viernes, 22 de febrero de 2019

AHORA DESPUÉS O TAL VEZ MEJOR MAÑANA.


Se trate de un defecto, costumbre, hábito, inseguridad, carácter o indecisión, arraigado en muchas personas, lo cierto es que dilatamos, de manera inapropiada, la solución de nuestros problemas, sean éstos de naturaleza leve o, lo que resulta más preocupante, de mayor y trascendente complejidad. El caso es que muchos piensan, anclados en el error, que dejando pasar el tiempo ese asunto que nos afecta se va a resolver “milagrosamente”, cuando la realidad nos indica que, en una mayoría de ocasiones, permanecerá incómodamente ahí anclado en nuestra vida cotidiana, sin que el paso del calendario dé solución al supuesto conflicto.

Hay una muy acertada frase, que resume con inteligencia esta necesidad o premura de acción en los asuntos pendientes. Dice más o menos así: “no dejes para mañana, lo que puedas resolver hoy”. Dicha frase parece que es atribuida a uno de los “padres fundadores” de los Estados Unidos de América, Benjamín Franklin (Boston 1706-Filadelfia 1790), cuya vida fue admirablemente dedicada a la acción política, a generar inventos útiles para la humanidad y a la investigación científica. Es cierto, los problemas o dificultades difícilmente se arreglan o superan por sí “solos”. Sin embargo la experiencia nos muestra que ese “ahora” lo vamos convirtiendo en “después”. Ese “después” en “mañana”. Ese mañana en pasado, más adelante o, incluso en ocasiones, llegándose a ese “nunca” verdaderamente desaconsejable y desalentador.

Esta forma de actuar no es inteligente, pues además de no superar ese problema, necesidad o dificultad que nos afecta, perdemos la tranquilidad, el disfrute o el goce que nos llega cuando hemos finalmente superado aquellos asuntos pendientes que teníamos anclados en nuestra conciencia, agenda u obligación. Los ejemplos serían muy variados, tanto en su naturaleza como en su importancia intrínseca. Veamos algunos: ordenar ese cajón o carpeta, donde todo está confusamente revuelto. Reparar el grifo que gotea, perdiendo agua sin la mayor utilidad. Responder a esa carta o llamada pendiente. Sustituir los zapatos que me están haciendo daño en los pies. Encontrar los minutos necesarios para leer una novela que tenemos sin acabar. Salir al campo o practicar el ejercicio físico que programé para cada una de las semanas. Continuar con el autoaprendizaje del idioma foráneo. Consultar al médico esa molestia que sigue sin mejorar. Reservar unos siempre gratos  minutos para compartir un café y la densidad de las palabras con un amigo. Borrarme al fin de esa asociación a la que nunca asisto. Proponerme ser más amable con los demás. Prestar más atención a mi interlocutor. Sentarme bien en la silla que tengo dispuesta ante el ordenador. Y un muy largo listado de asuntos, proyectos y obligaciones, que se van dilatando, sin solución, un día sí y el otro también.

El padre de Águeda, Benigno Urdial, ejerce la medicina como propietario de una clínica privada de odontología, con excelentes resultados profesionales y económicos. Es persona de terco carácter, modales imperativos, gestos que potencian su incardinado autoritarismo, mentalidad política ultraconservadora y acendrado catolicismo de “etiqueta”. Cuando su hija cursó los estudios de la Enseñanza Secundaria, este padre hizo todo lo posible para que el itinerario escolar de Águeda siguiera el camino más adecuado a fin de acceder a la Facultad de Medicina, aplicando su intolerante persuasión. Su única descendiente tendría de continuar en el futuro la senda que, con evidente éxito, él estaba desarrollando profesionalmente.

Pero Águeda, no muy afortunada en su físico, pero con una admirable voluntad en el esfuerzo ante el estudio, carecía del necesario carácter para contradecir los dictados de su autoritario padre, impuestos en los detalles más sutiles. Ya no sólo en la elección de los estudios que iba a seguir su hija o el centro educativo donde los recibiría, sino también en otros variados aspectos de la vida (horarios, contactos con amigos, vestimenta, ocio, lecturas, etc). Esta postura fue provocando en la adolescente la conformación de un carácter sumiso, dócil, complaciente, temeroso, con una personalidad no habituada a contradecir a sus padres ni a sentar las bases de su propia autoafirmación. Tras superar brillantemente las pruebas de acceso a la universidad, en modo alguno pasó por su mente oponerse a la voluntad del “patriarca familiar”, que señaló la facultad de medicina como el destino sin discusión  a donde ella habría de ir, con el fin de ir cumpliendo, punto por punto, la programación normativa “impuesta” a su vida. 

