viernes, 26 de abril de 2019

MR. STANDFORD Y SU ATRIBULADA EXPERIENCIA EN LA ROMANIA.


En nuestra diario caminar por la vida, somos partícipes de experiencias y anécdotas que podemos calificarlas con una amplia adjetivación, por su significado y trascendencia. Esa terminología identificativa de vocablos podrían resumirse en tres; agradables, incómodas e inocuas. Estas vivencias, sean más o menos intencionadas, repercuten ¡qué duda cabe! en el estado de ánimo que mantenemos, tanto positiva como negativamente. Lo verdaderamente inteligente es acabar asumiéndolas, valorando los beneficios de las mismas y corrigiendo aquello que no nos favorece, tras el conocimiento adecuado de su significación y consecuencias para nuestro mejor equilibrio. Aunque líneas atrás se ha aludido al nivel de intencionalidad que hayamos aportado para su desarrollo, lo más importante es reflexionar con sensatez, a fin de evitarlas en el futuro (aquéllas que no hayan sido afortunadas) en el caso de que su negativo proceso haya sido debido a nuestra impericia, despiste o simple dejadez.

Durante un frío mes de octubre de 2018, Henry Standford, un apasionado y veterano estudioso de la Historia (73 años recién cumplidos) se encontraba realizando un atractivo periplo viajero a través de diversas capitales y ciudades europeas. Este ciudadano británico, nacido en la ciudad galesa de Cardif, era propietario de un prestigioso negocio de antigüedades ubicado en la localidad universitaria de Oxford. Con este ilustrativo recorrido por los territorios de la Europa continental trataba de compensar el puntual declive anímico que sufría, depresión derivada de la que ya era su ya tercera separación matrimonial, en este caso con una rica heredera norteamericana llamada Margaret, a la que había estado unido durante siete años. Su gran pasión no se reducía solo al coleccionismo y transacción de objetos heterogéneos, muy apetecibles para los compulsivos coleccionistas de piezas antiguas, sino que también vitalizaba su organismo con grandes ingestas de tonificantes bebidas, destacando entre todas ellas la buena cerveza y el mejor whisky disponible en los establecimientos del ramo.

En su primer jornada de estancia en Rumanía  (de los tres días que iba a permanecer en las tierras conquistadas por el emperador de la antigua Roma, Trajano), tenía previsto dedicar la primera tarde para visitar un espectacular castillo del siglo XVI, en Transilvania, al que la leyenda vinculaba como residencia del enigmático y temido conde Drácula. Por una serie de avatares organizativos y de imprevisión personal se retrasó en la llegada a la monumental fortaleza, accediendo a la puerta de entrada de la misma cuando quedaban sólo treinta minutos para la hora oficial de cierre, fijada para las seis de la tarde. Se había confundido con la hora a causa de los cambios que todos los países efectúan a partir de otoño. Aunque en la taquilla de la fortaleza le advirtieron que en media hora tendría que abandonar el pétreo recinto amurallado, debido a su interés por conocer este histórico enclave y a que durante el día siguiente tenía billete y hotel concertado para visitar otra ciudad, decidió pagar el importe del ticket accediendo de inmediato al interior del voluminoso recinto nobiliario.

Empezó a visitar las distintas dependencias del castillo, aplicando para ello una cierta presteza dada la limitación horaria de que disponía. En un momento determinado del recorrido, accedió a un lugar no autorizado para visitantes durante ese día (la cuerda que impedía el paso de entrada se había liberado y alguien la había apartado hacia un lateral de la puerta). De esta forma el inquieto coleccionista avanzó por un lóbrego pasadizo que le condujo a una zona de mazmorras, área dedicada a exhibir diversos instrumentos allí depositados, a fin de realizar tortura a los prisioneros del castillo. Mr. Standford se quedó extasiado al contemplar tan diversos y tétricos instrumentos para persuadir y castigar a los enemigos encarcelados del autoritario noble propietario: la silla de tortura, los grilletes, una maza con púas, látigos con piezas de metal en sus tiras de piel, poleas y arcos para “colgar” a los ajusticiados, gruesas cadenas con sus bolas de freno correspondientes, imponentes cilindros para dolorosos estiramientos e incluso descuartizamientos humanos, hachas, machetes, no faltando una tenebrosa guillotina (ciertamente con su gran cuchilla trapezoidal algo oxidada) … Henry se había “colado” en un lugar temporalmente cerrado a la visitas turísticas y ahora se sentía feliz “disfrutando de la visión y acceso manual a todas esas tenebrosas piezas de tortura, que buen dinero pagaría él a fin de llevarlas a los nutridos estantes de su tienda de antigüedades.

