viernes, 30 de agosto de 2013

YAIZA Y MICHAEL, COMPRENSION Y CARIÑO EN EL CANARIO PUERTO DE LA CRUZ.


Se conocieron en un lugar de copas, música y diálogo, a fin de disfrutar la inmensidad de la noche. A pesar de la ruidosa acústica reinante y de los traviesos juegos de luces, con su ritmo alternado de colores y sombras, supieron intercambiar esas palabras de presentación y conocimiento, en un contexto volátil pero útil para la necesaria cordialidad. Allí había no pocas personas que disfrutaban la plenitud juvenil, para el sentimiento y las edades, con sus atuendos veraniegos, cuerpos bronceados por la generosidad solar y esas ilusiones transparentes que aparcan el discurrir de lo cotidiano, a fin de hallar algo diferente en la acomodada normalidad. Y, entre ellos, la sutil atmósfera de lo previsible. Se cayeron bien desde el principio, surgiendo entre ambos esa primera atracción que sabe mover montañas y voluntades, para algo más que la amistad. Michael disfrutaba su semana de vacaciones, en el atlántico canario, a donde había llegado con tres amigos desde Leeds, su ciudad natal y usual de residencia.

Aunque Yaiza no es muy dada a frecuentar este tipo de fiestas, la insistencia de su amiga Magda le animó a rejuvenecer su aspecto (cercano a la treintena) con un look más juvenil, dado que la asistencia a este tipo de salas es mayoritariamente para jóvenes cercanos a la mayoría de edad. Precisamente es esta compañera de trabajo en la notaría quien más se ha esforzado por abrirle cauces de conocimiento grupal, ya que bien conoce algunas circunstancias personales, en la vida de su mejor amiga. Esta buena compañera piensa, con acierto, que las fiestas y reuniones sociales suponen una excelente oportunidad para hacer  amistades, intercambiar diálogos y experiencias y, dado el caso, avanzar en las, siempre sugerentes, posibilidades afectivas.

Michael, unos años más joven que ella, quedó prendado de la dulzura expresiva que su nueva amiga imprimía a su habla canaria, una  sonrisa permanente para el agrado y ese aire de mágica timidez que ofrecía, en sus gestos y palabras. El destino le había puesto ante una mujer con rostro de niña, algo baja en estatura pero con un cuerpo atlético, admirablemente delgado, debido a la práctica deportiva y al buen criterio en el equilibrio alimenticio. Hablaron y hablaron, de no pocos temas, algunos banales, otros agradables e interesantes, hasta esos minutos donde el reinado de la luna es indiscutido. Era viernes noche, por lo que el sábado no había que madrugar. Yaiza se sentía ilusionada y rejuvenecida, ante el evidente interés que este apuesto joven mostraba hacia ella. Le tranquilizaba saber que su hijo Yeray, once años de alegría y vitalidad, pasaría la noche en casa de su abuela. Ello le permitiría disfrutar, con intensidad, la aventura de estas horas sin sueño y sin las prisas de la responsabilidad. 

Ya en la despedida nocturna, intercambiaron números y datos para la comunicación. Michael se expresaba y entendía, con una aceptable fluidez el español, mientras que ella sólo podía ofrecerle, con divertida torpeza, alguna corta frase en inglés, mezclándose las risas subsiguientes en dos personas que, desde los primeros instantes, sintieron una atracción afectiva que sólo es explicada desde los parámetros misteriosos del corazón. En ese fin de semana, buscaron algunos huecos del tiempo para hablar, a través del móvil, aunque el domingo por la tarde encontraron la oportunidad de asistir a un concierto de cámara (también les unía esa afición a los buenos sonidos) y algo de picoteo a modo de cena. Fue la noche de una sensible despedida ya que, al día siguiente, el Easyjet debía trasladar a Michael y a sus amigos a sus tierras de origen, en las islas Británicas. Se prometieron continuar y profundizar en una amistad que ambos valoraban como esperanzadoramente fructífera.

Los próximos meses estuvieron presididos por ese intercambio de palabras, confidencias y fotos que fortalecía la proximidad de dos seres que, cada vez más, se necesitaban en la distancia. El correo electrónico y, a veces, el Skipe, posibilitaba, prácticamente cada día en la noche, esa ilusionada comunicación. Y fue un día, muy cercano ya a la llegada del verano, cuando un e-mail de Michael hizo vibrar, en profundidad, la sonrisa placentera de Yaiza. En el mismo le decía que existía la posibilidad laboral de poder trasladarse a una filial de su empresa (entidad dedicada a inversiones y finanzas) a su sede en Las Palmas de Gran Canaria. La proximidad geográfica a Tenerife haría más corta la distancia física que les separaba, para compartir el cariño irrefrenable de la amistad. Era un gesto muy generoso por parte del joven enamorado que hizo vibrar la alegría en una mujer también entregada a esa posibilidad trascendente, para un futuro común en sus vidas. Planes, proyectos y esperanzas fueron dibujándose para esa unión que se iba consolidando cada día más.

El joven quiso darle una sorpresa y el avión facilitó su rápido desplazamiento a la isla. Desde el aeropuerto Reina Sofía, al sur de Tenerife, un taxi le condujo, en apenas media hora, a esa dirección en la zona alta insular del Puerto de la Cruz, a donde había enviado algún regalo en fechas señaladas. Eran poco más de las seis, cuando llamó a la puerta de un moderno bloque de pisos.

“No, mi madre no está en casa. No volverá de su trabajo hasta dentro de una hora, más o menos. Y tú…… quién eres?”

Michael no podía disimular su profundo e inesperado asombro. Tras haber comunicado con una persona, durante más de medio año, conocía ahora, de esta peculiar forma, la maternidad de Yaiza. Nunca ella había hecho alusión alguna a este importante dato en su vida. Ni durante esos días, en las vacaciones pasadas, ni a lo largo de tantos e-mails y llamadas telefónicas que ambos habían intercambiado. La impresión para él fue verdaderamente de impacto. Pero supo y quiso reaccionar con rapidez y habilidad.

“No, no te preocupes. Yo soy…… un amigo de tu madre. Ella no sabía que  hoy iba yo a venir a vuestro domicilio. Vuelvo a mi hotel y desde allí la llamaré por teléfono. Es bonito tu nombre, Yeray. Pero ten cuidado a quien le abres la puerta. Me alegro mucho…… de haberte conocido. Te dejo este paquetito que le traía a tu mami. Es un regalo. Le dices, por favor, que es de Michael”.

Lo cierto es que se sentía profundamente aturdido. Caminó y caminó, hasta bajar a la zona del Lago Martiánez, junto al aventurero mar del Atlántico. Allí, en una cafetería cercana a su hotel, meditaba en la duda viendo el paso de la gente en su ir y venir de un lugar para otro. Se preguntaba, una y mil veces, el porqué Yaiza le había ocultado la existencia de un ser que, lógicamente, modificaba su percepción ante un futuro que, desde ahora, tendría que ser muy diferente en la relación que estaban manteniendo. Esa falta de confianza, esa carencia de sinceridad en su amiga, resultaba muy complicada y difícil de asumir. Los interrogantes bullían incómodamente por su desalentada cabeza. A poco, sonaron las campanadas que marcaban las siete. Ante él y su taza de té, un cielo muy limpio y azulado, donde se entremezclaban unos trazos anaranjados confirmando que la tarde iniciaba su despedida. Estaba viviendo una situación desafortunada, donde la ilusión se había transformado, con todo el amargor de lo inesperado, en la realidad de la cruel desconfianza.

En algún momento, esos en que tanto  pesa el desánimo, pensó en tomar el avión de vuelta a Leeds, tan pronto como ello fuese posible. Sin embargo, quiso conceder ese margen necesario a la paciencia, esperando escuchar de su amor una explicación que resultaba imprescindible y urgente. Pasaron unos minutos y a poco sonó su móvil. Identificó, rápidamente, la autoría u origen de la llamada. Era Yaiza quien, con palabras plenas de tensión, le preguntaba dónde le podía localizar, a fin de desplazarse de inmediato a ese lugar. En no más de siete minutos, la vio acercarse, a paso inseguro y con el semblante profundamente embargado por la seriedad. Se dieron un beso, como saludo aunque la frialdad, que no ocultaba una evidente crispación, dominaba la atmósfera entre ambos. Fue ella quien quiso adelantarse a cualquier comentario de Michael.

“Sé que estás profundamente defraudado, ante la situación que acabas de vivir. Y que te sentirás muy mal. Aunque te cueste trabajo aceptarlo, yo no estoy mejor que tú. Entiendo que tienes derecho a estar muy, muy enfadado, ante la falta de verdad en mí. Pero te agradezco que me hayas concedido unos minutos para tener la posibilidad de expresarme, al margen de que mi explicación te resulte más o menos convincente. Michael, ha sido…. por miedo. Sólo por miedo. Cuando, prácticamente desde aquella noche en el verano, vi mi proximidad hacia ti, temí que el conocimiento de esta realidad, en mi vida, pudiera impedir algo que podía ser extremadamente decisivo para nosotros. Por supuesto, y sobre todo, para mí. Amar y entregarme a otra persona. Tener, compartir, un proyecto de vida contigo. Un día por otro, fui dejando la responsabilidad de explicarte esta otra realidad, verdaderamente fundamental también en mi existencia: mi hijo. Me decía, tantas veces en otras tantas oportunidades, mañana he de contárselo. Pero ese día pasaba….. hasta otro amanecer para la cobardía. Es terrible, Michael, esta inseguridad. Dudar y dudar acerca de cómo ibas a reaccionar al conocer la existencia de este pequeño ser”. 

Michael, no menos serio que su interlocutora, continuaba sin pronunciar palabra alguna. Su mirada estaba enfocada básicamente al mar, jugueteando nerviosamente con la tarjeta electrónica de su habitación. Observando la descomposición anímica y facial que Yaiza manifestaba, hizo una indicación al camarero quien, con presteza, trajo una infusión para su compañera de mesa. Sólo acertó a pronunciar una frase inacabada. Después de todos estos maravillosos meses, me cuesta trabajo entenderte…..”

“Yo era muy joven en aquella época de mi vida. Apenas con los dieciocho, recién cumplidos, me uní, de una manera irreflexiva, con un compañero de Instituto. Ambos éramos personas muy escasamente formadas. Ya en el embarazo, él quiso romper todo tipo de relación. Su única obsesión era poner término a ese proceso de mi gestación. Ni en la fecha del nacimiento de Yeray, su hijo, se hizo presente. El pequeño no sabe prácticamente nada, de quien es su padre. Desapareció, se borró de nuestra existencia. Y hasta hoy. Nunca más le he vuelto a ver. Hace unos años, un amigo, también de clase, me dijo que se había ido a vivir a la península. Con la ayuda de mi familia, reaccioné bien ante el estudio y tuve la suerte de encontrar un estupendo trabajo en una notaría. He criado honestamente a mi hijo. No le ha faltado de nada. Bueno…. claro, un padre. Y ya ha cumplido…. once años. El curso próximo comienza la secundaria. Quiero pedirte perdón, por no haber respetado contigo ese importante e inexcusable valor de la sinceridad. Tienes derecho a interpretarme con dureza. Lamento, de verdad, el daño que te he provocado. A mis casi treinta años, me he comportado como una niña ¿verdad? ………Voy a volver a casa. Yeray no debe estar tanto tiempo sólo. Gracias, por todo lo que has sabido darme. Estos diez meses han sido los más bonitos que yo he gozado en la vida.  Decirte otra vez que te quiero, puede parecer un sarcasmo. Pero… esa es la verdad. Adiós, Michael”. 

Las dos miradas se quedaron fijas durante unos pocos segundos. Aunque Michael seguía sin articular palabra, sus ojos estaban también hermanados en lágrimas a las de Yaiza. La vio alejarse hacia esa zona del Puerto, donde suelen aparcar los vehículos, en esta isla que es milagro y magia de la geología en la naturaleza.

Pasaron semanas, meses y días. No hubo más comunicación entre ellos. Pero una tarde, en octubre, Yaiza estaba colocando bien la ropa de Yeray, por su desordenado armario. Su hijo se había dejado el portátil conectado. Al ir a apagarlo, la pantalla mostraba los últimos correos. Pudo más su curiosidad, por lo que fue a echarles una ojeada. Cosas de madre. Entre ellos, uno muy conocido, que le sobresaltó. Tuvo que sentarse, ya que la sorpresa fue también de las de impacto. Era de Michael. Temblándole el pulso y el ritmo del corazón, leyó su contenido. En el mismo, esa persona, ahora tan alejada dolorosamente de su vida, aconsejaba al chico acerca de las mejores opciones para una estancia en Inglaterra. Evidentemente, era la respuesta a una pregunta que Yeray le había planteado. La redacción del texto estaba presidida por la amistad y el afecto. Repasó en el servidor. La dirección electrónica  de Michael aparecía con una cierta frecuencia. ¿Quién había buscado a quien? Sea como fuese, su entrañable amigo actuaba como un padre, ayudando a un hijo que lo necesitaba.

Ayer noche les vi. Paseaban por la Plaza de la Iglesia, en pleno corazón histórico del marinero Puerto de la Cruz. Michael explicaba algo a Yeray, quien escuchaba con filial atención. Junto a ellos, caminaba Yaiza. A esta frágil mujer canaria se la notaba feliz, muy feliz en la sencillez. Como madre y esposa. Me encontraba a pocos metros de ellos, por lo que supe reconocerles sin dificultad. Sonaban unas isas canarias, desde un restaurante cercano, entre la animación popular de un veraniego fin de semana. Narrar esta bella historia de amor, ha sido una experiencia que enriquece y vitaliza.-



José L. Casado Toro (viernes, 30 agosto, 2013)
Profesor

viernes, 23 de agosto de 2013

EXPERIENCIA DE CINE, EN FUENCARRAL.


En el mundo del cine, como en tantas y tan diversas realidades de la vida, parece que todo, o casi todo, está ya inventado. Pero esta apreciación no es en su totalidad exacta. Siempre hay o surgen nuevas experiencias, otros estilos o avanzadas tecnologías tanto en éste, como en otros campos de la actividad diaria. Centrándonos en la creatividad cinematográfica (también, literaria) una de las fases más complicadas de la trama argumental es cómo poner un buen final a ese relato, desarrollado en pantalla o en las gratas páginas de un libro. Junto a la valoración argumental y a la interpretación de los actores, una de las primeras y principales frases que fluyen desde la opinión o apreciación del espectador se centra en el tratamiento dado por el director a esa última fase de la narrativa.

“Tiene un buen final; resulta aburridamente decepcionante; lo ha dejado abierto, para que cada cual lo organice como más le guste; es ininteligible; resultaba fácilmente previsible; no está bien explicado; cuando menos lo esperas, aparece el The end; está almibarado; te deja una sensación esperanzadora; es excesivamente violento; yo lo habría acabado de otra forma; y después de dos horas de proyección….para llegar a ésto; a pesar de todos tus argumentos y posicionamientos, yo sigo sin entenderlo; etc, etc”.

¿Quién no ha escuchado o expresado algunas de éstas u otras frases, cuando abandonaba el patio de butacas? Y, para poner un ejemplo concreto a la interpretación de esos controvertidos finales ¿recuerdan el plano con el que finalizaba El Resplandor (The shining) 1980, dirigida por Stanley Kubrick (Nueva York 1928 – Reino Unido 1999)? Me refiero a la foto grupal, en la que aparece, muchas décadas atrás, el protagonista principal de este drama psicológico y de terror, Jack Torrance (Jack Nicholson, Nueva York, 1937). Esa vieja imagen deja abierto el debate y la polémica explicativa. En el contenido de esta foto, racionalmente anacrónica en el tiempo, puede estar la clave explicativa del metraje, tras 146 minutos de tensión y suspense, espléndida y magistralmente construidos. 

Tenía ilusión en aprovechar, de la mejor forma posible, los tres días disponibles de visita en Madrid. Una de las posibilidades, para aquella mañana, era recorrer calles y plazas. Tanto del centro, en lo urbano, como en esos recoletos arrabales de la vieja ciudad, plenos de encanto. Ya en el núcleo de Callao, hermanado con la Gran Vía, me detuve en los multicines Capitol, para disfrutar con la visión de los grandes cartelones (dibujados a pincel y a brocha, como se hacía en los lejanos sesenta) de las tres películas que en esas salas se estaban proyectando. Percibí que alguien, junto a la taquilla, me estaba observando. No me equivocaba al respecto pues, tras unos minutos de espera, un hombre de mediana edad, cabello entrecano, gafas fumé, poblado bigote y hendidura u hoyuelo en la barbilla (tipo Cary Grant o Kirk Douglas) portando un archivador o carpeta, se me acerca y, amablemente, me pregunta:

“Perdone ¿es Vd. aficionado al cine?”. Ante mi afirmativa respuesta, aclaró su pretensión. “Verá, pertenezco a una productora cinematográfica. Estamos seleccionando a personas que respondan a diversos parámetros sociológicos, a fin de invitarles a una proyección para esta tarde a las seis. Se trata de una película española, en fase de postproducción. Queremos conocer las reacciones de un colectivo, bien elegido al efecto, ante los dos finales que hemos grabado para la historia. La proyección será efectuada en una sala preparada al efecto, bastante cerca de aquí, en la zona de Fuencarral. Vd. y otras treinta y nueve personas, heterogéneas en su edad, apariencia, sexo, formación y profesión, verían la película, con las dos posibilidades para su final y, posteriormente, responderían a un cuestionario donde optarían por uno de los tres títulos propuestos. Pero, sobre todo, razonarían por una de las dos opciones ofrecidas, para la resolución de la historia. (Sonriendo) Vería la película antes que nadie y de manera gratuita. Conocería y optaría por el mejor final. Por supuesto, se le invitaría a merendar y recibiría algún pequeño obsequio. ¿Qué me responde, a esta sugerente experiencia que le estoy ofreciendo?”

Pasadas las cinco y media de la tarde, ya me encontraba en el tradicional y encantador barrio de Fuencarral, localizando la calle y número insertos en la tarjeta que me había facilitado el Sr. Sánchez Burlot, en plena Gran Vía madrileña. La explicación que me había facilitado este diplomado en cinematografía me había parecido convincente y, sobre todo, muy interesante. Nunca había tenido oportunidad de participar en una actividad de esta naturaleza. Poder influir en la titulación de una película que, a corto plazo, veríamos en cartelera pero, sobre todo, optar por uno de esos desenlaces que tanta controversia producen entre los expertos en la crítica y el público general que asiste a las salas, suponía una posibilidad apasionante. Especialmente, para una persona caracterizada por su cinefilia, como era mi caso.

Fácilmente llegué a una placita, urbanizada en el más rancio tradicionalismo madrileño, anclado a mediados del siglo pasado. En un vetusto edificio, simulando un neoclasicismo muy degradado por el abandono exterior, había un gran cartelón que publicitaba el nombre de PRODUCCIONES CINEMATOGRÁFICAS ALEF. En la acerca, junto a la puerta de entrada, estaban ya esperando unas, aproximadamente, quince o veinte personas. En las apariencias externas, se mezclaba el género, la edad, el atuendo y esos detalles que nos identifican en la diversa variedad de lo humano. Todos hacíamos un poco de tiempo cuando, a poco de las seis, vi llegar a quien me había fichado por la mañana, en el Capitol. Fermín Sánchez, miembro del departamento de marketing, venía acompañado de una esbelta mujer que caminaba con la marcialidad castrense de un comandante del ejército. Cazadora beige oscura, vaqueros lavados azul claro y botas militares, descuidadas en su lustre. Después conocí que en la empresa ocupaba el cargo de segunda jefa de producción. ¡Madre mía, si esta  señora Aroa, llega a ser la primera jefa…. todos firmes!

Entramos en el anticuado edificio, en donde se nos indicó que pasáramos a un salón en el que habían sido instaladas unas mesas que soportaban un pequeño bufet para la merienda. Café o té, leche, pastas y hojaldres. Sobre las seis y media, se nos condujo a una sala preparada al efecto, donde cabrían no más que unas sesenta personas. Ante nosotros, una pantalla de formato mediano, cine-fórum. Ya teníamos en nuestro poder la carpeta, con unos impresos y un bolígrafo. Aunque había varias personas de la productora fue Fermín, y después Aroa, quienes nos dirigieron la palabra. Íbamos a presenciar una video-proyección, todavía sin título, cuyos últimos veintitrés minutos  estarían duplicados, para las dos opciones en el desenlace. A la finalización de la cinta, tendríamos treinta minutos para rellenar los impresos, optando por uno de los tres títulos propuestos (se nos permitía añadir otro, que nosotros estimásemos apropiado). Sin embargo, lo más importante era elegir el final A o el B. Explicando, en no más de siete líneas, las razones que teníamos para inclinarnos por uno u otro. Entre mis compañeros de sala, me llamó curiosamente la atención ver a un hombre joven, con clerigman y barba incipiente, una señora bastante mayor de mirada inquietante, que se ayudaba de un pequeño bastón y un barrigudo ejecutivo, aparentemente de banca o negocios, con su maletín negro de piel. 

Debo evitar narrar explícitamente (así se nos pidió) el argumento de la película. Aún no ha “saltado” a la cartelera. Me limitaré a decir que se trataba de una historia, triangulada, de amores y frustraciones afectivas. Actores muy conocidos en el “santoral” fílmico hispano y con un desenlace A, complicado y difícilmente inteligible para algún sector de los espectadores, pero linealmente positivo, con otro final B, más simple en su comprensión, pero desalentador, aunque la protagonista ve compensados los esfuerzos, patológicamente obsesivos, en su evolución lineal de conducta.

A medida que abandonábamos la sala, entregábamos la carpeta con nuestras opiniones y opciones. Se nos compensó con un precioso llavero que lucía el logotipo de la productora. Era Fermín quien nos saludaba individualmente, agradeciéndonos nuestra disciplinada colaboración. Aquellos que quisimos, le facilitamos nuestro dirección electrónica, pues comentó que el día de su estreno le agradaría que asistiéramos, como invitados, a la primera exhibición comercial de la cinta. Junto a él, Aroa, manteniendo su castrense marcialidad expresiva, calzando esas negras botas usadas por el ejército.

En mi opinión, la experiencia había resultado novedosa y original. Me sentí, de alguna forma, copartícipe en un proyecto elaborado por una suma desigual de esfuerzos heterogéneos. Todos, por supuesto, inequívocamente importantes. Sonreía, camino de Preciados, preguntándome qué palabras habrían sido escritas por el asténico ejecutivo, la oronda trabajadora de la limpieza (llevó su uniforme) o aquella joven cuya imagen estaba sacada de un “puticlub” de luces entristecidas en la carretera. Desde luego, ante determinadas ardientes y sensuales escenas, la opinión del sacerdote con clerigman sería más que interesante, en el plano de lo conceptual e ideológico. En pocos minutos llegué a mi hotel y allí estaba esperando mi compañera que, al fin se había quedado liberada de sus obligaciones académicas, en la ciudad universitaria de la Complutense. Nos fuimos a cenar a un restaurante vegetariano, cercano a Sol, muy suculento en sus platos, aunque su mejor estandarte era la ornamentación y ambientación musical de su interior. De vuelta a Callao, vimos en el Palacio de la Prensa una película de esas románticas que “tienen que acabar bien”. Como estábamos bien en el tiempo, nos agradó pasar por taquilla para seguir disfrutando e imaginando alguna de las historias dibujadas en pantalla. Evidentemente, el cine ocupa un lúdico y apasionado lugar entre nuestras apetecibles ilusiones.

Apenas una semana después  me crucé, por la Plaza de Santo Domingo, con Aroa. La segunda jefa de producción portaba una betacam al hombro y caminaba, a paso legionario, con unas deportivas All Star. Se me quedó mirando, con actitud disciplente, pero no saludó. A duras penas podía seguirle un frágil hombrecillo, que caminaba avanzando a modo de trote con pequeños saltitos. Una chica rubia y extremadamente delgada, con los pies descalzos, tocaba, junto a un aburrido semáforo, su pequeño violín. El “rugido” de los motores al circular actuaba como percusión fraternal, junto a las delicadas notas que generaba la sensibilidad musical de la chica. Esta mañana iba a estar dedicada a la visita de jardines y rincones perdidos en medio de la maleza urbana. Allí donde vibran latidos y bostezos, en la maravillosa rutina  que nos regala un nuevo día.- 



José L. Casado Toro (viernes, 23 agosto, 2013)
Profesor

viernes, 16 de agosto de 2013

LUZ Y SOLIDARIDAD, EN AQUELLA TERRAZA DE BAR.


Siempre que las obligaciones en la gestoría me lo permiten, suelo bajar a una cafetería cercana a fin de alejarme, durante algunos minutos, de esa vorágine presidida por el papeleo administrativo. Normalmente disfruto con un buen zumo de naranja natural aunque, en otras ocasiones, el apetito me impulsa a pedir algún suculento acompañante, tipo tostada, que me ayuda a recuperar las energías.

La tarde se había presentado agradable, en esa entrada pausada y atrayente del otoño, aún con los ropajes climáticos de un verano que se resistía en la despedida. Sentado en un ángulo esquinado de la terraza exterior, contemplaba a un público variado que disfrutaba de la merienda, intercambiado ocurrencias y necesidades para su locuacidad. En una mesa próxima, me fijé en una mujer bastante mayor que rebuscaba en su pequeño bolso algo que parecía no localizar. Se encontraba un tanto abrumada y nerviosa pues, por más que miraba en su interior, no hallaba esas monedas con las que poder atender el precio de la taza de café que acababa de tomar. El camarero, con una manifiesta indelicadeza, permanecía expectante y cercano a su mesa, donde la  señora seguía sin encontrar el objetivo de su búsqueda. Por alguna razón, esa mujer no podía afrontar el modesto precio de la cuenta, lo que incrementaba su nerviosismo. Aunque dudé, ante la reacción de la persona implicada, hice una rápida señal al camarero, indicándole que yo atendería el coste de esa consumición.

Cuando a los pocos minuto abandonaba el local, la señora me regaló una sonrisa y unas palabras, pronunciadas en voz baja, como muestra de agradecimiento. No le di más importancia al hecho. Resulta normal que, cuando salimos de casa, se nos olvide llevar alguna de las cosas que nos van a resultar más o menos necesarias. En este caso, esos billetes, tarjetas o monedas con los que poder atender las obligaciones y compras  correspondientes.

Pasaron un par de días cuando otra tarde bajé de la oficina, en la hora intermedia de la merienda. Estando ya próximo a la cafetería vi de nuevo a la mujer de la otra tarde, que paseaba despacio mirando hacia el interior del establecimiento. Ella también me reconoció, correspondiendo a mi saludo. Una vez que me sirvieron el zumo de naranja natural, observé que esa persona, anónima para mí, aún permanecía en la puerta, como sin atreverse a entrar. En uno de esos impulsos que, en más de alguna ocasión, nos sobrevienen, me levanté de la mesa y me dirigí hacia la señora, rogándole si me permitía invitarla a merendar. No me equivoqué, en absoluto, pues aceptó de inmediato el ofrecimiento, dándome repetidamente las gracias.

Luz superaba ya los ochenta años de edad, pero admirablemente bien llevados en salud. Vestía de forma modesta, aunque pronto me aclaró que en otras etapas de su larga existencia había gozado de una vida bastante acomodada. Hacía unos veinte años que enviudó y su marido, dedicado a los negocios de compra-venta de objetos de arte, no supo prever bien sus cotizaciones por lo que, tras el fallecimiento de aquél, sólo le quedó una pensión mínima. A duras penas podía atender a los gastos de alquiler de la casa y la electricidad de cada mes. Y en cuanto a la alimentación, pasaba privaciones aunque, con su edad, se conformaba con una alimentación presidida por la austeridad.

Me comentaba que su única ilusión o capricho, aparte de esos ratos frente el televisor, era poder dar un paseo por la tarde y tomar un café con leche, bien caliente, sentada en esta terraza próxima a su domicilio. Un tanto avergonzada me explicaba que, en las semanas finales de cada mes, apenas tenía recursos para esa pequeña ilusión en la tarde.

Habían tenido un hijo pero éste, tras casarse con una mujer dominante y egoísta fue, día a día, distanciándose de su madre, hasta llegar a una situación en la que hoy apenas se preocupaba o esforzaba para visitarla y tampoco en ayudarla en sus modestas necesidades. La situación económica de este hombre parece que  tampoco le había ido bien y, según su madre, vivía acosado por las facturas. Todo esto me lo iba contando, mientras sorbía pausadamente ese café, con el mejor aroma, que tanto le agradaba. Tampoco me equivoqué, afortunadamente, preguntándole si le apetecía acompañar su consumición con algún pastel. Verdaderamente, esta mujer no podía disimular la necesidad de saciar su apetito. Caí en la cuenta que nos encontrábamos a finales de septiembre. La percibí feliz y divertida ante un interlocutor, del que ella tampoco nada sabía. Básicamente, yo me limitaba a escucharla, atendiendo con respeto e interés todo aquello que espontáneamente me iba narrando.

A pesar del deterioro físico que produce cruelmente los años, el aspecto de Luz aún revelaba matices de esa belleza que se atesora en el calendario lejano de la juventud. Pero la suma de tantas décadas en la historia personal transforma, sin misericordia, nuestra imagen, añadiendo trazos y grietas desafortunadas en unas pinceladas que dibujan la decrépita realidad. Ante mi se encontraba esta mujer que ahora sufría las dificultades de una economía drásticamente limitada. Pero, sobre todo, padeciendo esa frialdad ausente del hijo y demás familia, situación que muestra la ingratitud de la falta de afecto. El pathos de la soledad, especialmente a esas edades, resulta acremente duro y desalentador.

Apenas le hice una o dos preguntas, pues verla feliz ante el calor de la compañía, junto a esa taza de café con leche y un suculento “suizo” o bollo de leche, era lo que más me importaba. Me disculpé, explicándole que debía volver al trabajo. Tras abonar la nota, se me ocurrió plantearle una simpática propuesta. Los miércoles, como el día en que estábamos, podía dedicar algo de más tiempo para ausentarme de la gestoría. Mi idea era que, en esa fecha de la próxima semana, podríamos continuar con la merienda, alrededor de las 6:30. Se mostró muy agradecida con mi propuesta, confirmándome que no faltaría a la cita. Ya en la oficina, comenté con mi compañera de trabajo, Magda, lo que me había ocurrido con la señora. Entendió muy positiva mi actitud, animándome a que tratara de ayudar, en lo posible, a una persona, muy modesta y sencilla, que necesitaba ese apoyo tan vital en el inevitable atardecer de su existencia.

Una de esas tarde de reunión en la cafetería, tras el correspondiente saludo, percibí en mi veterana amiga una especial e indisimulable ilusión. Quería corresponder a estos ratitos del café en los miércoles, con un regalo para mi persona. Mostrando una laboriosidad, digna del mayor encomio, me había tejido una rebeca/jersey, color azul marino con unas franjitas blancas, para que la utilizara durante un invierno que se acercaba con la crudeza del frío. Valoré mucho su gesto pues,  conociendo sus dificultades para llegar a final de mes,  había comprado esos ovillos necesarios para la elaboración de tan acogedora prenda. Desde luego, el tiempo aplicado para tricotar la lana había tenido que ser muy generoso. Cuando llevé a casa el regalo, también gustó mucho a mi actual compañera, Irene, a  pesar de las bromas que hacía por mi peculiar amistad en horas de la  merienda

Uno de esos días supe, con antelación, que no podría bajar a la cafetería. Tendría que desplazarme a una localidad cercana, a fin de realizar gestiones ineludibles por motivos del trabajo. Hablé previamente con el encargado de la cafetería, a fin de que atendiera la consumición de la señora, con el cargo correspondiente a mi cuenta. También él le comunicaría los motivos laborales por los que me era imposible estar allí a esa hora puntual de las seis, en la tarde. Ya en la semana siguiente Luz me confesó su tristeza, por no haber podido dialogar un ratito con su amigo aunque, desde luego, entendía las obligaciones laborales que condicionaron mi ausencia.

Otro miércoles, cercana decorativamente la Navidad, ocurrió un hecho novedoso que marcó la inflexión en esas meriendas para la amistad y la solidaridad. Cuando bajé a la cafetería, Luz estaba (como era usual en ella) en la puerta de entrada. Pero, en esta ocasión, acompañada de un hombre. De inmediato pensé en ese hijo, bastante irresponsable, del que su madre me había hablado. Pronto deseché esa suposición, pues ese hombre aparentaba tener una edad similar a la de mi amiga. Me lo presentó como “Mi compañero Julián”. No recordaba que me hubiera hablado de él aunque , tal vez, pudo haberlo conocido en los días previos. Los tres nos acomodamos junto a una de las mesas y, tras pedir las consumiciones, comenzamos a hablar de temas más o menos intrascendentes. Pronto reparé en que este señor no se caracterizaba precisamente por su locuacidad,  ofreciendo una imagen algo sería en su carácter. Transcurrían los minutos, cuando Julián se levantó para ir al servicio del establecimiento. Después me di cuenta que utilizó este recurso a fin de que Luz pudiera decirme algo en su ausencia. Efectivamente, así sucedió. Me explicó que lo había conocido en una reunión parroquial. Se habían hecho muy amigos, por lo que ahora aprovechaban muchas de las horas del día para salir e intimar contra la soledad. Me alegraba, lógicamente, de lo que me estaba contando, aunque la guinda de su breve exposición vino al final.

“Julián es muy celoso. Y no le gusta que yo siga viniendo a esta cafetería, cada miércoles. Tú lo entenderás ¿verdad? Lo cierto es que estamos muy enamorados”.

A mí se me subían los colores de la cara. Una señora, a la que yo trataba de ayudar con ese poquito de solidaridad semanal, y que podría ser mi abuela por la diferencia generacional, trataba de justificar la necesaria interrupción de estos, aproximadamente, treinta minutos en la tarde de cada miércoles. Los sentimientos del señor Julián estaban de por medio. Antes de que yo pudiera reaccionar, volvió su pareja. De una forma cordial me despedí de estas personas, justificando una cita previa en la gestoría.

Aquella noche, comentando la escena con Irene, mezclaba las ganar de reír con una especie de tranquilidad moral. Entendía que mi comportamiento había sido generosamente solidario con una mujer que luchaba contra el amargor de la soledad y las puntuales carencias económicas. A partir de ahora, ese amor postrero entre Luz y Julián, mezcla de compañía y afecto, podría endulzar las últimas páginas de dos biografías anónimas en su modestia, que acumulaban una trayectoria muy larga en el transcurso del tiempo. Había sido, sin duda, una sencilla y bella experiencia, poder conocer a esta buena mujer. 

Pasaron algunos meses y nada supe de ellos. Algunas tardes, en los minutos de merienda, pensaba o imaginaba que Luz estaba allí sentada, junto a su taza de café con leche, con esa sonrisa bondadosa, esperando pacientemente el letargo acromado del día.

“Irene, hoy me he encontrado con Julián. Caminaba con una cierta dificultad pero, aún así, ha querido localizarme. Casi sin decir palabras, pues se mostraba algo emocionado, me ha entregado esta bolsita que contiene una bufanda. También es de color azul marino, como la rebeca, con unos flecos de color blanco. Luz había acabado de tricotarla y la tenía guardada para entregármela personalmente. Pero lo ha hecho a través de este hombre, con el que ha disfrutado su postrera amistad. Me ha pedido que, cuando algún miércoles vaya a tomar mi zumo de naranja, piense y rece por ella. Que desde allá arriba, en el misterio mágico de la naturaleza, Luz tampoco dejará de hacerlo por nosotros”.- 

José L. Casado Toro (viernes, 16 agosto, 2013)
Profesor