Su propia madre, Brígida Campiata, mujer también eclipsada por la soberbia personalista de su marido, comprendiendo que también su hija se estaba viendo afectada anímicamente por ese autoritarismo paterno, sin atreverse a enfrentarse directamente con él, animaba a la adolescente a que alguna vez dijera no a las imposiciones arbitrarias e imperativas de un padre que estaba degradando y anulando la personalidad de una persona en puertas de acceder a la mayoría de edad.  Águeda asentía a los consejos y sugerencias de su madre, con esas palabras, manifestadas sin convicción, de “Sí, madre, ya lo haré. Te confieso de que estoy decidida a hacerlo, pero necesito más tiempo para tener el valor de oponerme a sus dictados”. Pero cuando llegaban las crispadas ocasiones, en las que pensaba dar el paso valiente y necesario de responder a su padre con un justo ¡basta ya! no se atrevía,  no se decidía a dar ese paso personal y se decía para sí misma “ya lo haré en otro momento”.

La hija del Dr. Urdial se especializó en la rama médica de odontología y estomatología. Desde mucho antes de finalizar los estudios, cumplía filialmente con la obligación impuesta por su padre de ayudarle durante unas horas cada día en la prestigiosa consulta, vinculada ya en estos momentos a una importante cadena odontológica que operaba en las principales ciudades del territorio nacional. Una vez que Águeda estuvo en posesión de las certificaciones oficiales correspondientes, una placa con su nombre acompañaba a la del propietario y director de la clínica. Pero esta joven especialista no se sentía feliz con la profesión que ejercía, debido a la tozudez de un padre que no variaba su hoja de ruta ni un milímetro, sin importarle la libertad de decisión de las personas que con él convivían. La joven seguía careciendo del valor suficiente para marcar su propio camino en la vida y aunque en variadas oportunidades quería sentar las bases de su propio protagonismo, una y otra vez lo iba postergando “para una mejor ocasión”.

Desde que era una adolescente, Águeda Urdial mantenía en lo más recóndito de su ser una afición oculta, que se iba convirtiendo en una vocación frustrada. Esa ilusión consistía en estudiar artes escénicas. Durante su época escolar pudo desarrollar algunas experiencias en este modalidad de la interpretación artística. Pensaba, con la patente inestabilidad de su carácter, que formándose y actuando en los escenarios (incluso, si la ocasión se le presentara, en los platós televisivos o cinematográficos) se sentiría más feliz y realizada en lo humano. Sin embargo, un día tras otro, su ocupación consistía en arreglar bocas y dentaduras imperfectas o deterioradas, por el azar de la naturaleza genética o el descuido perezoso de las personas con respecto a sus piezas dentales arraigadas en la mandíbula.

Quiso la “traviesa” o caprichosa suerte que una tarde de primavera, Belinda, compañera auxiliar de clínica, le comentara que tras su jornada laboral iba a encontrarse con su pareja, el cual era encargado y profesor de TALÍA, una escuela privada de artes interpretativas. Águeda se mostró interesada por el comentario, inquiriéndole información acerca del tipo de centro, ubicación y otras características pues, una vez más, sentía que debía dar ese paso al frente y disfrutar practicando una actividad que estuviera en concordancia con su voluntad y mentalidad. Aunque la duda estuvo dificultando (como en otras tantas ocasiones) la realización de su firme propósito, le pidió a su compañera si podía acompañarla tras el cierre de la consulta, para hablar con este joven llamado Paulo y sopesar la conveniencia de inscribirse en alguno de sus módulos interpretativos. Como las personas que asistían a este centro tenían que desarrollar sus obligaciones laborales, esta academia privada habilitaba unos horarios muy flexibles para las clases, teóricas y prácticas, que incluso llegaban hasta la medianoche. Tras dialogar con este agradable y receptivo  joven, la siempre dubitativa Águeda quedó, en esta afortunada ocasión, inscrita en uno de los módulos que ampliaba su tiempo en dos horas y media los sábados por la tarde.

Por supuesto que a don Benigno no le llegó información alguna de la decisión que había adoptado su hija sin consultarle (ciertamente animada y motivada por Paulo). Al intransigente progenitor le hubiese escandalizado conocer que su única hija practicaba el aprendizaje teatral con esos “poco recomendables” personajes de la farándula. Para la joven, aquel paso dado al frente fue un hecho trascendental en su opaca existencia autónoma. Por primera vez en la vida estaba haciendo aquello que le gustaba y atraía desde que era adolescente. Y esa actividad la desarrollaba de espaldas a su padre pues, muy próxima a la treintena, todavía se veía obligada a dar cuenta en casa de sus salidas y actividades fuera del ámbito clínico, en donde su propietario y director (situación absurda e incomprensible) la tenía bien controlada, a pesar de no ser ya una niña o joven en minoría de edad.   
Viendo las prometedoras cualidades de su nueva alumna, Paulo la integró como intérprete secundaria en una interesante y desenfadada obra, que uno de los grupos estaba preparando para concurrir a un concurso de teatro experimental o alternativo, patrocinado por la Consejería de Cultura de la administración autónoma. Para su participación en dicha obra, cuyo nombre era Bajo la luna blanca de la esperanza, la novel intérprete tuvo que ampliar sus horas de ensayo, además de aquéllas otras que tenía ya contratadas el sábado por la tarde. El caso era que la temática de esta pieza teatral “alternativa”, escrita y dirigida por el propio Paulo,  exigía que todos los participantes en escena, en un momento determinado del argumento, tuvieran que mostrarse prácticamente desnudos ante el público. Esta circunstancia, aunque hizo dudar en principio a nuestra protagonista, no impidió que continuara con los ensayos, sobre todo porque en esa muy íntima y desinhibida escena, las luces palidecían en azul, creando un ambiente nocturno muy apropiado para facilitar la exposición de unos cuerpos desprovistos casi totalmente de ropa u otros complementos. La cólera de don Benigno hubiera sido inenarrable, si hubiera tenido conocimiento de que su proyección filial estaba vinculada (y muy feliz) a tan especiales e “indeseables” actividades.

La representación de la obra, ante un público mayoritario de jóvenes universitarios, fue todo un éxito. El elenco de intérpretes se sintió muy a gusto y desinhibida “sobre las tablas” y la propia Águeda comprobó que ese era el camino para reafirmar su propia personalidad. Una noche, cuando volvía a su domicilio bastante feliz al tener conocimiento de que el grupo en el que estaba integrada había sido reclamado para representar la pieza teatral en otras localidades de Andalucía (incluso en algunas distritos universitarios fuera de la Comunidad) reparó acerca de un sobre sin remite que estaba en el buzón de su domicilio y a ella dirigido. Ya en su dormitorio, abrió el mensaje y para su sorpresa comprobó que era un desagradable anónimo. En su breve contenido se le decía que si no rompía con su vinculación al grupo teatral y con las personas que lo componían, se enviaría la foto adjunta, junto a otras similares, al padre de la destinataria. Dicha foto, tomada el día de la representación, mostraba el cuerpo de su persona en esa escena tan peculiar y valiente ante el público. De inmediato Águeda llamó a Paulo contándole el desagradable hecho. Ambos estaban iniciando una relación afectiva, a espaldas de Belinda. Dedujeron que, de alguna forma, la frustrada joven había tenido conocimiento de este acercamiento sentimental entre ambos y que ella u otra persona cercana a la misma era la autora del tan delictivo y amenazador envío.

