viernes, 24 de abril de 2020

CARTAS Y ROSQUILLAS, EN LOS RECUERDOS DE INFANCIA.

Resulta sorprendente conocer que una sociedad, tal como la que nos ha correspondido vivir, con un sistema mediático de comunicación mundial o global, sustentado en la prensa, la radio y la televisión, con el soporte “infinito” de la digitalización informática que representa Internet y con la difusión educativa a todas las escalas como primer servicio irrenunciable de la población, junto a la sanidad, que en un colectivo mundial con todo este amplísimo soporte informativo, aún existan lamentables tasas de analfabetismo. Un organismo tan prestigioso como la UNESCO (United Nations Educational,  Scientific and Cultural Organization –Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) indica que casi 800 millones de personas en el mundo no saben leer ni escribir. El INE (Instituto Nacional de Estadística  en España) ha publicado que en nuestro país (47 millones de habitantes) existen en la actualidad entre 600.000 y 700.000 analfabetos. El que estas significativas cifras se incardinen mayoritariamente en el sector de la población más envejecido, no deja de incidir dolorosamente en nuestras conciencias y, de manera especial, en la de todos aquellos que tienen responsabilidades administrativas para la gobernación regional o mundial.

Si esta incomprensible realidad la tenemos presente en el primer tercio del Siglo XXI ¿cuáles serías las cifras de analfabetismo, si retrocedemos a la década de los años 50 del siglo pasado, época que sustenta temporalmente los hechos narrados en este relato (ubicado en un pueblo de nuestra alta Andalucía)? Ese 1,16 % de analfabetismo que soportamos en la actualidad  habría que multiplicarlo por diez o una cifra incluso algo mayor. Pero vayamos ya, conociendo estos datos, a la narración de nuestra historia.

El calendario marca unas fechas inmersas en la Primavera avanzada. Villa Nueva de … (una advocación mariana) es un pueblo andaluz que vive de la agricultura y la ganadería, encastrado al sur de la Cordillera Subbética. La temperatura estacional es elevada, a estas horas en que aún no ha caído la tarde. Como la influencia marítima queda bastante lejos en estas latitudes, la continentalidad mediterránea del clima es extrema en estas zonas de la Alta Andalucía, marcando fuertes diferencias térmicas entre el día y la noche. Después del almuerzo, el intenso y seco calor, junto a la carencia de acústica y tránsito exterior, favorece la extensión del descanso para aquellos habitantes que pueden permitirse unos muy amplios minutos de siesta. Sin embargo doña Jacinta, una señora vinculada a su avanzada tercera edad, espera sentada en su mecedora la llegada de Dani, un niño de diez años hijo de Otilio, el alcalde de la localidad. Hoy es lunes y, como esta señora tiene por costumbre hacer cada inicio de semana, está ya preparada para escribir esa carta semanal que envía al único hijo que manifiesta tener, residente con su familia en tierras asturianas. El problema es que a Jacinta nadie le enseñó a leer y a escribir, durante los años de su lejana infancia. Por eso ha de recurrir a este niño bien educado, que se presta a poner en una cuartilla aquello que ella le va contando, aunque en la mayoría de las ocasiones le repite las mismas palabras: “lo que yo te diga, Dani, tu lo vas escribiendo con tus propias palabras. Y cuando terminemos la carta, me la lees, a ver cómo ha quedado. Tú que vas al colegio y tienes buena letra seguro que lo haces muy bien”.
 
La “ceremonia epistolar” se repite invariablemente cada una de las semanas. Cuando llega Dani al domicilio de Jacinta, ésta le tiene preparado algo para la merienda (normalmente un vaso con leche, con una de sus artesanas y famosas rosquillas). La cuartilla y el sobre ya están esperando sobre la mesa y entonces la buena señora comienza a decir en voz alta palabras amables, dirigidas a ese hijo que añora en la lejanía. Le pide al niño “escritor” que comience siempre así: “Mi querido hijo Damián. Deseo con amor que a la llegada de ésta os encontréis todos bien, como yo también lo estoy, gracias a Dios”. Tras la escritura de la que es  siempre muy cariñosa misiva, el chico procede a leerla en voz alta, provocando el asentimiento continuo de la anciana, por cuyas surcadas mejillas corren algunas lágrimas que ella se limpia pudorosamente con uno de sus pañuelos bordados. Dani ya conoce de memoria la dirección que ha de escribir en el anverso del sobre, con los datos exactos, a fin de que la carta llegue a su destino. Antes de introducir la cuartilla escrita con primorosa caligrafía en el sobre,  entrega la carta a su remitente para que la señora haga un garabato encima de su nombre, caligrafiado también por el chico. Antes de marcharse, con los “mimos” propios de quien podría ser su abuela o tal vez bisabuela, Dani recibe algunas monedas (“perras gordas o reales”) para que se regale alguna chuchería. Al día siguiente, doña Jacinta va a comprar un sello en el estanco y echa la carta en el buzón que la estafeta de correos tiene colocado junto a la puerta. Y así espera ilusionada la llegada del próximo lunes.

Jacinta y su hermana Basilia (ésta ya fallecida) llegaron hace más de dos décadas al pueblo, a fin de instalarse en una pequeña casita de planta baja que se encontraba en estado ruinoso. Con admirable esfuerzo y tesón, fueron adecuando este viejo inmueble situado junto a unos establos en la zona oeste de la localidad. La propiedad pertenecía a los herederos de un antepasado con título de nobleza (Conde de Monteolea). La renta simbólica anual por el alquiler, impuesta a las dos hermanas, habrían de pagarlo en especie: cuatro gallinas y dos cestas de huevos, renta que no ha cambiado con el paso de los años. Parece ser que ambas hermanas procedían de tierras extremeñas. De su familia poco o nada conocen sus vecinos, porque a ellas no les agradaba hablar de su vida anterior. Mientras que Basilia trabajaba muy bien el arte de la costura y el bordado, su hermana ha destacado siempre por sus dotes confiteras. Comenzó a elaborar unas sabrosas pastas fritas de masa hojaldrada, de forma redondeadas y rebosadas en azúcar con canela, que la confitería del pueblo, viendo la buena aceptación que tenían entre los vecinos y turistas, le ha seguido encargando su elaboración ininterrumpidamente, semana tras semana. La compensación económica que recibe por su esfuerzo, le ayuda a completar la escasa pensión que recibe del Estado. La buena mujer “bautizó” a estos afamados y suculentos pasteles con el nombre de las Rosquillas de Santa Ana, patrona de la localidad. Por su parte Basilia, lo hizo hasta su fallecimiento, cosía para la vecindad y trabajaba unos primorosos pañuelos bordados, que la mercería de Doña Justa ponía a la venta, siendo adquiridas estas labores para regalos, tanto por los vecinos como por los turistas que pasaban por este tranquilo paraje andaluz.