El reloj seguía cubriendo su innegociable marcha, por lo que el personal del monumento (a cinco minutos de la hora del cierre) comenzó a ir desalojando a los turistas y visitantes rezagados. Sin embargo Henry continuaba “enfrascado” con la visión y manejo de ese apasionante material, sin tener en cuenta que el monumento se estaba cerrando. Se le había ido “el santo al cielo”, a lo que habría que añadir es que este veterano y apasionado estudioso de la Historia padecía una cierta dureza de oído, todo lo cual favorecía su permanencia en ese espléndido y cultural aislamiento.

Serían las 19 horas cuando cayó en la cuenta de cual era la real situación en la que estaba inmerso. Pudo salir de la “sala de torturas” sin la mayor dificultad, pero tras recorrer varios espacios de la edificación palaciega en un ambiente de progresiva oscuridad (ayudándose de la linterna de su móvil) accedió a unas dependencias en las que no podía entrar, pues estaban cerradas con llave. En cuanto a la puerta del hall de entrada también permanecía inasequible, con los candados “bien echados”. Hay que añadir que la fortaleza palaciega estaba aislada en lo alto de una colina, rodeada por una densa arboleda. Para llegar a este monumento castrense había que caminar unos quince minutos desde la estación del tren de cercanías, situada a un kilómetro y medio del castillo, recorriendo una sinuosa carretera con un gradiente progresivo de elevación.

Analizando la peculiar e inquietante situación en la que se veía inmerso, comenzó a preocuparse seriamente. Todo a consecuencia, en primer lugar, de su ímpetu imprudente, por no haber hecho caso de las recomendaciones que le hicieron en taquilla ante la hora del cierre, obstinándose a entrar en la fortaleza cuando restaban escasos minutos para la hora de cierre. En segundo lugar, por haber penetrado  (bien es verdad que confundido por esa cuerda caída en el suelo, en unas salas que estaban temporalmente cerrada a las visitas del turismo. Y en tercer lugar por “olvidarse de todo” ante el profundo incentivo que le ofrecía el contenido de aquella sala dedicada a la tortura, con todo su tenebroso material para llevarla a efecto. En este contexto, la carencia de luz y comida (la tensión nerviosa le producía sequedad en su boca) en una noche bastante desapacible, agudizaba la incomodidad del voluntarioso galés.

Trató de establecer contacto telefónico con su hotel, pero presa de una notable presión nerviosa no recordaba el nombre del mismo, ni tampoco el número de teléfono con el que contactar. Se esforzó en llamar a la policía, pero en ese proceso comprobó con desesperación que la batería de su móvil estaba prácticamente vacía. Ese 1% de carga desapareció de inmediato, por lo que el dispositivo telefónico dejó de funcionar. Obviamente ya no pudo hacer uso de la aplicación linterna que hasta escasos minutos le había resultado de una gran ayuda.

Caminando desorientado, sólo con la ayuda de una tenue luz lunar, tuvo la suerte de “toparse” con una papeleta llena de residuos, encina de los cuales había un paquete de “gusanitos”(ese maíz inflado que tanto atrae a los niños y también a algunos mayores. Para su suerte  el contenido de la bolsa estaba prácticamente completo, probablemente su propietario la había dejado allí a poco consumir.

El tiempo fue avanzando, de forma paralela al incremento de frío y necesidad alimenticia  que el turista galés estaba padeciendo. Su desacertada experiencia estaba sucediendo en plano mes de Octubre, fecha en que la temperatura desciende notablemente por estas áreas del sudeste europeo.  

La tensión nerviosa también le produjo una intensa sequedad en su boca. Tenía urgente necesidad de tomar algo de agua pues la sed reclama una inmediata ayuda hídrica. En un momento concreto observó la existencia una ventana entreabierta, la cual estaba a ras de la calle interior a la edificación. Saltó a través de su marco y, tras caminar unos metros con mucha precaución para evitar los tropiezos, accedió a un patio de suelo adoquinado, espacio en donde percibió había un par de grifos y una manguera utilizada para el riego. Pudo entonces beber un poco de agua y así controlar un poco mejor su evidente tensión nerviosa y saciar su sed. Quiso la suerte que tras subir por una escalera y recorrer una prolongada balconada exterior (a la que le faltaban trozos importantes de barandilla, con el peligro subsiguiente de caída) avistase otro gran ventanal que se hallaba mal cerrado. Empujando una de sus grandes puertas, a sus 73 años (manteniendo una capacidad física admirablemente muy valiente) pudo saltar  hacia el interior ayudándose de las ramas de un arce frondoso y casi gigantesco. Se trataba de una sala noble, bien alfombrada y mucho más acogedora en su mobiliario. La no muy intensa iluminación lunar seguía facilitando una mínima orientación en la profundidad de la noche.

Había llegado al dormitorio principal de la residencia, en el que apenas pudo vislumbrar la existencia de un gran camastro que estaba rodeado y cubierto por un bien labrado dosel construido con madera de haya. Un gran crucifijo presidía esta gran sala, habilitada para el descanso de sus nobles propietarios. Tropezó en repetidas ocasiones con unos viejos y recios muebles históricos de pesada y contundente madera, debido a la muy limitada iluminación que entraba por las cristaleras que miraban al entorno exterior. Todos los enseres del espacioso dormitorio emanaban un aroma a “vida antigua” pues, además de un  gran aparador, primorosamente labrado y tallado, en uno de los lienzos de la pared habían ubicado una gran librería con ejemplares u obras bibliográficas que olían al más profundo aroma apergaminado. El iris de nuestra vista se suele ir acomodando a estas experiencias inesperadas sometidas a la carencia de luz, por ello Henry pudo medio vislumbrar dos imponentes pinturas realizadas al óleo, ciertamente bastante ennegrecidas por el paso inevitable del calendario. Se trataba de las imágenes del duque Wufarat y de su bella esposa, la también duquesa Olivia Crispina, señoriales y ducales figuras que, revestidas con ropaje ceremonial, miraban con fijación a su intrépido e inesperado invitado. El hambre seguía reclamando su protagonismo, pero no había nada para echar al estómago del intrépido galés, así que ni corto ni perezoso se dejó caer encima del camastro conyugal con el lógico ánimo de descansar. En el espacio exterior silbaba un viento pleno de ímpetu otoñal. A ese dinamismo eólico siguió un fuerte aguacero, cuyas gruesas gotas percutían con ritmo diacrónico sobre los gruesos vidrios “somnolientos” de los dos amplios ventanales que “iluminaban” la señorial estancia.  

Eran ya las 02:00 horas del siguiente día. Henry se despertó sobresaltado, a causa de unas tímidas y lentas pisadas que sintió sobre el suelo de la habitación superior. Esos pasos hacían cimbrear la vieja madera que cubría el suelo en gran parte del recinto palaciego. Junto a esos sonidos (no eran especialmente intensos) se mezclaban lo que parecían voces emitidas por más de una persona. Estos sonidos produjeron en el anticuario una sensación de miedo ¿Serían las almas de los ejecutados en la lóbrega mazmorra, los que clamaban justicia o atención? Profundamente asustado se cubrió aún más con los gruesos cobertores que a modo de colchas cubrían el destartalado camastro. La situación de pánico se le agudizó cuando escuchó unos golpes, también suaves, sobre los cristales de las ventanas. Levantó el cobertor con el que se había tapado la cabeza y percibió que allí tras los ventanales había dos ojos brillantes y “achinados” de color verdosos que le observaban con firmeza. El miedo seguía creciendo en su inestable estado anímico. Introdujo su cabeza de nuevo bajo el grueso cobertor con el que se abrigaba, pero de nuevo los cristales vibraron al ser levemente golpeados. Allí permanecían esos dos ojos brillantes que parecían suplicar se le franquease la entrada en el dormitorio. Se restregó bien sus ojos legañosos y al fin pudo vislumbrar la figura de un felino gordinflón que, por el frío, la lluvia y el hambre, reclamaba cobijo. Entonces el anticuario se incorporó desde la cama, dirigiéndose al ventanal con el ánimo de abrirlo. Así lo hizo y de inmediato el gato, bien mojado, se introdujo en la habitación, saltando con presteza a la cama en donde formando una caracola con su cuerpo se sintió agradecido por el calor que le llegaba desde el mullido cobertor. El ya más sereno anticuario se veía acompañado a partir de este momento en su inesperada y convulsa aventura. Ambos “personajes” descansaban bajo la severa mirada de los duques, sin duda enojados al ver a dos extraños seres descansando sobre la privacidad de su lecho.

06.00 horas, en el amanecer. El gran gato se incorporó desde su posición circular, emitiendo a continuación dos acústicos maullidos que despertaron a su adormilado compañero de cama. Continuando con sus intensos reclamos, el obeso felino se dirigió hacia el ventanal que se le había franqueado para su entrada y con la pezuña golpeó el cristal en repetidas ocasiones. Parece que estaba mostrando su deseo de salir de la habitación. Henry atendió esos gestos del animal y acompañó al gato en su salida (la puerta de la sala estaba cerrada con llave desde el pasillo exterior). Con gran cuidado y a pesar del gran frío reinante, siguió el camino que el animal recorría, con especial presteza no exenta de clase y señorío. Era evidente que lo quería conducir a un indeterminado lugar. Atravesaron el patio interior hasta llegar a un gran portalón de madera, en donde el gato agudizó sus acústicos maullidos. Henry abrió el gran cerrojo del portalón y para su sorpresa comprobó que era un habitáculo utilizado como establo. En su interior había dos voluminosas vacas, vinculadas o atadas con una larga cuerda a sendos mástiles también de tosca madera. Se desvelaba el comportamiento “costumbrista” del felino: estaba pidiendo que le facilitaran un poco de leche de los bovinos. Henry nunca había practicado el ordeño de animal alguno, pero en ese instante era la única comida o bebida a la que los dos “compañeros” podían aspirar. Haciendo lo que podía, con el recuerdo de algún documental visionado en la pequeña pantalla o en las escenas cinematográficas, pudo medio llenar un jarro de aluminio que localizó entre el pecuario mobiliario de ese no muy amplio establo. Vertió algo de leche con la que llenó un plato de cerámica, poniéndoselo por delante al felino que, en breves minutos, dio buena cuenta de su apetitoso manjar. También él probó algo de la leche, tras un primer trago de tanteo. Bebió lo que pudo del mismo jarro que había utilizado para el ordeño, saciando su sed y esa sensación de necesidad alimenticia que se le había agudizado durante la larga y desangelada madrugada.

Volviendo a recorrer el mismo camino, volvió a la cama en donde unas horas después fue despertado por un par de vigilantes, acompañados por otros dos miembros uniformados que debían pertenecer a la policía rumana. Le indicaron, correcta pero enérgicamente, que les acompañara, introduciéndole posteriormente en un coche policial que se desplazó con presteza a un puesto policial próximo.

Allí, en la oficina de seguridad y con la ayuda de un intérprete, pudo explicar la aventura que había protagonizado, en esa aciaga tarde/noche, desde luego inolvidable para su persona en el acerbo testimonial de la memoria. El comisario Grigore, cabello negro, ojos “saltones” y grueso mostacho encanecido, le estuvo escuchando pacientemente, sin mover un músculo de su rostro ante la peculiar historia que narraba el ciudadano galés Henry Standford, turista circunstancial por los territorio de la Dacia. Después de unos minutos de deliberación entre el comisario y el inspector de zona, le fue impuesta una sanción de 800 Lei (moneda actual de Rumanía, a pesar de su entrada en la Unión Europea el 1 de enero del 2007) equivalente a unos 200 € o 170,85 libras esterlinas. Grigore, en realidad un policía comprensivo y bonachón, le dio una buena regañina por no haber respetado el horario de salida del monumento, por haber permanecido sin autorización en una propiedad estatal y también por haber descansado en el lecho matrimonial de los duques. Además de la multa, le cobraron 10 Lei por el valor de los dos litros de leche (capacidad del jarro de aluminio utilizado) que habría consumido el turista galés y el gato acompañante (al que por cierto denominaban Mihai). Le explicaron que las dos vacas eran propiedad de unos monjes cuyo pequeño monasterio estaba situado en una estribación de la colina, a unos ciento cincuenta metros de la fortaleza.

Mr. Henry Standford decidió abandonar aquella misma tarde la capital de la Romania, la Dacia de Trajano, en donde había protagonizado una azarosa aventura, debido a su testarudez e imprudencia ante el cumplimiento de las normas establecidas.  Nadie reparó (salvo él mismo) que bien oculta entre sus pertenencias estaba guardada una preciosa y valiosa daga remachada con brillantes y otros aditamentos minerales de singular belleza, probablemente de origen otomano, que el duque tenía entre sus tesoros armamentísticos. Henry actualmente la expone con orgullo en la parte noble de su museo de antigüedades, como símbolo y recuerdo de aquella tormentosa noche, en el aposento conyugal de los duques de Campioforme, madrugada de fantasmas, mitos y hambre, sólo aliviada por la fraternal compañía del felino Mihai. Por supuesto, a pesar de las suculentas ofertas recibidas, la emblemática y espectacular daga, joya armamentista de gran valor, no se encuentra en venta, a pesar de las numerosas ofertas que el satisfecho anticuario recibe en orden a su adquisición.-  

MR. STANFORD Y SU ATRIBULADA EXPERIENCIA
EN LA ROMANIA


José L. Casado Toro  (viernes, 26 ABRIL 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


viernes, 12 de abril de 2019

LA INFLUENCIA MIMÉTICA, COMO ELEMENTO TRANSFORMADOR DE CARACTERES.


Ocurre en muchas circunstancias y experiencias de nuestra vida. La influencia territorial, ambiental y personal suele actuar sobre nosotros de una manera sorprendentemente decisiva, con ese mimetismo anímico e incluso físico que tan poderosamente nos condiciona, tanto por su positiva eficacia, ayudándonos a mejorar en todos los aspectos, como también por su negativo ejemplo, transformándonos en voluntades pusilánimes, débiles o sometidas.

Y esta influencia mimética no la percibimos solamente en los seres humanos. Otros organismos de la naturaleza sufren o gozan esa sorprendente operatividad, que ejerce su acción correctora en uno u otro sentido. ¿Podemos citar algunas muestras ilustrativas? Son meridianamente abundantes, a poco que nos detengamos unos segundos en nuestra  celeridad existencial, esa que tanto nos aturde y “embrutece” impidiéndonos realizar la saludable práctica de analizar con serenidad nuestro entorno. Existen  muchas plantas (ya sea en el medio natural o en una simple maceta del hogar) que puestas “aquí” fructifican y florecen, mientras que “allí” colocadas se marchitan y “desaparecen”. Solemos echarles la culpa, de estas contrastadas respuestas de lo vegetativo, al contexto ambiental. Pero todos sabemos que no es sólo el marco meteorológico el causante de tan diversas respuestas. Hay algo más, no nos debe quedar duda al respecto. Otra muestra de estos condicionantes: el espacio donde nos ponemos a estudiar o a escribir. Elegimos para ello un determinado lugar y vemos, con pesar, que no avanzamos apenas en nuestra intencionalidad estudiosa. Cambiamos de habitación, de biblioteca, de iluminación o de franja horaria. O simplemente la silla donde nos sentamos: a partir de ese momento, nuestra concentración se potencia y a nuestra voluntad llega un poderoso dinamismo que repercute en los resultados de nuestro propósito intelectual. Una llamada telefónica que recibamos o una persona conocida que nos encontremos en nuestro paseo, puede ejercer una influencia inesperada, positiva o negativa, como reacción de la compleja estructura psicológica que nos sustenta. Incluso algunos deportistas suelen aludir al “miedo o estímulo escénico que sienten, al competir en un o u otro estadio. No debemos prolongar innecesariamente estas digresiones  iniciales, que sustentan de forma meridiana la importancia del contexto “ambiental” u otras influencias en el contenido de la siguiente historia.

Cada día que transcurre, en la cronología de nuestros calendarios, resultan más importantes estos trabajadores de acción social, dada la prolongación de la esperanza de vida en las personas y las circunstancias sociales en las que hoy una amplia mayoría de ciudadanos estamos inmersos. Hay que referirse en esta valoración profesional, a todos aquellos cuidadores, hombres y mujeres, de personas mayores, trabajadores que bien preparados llevan a cabo la compleja y difícil función de atender a los adultos, que en la actualidad pueden alcanzar edades inusuales si miramos las décadas que nos preceden. Alina, 43 años, es una de estas profesionales que presta sus valiosos y cualificados servicios en el ámbito de la dependencia.

No todo el mundo sirve o acepta llevar a afecto este importante servicio de solidaridad generacional. Principalmente porque a las personas que ayudan, ya muy mayores y que viven el último recorrido de sus vidas, camino de la estación final, con diversos niveles de dependencia o incapacidad (debido a su edad, grado de salud y diferente  formación) no son fáciles de atender y tratar en sus específicas necesidades. Sumidos en dolores y molestas incapacidades, su frecuente difícil carácter es un factor que problematiza este asistencial trabajo que se presta tanto en los domicilios particulares como en establecimientos y residencias específicas, organizadas para atender esta dura etapa de la ancianidad en la ciudadanía. El carácter de estos adultos mayores, que soportan numerosas limitaciones físicas e incluso psíquicas, se torna en general caprichoso, hipersensible, egocéntrico, malhumorado, con respuestas y comportamientos un tanto infantiles que, en ocasiones, no dudan en aplican la agresividad de palabra y trato hacia sus cuidadores, negándose incluso a colaborar con aquellos profesionales que se esfuerzan en ayudarles. La avanzada edad que detentan en sus identidades también propicia y favorece esa otra dependencia hacia la toma de medicamentos, ingesta continua y exagerada de barbitúricos que incluso complica y deteriora su difícil equilibrio anímico y físico. Muchos de estos ancianos  no aceptan o son incapaces de asumir sus inevitables limitaciones, por lo que se rebelan ante un entorno próximo, tiñendo  su carácter de un acerado criticismo, acritud y enfados persistente.

El trato diario con estos dependientes, es obvio, debe estar caracterizado por el aporte de un intenso cariño y comprensión, además de una enorme capacidad de paciencia.

Alina nunca ha sido ajena a estas complejas realidades, dados sus ya largos años de profesionalidad en el servicio de esta cada vez más necesaria función asistencial. Todo ello en el seno de nuestras actuales sociedades, marcadas por la premura en el tiempo, el estrés relacional, la ambiciones en el trabajo y los egos personales, mejor o peor disimulados. Durante largos años, esta cuidadora había tenido que convivir con un doble ejercicio “profesional”: atendía la dependencia no solo ya en los domicilios ajenos, como profesión, sino en el suyo propio, como hija. Efectivamente, era la única descendiente de una madre que enviudó siendo relativamente joven y que no supo asumir la pérdida de su marido, agriándosele el carácter y descargando en Alina, sus frustraciones, carencias e inseguridades. A pesar del difícil trato que recibía de una madre de difícil temperamento, al paso de los años quiso y supo atenderla ejemplarmente cuando ésta señora, llamada Eloisa, añadió a su degradada forma de ser una serie de limitaciones físicas que agudizaron su patente dependencia. Han sido muchos años en los que Alina ha tenido que ejercer una doble acción de asistencia a mayores, tanto dentro como fuera de su hogar. Por lo tanto, esta situación personal y profesional también le ha ido condicionando, año tras año, hasta afectarle en la normalidad de su equilibrio anímico.

Alina Mallada, que sigue permaneciendo en estado de soltería,  perdió a su madre hace ya casi cuatro años. En la actualidad es una mujer que soporta algunas fases depresivas, con una evidente y preocupante adición a los medicamentos. Obviamente, en su trabajo con los mayores se esfuerza en disimular esos problemas de tristeza, cambios inesperados de humor,  nerviosismo, miedos injustificados e incluso comportamientos compulsivos, pues de otra manera complicaría y enrarecería una situación ambiental (el trabajo con dependientes) ya de por sí plena de dificultades y necesitada del mayor equilibrio y autocontrol.  

¿Pero es que esta cuidadora de mayores carece de vínculos con amigas u otras personas o con familiares cercanos? La verdad es que su círculo de amistades es muy reducido. Aquellas antiguas compañeras de la infancia y adolescencia escolar formaron sus propias familias y hoy día solo se intercambian correctos y rápidos saludos, en los encuentros inesperados por las calles o en la vorágine clientelar de los grandes centros comerciales. Aquellas antiguas amigas y conocidas centran hoy su interés en sus propias familias, con sus cónyuges, hijos y ya no pocos nietos. Hace unos años tuvo una fase de apertura hacia el ámbito religioso, practicando (especialmente durante los fines de semana) esa sociología de sacristía y prácticas litúrgicas de eucaristías, triduos y novenas que, de manera paulatina, fue perdiendo vigor, autenticidad  e interés en sus motivaciones y sentimientos de fe hacia todo lo clerical. Su vinculación y ardor religioso es en la actualidad en sumo fría, respetuosa por supuesto, pero sin el menor protagonismo vincular con las personas que asisten a diario al templo de la barriada en que siempre ha vivido.

En estos momentos su dedicación asistencial está centrada en dos familias, entre las que reparte las horas disponibles durante la semana, entre lunes y viernes.  Trabaja cinco horas diarias en casa de una señora octogenaria,  llamada Candelaria, llegando a este domicilio a las nueve en punto de la mañana y volviendo a su casa después de la comida que realiza con la anciana dependiente y con  su hija, maestra en un colegio público de educación primaria y dejar la cocina organizada. Esta señora a la que atiende es un tanto quisquillosa e impertinente, pero sabe sobrellevar bien sus continuas exigencias, pues entiende que a esas elevadas edades los modales de las personas dependientes no son elegantes, desde luego, por esos achaques físicos, bastante continuos y molestos, que tanto degradas el carácter.  Las tardes de los lunes, miércoles y viernes, también tiene otra familia a la que atender. Se trata de un matrimonio muy mayor, cuyos dos hijos (también de elevada edad) residen en el mismo bloque, pero en pisos diferenciados con el de sus padres. Les atiende en su aseo, les prepara comidas, que guarda en el frigorífico para los días en que no acude a la casa, especialmente para el fin de semana, limpia un poco las habitaciones y les da esa “oxigenante” conversación que tanto se agradece, sobre los temas más rutinarios y coloquiales. Fuensanta ocupa las horas tejiendo sus calcetas y ganchillos, con labores que Aline se ocupa de dejar en una mercería cercana, para  su posible venta, con la que incrementar la modesta pensión que recibe su marido Rodrigo, un antiguo miembro de la legión española, que padece una inmovilidad del 60 % además de un carácter muy difícil, por su arrogancia, exigencias y lenguaje “agresivo” con todo el que puede, especialmente con su sometida esposa, a la que trata de manera machista y despectiva, con una desconsideración verdaderamente irrespetuosa. Aline trata de “pasar” de los gritos y palabras soeces que recibe esos tres días a la semana, por parte de este anciano de ideología profundamente ultraconservadora. En estos domicilios de dependientes, las diversas cadenas televisivas son poderosos aliados de estos cuidadores a domicilio, a fin de tener algún respiro y poder realizar las labores de la casa s﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽enen o dormitan frente el plasma embriagador de sus pantallas  os de estos cuidadores a domicilio, a fin de que prepar`és, mientras sus veteranos propietarios se entretienen o dormitan frente el plasma embriagador de sus pantallas al mundo exterior.

El trabajo cotidiano en estos domicilios, la atención casi continua a las repetidas peticiones de estas personas mayores y a la actitud frecuentemente irascible e inconformista de los abuelos, van mellando la resistencia anímica de Aline, que trata de compensar su cada vez más degradado ánimo con la toma continua de barbitúricos y medicinas  recetados por su médico de cabecera. Muchas veces se observa ante el espejo, viéndose envejecida e incluso descuidada en su ornato, llegándose a preguntar una y otra vez si este trato con personas tan mayores no le estará influyendo tanto en lo físico como en lo anímico. “¡Si es que siempre he estado rodeada de personas mayores… parece que todo se “pega”, y ello afecta a mi físico y a mi propio carácter que se va degradando y agriando al paso de los años!”.

“Alina ¿tienes unos minutos? Desde hace algún tiempo te quería comentar algo y a esta hora de las tres y media no creo que entren muchos clientes en la farmacia. Con el calor que hace hoy ¡parece que terral! la gente está con los refrigeradores y echando una buena siesta. Sabes que son muchos los años que llevo detrás de este mostrador. Incluso me estoy planteando hacer un buen traspaso, pues ofertas no dejan de llegarme. Esta farmacia, por su ubicación tiene un estupendo nivel de venta, de clientes y vecinos muy fidelizados. Te conozco desde que eran una niña, cuando venían con tu madre a comprar las medicinas. Te he visto crecer y tu misma me han contado en ocasiones como te van las cosas, confianza que siempre he agradecido. Como otras personas, eres para mi más que una cliente. Te considero una buena convecina e incluso amiga. Y como te comentaba, desde hace meses, incluso más tiempo, me preocupas. No ya sólo por la cantidad de medicinas que te echas al cuerpo ¡tantos antidepresivos…! Ese no es bueno para una persona, aún joven como tu eres. Y te lo digo con la franqueza propia de un comerciante de fármacos que le interesa vender ¡Que duda cabe! No sólo por tanto Valium y similares que te rectan en el ambulatorio. Sino porque veo tu semblante y creo que no estás bien. Se que trabajas cuidando a personas mayores. Tu misma me lo has comentado en varias ocasiones, por si yo conocía a alguien a quien le pudieras ayudar. Es un trabajo admirable el que haces, pero muy difícil por la naturaleza de las personas con las que tienes que convivir diariamente. Y ese contacto con personas de tan elevada edad, con sus antojos, exigencias, limitaciones, enfermedades y altísima dependencia, no me cabe duda de que te está afectando. No te enfades, por estas palabras sinceras que te transmito. Te veo “avejentada” físicamente y afectada anímicamente. Apenas has cumplido los cuarenta y …. El trabajo que realizas te está influyendo en demasía, en lo físico y en el ánimo. Y para colmo, apenas tienes familia.

Toda esta larga exposición viene a cuento de que me gustaría ayudarte. Porque es una pena que a una persona que conozco desde que eran una adolescente, la vea ahora “dependiendo” de tantos fármacos y rodeada tantas horas del día de personas muy complicadas, por su edad y padecimientos. Te explico. Tengo una sobrina que es maestra, especializada en educación infantil. Siempre le gustaron los niños pequeños (tiene tres, en su matrimonio) y después de algunas sustituciones, , cuando finalizó sus estudios, solicitó un préstamo bancario (que yo avalé) y comenzó poniendo una pequeña guardería, que ya ha ampliado en dos ocasiones. Cada día tiene más clientela (ya sabes que el barrio es de los más grandes que tenemos en Málaga, por la cantidad de bloques y familias que aquí conviven) y me comenta que le cuesta trabajo encontrar personas solventes, trabajadoras y eficaces, para cuida y jugar con los pequeños. Incluso ya han montado su propio comedor. Yo podría hablar con mi sobrina, se llama Carolina (todos le llaman Carol) y seguro tendría un puesto para una persona como tu que eras formal y muy trabajadora. No me cabe duda que tratar y estar rodeada de niños pequeños, con la limpia alegría que transmiten, te haría mucho bien. Podrían echar una mano en la cocina y en el comedor de la guardería (le pusieron un bonito nombre EL JARDÍN DE LAS HADAS). Te adaptarías a este cambio de trabajo y a este cambio de personas con las que tratar en el día a día. Los niños pequeños siempre transmiten alegría. Las personas muy mayores, no siempre lo saben hacer. Piénsatelo. A poco que me des tu conformidad, te presento a Carol. En realidad ya le he hablado en varias ocasiones de ti”.

Quien pronunciaba esta hermosas, sensatas, generosas y fraternales palabras no era otro que el muy bien apreciado boticario del barrio, D. Nicolás Alma del Valle, veterano y siempre servicial profesional de los productos farmacéuticos. “Bonachón” de carácter, certero en sus consejos y con esa mirada apacible que transmite sosiego, aunque siempre hábil observador de una agradecida clientela a la que quiere servir y ayudar, como primera premisa de su trabajo diario. Alina, aquella tarde de sábado, había ido a reponer esos fármacos a los que se había vuelto adicta y que cada vez eran menos eficaces para aportarle es tranquilidad de ánimo que a lo largo de la semana iba perdiendo con su trabajo asistencial. Tuvo la suerte de encontrarse con un excelente profesional quien, además de facilitarle los productos de las recetas prescritas, abrió un camino de luz y esperanza en una mente y organismo clara y penosamente degradados por la convulsión. 

Tras agradecerle a Nico (así deseaba el farmacéutico que se le llamase) sus buenos consejos, así como la disponibilidad de un interesante camino para cambiar de actividad (al menos temporalmente) le prometió estudiar con serenidad esta atractiva opción para trabajar con otras personas, muy diferentes en la edad y entusiasmo vital con relación a esos ancianos que, en su caso concreto, tanto le estaban influenciando en su degradada estructura anímica. Ella, que no había gozado de la dulce experiencia maternal, tenía ahora la dulce posibilidad de acercarse al mundo de la infancia, a fin de ayudarles en esas edades tan tempranas de la vida, recibiendo a cambio esas miradas, gestos y sonrisas de inocencia, que tanto bien le podían reportar. Paseó durante el resto de la tarde por la zona playera de la Malagueta, meditando y meditando la inteligente oferta y el buen consejo del amigo Nicolás.

Apenas el astro solar había iniciado su pausada despedida vespertina hasta el necesario descanso, la atribulada cuidadora emprendió el camino de vuelta hacia su domicilio. En su largo paseo junto al oleaje del mar había tomado  la firme y valiente decisión de volver a pasar por la farmacia de Nico, a fin de rogarle que le pusiese en contacto con su sobrina Carolina. Estaba dispuesta a dar ese innovador paso al frente, gracias a las sabias y convincentes palabras que el observador y paciente farmacéutico le había transmitido hacia sólo unas horas.

Han pasado ya casi doce meses desde estos eventos. La vida actual de la antigua cuidadora de personas mayores ha gozado de una profunda y saludable transformación. Trabaja en la escuela infantil de Carolina, ejerciendo diversas funciones que le reportan ilusión y autoconfianza. Reparte su tiempo preparando la cocina escolar, organizando la disposición del comedor, ayudando en lo posible la actividad de las monitoras que controlan los juegos y actividades de los pequeños y sintiéndose feliz al estar rodeada de esa sana y desbordante vitalidad que transmiten los niños, influencia mimética que ha transformado muchos aspectos de su existencia. Apenas acude ya la farmacia, aunque toma el bus en ocasiones para visitar y saludar a don Nicolás quien, en el pequeño huerto que se ha montado en su casita de campo, enriquece su tiempo cultivando verduras, frutos y también algunas aromáticas flores. Este benefactor farmacéutico traspasó la propiedad de su farmacia y hoy disfruta de la vida privada y apacible junto a Carla, su bella mujer. “Qué bien te veo, Alina. Desde luego que tomaste la mejor decisión. En la vida hay que ser valiente para emprender nuevos rumbos en nuestro trabajo, en nuestras ilusiones y proyectos, sin olvidar por supuesto las raíces que nos sustentan. Te percibo como más joven, más serena, pero sobre todo, más feliz”.

A sus cuarenta y cuatro años de vida, esta antigua cuidadora de adulto sopesa emprender la valiente y compleja aventura de ser madre, vital experiencia que colmaría sus esperanzas de realización personal.-

LA INFLUENCIA MIMÉTICA, COMO ELEMENTO TRANSFORMADOR DE CARACTERES.


José L. Casado Toro  (viernes, 12 ABRIL 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga