viernes, 24 de febrero de 2012

EL CONTROL MENTAL, COMO PRIMERA ESTRATEGIA EN EL INFORTUNIO.

No recuerdo “a ciencia cierta” cuándo se produjo nuestra conversación. Probablemente, fue hace unos meses. En esta oportunidad, grata para la sociabilidad, una joven interlocutora me transmitía su desánimo ante eventos propiciadores, en lo negativo, para generar inestabilidad. Reconozco que no resulta fácil sintonizar, con la empatía necesaria, ante esa persona a quien aprecias, a fin de ofrecerle tu más fría y objetiva percepción del problema. Conflicto que abruma y potencia su estado de ansiedad. Con la mejor voluntad, te afanas en apoyarle. Con luces o contenidos que le ayuden, en lo posible, para superar ese bloqueo anímico que incrementa, a no dudar, las tinieblas incómodas de la subjetividad. Pero el acierto no siempre es posible, en un contexto en el que careces de todos los datos imprescindibles para sustentar y avalar tus palabras….. Lo importante es que mi preciada amiga lo estaba pasando mal, muy mal. Lógicamente, te afanas, te entregas, en aportarle ese calor humano que tanto conforta para los tiempos aciagos del pesimismo. Pero ¿cuál era el origen del conflicto que ambos, desde distintos planos, tratábamos de analizar, paliar o superar?

Rocío, un nombre precioso, con sabor a vida y naturaleza, ha trabajado muy duro para conseguir su grado universitario de titulación. Y en circunstancias personales no especialmente fáciles, como en tantos y tantos casos para la realidad. Aún sin haber terminado la fase Primaria en los estudios, ella y su hermano Gaby, dos años menor, pasaron a depender, únicamente, del esfuerzo responsable de su madre. Hay un padre que se desentiende de sus obligaciones básicas, hundido en esos parámetros desordenados del alcohol y el sexo que ya, casi en el olvido parental, ponen fin a su vida. Desde hacía unos cuatro años, apenas conocían nada acerca de su imprevisible paradero. Claudia, auxiliar de clínica en un centro vinculado a la Administración sanitaria, quiso, y supo, llevar con entereza su situación de abandono, económico y afectivo, sacando adelante la formación de sus dos retoños. Mantuvo la estabilidad en un hogar modesto, pero agradable. Generó cariño y equilibrio familiar, aún con la ausencia de un padre, tan necesario, en esas edades modeladoras para la equilibrada evolución de los hijos.

Los años fueron pasando, en el rítmico oleaje temporal del calendario. Rocío cursó las etapas académicas necesarias, consiguiendo su licenciatura en Químicas, rama de la ciencia que desde siempre le atrajo, a fin de investigar, enseñar y, por supuesto, trabajar. En un principio, le sonrió la suerte en lo laboral. Los propietarios de unas bodegas, en coyuntura expansiva, ubicadas en la provincia hermana de Cádiz, requirieron sus servicios, posibilidad que llegó a su conocimiento a través de un anuncio publicitario en la prensa. Su generoso currículum, junto a su afable carácter y disposición personal, le permitieron ser contratada para el departamento de laboratorio, tras una larga entrevista con un directivo de la firma vinícola. Hubo de trasladarse a la comarca jerezana, encontrando acomodo en un piso alquilado, por la zona norte de esta importante ciudad andaluza. Una distancia asumible, entre Jerez y Málaga, hizo posible esos anhelados fines de semana, que solía pasar junto a su madre y hermano, en el seno agradable de la unidad familiar. Su alegre carácter, y su capacidad responsable para el trabajo, le granjearon una alta estima entre los compañeros de la emergente bodega gaditana. Comenzó a intimar con un técnico del laboratorio, padre de dos críos pequeños, que trataba de superar una reciente desvinculación familiar. Así marchaba la vida de Rocío, una bella joven de veintisiete años, con unos parámetros bastante normalizados en la generalidad sociológica.

Pero en esto llegaron las brumas incontenibles de esta profunda recesión mundial, por esos ciclos imprevisibles, incluso para los entendidos y versados, en el organigrama de la estructuras económicas. El efecto dominó, o del castillo de naipes, golpea durante el sistema financiero, las estructuras laborales, el consumo y, subsiguientemente, la producción. Esa cadena de cristal se rompe primariamente por los eslabones más débiles. Y es cuando el trabajador se ve abocado a la inmundicia o endemia humana, profesional y psicológica, del paro laboral. Entre los dígitos multiplicados de perjudicados, aquí y más allá, se halla Rocío que, como tantas otras personas afectadas, ha de afrontar una situación que agrede a su autoestima más inmediata: sentirse útil para el servicio profesional. Esa actividad que todos necesitamos aportar en el entorno social que nos ha correspondido protagonizar. Además, en su caso, hay otro elemento relacional que agudiza, en lo negativo, algunas etapas desafortunadas que degradan la facies optimista en nuestras vivencias. Su compañero de trabajo y vinculación afectiva, ahora también despedido, recupera la estabilidad matrimonial. Gracias a la generosidad de la que ha sido, y es, su mujer, funcionaria docente en un instituto de educación secundaria de la zona. Las consecuencias de este segundo hecho resultan obvias: las esperanzas afectivas, entre Rocío y su compañero de trabajo, divergen, inevitablemente, por el camino desigual o no coincidente de nuestras trayectorias, para el destino que nos hemos propuesto.

En esta nuestra tarde primaveral para el diálogo, un par de tazas, con el aroma y el sabor mágico del té, separan físicamente a dos personas cuya amistad sustenta sus raíces en la lejanía de los recuerdos. Nos conocemos desde hace bastante tiempo. Aún con intermitencias propias de la vida, hemos mantenido la comunicación, facilitada en los últimos años por la oportunidad y versatilidad del correo electrónico. Pero ahora, cuando la tarde se endulza de ese anaranjado suave, que contrasta con un cielo aún celeste y sin opacidades para la vista, hablamos y comunicamos con el cariño preclaro de la amistad.

