitado, el volumen les resultaba ya poco útil para mantenerlo en la estantería, dado el abundante material en reserva para exposición que tenían en loa almacenes. Por ello se lo ofrecía como regalo, dado el interés que mostraba hacia el mismo, por si él podía encontrar esas hojas perdidas a fin de tener una visión más completa de la historia que narraba. Modesto agradeció el gesto de la veterana funcionaria y se fue muy feliz con el pesado volumen. Pensaba que, con tesón y habilidad, podría hallar, en algún que otro lugar, esas páginas “evadidas” las cuales podrían ser fotocopiadas para insertarlas en el lugar de la encuadernación donde faltaban.
Durante ese fin de semana visitó algunas librerías, con la intención de encontrar alguna información útil con respecto a La Confesión. No obtuvo los resultados apetecidos. Reconocía que estaba un tanto obsesionado con la densísima historia que se esforzaba en seguir leyendo, a pesar de faltarle esas páginas en siete que tan necesarias eran para la mejor compresión del relato. Ya en lunes volvió a pasar por la biblioteca, con la esperanza de que pudieran darle alguna información útil para su afanosa búsqueda.

Cuando Mercuria lo vio entrar en la sala de lectura, rápidamente le hizo una señal para que se acercara al mostrador de atención a los usuarios.

“Necesito contarle algo que ocurrió el viernes pasado y que tiene relación, una muy extraña relación, con la cuestión que nos está ocupando durante estos días. Resulta que esa mañana (me tocaba cambiar de turno) apareció por la biblioteca un hombre mayor, de apariencia un tanto misteriosa. Vino a mí con diligencia para preguntarme curiosamente por ese título del libro que Vd. se llevó como regalo, lo que me dejó un tanto extrañada. Se mostró muy interesado y contrariado cuando le expliqué todo lo que había ocurrido con el ejemplar. Al indicarle que había sido regalado, a causa de que ya no nos interesaba mantenerlo expuesto para su consulta,  pareció como que se enojaba. Parecía que dudaba de la información que le estaba facilitando, Reaccionó pronto, cambiando de actitud: todo su interés ahora era poder localizar a la persona que había recibido el ejemplar, preguntándome una y otra vez, por el nombre y la dirección del receptor. Yo no le podía ni debía dar datos concretos de Vd. sin consultarle previamente. Insistió en dejarme su nombre y número de teléfono, en este trocito de papel que le facilito. Se llama Otto y podría fácilmente reconocerlo, pues lleva una lente o monóculo en su mejilla derecha que pende de una fina cadena, la cual tiene cogida en el bolsillo de su americana. Además de un poblado bigote, luce una pequeña perilla de pelo cano encima de su mandíbula. Su presencia y comportamiento me dejó bastante intrigada”.

Tras agradecer a la bibliotecaria su gestión y confianza, volvió a casa, “dándole vueltas” al interés que también mostraba ese extraño personaje por un libro tan peculiar. ¿Qué debía de hacer? ¿Ponerse en contacto con él? ¿Olvidarse de este, probablemente, gran lector? Era simple coincidencia el fuerte interés que el tal Otto mostraba por La confesión? ¿Tendría todo algo que ver con el misterio de las hojas arrancadas al ejemplar? Así pasó muchas de las horas del lunes. Antes de cenar tomó una determinación: ¿Por qué no marcar ese número de teléfono? Le preguntaría acerca de su intenso interés por esta novela, ciertamente ya descatalogada por parte incluso de una importante empresa editorial que hacía años había cesado en el negocio, vendiendo sus fondos a otras editoriales de menor entidad. Marcó el número del tal Otto y éste le indicó su imperativo interés por concertar una entrevista. Estaba dispuesto a pagar una importante cantidad por la cesión de ese volumen a su persona. Los escasos minutos que estuvieron dialogando incrementó, aún más, la extrañeza del antiguo profesional de la relojería. Precisamente él que siempre había priorizado el valor de la exactitud en el mecanismo relojero, no encontraba esa clara exactitud explicativa en el comportamiento del hombre con el que había intercambiado unas palabras a través del teléfono. 

Quedaron citados para el día siguiente, martes, en un jardín tradicional de la ciudad junto al edificio de la Corporación Municipal. Ese día de marzo era primorosamente primaveral en el tiempo, así que podrían sentarse cómodamente en uno de los numerosos bancos de esos bien cuidados jardines, para aclarar todos los aspectos de un asunto que cada vez percibía con menos claridad. A las doce menos algún minuto del mediodía, vio llegar a su interlocutor, al que reconoció sin mayor esfuerzo gracias a la descripción que Mercuria le había detalladamente aportado. Otto caminaba con gran energía, exageradamente erguido en su figura y marcando unos pasos “atléticos” con ritmo castrense, a pesar de ser una persona que mostraba una edad avanzada. Parecía como si estuviera desfilando en una marcha militar.

Si un detalle identificaba la personalidad de Otto era la intensidad persuasiva que mostraba en su carácter. Estaba dispuesto a llegar hasta los 500 euros por hacerse con la propiedad del ejemplar que Modesto no había llevado a la reunión (tanto por sus dudas y prudencia, como por el excesivo peso del denso volumen). Ambos interlocutores mantenían ese extraño tira y afloja por la cesión del libro cuando dos jóvenes, que caminaban distraídamente por entre los setos vegetales, se detuvieron ante el banco que ocupaban Otto y Modesto. Mirándolos fijamente, se identificaron como miembros del Cuerpo Nacional de Policía, mostrando la reglamentaria placa. Con firmeza les urgieron a que les acompañaran, pues se encontraban en situación de detenidos. Con la faz sobrecogida y embargado en un estado de profundo nerviosismo, Modesto se levantó rápidamente de su asiento, mientras que Otto le seguía en sus movimientos, con una actitud en la que destacaba su aparente resignaci y embargado en un estado de profundo nerviosismoestacaba una aparente resignaci del ejemplar que Modesto no habn el que habón y serenidad. Un coche de la policía les aguardaba, discretamente aparcado, a pocos metros del coqueto y bellamente cuidado espacio ajardinado.

Las horas en que estuvo detenido en la Comisaría central le resultaron verdaderamente angustiosas. No sabía de qué se le acusaba y qué relación podría tener su terrible situación con la cita que había concertado con ese extraño personaje llamado Otto. A las tres de la tarde, un miembro uniformado del Cuerpo Nacional de Policía se le acercó para decirle que un inspector iba a hablar con él en no más de treinta minutos. Dada la hora y sin haber probado bocado alguno, le rogó si podía comprar algún bocadillo y un botellín de agua. El policía, tras dudar unos segundos, le respondió que llamaría a un bar cercano para que le trajesen ese botellín de agua y el bocadillo, hecho que sucedió una media hora más tarde. Pagó el coste del servicio y al fin pudo tomar algo, aplacando sus nervios y la necesidad de alimento.

Serían sobre las cinco de la tarde, cuando otro policía se le acercó, indicándole que le siguiera. Entró en una habitación donde había una persona de mediana edad, sentado detrás de una mesa llena de documentos y dossiers.  Un vetusto ordenador encendido ocupaba la esquina de la abigarrada mesa. Sobre el tablero de la misma, descansaba una placa que mostraba el nombre y cargo de quien ocupaba el pequeño despacho: Subinspector Braulio Endrina Lastra. Un gesto del policía le indicó que podía tomar asiento.

“Modesto Sebastián León … de profesión relojero y en la actualidad jubilado ¿verdad? Lamentamos las horas de su retención, pero era necesario llevar a cabo una serie de comprobaciones. Consideramos que, por un conjunto de hechos casuales, se ha visto Vd. implicado en un turbio asunto protagonizado por una banda, muy bien organizada de delincuentes. Ahora tenemos certeza de que Vd. es ajeno a ese situación y que solo una serie de circunstancias le han hecho vincularse a uno de estos individuos. Por supuesto, todo gira en relación a ese libro que utilizó para su lectura en la biblioteca pública. Ese volumen estaba en la biblioteca de un centro penitenciario y era utilizado como base de comunicación entre unos internos, en relación a un asalto bancario que tuvo lugar un año antes y cuyo cuantioso  botín nunca pudo encontrarse. En las páginas que faltan en ese volumen, se explicaba, a partir de anotaciones en letras y párrafos, siguiendo unas complicadas claves aritméticas y gramaticales, los lugares donde se encuentran escondidas unas bolsas, conteniendo las joyas y mucho dinero de la caja de seguridad de la entidad bancaria asaltada.

Por un hecho fortuito, ese y otros muchos libros salieron de una obsoleta penitenciaría que va a ser demolida. Alguien  antes que Vd. leyó ese libro y, al llegar a esas páginas y hojas, se dio cuenta de esas anotaciones. Previamente a su devolución en la biblioteca,  arrancó las hojas anotadas y las guardó. Posiblemente sería alguien aficionado a los jeroglíficos, a la aritmética y con gran destreza para la observación. Al individuo que quería comprarle el manual y con el que hablaba durante esta mañana, le había llegado un soplo. Tenía que localizar ese ejemplar y averiguar la ubicación exacta del botín, con unas claves que recibió desde la cárcel, enviadas por alguno de los delincuentes que están en arresto preventivo, pendientes de juicio.

Pero lo cierto es que esas hojas han desaparecido. No sabemos quién puede tenerlas en su poder. Otto pensó que Vd guardaba el libro con el texto completo y de ahí su persistente interés para que se lo entregase o vendiese. Obviamente, este personaje era un enlace externo de una poderosa y peligrosa organización delictiva, con ramificaciones por varios países europeos y sudamericanos.

Finalmente, debo indicarle que está Vd. libre. Puede abandonar la Comisaría cuando guste. Por supuesto, reiterarle nuestras disculpas por las molestias que le hayamos deparado. Ahh, también le aclaro: no encontrará el libro en cuestión, cuando regrese a su domicilio. Lo hemos requisado, usando la correspondiente autorización judicial”.

En la mañana siguiente, Modesto acudió a la biblioteca pública. Después de su amarga y tensa experiencia sufrida en la jornada anterior, quería “confesarle” a Mercuria los avatares de la misma, el haber sido (contra su voluntad) uno de los protagonistas de un turbio asunto inserto en el mundo del hampa y, sobre todo, el sentimiento feliz de haber recuperado esa libertad que desde ahora tanto aprecia y valora. -


José L. Casado Toro (viernes, 16 Marzo 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga