viernes, 27 de diciembre de 2013

TENSIÓN Y SINCERIDAD, EN LA NOCHE DEL 31 DE DICIEMBRE.


No resultan frecuentes, de manera afortunada, estas incómodas y peculiares situaciones. Salvo cuando tienen la inoportunidad de generarse, con todo su caudal de hechos lesivos para la memoria. Esta historia tuvo lugar en la tarde-noche de un año que finaliza. Es usual que los grandes y pequeños comercios cierren, en este 31 de diciembre, no más allá de cuando el reloj marca las 20 horas. Incluso algunos establecimientos suelen prolongar la jornada de mañana, optando por no abrir sus puertas en el horario de tarde, preludio de una Noche teñida con la magia de lo especial. En estos tiempos marcados por el autocontrol económico, es más que frecuente que las familias celebren las doce campanadas en el domicilio de uno de sus miembros. Aunque, una vez tomadas las uvas, la sidra o el champán, los más jóvenes inician su diáspora de amistad, camino de las discotecas, salas de baile o a los más contrastados lugares de copas y de relación afectiva.

Esa última tarde del año no resulta ser la más propicia o necesaria para las compras. Sin embargo, era aún numeroso el público que a las 7:25 minutos se encontraba recorriendo los pasillos, escaleras y tiendas franquiciadas, correspondientes a un céntrico macrocentro comercial. Probablemente buscando alguna última necesidad para el regalo o la cena de despedida anual en la que, a pocas horas, todos o casi todos van a participar. Las manecillas del reloj no marcaban aún las siete y media cuando uno de los tres grandes ascensores, instalados en el complejo, queda bruscamente detenido entre la tercera y cuarta planta. Suena un fuerte chasquido y las cuatro personas que “viajan” en el interior del mismo, perciben un intenso olor a quemado. Pierden la iluminación interior aunque, de manera afortunada, se dispara de inmediato esa pequeña y reglamentaria lucecita de emergencia o seguridad, tono amarillo pálido. Continúa ese inquietante olor y, aunque ellos no son conscientes del mismo, hay alguna pieza del motor principal que está ardiendo, más arriba de esa última cuarta planta, donde está ubicada la caseta impulsora correspondiente. Con encomiable destreza, los servicios de seguridad del propio establecimiento, controlan ese pequeño foco en llamas, vaciando dos extintores en el interior del habitáculo mecánico. Desde la calle puede verse el intenso humo de color negro que sobrevuela por el ático del edificio. Pero el problema se agudiza cuando los operarios del centro, junto al propio servicio de bomberos, comprueban la dificultad para abrir las puertas exteriores del ascensor o mover esa cabina a una horizontal más idónea, a fin de liberar a los ocupantes de la misma. El circuito eléctrico ha quedado inservible y la maquinaria y puertas inexplicablemente bloqueadas.

Ramiro, uno de los afectados, pide calma a una señora mayor, Úrsula, que grita desaforada, presa de los nervios. Las dos Lucías, una madre joven, con su pequeña hijita, permanecen cogidas de la mano. Aún tiemblan sus cuerpos, por esa penosa experiencia en la que se hallan inmersas. Las cuatro personas atrapadas escuchan sonidos y golpes desde el exterior. Pero pasan los minutos y nadie accede a su metálica “prisión” a fin de poder liberarles. En esta crispada situación, el interventor bancario, amante de la literatura y el teatro, propone a sus compañeros de “celda” una especie de juego, a fin de calmar o sosegar la tensión. Como según parece el proceso, para que los bomberos u otros miembros de la seguridad puedan llegar a su espacio, va a ser largo, cada una de las cuatro personas atrapadas se disponen a compartir algo de ellas mismas con los demás. Comentarán lo que deseen, tratando de abrirse a la amistad de sus compañeros. Ya un poco más serenos, todos acceden a esa lúdica propuesta que hará más llevadera la espera. Ante la petición imperiosa de la niña Lucía, Ramiro, que ha tomado un cierto protagonismo en ese microespacio para la crisis, aconseja a Lucía que ponga a hacer pi-pí a su hija en una de las esquinas. La prioridad de la pequeña es manifiesta.

Bueno, voy a ser yo quien empiece a comentar algo de mi vida. Y comenzaré por mi ocupación. Trabajo en una entidad bancaria, muy popular aquí en Andalucía. Tras dieciséis años de matrimonio que, en general fueron aceptables, mi ex cayó en las redes de un compañero sanitario, en el hospital donde trabaja como enfermera. No le voy a negar una serie de cualidades al chico (unos cinco años menor que Ana, la que fue mi mujer). Bien parecido, deportista, aventurero y, según los hechos, con una capacidad sexual bastante efectiva. Me enteré del engaño cuando la historia entre ambos acumulaba ya siete meses de duración. Así somos de necios algunas personas. Evidentemente, mi ex se encontraba ya embarazada. Y yo no era el padre de la futura criatura. Al menos, ella supo reconocerlo con nobleza. Nuestra hija Miriam, catorce años, vive con ellos. Pero, afortunadamente, está muy cerca de mí, ayudándome a soportar este importante cambio para nuestras vidas. Yo sé que ha sido ella quien ha trajinado con habilidad, a fin de que esta noche, con la que comienza un nuevo año, no me encuentre solo. En Nochebuena estuve en casa de una hermana casada y con hijos. Pero este 31 de diciembre, Miriam se ha empeñado que esté con ella, su madre y la pareja, en su nueva casa. Me lo han pedido, insistentemente, los tres. Aunque me parecía una locura intervenir en este sainete, en un momento de debilidad (o de grandeza, a lo americano) he accedido. Y allí me dirigía (reconozco que sin una gran convicción) cuando entré en el centro comercial, a fin de llevar algo bajo el brazo. A pesar de las marranadas que me han hecho la parejita, uno siempre debe ser elegante en las formas. Cuando una hija, a la que quieres con locura, te lo pide con los ojos llenos de lágrimas, no le puedes decir que no. ¡Qué le vas a hacer! La vida te pone en estas situaciones, en las que te sientes ridiculizado, pero Miriam (ya tiene una hermana pequeña) es el mayor tesoro que el destino ha querido concederme”.  

Mientras Lucía jugueteaba con un osito peluche, su madre y doña Úrsula atendían con respeto y admiración la sincera franqueza de este buen hombre. Ramiro, atrapado en las redes invisibles de los sentimientos, utilizaba una voz plácida y literaria para su expresión. Continuaban los sonidos de los operarios, trabajando en el fuselaje exterior de la cabina. El olor a chamusquina se colaba por las traviesas rendijas del fuselaje mientras la atmósfera interior ofrecía un aire manifiestamente cargado, por la respiración jadeante de las cuatro personas. Parece ser que los bomberos estaban intentando acceder por el techo del habitáculo, dada la dificultad de hacerlo por el lateral frontal de la puerta. Ya un tanto más serena, la señora mayor se dispuso también a narrar algo de sí misma.

“Soy jubilada y vivo con una hermana, algo menor que yo. Ella está impedida de las piernas, por lo que me había pasado esta tarde por la tienda, para preguntar por un  aparato que facilita el efecto jakuzzi para los pies. En realidad se lo iba a regalar para los Reyes, pero aproveché unas compras en el supermercado para ver los precios y las calidades de estas micro-piscinas. Siempre me han dado miedo los ascensores, de ahí los nervios y mis gritos cuando esta maquinaria nos ha dado un susto de muerte. Lo que más me preocupa ahora es que mi hermana pensará que me ha pasado alguna desgracia. Por error he echado su móvil junto al mío en el bolso. Estos problemas nunca vienes solos. Si salimos de ésta, voy a hacer una novena a Santa Gema, de la que soy muy devota. Me suelo cansar también mucho de las piernas, debe ser cosa de familia pero aquí, en este pequeña espacio, no hay una maldita silla donde poder sentarme. Y ahí afuera solo se escuchan golpes y golpes. ¿Tan difícil es abrir una puerta y mover esta caja diabólica? ¿Le tendremos que echar la culpa también a la crisis? Qué basura de época, la que nos ha tocado vivir. Con mi pensión de auxiliar de juzgado, me mantengo para lo básico. Otros lo están pasando peor. Y ya me callo. Esto de hablar tanto es por los nervios”.

“Yo también voy a ser muy sincera. Luci, el tesoro de mi vida y la que me hace luchar en el día a día, no tiene padre. No quiso saber nada de ella. Era un niñato engreído, que me dejó en la estacada. Tuve que dejar de estudiar y ponerme a trabajar, cuando me quedé embarazada. Aún no había cumplido los diecisiete. Una empresa de limpieza me llama por temporadas. Y con la ayuda de mis padres, voy tirando. Las dos vivimos en un bajo que pertenece a una de mis tías, que se portó muy bien conmigo y me lo cedió. MI padre nunca aceptó todo esto, por lo que prefiero (y así nos llevamos mejor) vivir de forma independiente. Voy tirando, pero con mucha dificultad. Es una niña muy buena, que me da alegría y confianza para seguir luchando cada día. Es que los trabajos están hoy muy mal. Habíamos salido a dar un paseo, pero como la tarde se puso tan desapacible, nos metimos en este Centro Comercial donde, con la calefacción, se está más calentita y confortable. Hemos pasado un buen rato en el departamento de los juguetes. Luci ha disfrutado mucho, viendo tantas cosas bonitas. Bueno, es una forma de distraernos. Ahora íbamos a ir a casa de mis padres a celebrar la fiesta. Tomamos el ascensor para salir a la calle Y aquí nos vemos encerraditas, pasando miedo como en las películas. Ella es la que está más distraída con su muñeca, llevando muy bien esta situación. Es una niña muy buena. Adorable”.

Pasan los minutos, entre ruidos, voces y sopletes que suenan desde el exterior cuando, sobre las 8.40. observan como en el techo de la cabina comienza a abrirse una hendidura. Momentos después, retiran esa amplia placa metálica, a modo de “tejado plano” y unos potentes focos llenan de luz ese espacio donde tan mal lo habían pasado estos cuatro clientes. Una vez liberados, los servicios sanitarios del SAS les realizan un primer reconocimiento, tanto en su situación física como anímica. Con el médico, también se han desplazado al lugar un par de psicólogos. Comprobando que la situación de las cuatro personas es bastante aceptable, acuden al despacho del director gerente de la empresa donde reciben las disculpas correspondientes por este lamentable suceso. A cada uno de los tres adultos se les entrega una tarjeta regalo, conteniendo un valor de 150 euros. Luci, acompañada de su madre, es conducida a la sección infantil, a fin de que elija el regalo o juguete que más le agrade, entre la suculenta oferta lúdica que ofrece la planta. En la puerta tienen tres taxis a su disposición, con la carrera que deseen realizar también a cargo del establecimiento. Cuando pisan la calle, todos respiran aliviados, entre las miradas curiosas de numerosas personas situadas en los aledaños del macrocentro comercial.

“Qué os parece si mañana, primer día del Año, os invito a comer en casa y pasamos una buena tarde, después de esta historia de miedo que hemos protagonizado. A mi hermana y a mi nos daría mucha alegría compartir la mesa, con tan buenas personas como sois vosotros. La mejor medicina contra la soledad es abrirte a los demás y disfrutar con una sana amistad”.

Ramiro y Lucía anotan el número del móvil y la dirección de Úrsula. Todos se besan y prometen que no faltarán a esa simpática cita del Año Nuevo. Los tres taxis se dirigen presurosos a destinos diferentes. Ramiro se siente feliz, pues con su inteligente idea ha sabido controlar la grave situación anímica por la que han pasado. Úrsula, persona devota, va rezando en voz baja, agradeciendo que todo haya salido bien. Junto a Lucía y su hija, abrazadas en la parte trasera de su taxi, sonríe un grandote y simpático peluche. También llevan una colección de cuentos infantiles, con esos títulos de toda la vida. Las calles van quedando vacías y silenciosas, cuando avanza ilusionada esa última Noche para el adiós. La proximidad de un nuevo día hará mirar, con admirable esperanza, la aventura de otro calendario en los anales de nuestra memoria.


José L. Casado Toro (viernes, 27 diciembre, 2013)
Profesor


viernes, 20 de diciembre de 2013

COMPARTIENDO RECUERDOS, PARA SU MEJOR NAVIDAD.


Desde hacía tiempo sentía ilusión por realizar un reportaje donde prevaleciera la humanidad y sencillez de la memoria, frente a las prisas banales de la representación escénica, casi siempre dictadas por el calendario. Al fin este año me he decidido, tras afrontar dos importantes dificultades que, con la habilidad del diálogo, se han podido resolver. En primer lugar, la autorización que la dirección de la institución benéfica debía previamente conceder. Y también, pero muy importante, la generosa comprensión de mi propia familia, pues el esfuerzo de este trabajo también iba a repercutir en el anecdotario cronológico de sus vidas. Todos han de saber que el periodismo posee estas grandezas y servidumbres. Así que, bien acompañado de mi cámara fotográfica, una pequeña grabadora y un bloc de notas, encaminé mis pasos, a eso de las ocho de la tarde, a esta humilde residencia para la tercera o última edad. En este entrañable espacio, unas abnegadas Hermanas de vocación y caridad, acogen y cuidan a personas mayores que no tienen con quien vivir. Me disponía a compartir la cena de Nochebuena con los residentes de esta Casa llena de amor y solidaridad, para con unos seres que tanto lo necesitan.

En este día tan entrañable, sólo han quedado en el edificio siete de los allí acogidos. El resto de los cuarenta y tanto residentes van a pasar esta Noche junto al calor de algunas familias solidarias o con algún pariente lejano, que se ha acordado de ellos para este emblemático momento anual del calendario. Tres hermanas, una cuidadora social y la encargada de la cocina, se han esforzado en organizar una suculenta cena (dentro de sus limitadas posibilidades económicas) para este martes de un diciembre, con pleno sabor navideño.

Previamente, acompañado de la Hermana directora, hago un recorrido por todas las dependencias del edificio, donde se respira un ambiente de paz y limpieza que gratamente me impresiona. Tras conocer la organización de los servicios comunes y las propias habitaciones de los residentes, accedemos a un gran salón. En él se acomodan siete personas que aguardan el inicio de la cena fijada para las nueve de la noche, algo más tarde de lo que es usual para el resto de los días en el año. Algunos de los siete presentes miran hacia el programa que la televisión está emitiendo, muy cercano a un primoroso Belén en el que todos han colaborado para su construcción. Este otro lee un periódico deportivo, mientras que aquellas dos ancianas descansan, sentadas en uno de los sofás, observándome con cara de cierta extrañeza. Visualmente percibo que todos ellos son muy mayores. Sin duda, octogenarios. Tal vez alguno, incluso, nonagenario. Estrecho la mano de los tres hombres y saludo con un beso a las cuatro señoras, presentándome como un periodista que ha querido compartir con ellos estas horas afectivas de la Nochebuena. 

Intercambiamos algunas palabras y sonrisas. Sus rostros agrietados y cansados por las leyes inexorables del tiempo, ofrecen el semblante de los que ya poco esperan, como no sea ese nuevo amanecer que el destino quiera concederles. En el letargo de sus miradas también percibo la placidez de unas vidas en la que los afanes y tensiones se han sosegado, tras largas historias que se nublan en la lejanía del recuerdo. Al fin la Hermana Sonsoles nos hace una indicación para que pasemos a una sala contigua, donde se ubica el “refectorio” para el alimento. Ayudo a una de las señoras, que camina con dificultad “Hijo mío, estas piernas cada día me pesan más. Y aunque no te lo vayas a creer, en mis años mozos me ganaba las pesetas bailando por esos “puebluchos” de Dios. La Hermana Claudia ha puesto, en un pequeño compact disc, un CD con villancicos tradicionales, que ha modulado muy bajito para que no moleste a la concurrencia. En realidad pronto pude comprobar la degradación auditiva, en más de uno y una de estas personas.

El menú estaba compuesto de entremeses variados, una cálida y sabrosa tacita de consomé (con el acompañamiento de la necesaria ramita de hierbabuena) y un plato de carne mechada con verduras cocidas. Para los postres, tarta casera de chocolate, sin que faltara una gran bandeja, poblada de mantecados, turrones y mazapanes. Aunque siempre se ofrece agua en las comidas, esa noche se añadió vino tinto y unos botellines de cerveza, para los residentes que lo deseasen. Tras la bendición de la mesa, con la oración correspondiente, nos sentamos en hermandad a fin de dar buena cuenta de tan apetitosos alimentos. Debo aclarar que, previamente a mi desplazamiento, pasé por Casa Mira, donde me prepararon una caja surtida de sus afamados productos navideños, modesto detalle que entregué a la Hermana Benita, encargada de la cocina.

Ya en la sobremesa, propuse a los presentes una simpática aportación o juego colectivo. Les expliqué que estaba realizando un reportaje, dedicado precisamente a ellos, en una Noche tan emblemática. Les pedí que cada uno narrase, buscando en el archivo de su memoria, aquel recuerdo que hablase de la mejor Navidad que habían gozado en sus vidas. Todos se mostraron dispuestos para colaborar en este relato multicolor, con historias que iban a llenar de luz una noche presidida por la amistad y el afecto. Debo esmerarme en la síntesis, pues alguno de mis compañeros de reunión era más que fluido en las palabras, no encontrando el momento de poner fin a la detallada descripción que nos hacía.

NOEMÍ. Es la primera en intervenir. Con voz pausada, nos introduce en alguno de sus mejores recuerdos de la infancia. En su mente, siempre quedará grabada la imagen de aquella querida abuela que se encargaba, con hábil destreza, en la elaboración de las rosquillas y borrachuelos, durante la mañana del día 24 de diciembre. Ella misma, entonces muy pequeña, ayudaba junto a sus otras dos hermanas, a la tata Ovidia, que les enseñaba como se hacía la masa de harina para los dulces. No se le podrán olvidar las figuritas de animales que moldeaban con algún trocito de masa que la abuela les dejaba y que, después, también pasaban por ese gran perol lleno de aceite de oliva, donde se freían las rosquillas. La alegría, las risas que de todos fluían y el buen olor al aceite hirviente, son escenas entrañables que nunca se borrarán de su bien trabajada memoria. 

ALEJANDRO. Antiguo sindicalista de la C.N.T. fue tornero fresador de profesión. Tuvo un hijo en su matrimonio “pero él siempre está muy ocupado con su familia. Apenas tiene tiempo de pasarse por aquí. Pero cuando lo hace, me trae libritos de crucigramas, pues sabe cómo me gustan. Él es bueno, pero la “lechuza” de su mujer….” Este buen hombre, de espalda encorvada, nos cuenta que sus mejores imágenes son aquellas de verse ante los escaparates de la tienda Carrión, cerca de la Plaza de los Mártires. En ese mundo de los juguetes, se pasaba horas y horas, disfrutando a través del cristal, soñando despierto todo lo que se iba a pedir en la carta a los Reyes. Día tras día, aquel niño no se olvidaba pasar por esta calle, para ver si aún permanecía allí ese fuerte de madera, con los soldaditos de goma. O esos juegos reunidos Geyper, en su gran caja de cartón amarillo, con la alegre sonrisa de un niño ante la ilusión para imaginar y jugar.

ANTYA. Su vida se ha visto presidida por un intenso desorden. Ella ha sido una “mujer de la calle”. Nunca ha evitado o importado reconocerlo. Nos introduce en aquella última Navidad en la que pudo disfrutar, con sana e infantil emoción, la compañía de sus padres. Tendría, entonces, unos ocho o nueve años de edad. Formaban una familia sencilla y modesta pero, al tiempo, feliz. Después se cruzó aquel mal hombre en la vida de su madre, quien fue banalmente engatusada, provocando su abandono del hogar familiar. Recuerda, con nostalgia aquella última oportunidad en que ella y sus padres celebraron juntos la Nochebuena. Posteriormente, han ido pasando muchos otros diciembres por su existencia, pero ninguno como aquél en que vio a su padre y su madre, unidos y felices. Nunca volvió a ver a su mami, pero sabe rezar todas las noches por ella. Era su madre…. y nunca se borrará de su memoria.

BLANCA. Una mujer soltera, que trabajó durante toda su vida en un taller de costura. Su escasa pensión de jubilación, a causa del mal trato administrativo por parte de la empresa y los achaques propios de la edad, hicieron posible su llegada a esta Residencia de la Caridad, hace ya tres años. Aquella primera Navidad en esta Casa se le ha quedado firmemente grabada como uno de las experiencias más lindas de su vida. Encontrarse rodeada de otras muchas personas que le ofrecían amistad, cariño y cuidados, fue la mejor medicina para sus dolencias y soledad. Recuerda esa fiestecita del día 25, en la que todos acabaron cantando villancicos frente a un precioso Belén, que habían montado en la entrada de la capillita. Fue ella quien se encargó de hacer algunos pequeños trajes para las figuras de San José, la Virgen María y los Magos de Oriente. Su primera Navidad, en esta Casa de todos, le ha dejado para siempre una imagen imborrable de bondad y felicidad. 

DOMINGO. Su situación es otro de los penosos ejemplos que llevan a cabo algunos hijos con respecto a sus padres. “Tal vez sea por ley de vida. Las necesidades, en unos y otros. Los graves problemas económicos que han de afrontar. ¡Qué le vamos a hacer! Al menos respetaron mi muy escasa pensión (trabajé de albañil, para las chapuzas) y me pude venir a esta casa, donde me siento como en una gran familia. MI mejor recuerdo fue cuando mi padre me llevó, siendo yo bastante pequeño, al primer gran concierto en directo al que asistía. Entrar en aquel gran teatro y ver a tantos profesores en el escenario, tocando música de Navidad, fue para mi una de las impresiones más gratas y permanentes que tengo ahí dentro. En la memoria. ¡Cómo sonaba todo aquello que tocaban! Cuando salimos del gran teatro, fuimos a tomar churros con chocolate. Era un día de mucho frío, pero mi madre me había vestido muy bien abrigado”.  

ALMA. Estábamos de viaje, camino del norte, donde vivían mis tíos. Mi padre era natural de Burgos. Dado el mal tiempo, tuvimos que hacer noche en un pueblecito de Valladolid. Ese mismo día 24, cuando nos levantamos de la cama y miramos por la ventana vimos a todo el paisaje que rodeaba al hostal cubierto de un gran manto blanco. ¡Había estado nevando durante la noche! Fue la primera vez en mi vida en que pude jugar, con mis dos hermanos, a construir un muñeco de nieve. Le pusimos hasta una gorrita, y como nariz, una zanahoria que nos dieron en la cocina. Disfrutamos haciendo bolitas que nos tirábamos, en medio de risas, carreras y resbalones sobre un suelo blando de nieve. Después tuvimos que reanudar el viaje, pues teníamos que llegar a casa de los tíos, a fin de pasar la Nochebuena con ellos. Nunca olvidaré aquella mañana, cuando se me hundían las botitas en ese suelo cubierto por aquella alfombra blanca. La felicidad y emoción que sentí es muy difícil de expresar….”.

DAVID. “Mi única hija nació precisamente en la noche de un 24 de diciembre. Cumpliría hoy…. cincuenta y dos años. Pero un día infortunado, Dios, el destino o lo que sea, se la quiso llevar. No entremos en detalles más tristes. Esa noche, en el Materno, también nacieron otros dos niños. Los tres padres celebramos juntos la Nochebuena. Los celadores, médicos y enfermeras, que estaban de guardia, nos invitaron a pasar con ellos esa entrañable fiesta familiar. Compartieron con nosotros los alimentos y dulces que habían llevado para la cena. Fue muy simpática y alegre. Cantamos villancicos y alguno ayudó con su guitarra y una zambomba. Cada dos por tres, tenían que salir corriendo, debido a las llamadas de las embarazadas o parturientas. Al final todos ayudamos, por supuesto. A pesar de la situación, fue mi mejor Nochebuena. Después la vida dio muchas, muchas vueltas. Pero hoy, aquí rodeado de estos amigos y Hermanas tan admirables, he recuperado mucha paz y bondad que creí perdidas. Cuando despierto cada mañana, doy gracias a Dios por concederme una nueva oportunidad”.

Respondiendo a una llamada de mi mujer, pude fijarme en que pasaban ya las once y media de la noche ¡Qué rápido se nos había dibujado el tiempo! El trabajado cuaderno de notas estaba lustrado de apuntes caligráficos. Algunos de estos amigos mayores, también consideraron divertido hablar frente a la grabadora.  Y en aquel preciso momento, entró la Hermana Sonsoles en el gran salón estar, allí donde ahora permanecíamos sentados, formando ese grato círculo de amistad. Se acercó a uno de los presentes indicándole, en voz baja, que había una persona en recepción, deseando verle. Iba a ser la última gran sorpresa, para esta Noche inolvidable e inesperada, en la Casa donde la Caridad no es un concepto etéreo o abstracto, sino real.

Camino de casa, me crucé con numerosos grupos de jóvenes, en general bien abrigados con ternos oscuros, que caminaban ruidosos para profundizar en la fiesta. Algunos, con esas corbatas prestas para días de ceremonia. Algunas, haciendo equilibrios sobre zapatos picudos con tacones al alza. Todos con la sonrisa a flor de boca. Y vehículos de acá hacia allá, tras ese rito escénico de reunión familiar, para una Noche de reencuentros. Sentía frío y calor, al tiempo. Ambiental y anímico. Además de mi familia, me esperaba una larga madrugada, pues la elaboración del reportaje no podría esperar. Había sido… un lindo día de Nochebuena. Mañana, 25, millones de personas, en todos los lugares de la Tierra, disfrutarán la alegría y el bello sentimiento de la Navidad.-


José L. Casado Toro (viernes, 20 diciembre, 2013)
Profesor

viernes, 13 de diciembre de 2013

CUATRO PERCEPCIONES, EN LA ANGUSTIA DEL MIEDO.


El día se ha presentado un tanto desapacible, desde aquellos nubarrones oscuros que quisieron abrir la mañana. Las aceras y calzadas mantienen, a esta hora de la media tarde, algunos charcos de agua que se han ido formado por un fuerte aguacero que al fin descargó en este otoño prenavideño. La circulación continúa fluida. Aún lucen los colores de aquellos paraguas que tratan de evitar las húmedas sorpresas procedentes de los árboles, los balcones y de ese viento que agita las gotas. Algunas zonas aparecen cubiertas por una mullida alfombra de hojas anaranjadas, lustrando ese colorido nostálgico, pero placentero, al gris indefinible de una suciedad acumulada por la necesidad y descuido de los viandantes. La acústica de la vida se mezcla, a modo de peculiar orquesta, con los silencios múltiples generados por tan contrastadas intimidades.

Patricia Galera, se halla muy próxima a su medio siglo de vida. Dirige con la destreza de la experiencia, junto a una muy cualificada titulación, su afamada consulta de atención psicológica, situada en una de las arterias principales en la bella ciudad de los Cármenes. Poco más de las siete, en el reloj. Reunidos en una confortable sala, pintada con tonos suaves y decorada con láminas y macetones que sosiegan el ánimo, hay cuatro pacientes que necesitan una mano experta que les ayude a encauzar el desasosiego que les afecta. Aunque cada una de las personas asistentes ha tenido una atención particular, por parte de la especialista, hoy jueves ha decidido reunirlos a fin de trabajar una modalidad de terapia convivencial.
 
Ninguno de ellos, tres mujeres y un hombre, se conocían hasta esta primera sesión grupal que hoy los ha vinculado. ¿Y por qué precisamente a ellos cuatro, de entre todos los enfermos que acuden a esa clínica? El problema que todos ellos sufren, y que está degradando arteramente el equilibrio de sus existencias, se halla en esa patología del miedo, sin fundamentos concretos que lo justifique, en el rutinario quehacer de sus días. Obviamente, con la racionalidad de los hechos, ninguno de ellos podría explicar, con la necesaria convicción, ese pánico o angustia que les condiciona para el dolor y la duda. Pero es que lo están pasando muy mal cuando esa inseguridad, de origen indefinible para ellos, inestabiliza sus equilibrios y la certeza en sus comportamientos. Patricia ha decidido que, para estas próximas semanas, estas cuatro personas solidaricen sus padecimientos y traten de analizar aquellas circunstancias que puedan  arrojar alguna luz a los posibles orígenes de sus respectivos problemas.

Iniciada la sesión, cada uno de ellos realiza una somera presentación personal para, a continuación, comenzar a compartir ese trauma que tanto les afecta. Ciertamente su psicóloga ha mantenido, con cada uno de ellos, diversas entrevistas en las que ha ido recabando datos, de muy diversa naturaleza, que le han permitido un primer e importante acercamiento a los caracteres individuales de estos pacientes. Pero entiende que el diálogo compartido, con estos compañeros de dolencias, puede abrir nuevas vías para una mejor terapéutica que alivie la angustia en que se hallan confusamente sumidos.

La primera que rompe la tensión expectante de la tarde es Berta, una administrativa que trabaja en la delegación de  la Consejería de Medio Ambiente. Tras siete años de convivencia, con un compañero de trabajo, ambos decidieron dejarlo hace menos de un año. Lo hicieron de una forma concordada y amistosa. En realidad, él se había prendado en una joven muy extrovertida, con quince años de diferencia entre sus respectivas edades. Pero los problemas que sufre Berta, en su equilibrio anímico, vienen de lejos. De pequeña, su madre, una mujer chapada a la antigua, solía castigar sus travesuras con frecuentes encierros en un pequeño trastero, prácticamente interior. Ese miedo al “cuarto oscuro” ha quedado anclado en las raíces de su temperamento. Ahora, cercana ya a los cuarenta, se siente indefensa e inmersa en una situación de miedo y paroxismo, ante la falta, ocasional o condicionada, de luz eléctrica o solar. Por las noches, cuando se despierta de ese primer o segundo sueño, le tiembla todo el cuerpo y se entrecorta la respiración cuando abre los ojos y comprueba la carencia de luminosidad ambiental. Su imaginación se desata por senderos misteriosos, a mitad de camino entre lo onírico y la irrealidad del absurdo. Ha probado, sin éxito, no pocos recursos. Luces y radios encendidas, ventanas abiertas a fin de que penetre la claridad de la calle, tranquilizantes…. Pero el que fue su compañero no estaba por la labor de ayudarla. Comentarios jocosos e indelicados era la pobre ayuda de un hombre que ya pensaba en otra.

Ahora le corresponde hacer uso de la palabra a Lourdes. Nadie podría sospechar acerca de los problemas de esta mujer que suma los cincuenta y tantos de edad. Tiene dos hijos que ya le han dado nietos. Su marido que controla un par de importantes negocios de hostelería, que han sustentado la estabilidad económica familiar. Suele estar siempre muy ocupado. Sólo posee una formación de nivel medio. Su actividad está centrada en esa dedicación, de manera continua, a las necesidades de los suyos. Nunca probó, ni consideró necesario, trabajar por cuenta ajena fuera del hogar. Se apoya en algunas amigas, con las que se reúne ocasionalmente para el café de las tardes. Completa su tiempo con la rutina de las compras, más o menos superfluas y, ahora, cubriendo las peticiones de sus hijos con niños aún muy pequeños. No siente placer por la lectura, pero sí reparte muchas de sus horas libres frente a la pantalla del televisor. Así es su plan de cada uno de los días, frente a las ocupaciones de su marido con el que mantiene, básicamente, una relación de distante amistad. Cuando se despierta por las mañanas y, de forma especial, al tener que tomar cualquier decisión, por nimia que ésta sea, se siente duramente afectada por la angustia del miedo. Tal vez lo suyo sea, piensa y explica con palabras entrecortadas, el temor al no saber qué hacer. Se pregunta, una y otra vez ¿miedo a qué? Realmente no podría señalar una motivación concreta, a esa ansiedad  que le hace sufrir anímicamente, entristecerse e incluso le provoca incómodos temblores nerviosos en su estructura orgánica.
   
La atención que todos prestan al compañero o compañera que habla es profunda y plena de curiosidad. Como en los grandes conciertos de la sinfónica, el protagonista de la palabra focaliza el respeto, comprensión y apoyo de todos los demás. Se está compartiendo, de forma inteligentemente solidaria, una cruel e invisible patología que todos padecen, desde los más complicados orígenes.

Esa respiración alterada y sudoración nerviosa que Mario ofrece, al comienzo de su intervención, es similar a la que soporta en los instantes en que le aparece o surge el miedo ante el vértigo. Trabaja en la construcción como pintor. Tiene 28 años y, desde hace unos meses, le está atenazando la angustia de las alturas, agudizada  e incontrolable para su necesidad laboral. No sólo cuando está encima de un andamio o colgado de una fachada, a la que ha de enlucir, sino también cuando pinta techos altos desde las baldas de una escalera. El asomarse a un balcón, cuando este se encuentra por encima de la segunda planta del edificio, le genera angustia, mareos o ese pánico ante el vértigo. Siempre le había gustado practicar el senderismo, pero ahora ha de cuidar las zonas que visita, para no tener la visión de precipicios, taludes o fallas con verticalidad. En su trabajo ha de disimular aunque sus compañeros, conocedores del problema, tratan de arroparle y ayudarle, a fin de que no sea despedido. Incluso cuando duerme, ese enemigo que le aturde no le permite descansar. Comenta que, en ocasiones, sueña que se cae de la cama hacia un abismo al que no se le ve su final.
   
Finalmente, toma la palabra una joven madre llamada Rosina. En ese contexto patológico que los identifica, su caso sería el más comprensible si no fuese porque su percepción se ha desbordado hacia el descontrol. Sentir miedo al dolor es algo perfecta y naturalmente comprensible. Imaginarse, o exagerar hasta el patetismo, dolencias que realmente no se padecen, ya resulta más que inquietante. Este problema le viene desde su infancia. Sus padres, y ella misma, siempre trataron de quitar importancia a un temperamento y carácter temeroso ante dolencias que, básicamente, eran nimias o no existentes, salvo en una imaginación que exageraba los síntomas de dolor. Para ella, un simple arañazo o corte en el dedo es un  mundo que condiciona, no sólo a ella sino también, a las personas con las que comparte su convivencia. En sus años de estudiante quiso estudiar medicina. Pero dejó la facultad a los pocos meses de su matriculación, cuando se iniciaron las prácticas de anatomía. Obviamente, muchos de sus dolores son de naturaleza psicológica. Y el pavor que le domina, cuando llegan las molestias físicas o las lesiones orgánicas, le está sumiendo en un agobiante desequilibrio que exige una terapéutica inmediata e intensa.

Las exposiciones de estas personas ha ocupado gran parte de la hora prevista. Patricia ha pedido que cada uno de los presentes aporte algún comentario o primera sugerencia a los problemas que han planteados sus compañeros de reunión. De forma especial, ante las causas que pueden provocar ese miedo que todos ellos padecen y alguna primera o pequeña solución. Han quedado en reunirse para salir el fin de semana, a propuesta también de la psicóloga. Van a intentar, este domingo por la mañana, estar juntos y pasear un rato por la naturaleza. Acudirán al punto de encuentro ellos solos o acompañados del familiar que estimen procedente. Cada uno llevará algo de comida, que compartirán en la mejor armonía. Han intercambiado los e-emails y los números de sus móviles. En los momentos en que se sientan aturdidos por el pánico ante el dolor, se llamarán entre ellos a fin de buscar el sosiego de la palabra. Es un compromiso que todos han asumido con naturalidad y necesidad.

Lo hasta aquí planteado es otra inteligente estrategia para compartir la ayuda que todos ellos ansían. Esa modalidad de trabajo en equipo puede ser especialmente provechosa en mentes confusas. “Rosina, Berta, Lourdes…. Mario, no vais a estar solos ante ese miedo que os está haciendo la vida más incómoda y desagradable. De entre todas las medicinas prescritas, ésta de la amistad es la que mejores resultados os puede facilitar. Y, además, carece de contraindicaciones”. Cada uno de ellos ve y analiza, en la proximidad del dolor, el problema de los demás. La fórmula aplicada es sagazmente inteligente, aunque el camino a recorrer promete ser largo. Juntos van a luchar contra diferentes formas de miedo: la oscuridad, el vértigo, el dolor y, especialmente ese algo irracional que nos hace temblar, sin que sepamos a ciencia cierta el por qué.

Al otro lado de los cristales, ha comenzado otra vez a caer una intensa lluvia racheada por la fuerza del viento. Los cuatro pacientes, antes de abandonar la consulta, cruzan una vez más sus miradas. Susurran, íntimamente, dudas y prevenciones teñidas de curiosidad. Patricia piensa que, a partir de ahora mismo, estos cuatro sufridores del miedo van a ser probablemente mucho más fuertes ante su inevitable y urgente combate-


José L. Casado Toro (viernes, 13 diciembre, 2013)
Profesor