Volviendo a las cartas semanales, el cartero nunca traía respuesta epistolar de Damián. Ello no era obstáculo para que el amor de una madre siguiese escribiendo a su amado hijo. Por ello las cartas seguían partiendo cada martes hacia tierras asturianas. Basilia se llevó a la tumba la verdadera historia de ese supuesto hijo a quien escribe su hermana. Las dos hermanas siempre habían vivido juntas en Extremadura. Siendo mucho más jóvenes y cuando ambas residían en la ciudad de  Cáceres, Jacinta tuvo un apuesto pretendiente. Era un soldado con el grado de cabo en las Fuerzas Regulares del Regimiento de Ceuta. Aquella breve pero fogosa relación le dejó un embarazo del que nació un niño de madre soltera, al que bautizaron con el nombre de Damián, el mismo nombre del amante militar. Este joven soldado se desentendió totalmente de su responsabilidad paternal y parece que acabó integrándose en las fuerzas legionarias. La desgracia quiso que ese pequeño no llegase a cumplir el primer año de vida, pues unas malas fiebres acabaron con su existencia. Jacinta entró entonces en una profunda crisis depresiva, por lo que su hermana intentó y consiguió convencerla para que cambiaran de residencia y comenzaran una nueva etapa en estas tierras jienenses. Una de las clientas de Basilia para el arreglo de ropa era Miranda, una sobrina del actual conde de Monteolea,  quien conociendo la triste historia de esa madre frustrada, aceptó a cederles esa pequeña propiedad en tierras andaluzas a cambio de un pago anual en especie testimonial. En realidad la vivienda carecía de valor y estaba en peligro de derrumbe. Una vez que ambas se hallaban ya en su nueva residencia y al paso de los años, Basilia “se inventó” una historia que “convenció” a una hermana que, en su desequilibrio psicológico, pensaba que su hijo aún seguía vivo. Tras explicar el caso a Miranda esta gestionó una dirección conocida en Asturias, para que las cartas que la cariñosa madre “escribía” al hijo muy amado no fuesen devueltas al remitente. Y así ha venido sucediendo, año tras año.

Pero un día a Dani se le ocurrió que doña Jacinta tuviera una respuesta, procedente de este destinatario siempre silencioso. Cosas de niño. En un principio lo consideró como una broma traviesa, aunque también es cierto que en su infantil inteligencia entendía que era injusto que la señora, que tan bien lo trataba los lunes con la merienda y las “perras gordas”, no recibiera una carta de su amado hijo.  Así que puso manos a la obra. Como el chico era tan diestro en el arte de escribir, redactó una respuesta en sumo imaginativa. Damián decía en la misma que estaba casado, pero que aún no tenían hijos. Que su trabajo de mecánico era muy sacrificado, por lo que al llegar a casa sólo quería descansar. Que le perdonara si no le escribía “con frecuencia”. Que “más adelante” le gustaría viajar al sur y poder estar algún día con ella. Que nunca le olvidaba y le enviaba muchos besos. En realidad esta idea le vino al travieso Dani una tarde en que se había quedado solo en casa y jugaba en el despacho de su padre, el alcalde. Vio unos sobres abiertos en la papelera y queriendo recortar los sellos para su colección, cogió una carta cuyo remite era precisamente de Asturias. Lógicamente el matasellos también llevaba el nombre de esta bella región cantábrica. Pegó en el destinatario un trocito recortado de papel con las señas de doña Jacinta. Y en el remite sólo dejó visible las palabras Oviedo (Asturias). Preparó el sobre con la carta y un domingo por la noche echó el sobre por debajo de la puerta de la señora.

En la tarde del lunes, cuando fue a cumplir con su misión semanal, encontró a Jacinta todo emocionada ¡Había recibido una carta! La buena señora no sabía leer pero, por si acaso, allí estaba el nombre de Jacinta y en el remite las palabras Oviedo (Asturias). Hasta en tres ocasiones tuvo que leerle el texto (del que era autor) a una “madre” que enjugaba sus lágrimas continuas con uno de los pañuelos que primorosamente había bordado su hermana. Todo había sido una traviesa y muy habilidosa “mentira piadosa”. Sin embargo aquella y otras noches doña Jacinta pudo ir sosegada a la cama, con la felicidad expresa en su rostro.

Han pasado los años, muchos en el calendario, con esa velocidad que marcan los amaneceres, aliados fraternalmente con los ciclos del astro solar. El bien considerado escritor Daniel Arial, con varios premios de la crítica especializada, ha decidido este verano volver a la tierra de su infancia, a la que no visitaba desde hacía décadas. Lo ha encontrado todo muy cambiado o, según la perspectiva visual y sentimental de cada uno, casi igual, con respecto a los alejados años en que tomó la importante decisión de buscarse la vida en la centralidad madrileña. En la actualidad nadie de su familia reside en ese entrañable pueblecito de Jaén. La alcaldía ya no está presidida por don Otilio, que desde la inmensidad cósmica observará con sentimiento ese caminar de su hijo por las calles empedradas de la localidad que los vio nacer.

Una vez en el pueblo, este profesional de las letras tomó habitación por dos noches en la muy reformada  pensión La Milagrosa (el nombre aún se mantenía), ahora regida por una nieta de doña Adriana. No se lo pensó dos veces,  por lo que se encaminó con presteza hacía el domicilio de la inolvidable doña Jacinta, pues recordaba perfectamente esas calles empinadas y la gran Plaza, ahora denominada “de la Constitución”. Calle Principal arriba, llegó hasta el solar donde suponía estaba la vivienda de Jacinta que tantas veces había visitado de niño cada tarde de los lunes. Sin embargo comprobó que ya no existía aquél domicilio. Ese espacio lo ocupaba ahora una nave semiderruida, en penoso estado de abandono. Con las letras que no se habían borrado aún en el frontal del gran portalón, pudo componer la frase “Sala de Fiestas Monteolea”. Un lugareño que por allí pasaba, apoyándose en el cayado que portaba en su mano derecha y viendo al “turista” que ensimismado observaba la abandonada nave, se le acercó. El buen hombre tenía ganas de “echar un ratito” de charla.

“A la pá de dió. Lo que está mirando le debe trae algo pa la memoria ¿verdá? Segur que asted ha tenío que echá buenos ratos ahí dentro, pa alegrá lo colporá. La cantiá de mozo y mozuela que ahí bailaban lo sábado y domingo, agarrao y sin agarrá. Peor llegó la televísion, an despué la computación, mientra que la juventú buscaba porvení en otra parte o lugá. No le mento, aquí llegamo a tené casi domil persona, sí enesta pueblo. Hoy semos … no lleguemo a cuatrociento.  Dicen que trairán una nueva cerretera paezta comarca. Veremo si eso arratra gente pacá”.

Emocionado ante la bondad de este entrañable paisano, le estrechó su mano y le pidió si hoy quería almorzar con él. Se identificó como un turista, que había nacido y vivido durante su infancia y adolescencia en este pueblo, hacía ya muchos años. Abilio, un antiguo agricultor de la zona, se mostró feliz con esa invitación que en modo alguno esperaba. En el café “El Principal” también servían comidas, por lo que estos dos nuevos amigos pudieron hablar e intercambiar muchos recuerdos y añoranzas. Abilio en principio no recordaba a doña Jacinta. Pero cuando Daniel se acercó a la caja, para pagar los almuerzos, vio que en un expositor tenían una serie de cajitas de dulces, con la etiqueta de Rosquillas de Santa Ana. Entonces le preguntó al paisano labriego ¿Aún las siguen elaborando, amigo Abilio? Aaah claro, yamecuerdo. Don Danié. Asted preguntaba por la señá de las rosquillas. Ea una buena mujé. Ya mu mayó. Estas rosquillas las jace ahora unindustria dela capitá”.

Los dos buenos amigos quedaron en verse al día siguiente, para dar juntos un paseo por los verdes campos de olivos y seguir compartiendo esos sencillos y entrañables recuerdos, con palabras teñidas de una dulce añoranza. Fueron dos hermosos y enriquecedores días, en la vida de Daniel, para recuperar sus raíces y respirar el sentimiento de la nostalgia.-


CARTAS Y ROSQUILLAS, EN
LOS RECUERDOS DE INFANCIA



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
24 Abril 2020

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           


viernes, 17 de abril de 2020

EL EQUIVOCO PLACER DE LAS APARIENCIAS COMPARTIDAS.

 La práctica del coleccionismo es un esforzado hábito que desde siempre ha despertado y satisfecho el interés en muchas personas. Esta costumbre motiva intensamente a sus autores, porque suele generar en éstos el esfuerzo, la intriga, la ilusión, la obsesión, la constancia y, en muchas ocasiones, una desequilibrante frustración por no haber podido conseguir esa pieza que enriquecería el conjunto de esas otras muchas que ya poseemos para nuestro capricho o simple autoestima. Esta afición aparece aleatoriamente en las personas de todas las edades y circunstancias. Durante la infancia, los niños forman sus colecciones de estampas, tebeos, juguetes u otras piezas, más o menos curiosas, incrementándolas poco a poco con su búsqueda, compra o intercambio con otros amigos, compañeros o vecinos. Jóvenes, adultos y mayores también, en algún momento de sus vidas, desarrollan esa afición por acumular determinados objetos de las más variadas características: cuadros de pinturas, películas, joyas, ropa, lozas, recuerdos de viajes, cucharas, figuras variadas, sellos, monedas, postales, revistas, libros, elementos para el hogar hoy en desuso y así una extensa lista de “caprichos” sumamente heterogénea.

Específicamente para las personas adultas uno de los lugares donde pueden encontrarse determinadas piezas, que incrementen la más o menos paciente colección que ya se posee, son esos establecimientos que suelen dar una imagen algo misteriosa, por su denso contenido de objetos  y la disposición abigarrada de los mismos, tiendas que reciben el nombre de anticuarios. Se trata de locales en los que nada más entrar contemplas una cantidad exagerada de piezas muy variadas, en tamaño, uso, función y estética, las cuales reciben en general el nombre global de “antigüedades”. En general, los precios de cada uno de los objetos no está marcado en parte alguna, pues su posible función, características, explicación y venta necesitará la ayuda y negociación imprescindible por parte del encargado o vendedor del material, allí temporal o indefinidamente expuesto.



Dos características más habría que añadir a la escenografía de estos comercios de piezas antiguas. En primer lugar, la luminosidad de estos locales no suele ser muy potente, sino todo lo contrario. El ambiente ofrece la sensación de umbrío y lúgubre e incluso podríamos añadir el vocablo de “misterioso”, no sólo por el repertorio de objetos que acumulan tantos y tantos años en sus particulares historias, sino también por la “tétrica” imagen del vendedor, normalmente una persona de avanzada edad, que en ocasiones añade intriga y suspense, al contexto ambiental que allí subyace. A ello habría que sumar una segunda percepción, en este caso aromática. Efectivamente, el olor que domina este abigarrado espacio, repleto de “cosas antiguas o desfasadas” es muy característico y penetrante y en modo alguno agradable para el olfato. Alguien podría decir, utilizando una expresión coloquial, “ aquí huele a viejo” breve frase que ayuda a definir perfectamente la situación del peculiar establecimiento.

Es en estos comercios, que no suelen abundar incluso en las más importantes ciudades, donde los coleccionistas también buscan y encuentran algunas determinadas piezas. Son esos objetos que aumentarán y enriquecerán las  preciadas unidades de la colección que han ido formando a lo largo del tiempo, aplicando la mayor tenacidad. Este es el caso de FANGIO DELLABARKA, un constructor español, de padres argentinos, que ha desarrollado su trabajo en diversas provincias españolas y que desde su jubilación decidió fijar su residencia en Málaga, una de las ciudades en donde más importancia había tenido su actividad profesional. Fangio estuvo casado durante casi cuatro lustros con una ortodoncista madrileña, de nombre Isabela, pero dicho matrimonio, del que nació un hijo que a partir de su mayoría de edad se fue a vivir a la hacienda de sus abuelos en la Córdoba argentina, se diluyó debido a las frecuentes infidelidades que Fangio practicaba, sin el menor recato o control. En la postrera fase de su vida, cuando el antiguo constructor podía ahora disponer de abundante tiempo libre y cuando sus potencialidades y ornamentos físicos se encontraban ya  bastante menguados, intensificó su afición de formar una curiosa y abundante colección de los más variados picaportes y llamadores, así como de llaves y cerraduras, pertenecientes en su amplitud a diferentes épocas y culturas.

En el sótano de su espléndida mansión ubicada en la colina de Gibralfaro, Fangio había formado un espléndido y curioso museo, en el que podían observarse decenas y decenas de “artísticos” llamadores, llaves y cerraduras, algunas de éstas enmarcadas en sus correspondientes puertas originales. Cuando organizaba algún almuerzo o cena con sus amigos, se enorgullecía de poder ir mostrando, tras el ágape correspondiente, las piezas más insólitas de su museo, encontradas a lo largo de los años en los más variados puntos geográficos de España e incluso de países extranjeros. Algunos amigos y compañeros de profesión, conociendo su particular afición, le facilitaban muchas piezas que servían para “alimentar” y enriquecer esta colección a la que con tanto esmero y tesón se entregaba. Pero aparte de estas donaciones y regalos, Fangio solía recorrer pueblos y ciudades de nuestra contrastada y valiosa geografía, a fin de localizar y comprar nuevas muestras y elementos que incrementaran el valor de “su tesoro”, como el solía referirse al espectacular museo instalado en los bajos subterráneos de su amplia y bella mansión.

Pero además de viajar por aquí y por allá en la geografía, el constructor coleccionista suele también recorrer la hermosa ciudad bañada por el Mediterráneo en la que reside, encontrando a veces  muestras curiosas y originales por las que paga sustanciosas cantidades al adquirirlas. Otro recurso que suele utilizar es el siguiente: al tener conocimiento de que van a reconstruir, reformar o derribar casas antiguas, acude con toda presteza al lugar donde se hallan ubicadas esas edificaciones, consiguiendo en no pocas ocasiones que los propios albañiles le cedan  llaves, picaportes y cerraduras viejas que tanto valor y significación poseen para el esforzado en la constancia coleccionista. 

Un conocido aparejador, al que un día se encontró saliendo del cine, conociendo aquel amigo su afición por el coleccionismo, le comentó acerca de una tienda de antigüedades que recordaba de su infancia y que no sabía si aún permanecía abierta al publico. Le concretó que dicha comercio se encontraba ubicado por la zona más antigua de la ciudad, no lejos del centro urbano tradicional. Concretamente por una zona de edificios muy antiguos y de planimetría en laberinto de calles estrechas y que recientemente se había tratado de revitalizar con nuevos emprendedores, generalmente comerciantes de productos de artesanía y bares de copas. Tomó buena nota de esta para él muy interesante información, pues era consciente de que los anticuarios tradicionales o clásicos, poco a poco, habían ido desapareciendo de la estructura mercantil que domina la actualidad.

Al día siguiente de este  reencuentro, se desplazó a la zona que le había sugerido su amigo, un espacio efectivamente muy cerca del centro tradicional, que hacía décadas había estado poblado de pequeños comercios de toda índole pero que en los últimos años había sido literalmente “tomado” tanto por esa restauración de pequeños bares de copas, tapeos y teterías para la demanda turística, como también (pero en menor número) por pequeños comercios de ropa económica y objetos de regalo. Caminó pacientemente por esa “tela de araña” viaria, buscando la tienda de antigüedades citada por el amigo Cómitre. Lo curioso del caso es que a los muy pocos minutos de la búsqueda, se encontraba ya delante de un muy vetusto comercio, que ocupaba la planta baja de un edificio con muchas décadas en su construcción  y en deficiente estado de conservación.

Penetró hacia el interior del mismo y ante sus ojos se mostraba una densidad abigarrada de objetos diversos y testimoniales para la memoria. Tocadiscos y aparatos de radio, de aquéllos que utilizaban nuestras abuelas y bisabuelas. Menaje de cocina, en el que le llamó la atención aquellos “infiernillos” donde se calentaba y preparaba la comida, que funcionaban con la llama procedente de una gruesa mecha circular de algodón que se impregnaba del petróleo, líquido que se echaba como combustible en un pequeña depósito inferior. También espejos, jarrones, cuadros, herramientas para el campo y los talleres urbanos, juguetes de “otras épocas”, perolas y cacerolas de cobre y, allá en uno de los densos rincones avistó las ansiadas llaves, cerraduras y candados, que motivaban su especial interés. No faltaban tampoco paquetes de revistas, tebeos, cromos, postales y publicaciones, cuyas portadas le recordaban eventos de su adolescencia y juventud. Quedó maravillado con los juguetes de madera pintada, aquéllos que divertían “de verdad” la imaginación de los niños en la época de su infancia. En fin, después de un lento repaso visual, sin ser molestado por la persona encargada, se dirigió hacia donde una señora aguardaba sentada en una silla con el asiento de anea entrelazada, muy “lustrada” a tenor de un continuado uso y la escasa limpieza que se le aplicaba.

Se trataba de una mujer que acumulaba muchos años en su ajado cuerpo de epidermis toscamente agrietada. La señora, de semblante angelical, parecía estar como adormilada, pero fue despertando de su plácido letargo, al tener ante sí a uno de los escasos clientes que entraban en tan “histórica” y fílmica escenografía. Esbozó una sonrisa de agradecimiento y mantuvo con Fangio una larga conversación, plena de anécdotas y datos, disculpándose una y otra vez por una memoria que ya no latía como en sus años mozos. La señora BRISEIDA había enviudado hacía tiempo. Fue el padre de su difunto marido Aurelio, quien en los años centrales del siglo pasado había montado este negocio que nunca cambió de ubicación. Ese suegro “emprendedor” llamado Nemesio ejerció largos años de “sereno” por las noches en la ciudad, aunque también trabajaba como panadero durante el día en una tahona cercana. Durante sus  horas nocturnas, además de ayudar a muchos vecinos con su gran manojo de llaves, vigilaba y mantenía el orden silencioso para el descanso. Acompañado de gatos callejeros y estrellas observadoras, gustaba repasar los montones de residuos que los vecinos dejaban en sus puertas, a fin de ser recogidos por los basureros. Y en esos residuos para tirar, encontraba objetos curiosos, que él recogía pacientemente en una bolsa. En su casa los limpiaba y los iba almacenando. Ese fue el origen de esta generacional tienda de antigüedades, que aún mantiene el nombre original de EL CANDELABRO. A la vejez de Nemesio, se encargó del negocio su hijo Aurelio. Éste trabajaba de mozo en el puerto, cargando y descargando barcos, por las mañanas. Así que Briseida se ocupaba en esas horas matinales de atender a los clientes, pocos desde luego, que entraban en la tienda. Pero desde su viudez es ella quien compra y vende los objetos (porque son muchos los que le llevan piezas antiguas, para que ella valore la conveniencia o no de su adquisición).

Fangio consiguió un buen material, compuesto por dos grandes manojos de llaves, ambos argollados, además de cinco llaves curiosas, una de ellas con un formato solo apto para brazos fornidos para el peso. Briseida explicó que esa llave pertenecía a un viejo caserón nobiliario, blindado por torreones y almenas  que existía en un antiguo pueblo de León, Campo de Villavidel, hoy con muy escasos habitantes. Esa pesada llave, de antigüedad medieval, había sido forjada por un herrero quien, según la leyenda, fue ajusticiado por un delito de sentimientos amorosos traicionados. También compró una gran cerradura, encastrada todavía en un pesado trozo de madera. Cuando la señora contaba los billetes y monedas que Fangio le había entregado para la compra, se persignaba una y otra vez. “Sin duda, debe ser persona en extremo devota” pensaba el antiguo constructor, mientras que caminaba por el laberinto viario del centro, cargado con una gran bolsa de recia tela de saco, dirigiéndose hacia un parking público, en donde había dejado aparcado su imponente jeep. Dado el escaso precio que había tenido que pagar por tan “interesante” mercancía y recordando la generosa amabilidad de la angelical señora, tomó la decisión de volver otro día a El Candelabro para llevarle unos dulces a la tal Briseida,  como gentil y agradecido gesto cariñoso. Le daba pena ver a esta mujer tan mayor, pasando tantas horas sentada en ese bajo inmobiliario rodeada de “infinitos” trastos viejos, de los que emanaba un penetrante e intenso aroma a pergamino añejo.

Así lo hizo, una semana después. Camino de El Candelabro, se detuvo en una afamada confitería de la zona, comprando una cajita de apetitosos hojaldres rellenos con cabello de ángel, las famosas Tortas Cordobesas, que a buen seguro iban a gustar a la anciana señora. Efectivamente a Briseida se le saltaron las lágrimas, cuando recibió el suculento regalo de manos de “un amable cliente, todo un caballero de los que hoy día ya no existen”. El tenaz constructor rebuscó un poco por tan densificado espacio y quiso la suerte que encontrara ese día un original picaporte de hierro fundido, con una atrevida y generosa (por su tamaño) forma fálica. Según la anticuaria, tan excitante llamador para el reclamo había estado encastrado en la puerta de un viejo caserón de “trato” ubicado no lejos de la anticuaria. A esa casa de jóvenes y mayores acudían varones de todas las edades preguntando, por los servicios que ofrecían “las mujeres del mundo”. Al despedirse de Briseida, con tan “espectacular” y sexual hallazgo como botín, escuchó de nuevo las gracias de la señora y el “no ha de preocuparse, caballero. Ya sé la mercancía que el señor necesita. Vd. se pasa de vez en cuando por la tienda, que es su casa, que yo le guardaré todo lo que entre, referente a llaves, cerraduras y picaportes”.

Pasaron los meses del verano  y una tarde Fangio pensó en dar su vuelta mensual por El Candelabro, para saludar a Briseida y repasar si había entrado algo nuevo que le pudiera interesar. Para su extrañeza, se encontró con el recinto cerrado, con la verja metálica de la puerta echada. La misma imagen se repitió la semana siguiente cuando volvió al establecimiento, esta vez por la mañana. Preocupándose y temiendo por lo que le pudiera estar ocurriendo a la entrañable señora “¿estará enferma?”  se preguntaba, entró en una pequeña taberna, de copas y tapas, instalada a escasos metros del anticuario. Como el día estaba “metido” en un cálido terral, pidió algo fresco para tomar. Aprovechó la oportunidad para preguntar al “ventero” (un obeso grandullón que lucía una bien cuidada coleta) si sabía el por qué la tienda de antigüedades permanecía cerrada. El camarero esbozó una mímica y gesticulante sonrisa, explicándole: 

“Mire Vd. Es que la policía se enteró, por un chivatazo. El Candelabro era un garito donde se traficaba con la sustancia que la gente se mete en el cuerpo. Y una noche los cogieron a todos, incluida a la jefa, a quien llamaban “la sacristana”. Esa tienda de “cosas viejas” era en realidad un “tapao” para la compra y venta de las dosis que circulan por la zona ¡Quién iba a decir que “la Briseida”, con su cara de beata acartonada, era la sacristana del negocio. Ahora están todos en “chirona”.

Fangio apuró su cerveza y pagó la consumición. Camino de vuelta a casa iba reflexionando sobre la realidad de la vida y sus equívocas apariencias. Una exquisita Torta Malagueña, que había comprado como regalo para su proveedora de llaves y picaportes, le acompañaba en la vuelta a su mansión, metida en una pequeña bolsa de plástico. Como a él no le apetecían mucho los dulces, entregó la cajita con la torta pastelera a un mendigo callejero, el cual no daba crédito a la dádiva que recibía por parte de un inesperado y generoso “Ángel de la Guarda”.-


EL EQUÍVOCO PLACER DE LAS APARIENCIAS COMPARTIDAS.



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
17 Abril 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           


viernes, 10 de abril de 2020

UNA ESPECIAL FIESTA DE CUMPLEAÑOS.PARA LA UNIÓN FAMILIAR.


Sábado, 7 de Mayo. Esa fecha en el almanaque iba a representar una jornada de especial importancia en la vida de Amador Vilagresa. La significación testimonial de ese día hacía coincidir no sólo la llegada de los sesenta y cinco años a su calendario biográfico, sino también el punto de partida para una incierta etapa en la que iniciaba el siempre atractivo periodo de la jubilación profesional. Llevaba semanas preparando esa efeméride a celebrar en su domicilio, aplicando para ello mucho esfuerzo y voluntad generosa, a fin de que todo saliera de la mejor forma posible. Pero, a pesar de todos esos buenos deseos que deseaba aplicar para rectificar demasiados errores en su pasado, sabía perfectamente que ese noble objetivo, de recomponer afectivamente lo que su mala cabeza había roto, no iba a ser ni mucho menos fácil de conseguir.

Entre las variadas cualidades y capacidades de Amador se encontraba la afición culinaria. Había estado toda la mañana de ese viernes, previo a la fiesta, preparando una gran tarta con chocolate, dulce de leche y guarnición de fresas, añadiendo relleno de cabello de ángel a una monumental delicia pastelera que le había quedado muy apetitosa, tanto por su estética confitera, como por el atractivo de su muy goloso contenido. Pero lo más importante de su esfuerzo, en los días previos a la fiesta, había sido la invitación de todos los miembros de su familia a partir de las seis de la tarde de ese sábado. Tenía previsto dedicar toda la mañana de ese día, que debía ser emblemático e inolvidable, para preparar los canapés y las medias noches, pues la reunión tendría el carácter de una merienda-cena de confraternidad. El material relativo a fiambres y bebidas lo tenía ya comprado y ocupaba los estantes de su espacioso frigorífico. 

A eso de las ocho de la tarde se sentía un tanto nervioso, ante la respuesta que iba a encontrar el día siguiente por parte de esas personas con las que compartía los apellidos y el subsiguiente parentesco. Decidió por tanto irse a cenar a un restaurante de comida casera que tenía cerca de casa. La necesidad de estar rodeado de personas, en determinados momentos de tensión, es más perentoria para aquellos que no comparten con nadie la vivienda en la que habitualmente residen. Consumió solamente una completa ensalada con dos cervezas, pues no tenía excesivo apetito debido a la tensión nerviosa que le embargaba. Posteriormente, ante la taza de café y la copa de buen licor que le sirvieron, fue repasando, a modo de una película con miles de fotogramas, fases importantes de su vida en la que obviamente intervenían todos esos personajes que constituían su ahora alejada familia.

La primera imagen a la que recurrió su mente para sustentar los recuerdos fue la de Elba Rivada, la bella mujer con la que contrajo matrimonio, enlace que duró sólo diecisiete años. Esa unión, de la que nacieron dos hijos, estuvo condicionada desde el principio por dos factores que perjudicaron la estabilidad y permanencia conyugal. De una parte, su cada vez más dependencia hacia la compulsiva bebida. Lo que comenzó con unas cervezas en el aperitivo o esa copita de aguardiente, durante el desayuno, se convirtió en un estado de preocupante alcoholismo. Pero él siempre se ufanaba  de que sabía beber “bien”. En realidad nunca se mostró socialmente con una ruidosa “borrachera” pero su carácter se fue agriando y complicando para con los que estaban más cerca de su persona, en este caso su mujer, quien un día decidió poner fin al vínculo conyugal, tras varios ultimátum para el cambio repetidamente incumplidos. También contribuyó al fracaso matrimonial su actividad como representante artístico, profesión que le obligaba a estar casi de continuo viajando, sumiendo en el abandono a la que era su esposa y descuidando la necesaria educación de sus hijos. Tras una conflictiva separación, Elba volvió a su antigua profesión de ilustradora de libros infantiles, en una bien organizada editorial local, de esas con encanto. En este contexto, creativo y laboral, conoció afectivamente a un dinámico fotógrafo profesional, llamado Reyes Pelayo, con el que actualmente  sigue felizmente unida en pareja. 
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El primer hijo que el infeliz matrimonio trajo al mundo fue Claudio, quien con el tiempo se vinculó a la profesión castrense en el ejército de tierra. Actualmente se halla destinado en la comandancia militar de Melilla, aunque los fines de semana se desplaza con su familia al piso de su propiedad en Málaga. Está casado con Neftalí y son padres de Diana y Ariel dos lindas adolescentes, que pasan algunas vacaciones junto a su abuela, pero que en los últimos años apenas tratan al abuelo Amador. La hermana menor de Claudio es Sara, titulada en dermatología y que trabaja en una afamada clínica de injertos capilares. Esta casada con Saúl, técnico informático que presta sus servicios en un centro de reparaciones de material digital. Sus dos hijas, Abigail y Jade, están escolarizadas en la educación primaria. 

¿Eran estos la totalidad de los familiares invitados a la celebración del 7 de mayo? No, había alguien más. Precisamente una persona muy importante en la vida de Amador. Se trataba de un divertido guitarrista flamenco y en ocasiones también palmero de fiesta, llamado Segundo Prensial. Desde hacía años formaba parte del equipo que llevaba el dinámico representante artístico, por las ferias, saraos y festivales celebrados en la geografía española. La intensa amistad entre Amador y Segundo se fue labrando en la vida itinerante y “nómada” que el grupo flamenco desarrollaba. El guitarrista, diez años menor que Amador, era un joven muy apuesto, simpático y siempre abierto a la confianza y afecto que le ofrecían los demás. Amador se sentía feliz cuando ambos hablaban, reían e incluso compartían habitación en los modestos hoteles y cutres pensiones en las que el grupo se veía obligado a pernoctar. Esa cada vez más intensa amistad se fue transformando en una “infantil” atracción, entre dos hombres que sufrían un evidente problema de íntima soledad. Las sensaciones que Segundo despertaba en la madurez aburrida y rutinaria de Amador eran de tal naturaleza que el representante se comportaba como un chiquillo enamorado que hubiera descubierto una nueva y extraordinaria dimensión en su existencia. Pero a través de los continuos mensajes en el móvil, muchas veces dejado en el sofá por su marido, alguna que otra carta olvidada en ese bolsillo delator de un abrigo o la expresión facial cuando hablaba de su amigo Segundo, Elba se fue dando cuenta de que la sexualidad de su marido era claramente ambivalente. Ese fue el tercer, espectacular e insólito motivo para la ruptura de un matrimonio convencional que soportaba excesivo tiempo de vidas distanciadas. Una vez que ambos cónyuges decidieron poner nuevos rumbos a sus destinos, la relación de Amador con sus hijos y nietos cayó en la más profunda de las indiferencias, que reflejaban sin disimulo ese rechazo enfadado por parte de unos hijos que no entendían la naturaleza bisexual de su padre.

Todo lo cual derivó en que, entre un padre “poco ejemplar” y unos hijos muy críticos con el comportamiento mundano de quien había colaborado para que llegaran al mundo, ya sólo hubo alguna fría e incómoda llamada por Navidad, cumpleaños o santos. Así pasaron los años hasta que en el momento actual, Amador había querido recomponer algo de ese distanciamiento y enfriamiento relacional que existía entre él y su descendencia genética. Aprovechaba para ello la oportuna motivación de su cumpleaños, fecha especial pues también coincidía y  abría puertas a la jubilación para la tercera edad. Esperaba desde luego una mejor comprensión y reconciliación filial, ante la circunstancia de que Segundo hacía ya año y medio en que había buscado un nuevo cobijo afectivo. El guitarrista se había puesto en manos de un veterano cantante de melodías, versionista de toda la discografía de Julio Iglesias y enriquecido con una herencia reciente legada por un familiar lejano, que no tenía otros parientes más inmediatos a los que favorecer, tras iniciar ese viaje sin retorno al país de las estrellas. 

Ya de vuelta a casa en la noche,  seguía dándole vueltas a la cabeza a todos estos recuerdos. Pero sobre todo dudaba en cómo responderían todos esos “lejanos” familiares a los que con humildad y sencillez había invitado a pasar una cariñosa tarde de reconciliación y acercamiento afectivo. Con una patente estado de inquietud y nerviosismo, se despertó en varias ocasiones del sueño durante aquella mágica madrugada, previa al gran día del muy esperado y ansiado reencuentro familiar. 

Tras el aseo y el desayuno, se observó una vez más en el gran espejo niquelado del salón diciéndose a sí mismo: “No lo he llevado tan mal. Sesenta y cinco tacos y aún estoy de buen ver. Hoy es mi cumple. Y también el inicio de una tercera etapa en la longitud mi vida. Desde luego el  mejor regalo sería poder recuperar a esa familia, a la que con tantos errores neciamente perdí. Hoy puede ser el inicio de una nueva y feliz oportunidad”.

Le llevó buena parte de la mañana preparar las bandejas con los pequeños bocaditos de delicias para el paladar, todos ellos abundantes y variados. Repasó bien los refrescos preparados para los más jóvenes, así como los vinos, licores y las cervezas para los mayores. Le dio un buen fregado a la entrada del piso, así como al salón. Y se “enfundó” la americana vaquera, para salir a la calle y caminar hacia la plaza en donde cada sábado, junto al monumento central, solía situarse un anciano para vender ramos de flores, tesoros vegetales que se hidrataban en varios cubos de plástico y aluminio. Con el rostro feliz del florero ambulante, ante la excelente e inesperada venta que había realizado, volvió a su domicilio con la intención de repartir ese agradable lustre vegetal por las zonas más emblemáticas del espacioso apartamento. Eligió bien la vestimenta que iba a lucir a partir de la hora fijada para el inicio de la entrañable fiesta y, a fin de evitar el olor a comida de la cocina, en la que el extractor de humo seguía estropeado, bajó con agilidad los cuatro tramos de las escaleras hasta la calle, para ir a tomar algo al restaurante del amigo Frasco. Pidió el plato del día, que consistía en unas lentejas con chorizo y morcilla, añadiendo al plato caliente un poco de ensalada. De bebida tomó dos cañas que, por deferencia del amigo Montalvo, fueron cervezas tostadas y de marca. Una tajada de melón como postre, fruta que, a pesar de la fecha, estaba deliciosamente dulce y exquisita. Pagó los nueve euros del menú y se fue a descansar o más bien a pensar como iba a recibir a cada uno de los familiares, a los que había invitado mediante llamadas telefónicas y correos electrónicos. También había contactado con Segundo, ese amigo para las experiencias ocultas, a quien podía considerar como un miembro más de su pequeña e intima genealogía. 

El sonido del móvil le despertó sobresaltado. Se había quedado dormido. El reloj marcaba las 17:03 m. Al otro lado de la línea se hallaba la voz, siempre educada y amable, de quien le había mostrado respeto y consideración cada vez que había tenido la oportunidad de saludarle:

“Buenas tardes, Amador, soy Reyes. A pesar de que Elba no quería darte explicación alguna, por mi cuenta y riesgo quiero felicitarte y desearte una feliz etapa de jubilación. Ya la conoces. Tu ex tiene muchas cualidades, pero la consideración que te profesa no es precisamente amistosa. Yo lo he intentado por activa y por pasiva, pero al final lo he tenido que dejar, porque temo que entre en una de sus fases de bloqueo depresivo o crispado, según el mes. Así que me llamas algún día y quedamos para tomar café”·.

La llamada telefónica, correcta y generosa, del compañero actual de su ex mujer le dejó un tanto desilusionado. En realidad sabía que Elba nunca le iba a perdonar su lastimoso comportamiento, durante tantos años, desaciertos que habían dado al traste con el matrimonio que ambos compartían. Pero en esos pensamientos se encontraba, cuando una nueva llamada le hizo “despertar” desde el mundo de los recuerdos. Era su hija menor, Sara:

“Papá, te llamo desde Granada. Resulta que esta mañana llamaron a Saúl para que se desplazara urgentemente a la ciudad de la Alhambra. Es que el partido andaluz Nazari tiene allí hoy un mitin político y se han encontrado con todos los ordenadores bloqueados. Como ya lo conocen de una ocasión anterior, lo han vuelto a llamar con urgencia y él no se ha podido negar. Pagan muy bien y me ha pedido que le acompañe. Era una oportunidad estupenda de volver a Granada y pasar aquí el fin de semana. Las pequeñas se han quedado con los padres de Saúl, que son muy cachucheros y quieren siempre que les dejemos a Abigail y a Jade. Pues que lo pases muy bien. Como sé que habrás hecho una tarta, nos guarda un trocito (pero que no esté muy toqueteado) A pesar de mi endocrino de Naturhouse, siempre me han gustado tus dulces. A las niñas les hará ilusión el pastel de su abuelo”.

El reloj marcaba las 18.15 y el timbre de la puerta permanecía en silencio. Amador caminaba dando pequeños pasos alrededor de la mesa central, adornada con un precioso centro floral. En un momento dado se acercó a la terraza, en la que entró para apoyarse en el bien construido muro de obra, cubierto por una cerámica teñida con el color del mar. Desde esa planta séptima se divisaba una panorámica de la capital malacitana que conformaba un puzzle de calles, plazas, terrazas y tejados, en los que el color dorado del sol ornamentaba de lujo y escalas cromáticas la vida de una ciudad en ebullición, ante su contrastada acústica e intensa movilidad. Se sentó unos minutos en una muy usada y llena de polvo hamaca veraniega y marcó el número de su antiguo amigo y amante, Segundo. Al tercer intento, el ahora desafecto destinatario atendió la comunicación.

“Sí, Amador, recibí tu correo electrónico. Pero desde el primer momento tuve clara conciencia de la inconveniencia de presentarme en tu casa. Muchos de tus familiares me ofendieron gravemente cuando “lo nuestro” estaba en su desarrollo más feliz. Tuve que escuchar palabras muy fuertes y leer abyectas descalificaciones hacia mi persona. Y todo, porque tú habías encontrado alguien que te comprendía, ayudaba y que te hacía sentirte bien, muy feliz. Al cabo del tiempo lo nuestro, al igual que ocurre en el mundo vegetal, se desvitalizó y yo tuve que buscar el amor en otras fuentes más vitales para la sensibilidad. Deseo que pases una feliz tarde en unión de tus afectos de sangre. Nuestra oportunidad, con intensas e inolvidables experiencias gozosas, ya pasó. Ahora, querido Amador, “bebo” en otras fuentes y frecuento nuevos parajes. Y en las horas de desánimo o dudas, los sones de la guitarra renuevan mis ansias de vivir, amar y sentir”.

Enfadado consigo mismo, tras olvidar su dignidad y haber vuelto a llamar al compañero amante que un día le dijo adiós por otro personaje con “más pasta”, se sirvió una copa de licor, a fin de recuperar un poco la fortaleza ante una tarde que deseaba fuera la de reconciliación y recuperación familiar. Pero el reloj marcaba las 18:45 y el timbre de la puerta seguía manteniendo la sordera acústica del silencio más absoluto. Pensó en Claudio, su hijo mayor, el mismo que un día le dijo algo así como “eres la vergüenza de mi memoria…” Reflexionaba consigo mismo “¡Qué difícil es restañar las heridas de los viejos errores”. Los canapés, los bocaditos y las bebidas, seguían dormitando en el interior del frigorífico. El gran pastel de fresas y chocolate, esperaba en la encimera de la cocina, cubierto con una campana de plástico transparente, con seis velitas y media sin encender.

En el instante del más intenso desánimo, a muy pocos minutos ya de las 19 horas, el sonido del timbre le hizo dar un brusco “salto” desde la silla en la que estaba sentado. Se dirigió presuroso hacia la puerta, preguntándose quién podría ser. Para su sorpresa, al otro lado de la puerta estaba una adolescente de doce años, que le miraba sonriente con sus ojos azules, cabello liso castaño claro, vestida con un traje faldero celeste y blanco, calzando unas zapatillas deportivas, también blancas. “Pero… Diana ¿has venido sola?”

“Sí, abuelo. Al final he convencido a mi padres de que me dejen venir. Ellos no lo van a hacer, pero es igual. Hoy es tu cumple y yo tenía que estar aquí. He venido en el bus. Cuando era pequeña, recuerdo que tú me contaban cuentos y me llevabas a los jardines del Parque, en donde yo me lo pasaba muy bien. Y siempre, bueno algunas veces …no, te has acordado de mis cumples y santos. Yo quería venir. Lo sentía, porque sé que estas muy solito. Bueno, espero que tengas algún dulce para merendar”.

Una de las nietas y su abuelo quisieron y supieron “salvar” aquella tarde “familiar” preparada para el reencuentro y la reconciliación. El timbre no volvió a sonar en ese domicilio habitado por un hombre solo, en el día que ingresaba en el veterano club de la tercera edad. Después de reír y disfrutar con las simpáticas ocurrencias de Diana, durante más de una hora, bajaron al garaje del bloque a fin de tomar el vehículo con el que llevaría a la pequeña a su domicilio. Llevaban consigo una fiambrera de cocina, en la que Amador había introducido un buen trozo del pastel de fresa, para que lo compartiera esa noche con sus padres y hermana. Cuando el antiguo representante artístico volvió a su domicilio, no tenía apetito para la cena. Preparó todas las bandejas de bocaditos y canapés, además de los refrescos y la mayor parte de la gran tarta, en dos voluminosas bolsas que a la mañana siguiente tenía la intención de llevar al asilo de personas mayores y sin recursos, atendido por las Hermanitas de la Caridad. Escribió en su diario, antes de irse a la cama, unas breves líneas.

“En este día de mis sesenta y cinco cumpleaños, he pasado una feliz tarde con la compañía de Diana, esa nieta que todos los abuelos anhelan tener. Este cielo de persona, con sus lindos ojos y generoso corazón, expresa la esperanza, la ilusión y el cariño de verdad”.- 



UNA ESPECIAL FIESTA DE CUMPLEAÑOS, 
PARA LA UNIÓN FAMILIAR



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
10 Abril 2020


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