“No sabes lo que te agradezco este ratito que me estás dedicando. Tampoco quiero transmitirte un dramón por estos dos problemas que tanto me están afectando. Me sentía, me creía mucho más fuerte, pero ahora me estoy dando cuenta de que soy más vulnerable de lo que pensaba. Confiaba en que lo iba a superar, con ese optimismo que tan buen resultado me ha ido dando en la vida, pero ……. en absoluto, la cosa no es tan fácil como suponía. Cuando estás en “el ruedo” comprendes mejor a todos aquellos que sufren, en los avatares diversos de su existencia”.

“Mira, hay momentos en que me levanto por la mañana y me siento fuerte para el optimismo. Me repito, con firmeza, eso de que “voy a luchar”. Que voy a empezar de nuevo. Que lo más importante, racionalmente hablando, es la salud, porque, si ésta falla, los referentes de nuestro organismo se desploman con acritud y desesperanza. Pero, con el paso de las horas…. vienen los momentos para el derrumbe. Te sientes un tanto huérfana para las soluciones…… sobre todo, cuando llega la noche y ves que todo sigue igual, o más o menos igual”.

Rocío me habla con esa voz candorosa y dulce que inspira la confianza. Cruzamos nuestras miradas. Observo sus ojos transparentes, gris perla y llenos de confianza para la amistad. Mientras, ella juguetea con la cucharilla plateada en su pequeña taza de té, aún densa en la fuerza de su temperatura. Soy consciente de la ayuda que necesita. Para mi joven amiga lo más importante, en esta oportunidad de la tarde, es comunicarse, desahogarse en suma, con una persona que sepa atender, con respeto y atención, sus planteamientos, expresados en voz baja, casi acompasada al ritmo del susurro.

¿Cómo ayudarte, querida Rocío? En realidad las soluciones, casi siempre, deben fluir en nuestra propia conciencia. Desde esa experiencia y voluntad, siempre compañeras importantes, para las decisiones que nos demandan las circunstancias. Debo confesarte, lo que por otra parte es evidente que, a lo largo de los días y los meses, hay momentos en que también yo me siento superado por los acontecimientos. Y esa situación…. no es agradable. Todo lo contrario. A veces, casi angustiosa. ¿Motivos? Cada uno los tiene. Los sufre. En ocasiones, incluso los potenciamos a una dimensión exagerada con respecto a su verdadera y real importancia o trascendencia. Bueno, pues para esos instantes, en los que te parece que incluso hay menos oxígeno donde respirar, vengo utilizando un pequeño o gran recurso que, aún no resolviendo mi agobio, sabe ayudarme a sobrellevar el problema. A digerirlo. A integrarlo. A situarlo en su verdadera y exacta dimensión. Puede parecer algo especialmente infantil o lúdico, por lo imaginativo o artificioso. Pero, te aseguro que alivia la tensión o presión que me está generando alguna ingrata situación. Básicamente lo que hago es cerrar los ojos, o incluso abiertos, trasladándome (de una forma imaginativa) a un determinado lugar, probablemente ya conocido por mí, que sabe generarme tranquilidad, sosiego, serenidad. También….. libertad. ¿Algún ejemplo? Pues… un paseo por la naturaleza. Y es que siempre hallamos espacios o zonas que nos proporcionan algo de felicidad en el recuerdo. ¡Ah, claro! imaginarme andando descalzo por la orilla de una playa, donde rompen y acarician las olas. O pensar en alguna persona, más o menos conocida, cercana o alejada, que despierte en mí la admiración y el respeto. Como ves, es un trabajo, un esfuerzo mental, que me libera de esa opresión o desánimo que fuerza mi “naufragio”. Ayuda bastante pues, a continuación, me encuentro en una mejor disposición para ordenar y buscar soluciones que alivien o resuelvan, total o parcialmente, el núcleo corrosivo de la ingrata situación que me abruma. Otros dicen que en similares conflictos, se van a nadar, a correr, a montar en bici o a recorrer tiendas, buscando ese regalo que te haces y te compense en el bloqueo a que estás siendo sometido. No, no te rías, en esto del auto regalo. Conocí a una profe que en una etapa “limite” para lo profesional, iba y se compraba una camiseta o algún que otro abalorio. Me comentaba, a plena carcajada, que su colección de camisetas serviría para montar una exposición. Volviendo al principio de mi parrafada. Trata de encontrar un poquito de luz, donde sólo crees percibir tinieblas para la oscuridad.

Rocío atendía con suma atención el discurrir narrativo de mis sugerencias. Vi, a través de sus ojos transparentes, la bondad y agradecimiento que me ofrecía, aún con la ausencia puntual de sus palabras. Incluso logré arrancar en ella alguna que otra sonrisa, cuando la luz de la tarde ya palidecía en el anochecer. Y llegó la hora de la despedida. “Sí, voy a luchar. No me voy a dejar vencer. La vida posee muchas otras razones y calidades, que no se deben ocultar en el desánimo o la cobardía. Y, por supuesto, tienes razón. Ese control mental, como terapia para el desorden anímico, resulta imprescindible para avalar tu esperanza. Para confiar en que mañana, o desde ahora mismo, todo va ser mejor”. El té se nos había enfriado. La noche cubría ya, con su manto de estrellas, el lejano color de la tarde. Pero, la templanza solidaria de la amistad permanecía, con su alegre dinamismo, en el discurrir monocorde del minutero. –

José L. Casado Toro (viernes 24 Febrero 2012)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/


viernes, 17 de febrero de 2012

EL DULCE SOSIEGO DE LA PRIVACIDAD. J.F.G. MARISOL.

Era un domingo, en Febrero. El cielo transparente, pero virado en celeste claro, reflejaba, tras su espejo cósmico, la tranquilidad de un día para el descanso o la aventura por hacer. Una Málaga que ya despertaba, para ese estimulante paseo junto al mar. Desde El Palo hasta la Misericordia. Bajo la atenta mirada de inquietos turistas madrugadores que se aventuraban por la Alcazaba, Gibralfaro o el laberinto urbano del centro antiguo, con la mayoría de los comercios absurdamente cerrados. En mis largos paseos, hoy sin bici, me llegué hasta la Malagueta, con todo el bello entorno del Palmeral y la Farola. Una vez más, supe reconocerla. Pero en esta, mi tercera oportunidad, tuve ese pronto que, en afortunadas y escasas ocasiones, fluye en valentía, sin los limitadores de la racionalidad o la necesaria prudencia. También ella paseaba, acompañando a sus mascotas, como probablemente hacía cada uno de los días que pueblan y justifican el calendario. Tras sus gafas oscuras, para la protección ocular, se había detenido. Observaba el rítmico deambular del oleaje, en ese aún no poblado todavía Paseo Marítimo, junto al Puerto malacitano. Me acerqué, en una de esas decisiones que, sin pensarlo, resultan afortunadas y, tras el saludo de buenos días, un tanto nervioso, he de aceptarlo, le dije:

- Perdóneme, por mi atrevimiento. La he reconocido y he sentido la necesidad de saludarla. Desde que era pequeño, fui y soy un gran admirador de su persona. Nunca pensé que iba a poder ofrecer estas palabras, de respeto y agradecimiento, a una gran actriz que llenó de alegría y distracción muchos años de mi infancia.

A partir de ese breve párrafo, me quedé literalmente “cortado”. En silencio. Me observó, un tanto extrañada y, tras unos segundos que me parecieron horas, reaccionó a través de una sonrisa. Con su genética simpatía, quitó tensión al inesperado encuentro y quiso tranquilizarme.

- No te preocupes, hombre. Me has reconocido y, sin conocernos, te has acercado. No pasa nada. Me verás un poco cambiada ¿verdad? Por cierto, ¿a qué te dedicas? ¿No serás periodista…..?

A pesar de que mi ritmo cardiaco había alcanzado el turbo de la velocidad, me sentí más tranquilo o confiado, dada la serena y amistosa respuesta que ofreca ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽locutoraiado, dada la serena respuesta que me ofrecs, te has, a una gran actriz que llenpequeño, fui un gran admiradoría mi interlocutora.

- No, no ejerzo el periodismo, por supuesto, aunque siempre me ha agradado esta actividad. Mi dedicación profesional ha sido la enseñanza. Durante años, muchos años. Con personas muy jóvenes. Entre los doce y los veinte años. Quería decirle que he visto…… ¡He visto tantas de sus películas!

- Bueno, si te parece vamos a tutearnos. En realidad somos de una generación parecida ¿no? Y veo que, por tu pronunciación, también eres malagueño. Aunque, al hablar, tienes algunas formas….. que no son muy “percheleras” ¡Con que Profesor….. eh! Yo no fui muy buena estudiante. Esa es la verdad.

Fue la primera vez que se rió, con un cierto desenfado.

Pepa Flores González, la Marisol del cine, nació en Málaga, un 4 de febrero de 1948. De familia humilde (su padre trabajaba en una tienda de ultramarinos) tiene dos hermanos. Maria Victoria, tres años mayor que ella, y Enrique, al que le lleva ocho primaveras. De pequeña vivió en el número 10 de la calle Refino (situada entre la picassiana Plaza de la Merced y la académica zona de El Ejido). En 1959 fue descubierta, para el espectáculo, por el empresario y productor madrileño Manuel Goyanes. Era una niña alegre y desenvuelta, que cantaba y bailaba muy bien. Transmitía esa alegría e inocencia infantil que despertaba la admiración allá donde llegaba. Integró, junto a Joselito (José Jiménez Fernandez. Beas de Segura, Jaén,1943), Rocío Dúrcal (Mª de los Ángeles de las Heras Ortiz. Madrid 1944-2006) y Pili y Mili (Aurora y Pilar Bayona Sarriá. Zaragoza, 1947), ese conjunto de actores infantiles, que alegraron las pantallas de los cines y la televisión, especialmente en la década de los sesenta. Marisol, su nombre artístico, hizo cine, entre 1959 y 1985. Veinte películas, abundante televisión y una amplia discografía. Estuvo casada con el hijo de su descubridor artístico, Carlos Goyanes, entre 1969 y 1972. Posteriormente se unió, en matrimonio civil, con el afamado bailarín Antonio Gades (Antonio Esteve Ródenas. Elda, Alicante 1936-Madrid, 2004), del que tuvo tres hijas: María (actriz) Tamara (psicóloga) y Celia (cantante). El divorcio con Gades, en 1986, coincidió con su firme decisión de apartarse, completamente, del protagonismo artístico, político y social. Fue simpatizante y militante de grupos ideológicos muy progresistas, en la izquierda marxista, durante esta etapa de vinculación sentimental con Antonio Gades. En la actualidad, reside en la zona del Paseo Marítimo de Málaga, formando pareja con un empresario italiano de la restauración, según la información que ofrece Internet. Siempre declina, con amabilidad pero con innegociable decisión, todo tipo de entrevistas con los media de la comunicación. Tampoco acepta los homenajes o premios que tratan de concederle, ante su amplia trayectoria artística. La firmeza actual que preside la privacidad de su vida es, ejemplarmente, admirable.

Lo que había sido un simple saludo, por parte de un permanente admirador, hacia la estrella cinematográfica coetánea de su infancia y juventud, se fue ampliando con un simple pero agradable diálogo, inesperado y estimulante, para este comunicador. Pepa Flores, mantiene, a pesar de sus años, ese desparpajo y gracia andaluza de que hacía gala cuando alegraba nuestras tardes de cine, durante los fines de semana, allá por los nostálgicos años sesenta.

- Bueno, ya que el destino me ha puesto delante un admirador de aquellos tiempos, que fueron tan importantes y contrastados para mí, voy a tener contigo ese detalle que tanto querrían los profesionales de la prensa. He sacado a pasear a estas “dos personitas” y pensaba tomar un café, pues aún no he desayunado. Si quieres, charlamos otros minutos, con un par de tazas de por medio.

Se la veía divertida, por esta situación un tanto curiosa. Continuamente, mantiene y aflora en su espíritu ese humor, esa gracia, que todas sus experiencias en la vida, buenas y desagradables, el paso del tiempo no ha logrado borrar. Y yo seguía……… sin creérmelo. Verme allí sentado, frente a la artista, en esa cafetería de la esquina portuaria, preguntándole y comentándole, al tiempo, me hacía sentirme un ser privilegiado por el azar.

- Tus tres primeras películas las vi en un cine que hoy ya no existe. El Victoria, muy cerca de donde naciste y viviste tu infancia. Cuando me llevaron a ver UN RAYO DE LUZ (1960) aún no había cumplido los diez años. Era muy, muy divertida. Pero con la segunda, HA LLEGADO UN ÁNGEL (1961) realmente me sentí…. en realidad te veía como un ángel de verdad. No sé como, pero envié una carta a tu dirección, en Madrid, pidiéndote una foto dedicada. No te digo nada cuando un día recibo una respuesta de tu productora, con tu foto y esa dedicatoria ¡a mi nombre! Era como un tesoro o premio, para un crío de once años, en aquella España tan especial, de los primeros sesenta.

- ¡María Santísima, la de fotos que tuvo que firmar alguien que trabajaba en aquella oficina de los Goyanes! Yo ni me enteraba, claro. Es esa palabra del marketing, que hoy tanto se utiliza en la publicidad. ¿Y como aparecía yo en la foto que te llegó?

Nuevas risas pero mezcladas, ahora, con gestos más serios que denotan una cierta añoranza, recuerdos complicados o, tal vez, el cansancio, natural, teñido por el paso inevitable del tiempo. Profundamente animado y más desenfadado, hablaba a una persona que me observaba divertida y atenta, a través del fumé que nublaba sus lentes.

- Mira, era en blanco y negro, pero muy linda. Una niña rubia, con sus ojos que miraban el cielo, y unas lágrimas en el rostro. Te aseguro que en la escala de grises…. yo apreciaba tus ojos azules. Lamentablemente, aquel tesoro de fotografía, dedicada a José Luis, desapareció cuando hubo un cambio de residencia en mi familia. Me encontraba estudiando en Granada, durante ese traslado de vivienda. Precisamente allí, en la ciudad de la Alhambra, un lluvioso domingo por la tarde, y desde el primer piso del Cine/Teatro Isabel la Católica, vi una de tus últimas películas, en pantalla grande. Su título era LA CORRUPCIÓN DE CHRIS MILLER. La dirigió Juan A Bardem, en 1972. Ya no eras aquella traviesa y ocurrente chiquilla de diez u once años. Se trataba de un dramón, con algo de terror, donde hiciste un papel muy serio y complicado.

- Ya ves, una jovencita de veinticuatro tacos, con unos problemas psicológicos que no te quiero decir. No. No salí contenta de aquella historia. Te aseguro que no es fácil pasar de esa infancia, en la que te sientes utilizada, a una juventud que, para mi no fue especialmente agradable. Pero mejor olvidar los momentos tristones ¿no te parece, paisano?

Casi sin darnos cuenta, han pasado unos treinta minutos. Marisol, ha terminado, a pequeños sorbos, con su aromático y cargado café solo. El mío, un descafeinado de máquina, aún permanece casi intacto. Tras insistirle, me deja pagar la consumición. Con otra sonrisa, me hace ver que ha de marcharse. Le agradezco, con palabras afectuosas, su gentileza y su confianza. Nos estrechamos la mano y se despide con un alegre “adiós, malagueño. Tu no vives por aquí ¿verdad? Igual nos volvemos a encontrar otro de esos domingos que te alegran el alma, con este sol y este mar que te dan la vida. Bueno, profe, ha sido un placer conocerte. Gracias, por ser un fiel admirador de mis películas y persona. Eres de mi tierra y me siento halagada”.

Y se alejó, caminando a pasos cortos, llevada un poco por el deambular de sus dos pequeños perros. Pepa Flores, Marisol, conserva su cuerpo, todavía hoy, cuidadosamente delgado. En realidad, la silueta de su figura parece la de una de esas estudiantes que cursan uno de los últimos años de facultad. Ahora su cabello ofrece un color castaño, suelto y largo, sobre sus hombros. Debe mantener el color del mar en sus ojos, hoy cubiertos por unas gafas protectoras para el intenso sol dominguero. Lógicamente (son los ciclos naturales de la vida) el tiempo ha ido surcando, con una cierta crueldad, nuestros respectivos rostros. Pero yo sigo viendo en ella los rasgos inconfundibles de aquella chiquilla rubia que me hacía soñar y reír, en la aventura y ensueño de muchos domingos por la tarde. El cine, todos aquellos juegos, mi niñez, en aquellos infantiles años de los primeros sesenta. Entonces, los niños jugábamos, estábamos, más en la calle. No había ordenadores, ni apenas televisores en las casas. La educación que recibíamos, en nuestros hogares y en los colegios o escuelas, era muy diferente a la actual. Traigo a la mente aquella, lejana ya, España del franquismo. Una España, para los libros de Historia, con su filtro color sepia para la visión, de nuestros recuerdos en la memoria.

Cuando despiertas de un sueño, te preguntas qué hay de verdad, o ficción, en esa experiencia que pertenece al mundo de lo onírico. Al tomar conciencia de lo real, caí en la cuenta que hoy también era domingo. Como tantos otros, fui a dar una vuelta con la bici. Pero evité, en todo momento, dirigirme a la zona del Paseo Marítimo. Ese sueño, en la madrugada del sábado, permanecía aún cercano. Y muy definido, en los misterios ocultos de la consciencia. Hubiera sido duro y triste no hacerlo realidad.

José L. Casado Toro (viernes 17 Febrero 2012)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/


viernes, 10 de febrero de 2012

EN LA SENCILLEZ PRÓXIMA DE MARÍA.

Reconforta narrar bellas y ejemplares historias. Especialmente, en estos tiempos que se tornan ocres y complicados desde el sosiego. Tanto para lo económico, como en lo político. Para una sociedad…. puerilmente desorientada. Que suspira y anhela, más de lo soportable, por vivencias que luzcan de positivo y esperanza esos valores que enaltecen y justifican. Desde luego, los valores no han desaparecido. Hay que seguir creyendo, con fidelidad, en su anhelada permanencia. Aunque sean no pocas las veces que contemplamos eriales y baldíos, en muchas de las respuestas. En nosotros. En los demás. Tanto en los gestos, como en las actitudes. Pero existen soluciones, cómo no, para épocas nubladas, teñidas por el desconcierto o el desánimo. Y una de esas aconsejables terapias la podemos encontrar en las “pequeñas” y sencillas realidades que nos acompañan. Aquí y allí. Muy cerca, de nuestro cotidiano deambular. Por las calles y las plazas. En los comercios o en los centros de trabajo. En la belleza de un jardín, que reconforta y vitaliza, o en el mismo bloque de viviendas donde residimos. Enriqueciendo nuestra mirada junto al mar o gozando de ese aroma mágico, indescifrable, por el limpio arbolado de la naturaleza. La sensualidad de un atardecer. La sonrisa de un alba rociada, en la mañana. Modestas realidades que se hacen grandes, para la tranquilidad y la dinámica creatividad de que saben nutrir nuestra existencia. Por eso hoy, precisamente ahora, quiero referirme a ella. A su anónimo, pero hermoso, protagonismo, en medio de una ruidosa acústica de acordes desordenados.

María, es su nombre. ¿Qué mejor nombre, para esta noble vida que me precio, a continuación, en describir? En realidad hace tiempo, probablemente meses convertidos en años, en que su delgada y frágil figura ha reclamado mi atención. Morena, ojos… creo que más bien azulados, ahora ya sin gafas. Una ondulada cola en el cabello, siempre bien cuidado, y ese juvenil uniforme a lo nurse inglesa, para niños inquietos a los que siempre hay que atender. ¿Su oficio? Noble, alegre y dulce trabajo el que desempeña, siempre en pie, para una hermosa labor que comparte con otra chica que ocupa su puesto, entre las dos y las seis de la tarde. En su pequeña tienda, ubicada dentro de las instalaciones del Gran Centro Comercial, sólo se venden productos agradables. Lúdicamente apetecibles, para el goce de nuestro gusto. Caramelos, con todos los colores del arco iris. Piruletas cromatizadas, para satisfacción de tallas y gustos. Suculentos frutos secos, que nos hacen recordar aquel alegre pregonar de “las pipas, los altramuces, las almendras y avellanas……” Bueno, por aquí pronunciábamos “arvellanas” para esos cacahuetes bien tostados que saben nutrir el paladar. Y el mundo cinematográfico de las palomitas saladas, ahora también bañadas en el dulzor, fieles e placenteras compañeras insustituibles para el trance mágico y placentero de vernos reflejados en la pantalla de un cine. Tampoco faltan, en su modesta pero mágica tienda para la ilusión, esas bolsas bien preparadas que sustentarán el protagonismo de todos los niños para santorales y cumpleaños. En esos gozosos fines de semana, donde la amistad entre compañeros resuena con el estruendo de las risas, los juegos y los regalos. Sus “piñatas” las prepara con el esmero propio de una mujer que se acerca a la treintena, pero conservando, inmaculado, el corazón de su infancia. Y en su trabajo, siempre la observamos regalando sonrisas, buen trato y la sencillez del afecto en el trato para con los demás.

A María siempre le gustó el trato con los niños pequeños. Sin hermanos con quienes jugar, es hija única de unos padres, algo protectores en su cuidado, para el gran y único tesoro que hace brillar sus rostros y corazones. Sigue conviviendo en su compañía, pues aún forma parte de ese ejército de personas sin pareja, en un piso de barriada populosa, allá en el oeste marítimo de la ciudad. Me contó que hizo un módulo de puericultura, tras una Secundaria de años adolescentes, en un politécnico densificado y “cosmopolita”, pensando en trabajar, algún día, en aquello que era su vocación. Pero, en la búsqueda del acomodo laboral, aprovechó la oportunidad que le brindaba esa tienda de caramelos y chocolates, y ahí continúa trabajando en algo que no es suyo. Pero tiene su horario y el sustento necesario para esperar la función educativa que, algún día no lejano, quiere ejercer. En realidad es para lo que ha estudiado y se ha preparado. Pero, mientras, esa casita de dulces y golosinas le acoge en el deambular de los días y los meses. Lo acepta con una agrado admirable. Observo sus gestos y movimientos. Ágiles y complacientes. En un bello ejemplo de esas pequeñas y grandiosas imágenes que ayudan a soportar tanto sopor, tanta necedad.

“Sí, casi desde el primer día, comencé a fijarme en él. Era un hombre bien parecido, de unos cuarenta y tantos bien llevados, que solía vestir ropa deportiva. Acudía a la tiendecita, al menos una vez a la semana. A veces, incluso más de una vez, en esos siete días para mi ilusión. En esas sus repetidas visitas, solía comprar casi de todo. Aprovechaba cualquier oportunidad para que intercambiáramos comentarios y obviedades. Eran esos interesantes minutos, cuando le cobraba la mercancía que había depositado en una de las bolsitas de plástico que se recogen en la entrada. Su aparente timidez inicial se transformó en confianza y simpatía, pues ofrecía su aval de cliente fijo y respetuoso, de esos a los que siempre agrada atender en esto del comercio. Un día le pregunté cuántos críos tenía. Francis (ese era su nombre) me comentó que era soltero. Compraba tantas chucherías para cuatro sobrinos, repartidos entre un hermano mayor y una hermana, la más pequeña de los tres. Y así fui conociendo, cada semana algo más, de ese fiel cliente del que, he de reconocerlo, me fui enamorando. Creo que su intención era clara, también para lo mismo. Aquel viernes en junio, no lo olvidaré, me sentí ilusionada, cuando me pidió si el domingo podía acompañarle a tomar algo o ir a ver alguna película. Nos intercambiamos los números de teléfonos y quedamos citados a las seis, en la entrada de Vialia. La zona de la Estación de Ferrocarriles era un lugar equidistante, más o menos, de nuestros domicilios. Y esperé, muy ilusionada, la llegada de esas horas para la tarde de un domingo ya caluroso, pues el verano se había presentado con toda la fuerza de su luminosidad y templanza”.

María ha decidido compartir esta historia con su madre. Esta tarde, también en domingo, han salido juntas para merendar. Eligen una céntrica tetería, de esas que pueblan el laberinto enigma en lo urbano. Su ambiente es grato y la conversación se agiliza entre ambas. “Lo que había comenzado como una simple relación de amistad, se fue consolidando día tras día. Ya no era ese curioso cliente que, de forma periódica, compraba golosinas, para uso propio o de su familia. Suponía para mí, y percibía que también para él, una ilusión que se iba haciendo realidad. Para los fines de semana y, también, para algunas noches cuando, al cerrar las dependencias de mi trabajo, solía esperarme, paseando entre otras tiendas del Centro Comercial. Me acompañaba al bus, que circula por ahí cerca. Realmente eran sólo unos minutos, en esos días entre semana, pero que a mi se me hacían horas de gratitud por el gesto amable y afectivo que representaban. No te niego que, desde el principio de nuestra relación, aparentaba ser una persona bastante reservada con la privacidad de su vida. No le agradaba hablar de aspectos personales que traslucieran, con nitidez, los datos que le concretasen. Prefería eludir su historia íntima y centrarse en mi y en los avatares pequeños y anecdóticos de lo que había sido un día de trabajo. Sí me confesó, y no desde el inicio de nuestras conversaciones, con cine, meriendas y paseos de por medio, que trabajaba en una oficina de seguros. La verdad es que nunca reparé en preguntarle por el nombre de la entidad a la que representaba profesionalmente. Su conversación era agradable y, por muchos detalles, de hombre lector y culto. Nunca mencionó títulos universitarios o similares. Posiblemente, una preparación de nivel medio. Al llevar ya años trabajando en la que fuera se empresa, había consolidado en la misma su posición. Cuidaba minuciosamente los gastos, aunque a mí nunca me dejó pagar una cena o esas horas de cine juntos para el disfrute”.

Nuestra observada y admirada María, en esa edad que se acerca la tercera década, en la biografía que relata nuestra silueta, por una vez, ante su madre, le ofrece un rostro nublado de ojos entristecidos “Desde hace unas semanas, las visitas y esperas de Francis se fueron espaciando. Algún domingo me planteó excusas, para no esperarme al pie del autobús. Él no conduce. Nunca, me aclaró la causa. Cambiaba de tema, en ese pequeño detalle. Incluso noté algo de nerviosismo en nuestros últimos encuentros, sin saber exactamente por qué. Trataba de evitar agobiarle con mis preguntas, pues era claro que le incomodaban y perjudicaban su naturalidad. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Cansancio? ¿Rutina? ¿Dificultades que no se desean compartir? ¿Precaución, para no incomodar…? Dejó de aparecer. Pasaron los días. Algunas semanas que, para mi, fueron un tanto desalentadoras. Sí, marqué en un par de ocasiones su número del móvil. En la segunda llamada, la persona que me atendió fue amable en aclárarme que ese número se lo habían dado, desde hacia unos días, en un cambio de operadora. Ni rastro, mamá. No te niego que me duele la falta de una explicación. En realidad no había compromiso u otra relación más intensa de la que yo pudiera reclamarle. Pero la ilusión fue muy grande, durante esos meses. Aunque siempre con enigmas o trasfondos un tanto “cerrados” en su comportamiento. Nunca quiso o prefirió revelar su verdadera intimidad”.

Es admirable el positivo espíritu que irradia el corazón de María. Continúa, en sus horas de trabajo, ofreciendo la imagen de una persona responsable, atenta y satisfecha, rodeada de esas pequeñas mercancías tan suculentas y alegres al paladar. Sus amigas y familiares destacan y valoran el afecto y nobleza que preside sus respuestas. Pero, en lo más íntimo de su ser, continúa haciéndose preguntas acerca de su, relativamente breve, relación con ese cliente, ese hombre rodeado de enigmas, con el que bordó ilusiones para la imaginación y el deseo. También a ella, cómo no, hay silencios que truenan en el desaliento. Pero, una vez más, la fuerza que preside el equilibrio, en la modestia y sencillez de su vida, le ha permitido sobrellevar ese frustrado interrogante personal.

Tres meses han pasado ya, en este final de la historia. Mientras organiza unos alegres cartuchos, para regalos de cumpleaños, un operario de mensajería reclama su atención. Le entrega un primoroso ramo de rosas, acompañado de un pequeño sobre, con su nombre y dirección como portada. “María, sé que te he hecho sufrir. Es difícil, muy difícil, justificar mi desafortunado y raro comportamiento. Pero, ahora, soy ya completamente libre. Tendría que explicarte la verdadera realidad de mi vida. Pero sólo si tu aceptas darme esta nueva oportunidad. Esperaré tu llamada, el tiempo que sea necesario. Con cariño, Francis”. La protagonista de nuestra historia leyó, un par de veces, las letras manuscritas de la tarjeta. Durante algunas semanas, se sintió observada, aunque sin identificar en su entorno la figura que presidía, con nitidez, sus recuerdos. Decidió, tras mucha reflexión, no establecer comunicación con ese número de móvil que le ofrecía el texto de Francis.

No volvió, me dice, a saber más de él. Pero a cada nuevo cliente, que accede a su tienda, sigue regalando con esmero, ella es así, un trocito de su siempre limpia y positiva sonrisa. El sosegado paso del tiempo fue generoso, muy generoso, con el prudente equilibrio de su templanza. María representa esa sencillez próxima, que sabe transmitirnos fuerza y dinamismo. Son esas simples, pero grandes, realidades, que dinamizan y vitalizan nuestra gratitud.

José L. Casado Toro (viernes 10 Febrero 2012)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/


viernes, 3 de febrero de 2012

EL MILAGRO CREATIVO DE LA IMAGINACIÓN, EN EL ESPECTADOR.

¿Qué te ha perecido?¿Te ha gustado, o no? Son preguntas que solemos plantear, con bastante frecuencia a nuestro interlocutor, una vez que conocemos su asistencia, más o menos reciente, a una película. Nos agrada conocer esta opinión por dos motivos básicos. Tanto por si nos proponemos ir a la sala cinematográfica donde se proyecta (para llevar una mayor o menor predisposición al espectáculo) como, también, porque nos interesa contrastar su valoración con aquella que nosotros vamos a obtener, para las posibles coincidencias o la lógicas discrepancias. En no pocas ocasiones, la respuesta que nos llega se halla avalada por un argumento un tanto peculiar o discutible. “Me ha gustado, o no, porque acaba bien, o mal”. Entendiendo, generalmente, que acabar mal significa que su final no se identifica con mis deseos de lo que podría haber sucedido, a fin de salir con un buen sabor de boca de la sala de proyección. Ese buen final, o ese decepcionante final, resume una valoración un tanto superficial y simplista de todo un metraje, en el que han intervenido multitud de elementos para el necesario equilibrio de su composición. La misma argumentación puede trasladarse a otros ámbitos de la cultura. Es el caso, por ejemplo, de la literatura. ¿Te ha agradado, o no, el libro? Seguida de esa desacertada simplificación a la que nos tenemos que enfrentar: acaba bien; acaba mal. Aunque nos parezca erróneo llegar a esta débil plataforma valorativa, a mucha gente le complace la película o el libro “porque acaban bien”. O les defrauda, “porque el final de la historia narrada no es el que a mi me gustaría”.

En este contexto crítico o valorativo, me viene a la mente otra interesante cuestión, abierta para el debate. Realmente el autor de un libro, o el director de una película ¿tienen todos los controles acerca del inicio, desarrollo y final de la trama, expuesta en las páginas de un libro o en los numerosos gigas de una grabación? Para no seguir con esta ambivalencia, centrémonos ya en el mundo del cine. Desde luego, el director de la cinta ofrece un complejo producto narrativo, imágenes hermanadas a un sonido enriquecedor, en una ingeniería escénica visionada por los espectadores ante la gran y “mágica” pantalla. Esa realización cuenta una historia, con su introducción, su nudo argumental y el sorprendente o previsible desenlace. Con todos los aditamentos, recursos, trucos y habilidades, que le permiten individualizar el estilo propio de su creatividad. Hace la película que él quiere. Aquélla que desea ofrecer a las expectativas de un público simplemente aficionado, o intensamente amante, del buen cine. Necesita de la atención, y asistencia, del espectador, porque toda industria se mueve por unos ineludibles parámetros económicos. También está en juego, por supuesto, el incentivo de su prestigio, como profesional de este arte, apasionadamente “inmortal”. Aplica todos los recursos disponibles en el proyecto para dar vida a un guión, material del que a veces es también su propio autor. En definitiva, parece que su control de la obra es absoluto, poderoso, total. Por su planteamiento, por su desarrollo y, sobre todo, por su desenlace, esa película nos agrada mucho, o poco. Sin embargo, este razonamiento, así expuesto, parece que deja al espectador un tanto pasivo o sometido a los dictados del realizador. Reflexionemos, ¿realmente el director de una película es tan poderoso como, a primera vista, parece?

Todo este largo preámbulo viene a consecuencia de que durante el desarrollo argumental, hay escenas que nos parecen acertadas o no tanto. Que podrían haberse escenificado con otras estructuras, “semánticas” o externas. Lo del contenido y la forma…. Pero, sobre todo, esa discrepancia o concordancia se intensifica en la solución, o el final, que se ha dado a la historia narrada. Por eso llega la simplificación de no pocos espectadores, con esa frase de que “me ha gustado” o “no” “pues yo, le habría dado otro final. Agradecemos, o rechazamos, un desenlace que nos viene dado, lógicamente, por la diestra mano del autor que ha dirigido la película. Resumiendo, no creo que el director nos ofrezca un producto inmóvil o blindado para su modificación. Ni mucho menos. El buen aficionado al cine puede, necesita y debe, discrepar, intervenir, remodelar, aquello que le ha sido dado. ¿Por qué no vamos a poder modificar el desarrollo de algunas escenas? ¿Es imposible o “herético” imaginarnos otro final, más acorde con nuestra percepción, muy personal e íntima, de la narración visual y sonora que se complementan en el film? No son pocas las ocasiones en que el propio director deja un final “abierto” a las opiniones o decisiones imaginativas del espectador.

En la tarde de hoy viernes, he tenido la oportunidad de ver, en uno de los cines que aún permanecen por el centro urbano de Málaga, SOMBRAS DEL TIEMPO. Se trata de una película de nacionalidad alemana, entrenada en España ocho años después de su realización. Está ambientada en la India, durante la colonización inglesa de este amplio territorio del sur asiático. Recordemos que la India alcanzó su independencia en 1947. La cinta pertenece al género del drama romántico y se halla estructurada en tres fases temporales. Durante la primara de ellas, conocemos la relación de amistad que ese establece entre un niño, llamado Ravi, y una niña, Masha, que trabajan, junto a otros muchos compañeros de corta edad, en una insalubre y vetusta fábrica de algodón. Son cruelmente explotados, laboralmente, e innoblemente maltratados en sus personas. Malviven en un ambiente de dureza carcelaria. Además de fabricar alfombras, los encargados de la fábrica comercian con los cuerpos y las vidas de estos pequeños, abandonados por la incuria y la profunda necesidad de sus familias, sumidas en la más ocres de las pobrezas. Raví ayuda, en lo que puede a su compañera, evitando que su cuerpo sea vendido como un objeto más de mercado. Antes de su separación, Masha le promete su amor, confiando que algún día podrán unir sus vidas. Casa noche de luna llena, acudirá al templo de Shira, en Calcuta, con la esperanza de que ambos vuelvan a encontrarse. Ya en la segunda fase de la historia, conocemos la evolución contrastada en ambas vidas. Ravi tiene suerte, en su capacidad artesanal y en su ambición para la acomodación y superación social. Por contra, Masha, adornada de una gran belleza, encuentra acomodo como cotizada bailarina en uno de los burdeles que funcionan en aquella importante localidad de la India. Su belleza atrae a un importante industrial de Calcuta. Diversos azares y casualidades, contrarios a sus deseos, impiden que ambos puedan realizar las promesas de su infancia, aunque el amor entre ambos permanece, profunda y vitalmente, arraigado en sus almas. Ambos avanzarán en sus vidas, organizada y acomodada materialmente, en el caso de Ravi, unido a una linda mujer a la que no ama. Desafortunada y desgraciada, en Masha, casada con ese industrial, al que tampoco quiere, ante el recuerdo perenne de Ravi. Es la crudeza de un amor que sigue latente, pero en la severa oquedad de distancia. La tercera fase de la película (así comienzan y finalizan los 122 minutos de metraje) nos ofrece la vuelta de Raví, ya en la madurez de su tercera edad, a una fábrica abandonada y desierta, donde recuerda todos las experiencias insertas en su vida. Allí, se encuentra a una anciana que vive, junto a su nieta, la modestia de la pobreza y la decrepitud física (la ceguera le nubla la visión de la naturaleza). En las breves palabras que ambos intercambian, Raví no reconoce a Masha. Tras despedirse, ésta confiesa a su pequeña nieta (la misma actriz infantil que interpreta a Masha de niña) que ese señor que ha estado hablando con ella se llama Raví. Aún sin verle físicamente, sus otros sentidos le han permitido reconocer a aquél que fue, y es, el único y gran amor de su existencia.

Normalmente, el director controla todos los resortes de esa dramática y romántica historia que ha deseado ofrecernos. Es el poder, el gran poder del escritor que, en este caso, no utiliza letras físicas para su narración, sino imágenes y palabras, representadas por sus actores. Es decir, la realidad de las imágenes, acompañadas por la amistad de las palabras, los gestos y las miradas. Dos personas que se quieren, aman y necesitan. Pero la decisión de quien domina el climax narrativo impide que alcancen esa felicidad que ellos anhelan y que, sin duda, también desearían la mayoría de los espectadores, esos fieles lectores de imágenes y vidas en pantalla. En este caso, esa simplista calificación, con tonos defraudados, del “no acaba bien” adquiere su más potente y razonable justificación. Pues bien, el espectador se rebela. No está de acuerdo con esos trocitos de vidas, tal y como los ha dispuesto la autoridad y legitimidad de quien modela el conocimiento. Y, en un alarde de valiente osadía, recompone y rehace su propia historia. Utiliza los mimbres que han sido puestos a su disposición por el director, en la gran “sábana blanca”. Pero los reconstruye, dándoles otras formas, otro sentido, otro final más feliz, para la expresión de los hechos. Y piensa. E imagina. Raví y Masha logran encontrarse. Esos segundos traicioneros que, en la película, rompen su vinculación, desaparecen de la realidad. Recuperan su amor. Unen su felicidad. Y el destino común que ambos anhelan y merecen es vivido con la intensidad y plenitud de dos seres que se quieren, aman y necesitan. Ese es el gran final que nos ha hurtado la libertad del autor. Tu imaginación, también la de aquél, y la de otros muchos soñadores de imágenes, ha logrado que, por esta vez, el director no se salga con la suya. Sí, es su película. Pero la imaginación, también proyectada desde las butacas de la sala de proyección, ha logrado recomponer en sonrisas lo que, hasta esa ocurrencia, eran sólo muecas de desilusión y desesperanza. Las sombras nubladas del tiempo se han convertido, gozosamente, en luminosas realidades para el amor y la vida.

José L. Casado Toro (viernes 3 Febrero 2012)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/