Lo curioso del caso es que la relación profesional en la consulta médica entre ambas mujeres, aunque cada vez más fría y distante, se hallaba dentro de una educada normalidad y corrección. De todas formas, Paulo pidió a su nueva “secreta” pareja que le diera algún tiempo para resolver el antiguo vínculo que mantenía con Belinda, pues quería poner fin a su antigua relación con un cierto tacto, a fin de que su pareja “oficial” aceptara con racionalidad la nueva situación. Pero no habían pasado dos días de estos hechos, cuando al volver a casa después de estar un rato paseando con Paulo, Águeda se encontró con D. Benigno, quien visiblemente enfurecido y con los ojos que parecían salírsele de sus órbitas oculares, le mostraba un conjunto de fotografías, tomadas en el día de la representación escénica, láminas similares a la que ella había recibido con el cobarde anónimo. La crispada y sonora escena, desarrollada en el salón de estar del domicilio y con la presencia silenciosa de Brígida, fue definitiva para la ruptura afectiva entre dos personas: un padre “dictador” embargado por una soberbia enfermiza y una hija que por fin rompía el cruel e inexplicable sometimiento al que había estado sometida, deparado a una persona mentalmente desequilibrada. Las durísimas palabras y gestos que ambos se cruzaron rompieron todos los lazos de acuerdo y racionalidad para el futuro. Los acontecimientos, al paso de los días y a partir de este violento enfrentamiento, se aceleraron en las vidas de todos los protagonistas de esta compleja y convulsa historia.  
Han pasado ya muchas hojas del calendario. ÁGUEDA abandonó no sólo el domicilio y  la consulta médica de su padre, sino también el ejercicio de una profesión para que carecía de la necesaria y básica actitud vocacional. Su cada vez más exitosa entrega a la actividad escénica le reconforta no sólo en lo económico, sino también en el equilibrio y madurez personal. Tuvo la sensatez de aprovechar la oportunidad que las circunstancias le depararon y no dejarla para después o mañana. Ella y PAULO continúan viviendo en el apartamento de éste, formando una feliz, muy “moderna y liberal” pareja, gracias a que el director teatral le pidió y obtuvo de ella su condescendencia y  tolerancia para la innata libertad de movimientos que él apetecía, derivada de su edad (seis años más joven que Águeda) y de su peculiar forma de ser. DON BENIGNO decidió jubilarse, debido a su ya avanzada edad. Traspasó la propiedad de la consulta a un grupo médico propietario de una cadena odontológica. Tras llegar a un acuerdo económico de separación matrimonial con BRÍGIDA (que volvió a sus raíces familiares, en el sur de Italia, rehaciendo su vida sentimental con un veterano y viudo terrateniente dedicado a la producción vitícola) ingresó  como lego en la orden religiosa de los Jerónimos, dedicándose a la oración, al estudio y al paciente cuidado de la jardinería claustral. Su inestable y desequilibrado carácter ha encontrado al fin la sosegada y necesaria terapéutica, en la paz silenciosa y reconfortante de un silencioso monasterio, enclavado en la austera naturaleza de la planicie castellana. En cuanto a BELINDA, continúa trabajando como auxiliar de enfermería, tras haber aprobado unas oposiciones convocadas por el Servicio Andaluz de Salud. Por cierto, Águeda nunca ha llegado a saber quien fue realmente la persona que envió las “muy útiles” fotos a su padre, hecho que precipitó su ineludible y beneficioso cambio de vida. Belinda siempre ha negado, con sincera y firme convicción, que fuese ella la autora de los dos desleales y denunciantes anónimos.-


AHORA DESPUÉS O
TAL VEZ MEJOR MAÑANA


José L. Casado Toro  (viernes, 22 FEBRERO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


viernes, 15 de febrero de 2019

COMUNICACIÓN Y EQUÍVOCOS, EN EL DÍA DE SAN VALENTÍN.

El cansino ritual de las conmemoraciones, fiestas y otras celebraciones del calendario, continúa con su puntual andadura temporal, año tras año, mes tras mes, en las semanas y los días. Y ello sucede sin que los cambios que la vida nos presenta interrumpa su cíclica y “aparentemente” renovada llegada a todas esas agendas, personales y mercantiles, de nuestros hábitos y costumbres consolidadas.

En este mes de febrero, en una anualidad cuyos dígitos suman el número 12, destaca, entre otros eventos festivos, el gesto amable y cariñoso del jueves 14, con la efemérides del día o fiesta de San Valentín, “patrón de los enamorados”. Es de sentido común: a lo largo de todo un año, hay abundantes motivos y oportunidades para expresar ese cariño y la amabilidad entre las personas, con el intercambio o donación de un simbólico, testimonial, modesto u oneroso presente. Sin embargo, esta fecha del catorce de febrero representa un “algo más” en ese gesto, detalle o atención, que se tiene con la persona amada. Más que el regalo en sí, ya sea una flor, un libro o una joya, lo que verdaderamente importa en la conmemoración del 14 F. es el grato recuerdo, el agradecimiento, la valoración personal, las dulces palabras, las sonrisas, el cariño y las cálidas miradas, que son intercambiadas entre una pareja de novios, unos cónyuges o esos amigos íntimos. Todo estos valores, por encima de las expectativas y markéting de ventas que tengan los grandes almacenes o esa humilde tienda de barrio, regentada por una entrañable persona conocida desde “toda la vida”. Parece que estamos de acuerdo en que cualquier fecha del año puede ser importante para la proximidad afectiva entre las personas, sea cual sea el vínculo o motivación que las relacione. Pero en el día 14, festividad de San Valentín, la oportunidad para esa manifestación cariñosa es más significativa y apreciada, dentro de un mes que es por naturaleza de meteorología difícil y complicada, para esa templanza corporal y sentimental que todos necesitamos y agradecemos.

Paralelamente a esta introducción reflexiva, hay un importante aspecto que, progresiva y erróneamente, va germinando en muchos matrimonios, en las parejas, en los familiares y también en los amigos y convecinos. SE trata de un olvido que perjudica el entendimiento, la proximidad, la complicidad, la amistad y por supuesto el afecto. Ese elemento que aletarga, que “evapora” sibilinamente y que enfría y enrarece los sentimientos, provocando opacidad afectiva, no es otro que el de la falta o carencia de comunicación interpersonal. ¿A qué puede ser debido esta grave realidad? Tal vez a una consecuencia de la vida acelerada, superficial, vaciada de sosegados y fructíferos valores que, de manera inconsciente o con la soberbia de los egos, va penetrando y destruyendo tantas buenas armonías, tantos viejos vínculos, tantas afectivas complicidades. Como consecuencia de todo ello el supuesto cariño se va degradando y “palideciendo, horadando los pilares sentimentales y la fuerza incontestable del amor. Veamos una curiosa y divertida historia, ambientada en este festivo contexto.

Los propietarios del 3ª B y del 4º A tienen una positiva y amistosa relación vecinal. En todos los bloques de viviendas, hay convecinos que se llevan mejor o peor, otros que básicamente cruzan los saludos del “buenos días” o el “buenas tardes” y también aquellos que, a pesar de llevar conviviendo largos años, no han logrado aprenderse el nombre completo de la vecina del 2º A o del inquilino del 7 C. Sin embargo entre esos dos vecinos separados por sólo una planta de escaleras o ascensor, las relaciones son muy cordiales y centradas en esos diálogos insustanciales, en esa ayuda para el tomate o la hierbabuena “que se me ha acabado” e incluso en ese trozo de pastel que he cocinado y que te traigo “para que lo pruebes”.

Cierta tarde de Febrero, serían las ocho y pico en el reloj, cuando Lobato Cabrales, 48 años, estaba solo en su domicilio viendo un partido por televisión, sonó el timbre de su casa, la 4º A del bloque. Tras abrir la puerta, se encontró y saludó al vecino del 3º B, Telesforo Utrilla, 53 años, quien portaba una caja de cartón, de medio tamaño, entre sus fornidos brazos.

“Buenas tardes, Lobo. Vengo a pedirte un favor. Ya sabes que la semana que viene es el día de los Enamorados. Le he comprado a Remigia como regalo esta VAJILLA DE LOZA GRANADINA. Le quiero dar una sorpresa, pero es que ella (te lo he comentado a veces) se las arregla para controlar todos los rincones de la casa. Así que aquí estoy por si me la podías guardar en algún hueco que tengas y el día 14, cuando vuelva del trabajo, subo a por ella? Te lo agradezco mucho, hombre. Es que tenemos la costumbre, desde hace años, de regalarnos algo en esta fecha. Ya ves, he querido que sea una cosa útil para la casa, pues no me gusta regalar tonterías "romanticonas" o bobaliconas, de esas que no sirven para nada”.

Lobato se mostró solícito en atender el favor que le pedía su amigo y vecino de bloque. Tomó la pesada caja (parece que contenía 20 piezas) y le buscó hueco en uno de los altillos del armario de obra que estaba encastrado en el pasillo de los dormitorios. Como el partido de fútbol que estaba en pantalla era interesante, ambos vecinos se sentaron a verlo, junto a dos cervezas en sus manos que harían más grata la velada. Lo que ninguno de los dos conocía es que, un par de días antes, la propia Remigia había hecho lo mismo que su marido, con respecto a una lujosa caja de madera que había comprado, conteniendo tres caras botellas de vino tinto de Rioja, reserva del 2012. Pidió a su vecina Gonzala Blanquilla, esposa de Lobato, que le guardara el suculento y onerosoi presente que había comprado como regalo para entregar a su cónyuge en el día San Valentín. Telesforo era un gran bebedor y muy aficionado a todo lo que tuviera algo que ver con la práctica de la enología (ciencia, técnica y arte de producir vino). En este caso concreto, Gonzala guardó rápidamente la caja con las afamadas y costosas botellas, en un viejo armario que tenían dentro  de un pequeño trastero, que habían encargado construir en el hueco de su amplia plaza de garaje.

Fuese porque a ninguno de los dos se le ocurrió sacar el tema o porque realmente la comunicación entre ellos era cada día menor, tanto en cantidad como banal en calidad, los dos regalos guardados, por encargo de sus vecinos, eran desconocidos para Lobato y Gonzala respectivamente. Y esta carencia entre ellos, para compartir la cosas de cada día, iba a tener unas consecuencias especialmente jocosas, en la jornada del jueves 14 de febrero, santoral de San Valentín. Pero antes de comentar la embarazosa situación que acaeció en ese día, hay que narrar un hecho que sustenta el gracioso equívoco.

El sábado por la mañana, anterior a la festividad del Día de los Enamorados, Lobato bajó al garaje de su bloque dispuesto a lavar el coche, organizar el maletero y a reponer unas escobillas del parabrisas, ya que las anteriores estaban muy gastadas. Quiso el azar que abriera la puerta del pequeño armario, encontrándose para su sorpresa con esa espectacular y valiosa caja de vino tinto. Un tanto extrañado pensó, con algunas dudas, que sería cosa de Gonzala, quien habría guardado allí el preciado regalo. Su confusión procedía a causa de que su mujer y él no practicaban la costumbre de regalarse presente alguno por esa sentimental festividad. Le daba vueltas a la cabeza y … entonces cayó en la cuenta. El año en curso marcaba el veinticinco aniversario, de cuando él y Gonzala se habían unido en santo matrimonio. Dedujo que era un regalo que ella le había comprado, para dárselo en el inminente día 14 de febrero. Decidió no decirle nada del descubrimiento, para no “aguarle” la sorpresa. Al tiempo se propuso salir esa tarde y pasarse por el centro comercial, a fin de comprar algo para su mujer y entregárselo el mismo día de San Valentín.

Pero el carácter de Lobato era en sumo impulsivo. No pudo o supo reprimirse, por lo que antes de seguir con la limpieza del vehículo, ni corto ni perezoso abrió una de las lujosas botellas, y se tomó un buen “lingotazo” de su preciado y embriagador contenido. Se dijo: “total, es un regalo para mí, porque a Gonzala nunca le ha gustado beber alcohol. Ella es una mujer de refrescos. Verdaderamente este vino está de gloria, es exquisito. Como dicen por la televisión, parece que es un milagro o “néctar” de los dioses”. Así que, entre ese sábado y el jueves de la festividad, fueron frecuentes los “paseos” que el “sediento” vecino del 4ºA realizó hasta su plaza de garaje, donde sosegaba su paladar sorbiendo el correspondiente vaso de tinto, la mejor medicina para el cansancio acumulado después de todo un día de duro trabajo, subido a los andamios de las obras. Lógicamente el nivel de la botella fue decreciendo, pues ya no era uno solo el paseo que realizaba al volver del trabajo, sino que buscaba algún motivo que otro para volver al garaje y “cumplimentar el animoso saludo” hacia la muy valorada y cada vez más vacía botella. El propio miércoles, no pudo superar el impuso irrefrenable de abrir una segunda, de las tres que contenía la “espectacular” caja de vinos. 

Las “casualidades” existen en nuestra existencia, aunque no pocas veces también nos tenemos  que esforzar en hallarlas o propiciarlas. El martes, previo a la festividad de san Valentín, Gonzala buscaba por todos los rincones de la casa un termo antiguo, que hacía tiempo no usaba. Precisamente era para prepararle café caliente a su marido, pues a éste lo habían destinado en el trabajo a un erial del extrarradio “perdido en medio de la nada”. Era una zona proyectada para su urbanización, pero que todavía carecía de viviendas, bares o restaurantes a un par de kilómetros a la redonda, en donde poder tomar un café al mediodía o después de comer el contenido que los albañiles habían llevado en sus fiambreras. Miraba por un sitio y otro de la casa y el termo no aparecía. Lo había usado poco, por lo que estaba segura de no haberlo tirado a la basura o regalado a persona alguna. Poco antes del almuerzo se subió a una silla, a fin de mirar en el altillo del armario del pasillo. Para su alegría allí estaba el dichoso termo, perdido detrás de un par de mantas nuevas que hacía unos meses le había regalado su nuera Eladia por su cumpleaños, compradas en una oferta por Internet. Sin embargo, en un lateral de ese armario observó la presencia de una caja de cartón, en cuyo exterior se leía “VAJILLA DE CERÁMICA, estilo granadino. 20 piezas”.

Empezó a darle vueltas a la presencia de esa vajilla nueva, cuya existencia le era totalmente desconocida. Pronto cayó en un estado de profundo sentimiento emocional.

“El pobre Lobato, aunque es muy “burro” para tantas cosas, sin embargo tiene un corazón de ángel. No me ha dicho nada, pero se ha acordado que en este año celebramos nuestras Bodas de Plata y el pobre ha querido darme una sorpresa. Seguro que tiene pensado hacerme este regalo pasado mañana, el día de los enamorados, cuando vuelva de trabajar. La verdad que no me explico este precioso detalle en una persona tan despistada y poco atenta como es Lobo. Pero en la cena de esa noche, cuando venga de la obra, la sorpresa se la voy a dar yo, poniéndole la comida en estos platos nuevos que piensa regalarme”.

¿Qué ocurrió el muy esperado jueves 14? A eso de las siete de la tarde, los vecinos del 3º B, Telesforo y Remigia subieron juntos el tramo de escalera, hasta la vivienda de sus convecinos del 4º A. Muy sonrientes, cuando llamaron al timbre de la puerta, venían a recuperar los regalos que habían entregado respectivamente a Lobato y a Gonzala, a fin de que se los guardasen hasta esa tarde, para no desvelar los “infantiles” secretos que ambos mantenían. En pocos minutos los semblantes de los cuatros amigos pasó de las sonrisas a una situación muy embarazosa. Cuando acompañaron a Gonzala al cuarto trastero, para recoger la caja de botellas, se encontraron con que dos de las mismas estaban completamente vacías. Los colores y el sofoco en el rostro de Lobato, que trataba confusamente de explicar lo sucedido, eran para dibujar una muy divertida imagen. Gonzala también se justificaba, un tanto presa de los nervios, de que algunos platos de la vajilla, que pensaba era un regalo de su Lobato, estaban puestos en la mesa para ser utilizados en la cena de esa noche. Telesforo y Remigia, no daban crédito a la jocosa escena: por efecto de una “divertido” confusión, sus respectivos regalos habían sido “entregados y utilizados por un erróneo destinatario”.

La relación entre estos vecinos no se ha deteriorado en demasía, después de estos desafortunados y traviesos hechos. Tras el burlesco sainete en la tarde noche del jueves, al día siguiente, tanto Lobato como Gonzala fueron presurosos a comprar una nueva caja de botellas y una vajilla de la cerámica granadina que después entregaron, con las excusas subsiguientes, a sus aún confundidos dueños. Telesforo y Remigia, con inteligencia y comprensión, trataron de quitar “hierro” a tan incómodo asunto. La causa última de todos estos errores y sofocos obedecía a esa falta de comunicación y franqueza de la que hoy día adolecen muchas parejas, al igual que sus amigos y familiares. Con un mínimo esfuerzo comunicativo (simplemente que el matrimonio Cabrales-Blanquilla hubiese realizado un pequeño comentario acerca del favor que sus vecinos les habían solicitado) se habrían evitado tan enojosos equívocos y ridículos.

Es bastante conocido el popular y tradicional dicho de que “hablando se entiende la gente”. Pero es que, de forma neciamente lamentable en muchas salas de estar, en los comedores de las viviendas, en las barras de los bares e incluso en los dormitorios para la intimidad, hemos creado, a tenor de la digitalización universal, la figura mecánica de los interlocutores electrónicos. ¿Es que se “dialoga” ahora más con el móvil, el tablet, el ordenador o con el monitor de televisión, que con la inmediatez de las personas físicas? Una vez más habría que hacer una llamada a la recuperación de la sensatez y la cordura, en el esfuerzo por humanizar nuestros actos, palabras y relaciones.-


COMUNICACIÓN Y EQUÍVOCOS, EN EL DÍA DE
SAN VALENTÍN

José L. Casado Toro  (viernes, 15 FEBRERO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga