viernes, 26 de febrero de 2016

COMPRANDO ILUSIONES, EN EL TURNO DE NOCHE DE UNA FARMACIA DE GUARDIA.

A pesar de que durante todo el día estuvieron cayendo intermitentes chubascos, a la llegada de la noche las nubes decidieron tomarse un merecido descanso en su importante labor pluviométrica. Escasos viandantes por las calles, abundantes charcos de agua en el asfalto y aceras, intensa humedad por la generalidad del ambiente y un viento frío desapacible que animaba a quedarse en casa, dejando para un mejor día esa salida nocturna para cenar, ir al cine o disfrutar con un atractivo espectáculo teatral. Sin embargo, aquél sábado noche Laura tuvo que acudir, con puntualidad responsable, a su lugar de trabajo. Le correspondía atender el servicio nocturno, desde la medianoche hasta las 8 de la mañana, en una farmacia situada en la zona céntrica de la ciudad.

Una vez que Laura hubo finalizado sus estudios en la Secundaria obligatoria, con un expediente académico más bien mediocre, optó por realizar un ciclo formativo profesional de auxiliar en farmacia. En su decisión estuvieron presentes, tanto el certero consejo del profesor orientador de su instituto, como también el ejemplo de su mejor amiga, Emma, una buena compañera del centro escolar que había encontrado un puesto laboral en esa actividad, recién cumplidos los años de su mayoría de edad. Todo ello le motivó a elegir esa línea de acción profesional en la que actualmente trabaja. Ahora, con sus veinticuatro primaveras y un hijo con apenas año y medio de edad al que atender, debe extremar su buen comportamiento en esa farmacia, donde presta sus servicios hace ya unos tres años. En ese horario nocturno, y durante muchas de las horas semanales, sus padres (siempre ha vivido con ellos) cuidan del pequeño, con esa atención afectiva que saben ofrecer aquellos a quienes el destino sólo les concedió una sola hija en su descendencia. 

Para estas horas nocturnas, donde la clientela es más bien escasa, Laura se ayuda con la compañía de un pequeño transistor, que hace más llevadero el paso del tiempo. Sintoniza la cadena SER, donde sigue un interesante programa en el que alterna la música con la intervención de los radioyentes. Suele traerse también de casa un termo con café bien caliente, así como algunas magdalenas o alguna fruta variada para el desayuno. La atención a las recetas médicas de urgencia, las realiza a través de una ventanilla de seguridad, aunque la farmacéutica titular y propietaria tiene contratado un servicio de emergencia, con una línea conectada directamente a la policía. De manera afortunada, no ha sufrido en su historial laboral problemas considerados graves, como robos o intentos de violencia, aunque las anécdotas acumuladas, ante la intervención de los usuarios, daría para escribir algunos folios útiles para la reflexión o el divertimento. 


Sin embargo, en esta noche de un gélido Febrero, la atención a un cliente de mediana edad, pasadas las dos y media del nuevo día, va a tener una significación especial, a esas horas en que la mayoría ciudadana se encuentra descansando y dormitando en la cama. Laura se distraía navegando por Internet, con su inseparable iPad, cuando la luz roja de aviso le reclamó hacia la ventanilla. A través del cristal de seguridad vio a un hombre de contextura delgada, que hablaba a través del interconector. Se expresaba de manera pausada, aunque difícilmente podía disimular el estado de nerviosismo perceptible en su rostro. Observó que podría hallarse cerca de la cuarentena, en su edad, extrañándole en su imagen, de manera especial, que no llevara la necesaria ropa de abrigo, dado el bajo nivel térmico que dominaba el ambiente. Tras darle las buenas noches, la profesional farmacéutica quedó sorprendida ante las palabras que escuchó a través del interfono, procedente de este cliente que no mostrara receta médica alguna en su petición.

“Buenas noches, Srta. Desearía comprar si tienen Vds. algo que ayude para recuperar la ilusión. A buen seguro, entre tantas cajitas de medicinas que poseen en las estanterías, tiene que haber alguna que me venga bien para superar el estado de angustia e intranquilidad en que me encuentro”.

Durante algunos segundos, la joven manceba dudó en la respuesta más apropiada, ante la insólita petición que había escuchado de su interlocutor. Con esa entereza que da la experiencia, adquirida a través de varios años tras el mostrador, respondió al cliente con un cierto aire maternal, impropio de una joven que no superaba los veintipocos años de edad.

“¿No se le ha ocurrido ir a su médico, a fin de que ese profesional pueda atenderle y aconsejarle la prescripción más adecuada para su dolencia? Porque, según observo, no trae Vd. receta alguna, como debería ser. Probablemente necesita algún fármaco antidepresivo. Entenderá que este tipo de medicación no estoy autorizada a entregarla sin la correspondiente receta. Pero ¿qué es lo que realmente le ocurre?”

A partir de este momento se entabló un muy peculiar diálogo, entre una persona visiblemente nerviosa y entristecida y una excelente profesional farmacéutica, un tanto interesada en conocer el trasfondo de una petición a la que nunca había hecho frente en sus años de trabajo.

“Srta. No sé si tendrá Vd. tiempo para atenderme unos minutos. Mi nombre es Mateo. Sí, ya sé que mi petición es un tanto extraña. Pero le aseguro que si he venido hasta la ventanilla de su farmacia es porque creo que aquí puedo hallar algo de ayuda, para una situación de la que me siento muy insatisfecho. Tengo trabajo, como vigilante de seguridad. Vivo con mis padres, personas ya de avanzada edad. Pero no he tenido suerte en mis deseos e intentos de formar una familia y tener esos hijos que nos dan alegría y prolongan nuestra existencia.

Aunque parezca raro, carezco de amigos con los que compartir el tiempo libre. Sí, por supuesto, hay conocidos y compañeros, pero sin ese tono de intimidad y afecto que genera una buena amistad. Lo que le quiero decir es que cada noche y, de manera especial, los fines de semana, me pregunto si con cuarenta y tres años que ya alcanzo ¿qué sentido tiene mi vida? Me paso las horas en casa viendo la tele pero, cada día más, el aburrimiento me desilusiona y aplana.

Le aseguro que fui al médico. Cuando le dije más o menos esto, poco menos que me echa de la consulta. Me respondió, de una manera poco amable, que ese día tenía treinta y siete cartillas a las que atender. Y que en ellas había casos verdaderamente graves. Que mi única dolencia era el de ser una persona desocupada. Que me fuera a hacer deporte o al cine….. Total que ya ve, esta noche no podía dormir y me he venido hasta su farmacia, pensando que tal vez tendría algo que me ayudara en mi absoluta falta de ilusión para casi todo”.

Tras esta larga e inesperada confesión, Laura dio media vuelta y se dirigió hacia uno de los estantes, donde reposan decenas de cajas conteniendo medicinas. Tras repasar unos cuantos envases, eligió uno de los fármacos con el que se dirigió hacia la ventanilla donde aguardaba el infeliz Mateo, que apoyaba su cabeza entre ambas manos sobre una pequeña repisa metálica.

“Mire, le puedo vender este complejo vitamínico, que tiene un porcentaje de ginseng rojo muy eficaz como estimulante para una naturaleza cansada o con principios de depresión. Tómese cada mañana un comprimido. Creo que le ayudará. Pero, sobre todo, le sugiero que consulte a un buen especialista en psicología, incluso en psiquiatría, para que estudie bien su situación orgánica y pueda ayudarle con un tratamiento verdaderamente eficaz que ayude, con éxito, a sanar su estado de bloqueo anímico”.
 
Dicho lo cual, cobró a este extraño cliente los 8,50 € que costaba el producto. Cuando se disponía a cerrar la ventanilla o torno giratorio, Laura sintió pena de este hombre cuyo rostro mostraba una forzada sonrisa que trataba inútilmente de disimular la profunda tristeza que, a no dudar, le embargaba. Se preguntaba, a sí misma si con la venta de aquel fármaco podría aportar algo de ilusión a una mente un tanto enferma de soledad.

Cuando Mateo se retiraba, tras darle las buenas noches, Laura, con un gesto valiente y pleno de madurez solidaria, llamó de nuevo al desanimado cliente, para transmitirle unas palabras de consuelo y humanidad.
   
“Sr. Al margen de que tome ese producto que le acabo de vender, quiero añadirle algo más. La ilusión la tenemos que crear a partir de aquellas pequeñas cosas (en realidad son de un gran valor) que tenemos en nuestras vidas. ¿Por qué no sentir la ilusión de hacer bien nuestro trabajo? Piense en el panadero, cuando amasa la harina; el profesor, cuando enseña y motiva a sus alumnos; el jardinero, cuando cuida las flores; el niño, cuando juega y comparte con sus amigos… Ah, y decirle que, en el resto de la semana, tengo que trabajar en el turno de noche. Si cree que unas palabras de conversación le ayudarían en su estado, las intercambiamos a fin de que pueda sentirse algo mejor. Para mí será un placer hacerlo”.

De manera afortunada, las noches y días siguientes se tiñeron de esperanza en la proximidad de dos vidas que, de una forma u otra, necesitaban el cálido susurro de la amistad. El extraño cliente, que apareció más allá de la medianoche, se fue convirtiendo en un buen compañero con el que pasear, dialogar y proyectar esas ilusiones que permiten superar la pereza o el sopor de la rutina diaria.

Una tarde de sábado, cuando Laura vigilaba los juegos que su hijo realizaba en el parque pse sintió observada por os 8realable,úblico, acompañada de Mateo, se sintió observada por alguien. Creyó reconocer a un hombre joven, vestido con jersey fino, jeans azules y zapatillas blancas, por haberse cruzado con él en lugares diversos durante los últimos días. Aunque trataba de disimular su comportamiento, era evidente que este joven no perdía de vista a la pareja. Después de merendar, en una cafetería de la zona, Laura tomó de la mano a su hijo y decidió volver pronto a casa. Temía que la humedad de la noche pudiera complicar el catarro que el crío soportaba desde esa mañana. Mateo se despidió de los dos, haciéndoles unas carantoñas, y tomó el bus con destino a su barriada.

Ver de nuevo al hombre de los vaqueros azules y las zapatillas blancas, esperándola en la puerta de su domicilio, provocó en la joven madre un profundo sobresalto. Se acercó lentamente hacia ella, mostrando una sonrisa. De inmediato, comenzó a explicarle el motivo de su presencia en aquel lugar.

“Señora, no se inquiete, por favor. Mi nombre es Nacho y soy inspector del cuerpo general de policía (le mostró su placa, al efecto). Le voy a rogar que me conceda unos minutos, pues debo informarle de algo que le puede afectar seriamente. Si lo cree oportuno, suba al pequeño con sus abuelos y yo la espero aquí junto al portal de la entrada. O, en todo caso, puede pasarse mañana por la Comisaría central, donde podemos hablar con una mayor tranquilidad.

“Pero ¿qué es lo que está ocurriendo y qué tengo yo que ver con todo ello?

“Tenemos conocimiento, a través de una serie de datos y pesquisas, acerca de la persona con la que Vd. ha estado paseando ésta y otras tardes. Este hombre, que se hace llamar Mateo, de apariencia y conducta muy normalizada, puede ser el autor de una serie de robos, en diversos establecimientos de la ciudad. Su modus operandi siempre suele ser el mismo. Entabla una profunda amistad con personas que trabajan en determinados negocios para después, abusando de la confianza que se le otorga, conseguir la necesaria información y facilidades a fin de urdir importantes acciones delictivas. En alguna ocasión, incluso ha ejercido la violencia sobre la misma persona que ha puesto en él su confianza y amistad. Por esta razón necesitamos que Vd. colabore con nosotros, a fin de que podamos cazarle con la manos en la masa y ponerle, para la seguridad de la ciudadanía, en manos de un juez de guardia”.-

Sorpresa, incredulidad y confusión, en el acústico y prolongado silencio de Laura.-


José L. Casado Toro (viernes, 26 Febrero 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


viernes, 19 de febrero de 2016

UNA IMAGEN QUE SIGUE LATIENDO EN LA MEMORIA, DURANTE AQUEL VIAJE DE TREN.

Hay muchas personas que no se caracterizan por haber sido educadas en el conocimiento y destreza de la técnica musical. Ello no impide que, entre sus principales aficiones y actividades, elija la asistencia a conciertos y a otros espectáculos de sonidos, donde esa cualificada modalidad artística tenga un cierto protagonismo. Este era el caso de Emiliano Giráldez, un honrado trabajador de la relojería, actividad que aprendió en el taller propiedad de su padre y cuyo negocio heredó tras la jubilación del que siempre fue un excelente profesional y un admirable maestro.

Además de ser un gran seguidor de la cinematografía, Emiliano disfruta con los conciertos programados por la Orquesta Filarmónica de su ciudad natal. Cuando asiste al Teatro Municipal, donde tienen lugar la celebración de esos gratos espectáculos de música clásica, elige una butaca cercana al escenario. Esta proximidad física obedece, no sólo al deseo de gozar con más intensidad de los sonidos emitidos por los instrumentos orquestales, sino también a su tradicional capacidad para analizar los detalles más nimios en el trabajo y en la expresión de los respectivos profesores que conforman el grupo orquestal. Esa facultad para la observación, puede ser debida al ejercicio diario que lleva a cabo ante su mesa de trabajo, cuando se esfuerza diestramente en reparar los frágiles y exactos  mecanismos que ponen en juego las numerosas pequeñas piezas que integran cualquier máquina de relojería.

Cierto día leyó en la prensa diaria, con estupor y sorpresa, que uno de los componentes de la Orquesta Filarmónica de su preferencia había sufrido un terrible accidente, cuando estaba realizando una práctica deportiva. A consecuencia de esta trágica desgracia, esa profesora de música había perdido la vida. Se trataba de una chica joven que, en la armonía grupal, tocaba el instrumento del clarinete. Recordaba perfectamente a la vital concertista, que siempre solía ocupar el mismo lugar en la estructura posicional del escenario. La triste noticia tuvo un gran eco mediático en la prensa local, donde también fueron publicadas unas fotos de la persona fallecida. Incluso uno de los primeros conciertos, tras el verano, fue dedicado a la memoria de aquella joven clarinetista que tantas veces había colaborado con el resto de  compañero en difundir y compartir las excelentes notas musicales de los grandes compositores de nuestra historia. 
  
Pasaron unos tres años ya, desde aquellos emocionantes hechos. Por aquel entonces, Emiliano disfrutaba unos días de vacaciones, junto a su mujer e hija adolescente, en las tierras mágicas del noroeste gallego. Una mañana de agosto, la familia decidió hacer una excusión desde Santiago de Compostela, lugar donde habían elegido para su acomodo, hasta la zona fronteriza con Portugal. Pensaban visitar algunos de los pueblos limítrofes con el vecino país, e incluso entrar en el norte de Lusitania. Para ese lúdico y turístico paseo, utilizaron el tren como medio básico de transporte.  

En un instante del trayecto, apareció por el vagón diez (donde ellos estaban acomodados) la revisora, la cual venía a comprobar los tickets de los viajeros. De una forma un tanto mecánica, Emiliano le entregó los tres billetes que, en unos escasos segundos fueron debidamente taladrados. La funcionaria de Renfe dio las gracias a Emiliano que, ahora sí, se quedó observando a su interlocutora. Algo había, en aquel fino rostro, que le trasladaba a otra época de su memoria. Sara dormitaba y Esther manejaba su iPad. Pero el observador relojero no paraba de darle vueltas a su memoria, pues algo le decía que conocía el rostro de esa mujer, vestida ahora con el uniforme de la compañía que monopoliza el transporte ferroviario en España. Al fin, tras mucho pensarlo, se levantó de su asiento y fue pasando de un vagón a otro, en su intento de localizar a la mujer de uniforme, encargada o jefa de este viaje en tren.

A los pocos minutos localizó a la persona buscada, la cual estaba consultando unos folios en una pequeña cabina dedicada al efecto para el trabajo del responsable ferroviario.

“Discúlpeme, Srta. Soy un viajero del vagón diez. Por mi profesión de relojero, he sido desde siempre una persona extremadamente observadora, fijándome en los más nimios detalles que para otros suelen pasar desapercibidos. Es el caso que, cuando Vd. ha pasado por los asientos que mi mujer e hija estamos ocupando, he querido recordar, tanto en su figura corporal como en algunos rasgos de su rostro, a una persona que en otros tiempos conocí, en la ciudad andaluza donde tenemos nuestra residencia. Dicha localización en mi memoria no tendría la menor importancia, si no fuera porque esa persona a la que recuerdo, de manera muy definida, desgraciadamente ya no se encuentra entre nosotros. Falleció en un accidente deportivo. Comprendo que le asombrará este comentario que le estoy haciendo pero, aún pecando de impertinente, me he atrevido a trasmitírselo”.  

La jefa de tren se mostró muy sorprendida ante la las palabras que estaba recibiendo del curioso pasajero. Aunque durante unos breves segundos, la crispación nerviosa recorrió todo su cuerpo, reflejándose en el cambio de color que fluyó en la piel de su rostro, de inmediato supo reaccionar, controlando con maestría la insólita situación que, junto al peculiar viajero, estaban protagonizando. Forzó una sonrisa amable, respondiendo de inmediato a su interlocutor.

“No, no se preocupe. Estas cosas nos suelen ocurrir, a unos más que a otros, por supuesto. Creemos reconocer a determinadas personas a las que nunca, probablemente, hemos tenido delante. Y es que nuestra memoria a veces nos gasta algunas bromas o travesuras, que no tienen fácil explicación. Desde luego por su minucioso trabajo, en el que me dice trabaja, tiene que tener Vd. más que desarrollada la capacidad para la observación de los más nimios detalles. Pero debo indicarle que, aparte algún viaje vacacional, no tengo vinculación alguna con esas maravillosas tierras del sur peninsular. Seguro que me está confundiendo con otra persona. Pienso que no será la primera vez que esto le ha ocurrido y, probablemente, le volverá a suceder”.

Emiliano agradeció a la jefa de tren la comprensión que le mostraba, disculpándose una vez más por su atrevido comportamiento. Volvió pensativo a ocupar su asiento en el vagón diez. Sara ya no dormitaba y se mostraba intranquila ante la tardanza de su marido “Pensaba que habías ido a tomar algo en el servicio de bar, hecho que me extrañaba pues esta mañana hemos desayunado muy bien en el buffet del hotel”. El trayecto que les quedaba por recorrer hasta el destino elegido, cerca de la frontera portuguesa, era ya reducido. Pronto bajaron del convoy. Disponían aún de un par de horas, ante de tomar un nuevo tren con el que entrarían en las tierras vecinas de Portugal. Ese espacio de tiempo les iba a permitir hacer un grato recorrido por una preciosa localidad, situada en el sur de Pontevedra.

Tras esas reconfortantes vacaciones, la familia Giráldez volvió a sus raíces geográficas en tierras de Andalucía. Emiliano continuó dándole vueltas, por algún tiempo, a la mirada, caracteres faciales y contextura corporal de aquella mujer que, en unos vagones de ADIF Alvia, le habían recordado a otra joven mujer que, unos tres años antes, aún formaba parte de la Orquesta Filarmónica Provincial. Este sagaz relojero, habituado a trabajar con piezas casi microscópicas en su taller familiar, mantenía grabados en su subconsciente una serie de elementos que le recordaban, de manera indudable, a esa clarinetista que un aciago día había perdido la vida practicando un deporte de riesgo. Pero se repetía, una y otra vez:

“La naturaleza humana tiene sus criterios, que se nos hacen muy complicados de comprender a los seres humanos. Hay parecidos asombrosos entre las personas y eso nos explica que las leyes de la genética condicione el nacimiento de hombres y mujeres, cuyos físicos se diría han sido elaborados utilizando las mismas o muy similares plantillas o troqueles para la vida. Lo que me ha ocurrido en este reciente viaje ha sido, he de asumirlo, una curiosa coincidencia. Pero … ¡vaya parecido entre las dos mujeres!”.

Emiliano nunca llegaría a conocer la tensa conversación que, aquella misma noche de agosto, estuvieron manteniendo la jefa del tren Avant y su pareja, en la casa donde conviven.

“A pesar de lo que me has contado, sinceramente no creo que tengas motivos para sentirte y mostrarte tan preocupada. Cumpliste admirablemente con tu obligación cívica declarando, como testigo protegido, contra aquel peligroso jefe mafioso, hace ya más de tres años. La policía se comprometió a borrar de la sociedad todo lo referente a tu antigua identidad, desde el momento procesal en que el criminal y peligroso delincuente prometió acabar con tu vida. Muy escasas personas conocen esos cambios realizados en tu físico, en la identidad jurídica que ahora ostentas y en tu nueva forma de vida. Ahora mismo sólo tu madre y yo conocemos esa decisión, que tuviste que asumir, tan difícil y sacrificada, a fin de evitar que tu vida corriera peligro. Las redes mafiosas son muy poderosas, pero contigo la policía realizó un excepcional trabajo.

Hoy formamos una feliz familia, tienes un buen trabajo y el hecho puntual que te ha sucedido esta mañana debes, con inteligencia, olvidarlo. Ese relojero, del que me hablas, debe ser una de esas escasas personas, a las que la naturaleza les ha dotado con el don de poseer una excepcional memoria fotográfica. Pero esta situación que ha vivido contigo, no va a ser la primera ni la última que va a protagonizar en su vida. Debe ser un tipo raro, sin duda, pero ahora debemos olvidarnos de él”.

Aún así, y durante las próximas semanas, esta mujer vivió con la inquietud propia de volver a encontrarse con Emiliano u otra persona que, como él, se hallara dotada de capacidades poco frecuentes en la mayoría de la ciudadanía. Sin embargo, el paso del tiempo hace posible ir restañando las heridas, a fin de recuperar esas cotas de sosiego y de esperanza que deben presidir nuestro caminar por la vida.-

José L. Casado Toro (viernes, 19 Febrero 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



viernes, 12 de febrero de 2016

PONERLE COLOR A LA VIDA, EN EL DÍA DE SAN VALENTÍN.



Una de las actividades que recordamos con especial simpatía, en aquellos ya lejanos años de nuestra infancia, consistía en ponerle color a unos simples cuadernos de dibujos, en los que sólo aparecían marcadas las siluetas de los objetos. Haciendo uso de nuestras cajas de lápices Alpino, u otras marcas similares, pasábamos las horas del entretenimiento rellenando de luz y color todas esas páginas que enriquecían nuestra imaginación y creatividad. Las figuras impresas en esos cuadernos, preparados para cromatizar, reflejaban formas de la más variada naturaleza, tales como muñecos, juguetes, vestidos, paisajes, coches, trenes, flores, etc. Así pasábamos muchas de las horas del día, entreteniéndonos en soledad o compartiendo el juego con familiares, con amigos de la vecindad o también con algunos compañeros del colegio.

Este lúdico ejercicio aún hoy permanece, especialmente entre las personas de menor edad, aunque un tanto modificado dada la evolución de la avanzada tecnología digital. Las tabletas electrónicas y los ordenadores personales permiten seguir iluminando esas formas esquemáticas u otras composiciones pictóricas (incluso las tomas fotográficas) utilizando unas paletas de gradación cromática preestablecidas, en lugar de aquellos entrañables lápices de colores, pinceles de acuarelas o tarritos con diversas pinturas, como la siempre bien afamada témpera. Ahora podemos usar el asombroso lápiz digital, el mouse inalámbrico o los seguros y versátiles teclados, puestos a nuestra disposición por el desarrollo electrónico de los microprocesadores.

Aplicando el sentido metafórico, a esta noble y divertida actividad atemporal (piénsese en los dibujos pintados de las cuevas prehistóricas), también nos proponemos, en el amanecer de cada nuevo día, rellenar de colorido todas esas horas que tenemos por delante en nuestra necesaria convivencia social. Proyectos, obligaciones, actividades, ocio e imprevistos, todo ello va completando, con más o menos “color”, esas agendas y calendarios que sustentan el acervo vital de nuestra memoria. También nos ayudamos de la programación que nos proporcionan los almanaques y los medios de comunicación, recordándonos determinados y cíclicos eventos que, un año tras otro, siguen manteniendo el ritual hábito de la tradición. Y ahora, a mediados de este febrero invernal, en el que cada vez se siente menos el frío por la preocupante evolución climática, nos llega la afamada festividad del día 14, con San Valentín.

Es una obviedad que hemos sabido inventar días de celebración para casi todo. En este caso concreto, del 14 de febrero,  nos sentimos psicológica y materialmente atrapados por toda esa parafernalia de corazones, la desaforada mercantilización del regalo, el ingenio de las frases y las palabras hermosas, todo ello bien virado con un color predominante (básicamente el rosa o el rojo) ya en los envoltorios, ya en los contenidos, pero también en las miradas y en todos esos textos pronunciados o escritos para homenajear el dulce valor del amor.

Por encima de las palabras y los gestos afectivos, el Día de los Enamorados tiene intensamente señalado ese intercambio de regalos que, con mejor acierto u oportunidad, ponen una sonrisa, tanto en aquellos que reciben el presente como también en las personas que tienen la generosidad de entregarlos. Ramos de bellas flores, libros con sutiles encantos, golosos bombones, atrayentes joyas y artilugios electrónicos, etc. todos son apreciados regalos con los que tratamos de mostrar el cariño, el afecto y esa proximidad hacia los seres amados de nuestro entorno. Preferentemente hacia la mujer pero también, cada día más, el hombre recibe de su compañera, esposa o amiga, ese detalle que se hace explícito en tan emblemático día. Acerquémonos ahora a una de las historias que tuvieron protagonismo ese día 14 de Febrero.

Apenas está clareando y ya hay actividad en el acomodado domicilio de los Montalvo. A los propietarios de esta vivienda, sus hijos ya les han hecho abuelos, por partida doble. Artemio sabe que le quedan dos anualidades para dejar de trabajar, en su banco de toda la vida. En cuanto a Diana, siempre agradece quedarse unos minutos más entre las sábanas, antes de pensar en cómo ir rellenando todas esas horas que pueden aburrirle en el día. Cuando al fin comienza a prepararse el desayuno, su marido ya lo ha tomado en esa cafetería del centro, a pocos minutos de la sede financiera donde pasará, sentado en su mullido despacho, toda la mañana.

Ambos cónyuges van a dedicar, una parte sustancial de esta jornada, a la búsqueda de algo interesante para su otra media naranja. Porque hoy es una fecha un tanto especial. Dado que la liquidez de sus tarjetas de crédito es importante, el esfuerzo máximo que ambos realizarán será demostrar su imaginación y fortuna en la mejor elección de ese regalo que debe asombrar a la otra parte de su pequeña sociedad familiar.

Muy de mañana, los dos personajes comienzan a navegar por el cómodo mar de sus respectivos ordenadores personales, entre la numerosas páginas de comercio on-line que, día tras día, inundan nuestros servidores de Internet. Las ofertas son numerosas y atractivas, pudiéndose encontrar aquellos objetos y actividades que, sin duda, colmarían de agrado y felicidad a sus afortunados poseedores. En todo caso, si estas ofertas no satisfacen plenamente a sus posibles compradores, siempre quedará la segura opción de ese desplazamiento rápido por las naves de los centros comerciales y otros grandes almacenes, donde hallar el acierto de un buen regalo, presentado con el más luminoso y garante de los envoltorios.

Entre búsqueda y búsqueda, la imaginación del banquero cuenta con que, un año más, su señora aparecerá con ese tarro de colonia que una vez dijo gustar, lo que le ha valido para ir acumulando hasta tres frascos en el armarito del cuarto de baño. O una corbata más de esas que, por el precario gusto de su cónyuge, suele guardar en el vestidor adjunto al dormitorio, incrementando una colección que se hace aburrida por la falta de variedad y uso.

En cuanto a Diana, hace tiempo ya que dejó de recibir esas flores que mostraban la delicadeza y estilo de un marido todavía joven. Conociendo su pasión por los bombones, cada año, sin oportunidad para la variedad, suele llegar esa enorme caja roja de la sin par marca, de cuyo contenido ella da buena cuenta en no más de cuatro sentadas ante la pantalla de su televisor de retina, 46 pulgadas, en muchas de las horas del día.

Pero este año, uno y otro desean esmerarse pues precisamente van a celebrar, allá por el estío veraniego de agosto, la fecha de su cuarta década en el matrimonio. Para lograr ese objetivo, no tendrán que someterse al ritual desplazamiento por las naves mercantilizadas del fervoroso templo consumista, donde casi todo se puede comprar. Van a contar, para ello, con el buen servicio que prestan las dinámicas ofertas de los Grupalia, Planeo, Grupon, Ticketea, Brand Alley y similares, donde también podrían hallar excelentes oportunidades, tanto en los precios pero, sobre todo, en las sorpresas que siempre asombran por su sutil originalidad.

Artemio llegó a casa (suele ser siempre puntual para la hora del almuerzo) cuando el reloj marcaba casi las tres y media de la tarde. Ese retraso puntual fue debido a tener que tomar un largo aperitivo con el nuevo comercial de seguros, que había comenzado a trabajar en la entidad financiera. Diana esperó a su marido, pues era un día inexcusable para que se sentaran juntos en la mesa, a fin de compartir el alimento diario. Precisamente su hija Marta y su pequeña nieta Estrella habían venido a hacerles compañía. La joven mamá quería estar presente en ese momento simpático de los regalos que sus padres tradicionalmente escenificaban, con el buen oficio que da el hábito interpretativo. Tras el almuerzo, ayudó a su madre a quitar la mesa y ya los cuatro juntos pasaron al salón, en donde tomarían el café de sobremesa y desvelarían ese secreto tan bien guardado, a fin de poder impresionar al interlocutor respectivo.

Fue Artemio quien primero presentó la dádiva con la que iba a obsequiar a su fiel compañera de matrimonio. Con gran ceremonia, extrajo un sobre de la cartera de piel que siempre le acompañaba en sus viajes al banco. Madre e hija observaban expectantes los movimiento de este hombre, bien metido en kilos, al igual que su mujer. Síntoma inequívoco de lo bien que, en ambos casos, era apreciado el valor de la buena mesa. Puso en las manos de Diana un sobre blanco, donde había guardado unos folios impresos, manifestando esas palabras de felicitación por el día, con el sello afectivo de un beso frugal. El sobre fue abierto por su destinataria, sacando del mismo unos tickets impresos que mutaron, de inmediato, el color de su bien trabajada piel facial, por largas sesiones de crema “rejuvenecedora”. El regalo consistía en un curso de gimnasia, especializada en mejorar la imagen física de las personas. El bono permitía la asistencia a tres sesiones semanales de ejercicio físico, de hora y media de duración cada día, durante tres meses. 

Obviamente, Diana sufría de sobrepeso. Al igual que le ocurría a Artemio. Por la corta estatura de esta mujer, sus 81 kilos de masa corporal le hacían tener una figura no especialmente estilizada. Sintiéndose señalada en su voluminoso aspecto corporal, se esforzó en disimular, limitándose a sonreír, pero sin pronunciar una sola palabra. La “procesión” iba por dentro. A los pocos minutos, ella trajo otro sobre, desde la habitación donde tenían instalada la impresora, del que sacó unas hojas que entregó a su marido.

Cuando Artemio leyó el contenido de ambos folios, también se sintió señalado en las características físicas de su orondo cuerpo. El regalo consistía en un curso de iniciación al golf, que tendría que realizar durante seis fines de semana, en un campo deportivo instalado por la zona de Marbella. Él nunca había sido un practicante del deporte. Y para colmo, consideraba al golf como un ejercicio aburrido que nunca se había preocupado en comprender. Cuando esta actividad deportiva aparecía por la pantalla del televisor, siempre cambiada con rapidez de cadena, sintonizando otra cualquiera. Se preguntaba para su interior “¿Y para qué tengo yo que practicar deporte? ¡Me veo un poco gordo de cintura, cierto, pero la talla 58 que uso de pantalón tampoco es muy exagerada!”.

Estuvo a punto de romper allí mismo los folios, con el contrato y tickets impresos del curso. Pero la presencia de su hija Marta, con su nieta Estrella, le hicieron contenerse. Dobló los papeles y se limitó a decir la breve y fría frase de “está bien”.

Después de esa tarde, presidida por comportamientos forzados, Artemio y Diana decidieron salir a cenar a un buen restaurante, del que eran asiduos clientes. El establecimiento en cuestión se encuentra instalado en la concurrida zona de calle Alcazabilla, entre los restos del Teatro Romano  y la Plaza de la Merced. Cuando terminaron de dar cuenta de un opíparo y suculento menú (la cuenta superó los 87 €) quisieron finalizar ese Día de los Enamorados en una tetería cercana, disfrutando con unos deliciosos dulces árabes. Uno y otro evitaron hacer mención acerca del golf ni tampoco de los los gimnasios que mejoran la descompensada imagen corporal. No habían sabido elegir, con acierto, sus respectivas opciones para ese regalo de San Valentín. Pero, al menos, a esas horas de la madrugada habían podido recuperar el sosiego para su relación. Lo cual era importante.

En una mesa próxima, observaron a dos jóvenes que intercambiaban miradas cariñosas. Ella tenía entre sus manos una preciosa rosa roja. Tampoco su pareja tomaba en cuenta la taza de té que, al paso de los minutos, se le acabaría enfriando. Las tibias luces del local y el agradable murmullo de las confidencias, ponían encanto a un entorno que ayudaba a soñar y disfrutar con la placidez de la noche.-


José L. Casado Toro (viernes, 12 Febrero 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


jueves, 4 de febrero de 2016

DOS EXTRAÑAS CARTAS, EN LAS VIDAS DE ALMA Y ALBA.

En esta acelerada carrera sin límites, que los humanos seguimos manteniendo en el contexto y prestaciones de la globalización digital, resulta cada vez más infrecuente recibir cartas bajo el formato tradicional del correo ordinario, salvo la correspondencia de naturaleza bancaria o estrictamente comercial.

Sin embargo, en dos domicilios de la geografía peninsular hispana, ubicados respectivamente en Zaragoza y Granada, se recibieron, con una diferencia de veinticuatro horas, sendas cartas de contenido especialmente enigmático. Ambas misivas, prácticamente iguales en su redacción, iban dirigidas a dos chicas jóvenes llamadas Alma (27 años) y Alba (24 años) conteniendo datos y localización correcta para sus respectivos destinos. La extrañeza, que esta correspondencia produjo en las dos mujeres, quedó de manifiesto al comprobar que los remites procedían de un despacho notarial con sede en Madrid.

Tanto Alma como Alba son hijas únicas de madres solteras. Ninguna de las dos chicas han tenido, a lo largo de sus años de vida, noticia alguna acerca de quiénes fueron sus progenitores. En esas dos cortas familias, el importante asunto de la paternidad ha sido siempre un tema tabú, cerrado y oculto, ya que sus madres así lo decidieron cuando, con admirable valentía y responsabilidad, decidieron traerlas al mundo. Fueron criadas y educadas con el esfuerzo continuo de estas abnegadas mujeres que, en más de una ocasión, sufrieron etapas y fases de difícil necesidad material. En la actualidad, siguen conviviendo con las personas más importantes de su genealogías, en dos contextos obviamente diferentes, tanto por la distancia física como por las características propias de las dos pequeñas familias.

Alma es auxiliar de enfermería, trabajando con contratos temporales (a veces de algunos días o semanas de duración) en un complejo hospitalario de titularidad privada. Por lo que respecta a Alba, hace dos años finalizó su grado en periodismo, realizando actualmente prácticas en el principal y tradicional órgano de prensa de la capital granadina. Aunque lo han intentado en distintas ocasiones, a lo largo de sus aún cortas existencias, ninguna de las dos jóvenes han conseguido que sus madres accedan a desvelarles las historias de sus complicadas relaciones afectivas, cuyos posteriores embarazos  dieron origen a dos hermosas, inteligentes y vitales personas.  

¿Y qué decía el contenido de esas misteriosas cartas, con remite notarial? Básicamente, estaba redactada en los siguientes términos:

“Estimada Srta. Alma/Alba. Entiendo que el recibo de este escrito provocará su extrañeza. Pero le aseguro que, tras el mismo, no hay nada perjudicial o negativo para su vida. Todo lo contrario. Por esto mismo he querido que vaya avalada por el registro de un importante despacho notarial. Siempre que su disponibilidad así lo permita, se le cita para un encuentro con otra joven casi de su misma edad. Será en la cafetería del Hotel Nevada, ubicado en la Gran Vía madrileña, a las cinco de la tarde, para el último viernes de este mes, 29 de enero (faltan aún tres semanas para la citada reunión). Esa encuentro será muy importante para ambas, pues podrán, a través de la misma, conocer una decisiva y necesaria información acerca del origen de sus respectivas vidas. Me consta que desde siempre se habrá hecho preguntas acerca de este trascendental interrogante. Le adjunto los billetes del tren AVE, ida y vuelta, junto a dos noches de estancia en dicho hotel, en régimen de pensión completa, por si considera necesaria su utilización. Le reitero que el fundamento de este encuentro será muy positivo para el resto de su existencia. En caso de que la fecha propuesta le resulte imposible para el desplazamiento, le ruego comunique a la dirección notarial la preferencia de su disponibilidad. Atte. Mario”. 

Las dos jóvenes destinatarias leyeron, una y otra, vez la peculiar comunicación que habían recibido. Lógicamente dedujeron que, de alguna manera, tendría relación con la raíz personal de sus vidas. Podrían encontrar respuestas a esas preguntas que tantas veces se habían planteado y a las que sus respectivas madres evitaban dar aclaración alguna. Todo ello suponía una sugerente posibilidad, no exenta de intriga que, por su juventud y valentía, ambas decidieron afrontar. Eso sí, ni Alma ni Alba comentaron nada del asunto con sus respectivas madres. En ese momento, Alma se encontraba en uno de esos intervalos laborales, tan propios en los intereses de las empresas privadas. En cuanto a Alma, justificó su próximo viaje a Madrid, bajo el pretexto de acompañar a una íntima amiga, que tenía que asistir a un bautizo de un familiar cercano. Aun con los inevitables recelos y dudas, propios del caso, las dos chicas se dispusieron, desde Granada y Zaragoza, a emprender la búsqueda de esa luz necesaria para entender sus nebulosos orígenes. La verdad era que todo este asunto estaba teñido de misterio y bajo un prisma de thriller cinematográfico indudable. 

Pero la voluntad y valentía juvenil sabe superar las precauciones y riesgos de una enigmática cita, en la que podrías hallar sorpresas de muy diverso signo y sin la garantía de que todas ellas fueran favorables. Viajaron muy de mañana desde sus ciudades de origen a la estación de Atocha madrileña, ese día 29 de enero. Al acceder a la recepción del Hotel Nevada, con una diferencia horaria no muy amplia, encontraron perfectamente organizadas sus reservas para dos noches. Hasta la hora del almuerzo dieron una vuelta por la zona de tiendas, teatros y cines de esa gran artería viaria que centraliza el núcleo antiguo de la capital madrileña. Una y otra tenían en mente esa hora de las cinco de la tarde cuando, en la coqueta cafetería del hotel, comenzaría a desvelarse todo este juego de suposiciones que el destino les tenia preparado. Dado que habían madrugado bastante, a fin de tomar el tren, descansaron unos minutos tras la comida, aunque los nervios subsiguientes impidieron que pudieran conciliar ese sueño reparador.

Unos minutos antes de las cinco, Alma y Alba bajaron hacia la cafetería. En aquel momento sólo divisaron a una madre que con sus dos hijos pequeños estaban disfrutando la merienda. Junto a una ventana, que se asomaba hacia la Gran vía, un hombre mayor estaba dando buena cuenta de una copa de licor. Ambas chicas se miraron en la distancia, pero se sentaron en mesas diferentes. Pronto un camarero atendió sus peticiones, con un café sólo y una taza de té, respectivamente. Pasaban los minutos y nadie aparecía por ese local que, aun con algunos arreglos, no podía ocultar su antigüedad constructiva, así como la edificación de todo el hotel en general.

Y a eso de las cinco y diez minutos, vieron entrar en la sala a uno de los recepcionistas, que rápidamente fijó su mirada en las dos señoritas. Las llamó por sus nombres y les rogó que ocuparan una de las mesas vacías. Cuando así lo hicieron, llevándose sus consumiciones a una zona también cerca de uno de los ventanales, el empleado les indicó que tenía que entregarles una carta, a ellas dirigidas, por orden del director del hotel. Alma parecía más serena, pero Alba se la veía un tanto inquieta y nerviosa. Las dos eran conscientes de que el motivo que sin duda las vinculaba estaba escrito dentro de ese sobre de tonalidad celeste, con sus nombres grabados en grandes letras manuscritas. Había sido entregado en mano, pues carecía de franqueo. En el remite, aparecía el sello del despacho notarial que ya conocían.

“Tu debes ser Alba (dijo Alma sonriendo a su compañera de mesa). Debes tranquilizarte, aunque comprendo que la situación es un tanto inquietante. Vamos ver el contenido de este juego misterioso, en el que ambas hemos sido implicadas. Abramos el sobre que se nos dirige y salgamos de dudas”.

“Queridas Alma y Alba. Mi nombre es Mario. Comprendo que todo este proceso, en el que estáis implicadas, os parecerá sumamente extraño. Pero si completáis la lectura de las siguientes líneas, vais a conocer una información que puede resultar muy importante para el resto de vuestras jóvenes vidas.

Quiero deciros, con franqueza, que ambas sois hermanas, del mismo padre. No es fácil resumiros la historia de mi convulsa existencia. Tuve un matrimonio equivocado y desgraciado, pero que ella y yo mantuvimos de cara a la galería, dada mi importante situación sociopolítica y económica. El muy importante patrimonio familiar procedía de la que era mi esposa legal. En el aspecto afectivo, yo hacía mi vida y tenía mis numerosas “aventuras” casi siempre ubicadas en ese hotel en el que vais a residir durante este fin de semana. Y, a pesar de todas mis precauciones, dos de mis amigas quedaron embarazadas. Sacar a la luz esta doble vida hubiera resultado un escándalo de magnitudes insospechadas.  Con dinero, el silencio estaba asegurado pero, cuando llegaron los dos embarazos, la situación se complicó en demasía. Vuestras madres, con valentía y sensatez, decidieron seguir con su estado y alcanzar la  maternidad. Curiosamente, una y otra mujer me aseguraron que asumirían sus papeles de madres solteras y que nunca revelarían el nombre del padre de sus hijas. Tal vez penséis que esta decisión se debió a alguna presión o compensación económica. Sólo me exigieron prometer, a cambio de su silencio, que nunca hiciera por veros o por establecer contacto con vosotras. Es asombroso y admirable cómo estas dos personas, una en Zaragoza y la otra en Granada, han sabido mantener su compromiso.

¿Y por qué, ahora, incumplo aquella mi parte del acuerdo? Por varias y decisivas razones. Deseo que, siendo las dos hijas únicas, os conozcáis. Que sembréis un fructífero parentesco afectivo. Vuestras madres, por las razones que fuesen, no llegaron al matrimonio con algún hombre que hubiera sido vuestro padre no genético. Ambas podréis decir, desde ahora, “tengo una hermana”. Ya os habéis conocido. En vuestras manos está el que profundicéis en la amistad y ayuda fraterna.  Y existe otra importante razón para esta revelación que os hago. En el momento en que leáis este escrito, yo estaré ya muy lejos. En ese país de las estrellas y el azul del mar donde los creyentes aseguran que existe el amor, la justicia y la paz.

El despacho notarial que ha llevado a efecto estos mis postreros deseos, tiene en su poder los avales correspondientes para que ambas recibáis, legalmente, una parte de mi herencia, con la que deseo sustentéis un futuro más estable y feliz. Aunque pienso que vuestro honesto trabajo de cada día debe ser el principal y mejor patrimonio para ese siempre difícil futuro en las personas jóvenes, especialmente en estos tiempos condicionados por la dificultad. Tengo constancia (hoy día, casi todo se puede saber) que sois dos espléndidas mujeres, físicamente muy agraciadas, voluntariosas con vuestro trabajo y estudio y con un corazón muy limpio y generoso. Y, por supuesto, sois mi única descendencia, tanto en la sangre como en lo más profundo de mi ser.

Que Dios os bendiga. Mis besos y todo el cariño de vuestro… padre. Mario”.

Aquel sorprendente fin de semana, dos personas, muy cercanas en el origen de sus vidas, iniciaron un camino de mutuo conocimiento. Consiguieron recuperar ese vínculo parental que el destino, junto a las voluntades de sus progenitores, les había ido negado hasta esa inolvidable tarde de enero. Tras casi tres décadas de preguntas y silencios, Alma y Alba supieron de ese padre que, antes del largo y definitivo viaje, decidió reparar el misterio de sus respectivos orígenes. Una y otra tendrían, durante las próximas  meses, largas conversaciones explicativas con sus respectivas madres, que pondrían luz y racionalidad en los capítulos oscuros de sus biografías.

En una fría mañana de domingo, con escaso trasiego viajero en la estación ferroviaria de Atocha, las dos jóvenes se despidieron con cálidos besos y esas palabras fraternales de “Seguiremos en contacto. Cuídate mucho, hermana”. Los trenes AVE que las transportaban partieron, con una diferencia de veinte minutos, camino de sus destinos en tierras de Aragón y Andalucía. En ambos convoyes, Alma y Alba compartían el valor afectivo y entrañable de la esperanza.-

José L. Casado Toro (viernes, 5 Febrero 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga