domingo, 28 de julio de 2013

CANCIONES DE AMOR, PARA UN AUDITORIO AUSENTE.


Me gusta descubrir su existencia y disfrutar con esas posibilidades que generan, para sutil alimento del ánimo y la cultura. Son lugares con encanto, que pueblan y compensan el estrés acelerado que, desafortunadamente, azota en la selva urbana. Aquí en Málaga, entre la Alameda principal y el puerto malagueño, en esa geografía con plano en damero, donde calles estrechas se cruzan perpendicularmente dejando manzanas heterogéneas de antiguos edificios, algunos muy degradados por el paso del tiempo, se encuentra la SALA CHELA MAR. 

Hablamos de un trocito de la ciudad que nos recuerda a una burguesía, industrial y comercial, que habitó en este lugar durante el siglo pasado y que, con la evolución de los tiempos, ha buscado otros espacios residenciales para la preferencia de su acomodo. Hoy día, en los bajos y plantas de estos bloques de pisos, algunos penosamente deteriorados, otros ya restaurados o de nueva edificación, predominan los pequeños comercios, las oficinas y consultas de medicina, las entidades financieras, los bares, los pequeños hoteles y diversos servicios de restauración. En las últimas décadas, bajo el manto de la noche, sobrevuelan por sus calles y esquinas almas desencantadas y solitarias, que buscan e intercambian el mercado del amor, con la fragilidad de sus cuerpos y la ansiedad desbordada en los anhelos y consuelos.

Recientemente el Ayuntamiento se esfuerza por rehabilitar, física y sociológicamente esta zona, con el apelativo, foráneo y oportunista, del SOHO malacitano. Se trata de generar un barrio dedicado para la cultura, el ocio, el pequeño comercio y la restauración. La peatonalización de Muelle de Heredia, importante arteria vial que comienza junto a la Iglesia de Stella Maris, ha sido inteligentemente  afortunada. Muy bien terminada en su solería, se la ha dotado incluso de unas agradables muestras arbóreas, que gratifican vegetativamente el lugar. En sus aledaños, junto a la desembocadura del cauce del rio Guadalmedina, tenemos el Centro del Arte Contemporáneo, con un permanente esfuerzo municipal, expositivo y gratuito, digno del mayor elogio. También en esta zona funciona, pleno de actividad representativa, el veterano Teatro Alameda, ahora centrado en las artes escénicas, tras haber sido referente para la proyección de un cine diferente durante muchos años (tarea que ahora desarrolla el municipal cine Albéniz, anclado en un preciado entorno monumental, situado a muy pocos minutos de distancia). Y en pleno centro del nuevo Soho, ese pequeño lugar, pleno de encanto emocional, al que me refería al comienzo de estas líneas: los Artesanos de la Escena, Sala Chela Mar, en la calle Vendeja, nº 30. 

Este interesante punto de encuentro para la cultura está dirigido por Claudio Adrián Navas Marchioni, diplomado por la Escuela Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires. En este coqueto y reducido espacio (16 metros cuadrados de escenario, aforo para unas 70 localidades) se llevan a cabo cursos para disfrutar y aprender una gama muy variada de artes escénicas: teatro, danza, música, canto, percusión, yoga, pilates, etc. Además, durante los fines de semana, desfilan por su sala artistas de la más variada nacionalidad y género ofreciendo, al público asistente, la riqueza que atesoran por su indudable calidad interpretativa. En un lugar propicio para la comunicación artística, el diálogo y, muy especialmente, la amistad. Los asistentes a cada actuación pueden dialogar con los actores, a la finalización de su trabajo interpretativo, degustando una copa vino, refresco o tapa, con la que amablemente siempre invita la dirección del local.

Para este sábado sábado noche, en un julio muy agradable aún en su temperatura (sin el temible viento de terral, que tan bien conocemos los malagueños) estaba anunciada la actuación del grupo CALLE MANOUCHETTE. Este cuarteto musical iba a ofrecer un apetecible concierto de jazz a la francesa. Pero, a poco de que dieran las diez, hora fijada para su iniciación, sólo éramos seis las personas que esperábamos el inicio de la actuación. Pasando unos minutos de la hora prevista, se abrió la puerta de la entrada en la sala. Con una cierta tristeza en su semblante, Claudio nos anunció  que habían decidido suspender el espectáculo, dado el escaso número de asistentes. Que este concierto se volvería a representar en los próximos meses. Se nos devolvió el importe de la entrada y se nos invitó a degustar un trocito de empanada, bandejas que al efecto tenían ya preparadas para el tapeo final.

Sin embargo, de manera gozosamente imprevista, apareció la figura de Silvia González, voz, alma y cantante del grupo, quien se ofreció a regalar un par de sus canciones, para que nos pudiéramos marchar con el mejor sabor de boca. Era un pequeño milagro, en medio de la desilusión que nos embargaba. Agradeciéndole el gesto, sólo seis enamorados a la música, pudimos gozar de la dulce y melodiosa voz de Silvia, acompañada con la maestría de Antonio Yuste (guitarra acústica), Javier Berrocal (guitarra jazz) y Pepe Triano (contrabajo). Fue una entrañable interpretación en familia, con tres bellas canciones, sensibles y afectivas, finalizadas con La Vie en Rose. Silvia, peinando una corta melena, ojos castaños, sonrisa comunicativa, traje negro de falda-pantalón hasta los tobillos, collar plateado de media luna para el ensueño, actuó intencionalmente descalza. Tal vez queriendo estar más cerca de esa tierra que nos sustenta y define, ante la sensibilidad, misterio y grandeza de unas vidas que necesitan el hálito de la naturaleza. Aplausos, sonrisas, gestos y connivencia, para vernos en una nueva oportunidad en la que el público no se debe equivocar de una buena opción para la noche. Será mañana, tal vez pasado o siempre. Gracias, Calle Manouchette, por el ritmo melodioso y sensible de vuestro arte y generosidad.

Aún el minutero de la noche nos permitiría completarla con un sugerente y agradable paseo, por algún que otro de los espacios que dibujan y pueblan la ciudad. Eran muy pasadas ya las once, cuando nos mezclamos entre un numeroso público hambriento y sediento que aún  abarrotaba las terrazas, los locales de restauración, las tabernas y los sitios de copas. Granada, Larios, Merced, Uncibay, Calderería….. la gente seguía engullendo vorazmente para la necesidad, mientras vaciaba sus vasos y copas a fin de saciar la sed y propiciar los olvidos. Aquí sí había espectadores, con una densidad muy numerosa que, al tiempo, eran también intérpretes y protagonistas de una obra, espiritualmente menos sutil y sensible. Observando el diámetro de algunos “michelines, cualquier sensato observador podría aconsejarles equilibrar el alimento primario de la materia con ese otro, más sublime e intelectual, que nutre y vitaliza el espíritu. Sea una canción, una interpretación o una danza para la vida.

Esos valiosos espacios escénicos, para un público ausente, deben volver a sonreír, a comunicar e interpretar. La empatía, que nos proporciona el teatro, el baile, el cine, la dulzura o la fuerza en la palabra, el arte, la cultura en todos sus espectros para el color, nos enriquece, sosiega y vitaliza.

La noche se había hecho dueña absoluta del tiempo. Unos y otros volvíamos, con esa cuota diferencial de vivencias integradas, a nuestro destino en origen para cada uno de los días. Y allí, junto a unas luces adormiladas que ofrecen algo de color a una calle que se hermana a la Catedral, dos chicas jóvenes reclamaban con su música la atención de tantos y pocos peatones anónimos. Una de ellas, con ese fino rostro dibujado de angelical, entonaba estrofas en inglés. Su compañera, también de apariencia bohemia y afectiva, obtenía de una bien trabajada guitarra esas notas que endulzan los mensajes de las palabras. Apenas nadie se detenía. ¿Alguno realmente escuchaba? Esa calle, teñida de luces marchitas y pisadas inciertas, era un escenario abierto para gentes con prisas que disimulaban sus miradas. Unas pocas monedas en el suelo, reposaban y esperaban.-


José L. Casado Toro (vietnes, 26 julio, 2013)
Profesor

viernes, 19 de julio de 2013

INOLVIDABLE VELADA NOCTURNA EN LA CONCEPCIÓN.


Estas situaciones pueden ocurrir. Ciertamente, resultan un tanto increíbles pero, en la rareza de su desarrollo, encontramos el dulce encanto de las anécdotas posibles. Debemos situamos en un tórrido viernes de agosto, cuando el viento de terral irrumpe impetuoso por el oeste de nuestra querida ciudad. En mis clases de Geografía, trataba de hacer justicia acerca del origen de este flujo eólico, ardiente y combatiente contra la humedad que genera la bahía malagueña. Ese terral, que suele azotar a Málaga, durante ciclos ocasionales de dos o tres días, especialmente en julio y agosto, no procede del norte africano. Es un viento muy cálido, con origen en la meseta castellana, que incrementa su nivel térmico al descender por las vertientes penibéticas, debido al efecto del gradiente geográfico. Aunque procede del norte, entra en Andalucía y, de manera especial en Málaga, por la zona oeste, a causa del movimiento de rotación terrestre, según la conocida ley elaborada por un geógrafo llamado Gaspard Gustave de Coriolis (París, 1792 – 1843). Y hasta aquí, la Geografía. Resumo. Ese viernes, de la luna de agosto, soportábamos, con estoico sufrimiento, un calor de espanto.

Aparte del aire acondicionado y la funcionalidad de los edificios antiguos, por el aislamiento térmico de sus  gruesos muros, pensé que el lugar más apropiado para pasar la tarde, de una forma placentera, sería esta joya botánica que luce el patrimonio vegetal de Málaga. Hay zonas de la Concepción en que, dada la frondosidad y altura del arbolado, junto a la generosidad hídrica de los estanques y las cascadas, la temperatura refresca bastante y hace muy grata la estancia y el paseo subsiguiente. Hasta allí me dirigí con presteza, pensando en lo bien que me iba a encontrar en ese corazón central del llamado Jardín Histórico. Y aquí hay que anotar un primer elemento que explicará el desarrollo del relato. Botellín de agua. Esos caramelos de miel, que tan bien saben ayudar a las vapuleadas gargantas por la profesión. Y un libro para el goce de la lectura. Tal vez era una biografía, sobre un afamado personaje de la política española. Sí, creía que llevaba el móvil, pero la carterita de piel no contenía mi teléfono. Era otra cartera, muy similar, donde suelo guardar los pen drives o memorias USB para el ordenador. Esa confusión o error iba a resultar decisiva, para la evolución de la historia, como explicaré a continuación.

Somos muchos los que padecemos alteraciones en las horas del sueño. Y esto viene por ciclos. Hay épocas en las que descansas un poquito mejor y otras en las que te despiertas a esas horas que llaman de “las brujas” (la verdad es que no he llegado a ver ninguna por la madrugada, aunque tal vez no pudiera decir los mismo en horas diurnas…) y ya no vuelves a dormirte. Así, vas acumulando horas de déficit en el sueño que en algún momento se hacen explícitas, con un profundo cansancio, somnolencia e, incluso, con la crisis del agotamiento. Bien, pues ese viernes, de “autos” mi saldo en el descanso tenía claramente números rojos. El calor, el estrés, un viaje próximo…. todo ello había provocado ese ya conocido desequilibrio que se “combate” con los paseos por la naturaleza, los ratos de sol en la playa, junto al ejercicio con la bici o el disfrute de una buena película. Por supuesto que, esa tarde en el Botánico, pensaba iba a resultar de una eficaz y suculenta terapéutica, tanto para lo físico como lo anímico.

Tras un lenta caminata, por entre la zona de los miradores y las cactáceas, volví sobre mis pasos al bosque inmenso del Jardín Histórico, donde la temperatura era, lógicamente, bastante más grata. Y allí, cercano a esos puentecillos sobre los caminos del agua, me acomodé en uno de los asientos que invitan a disfrutar de la lectura, la reflexión o a percibir la acústica de esas aves que por allí sobrevuelan. A esa hora de las siete, en la tarde, mientras dibujaba las formas y letras de las palabras que el libro me revelaba, fui perdiendo la noción de la realidad. Me quedé profunda y gozosamente dormido. Los melodiosos sonidos de la naturaleza forestal, esa mezcla estimulante de frescor y humedad, el aroma íntimo a tierra mojada, la tranquilidad y el sosiego, todo ello facilitó ese letargo que se alió al cansancio previo, acumulado en varias noches de paciente vigilia.

Aun con la rigidez o incomodidad para el descanso, proporcionado por un tosco banco de madera, cuando desperté y miré el reloj, comprobé que mi sueño había durado cerca de las tres horas. Faltaban quince minutos para las diez de la noche. Buen descanso, sin duda, fue la frase que primero pensé. Ya había anochecido, aunque la luna llena blanqueaba gran parte del “palacio/jardín” con un manto de luminosidad que asemejaba el tímido amanecer. Me dirigí, con la precaución propia de la penumbra, hacia la puerta de entrada. Un buen conocimiento de las principales partes del recinto botánico me facilitó la seguridad en el desplazamiento. No me encontré a nadie. En realidad, no sabía si los guardas de seguridad realizan algún tipo de vigilancia durante las horas nocturnas. A medida que pasaban los minutos tomé conciencia de la situación. Aquella noche, Málaga iba a inaugurar su famosa feria de agosto. Previsiblemente, no iba a tener compañero alguno en esa maravillosa prisión de naturaleza, a escasos kilómetros del centro de la ciudad. Me aguardaban horas muy largas, hasta que la luz de la luna se mezclara con la del alba esperanzada al amanecer.

Sin teléfono para reclamar ayuda, comenzé a estudiar la posibilidad de un salto que me hiciera salir al exterior. Pronto deseché la idea pues la zona amurallada hacía inviable la acción, a menos que me expusiera a una lesión de incierta gravedad. En cuando a las zonas cercadas por tela metálica (como la que protege el camino o ruta alta forestal) tampoco hacía posible el salto o escalada correspondiente, a causa de la elevación lógica de la valla protectora. Viendo que mi encierro iba a durar hasta la mañana siguiente, traté de controlar los nervios y afronté mi situación de naúfrago aislado en medio de un inmenso y precioso mar vegetal.

Desde la puerta de entrada, bien cerrada, me acerqué al Museo Loringiano. Las decapitadas esculturas romanas que rinden guardia, cercanas a este bello templete dórico tetrástilo, me observaban con gesto de asombro preguntándose (con la voz baja de mi imaginación) qué hacía yo por allí en esas horas que sólo a ellas pertenecen. Caminando pausadamente, con la precaución lógica ante la escasa luminosidad, entré por el Jardín histórico, cuya bóveda vegetal dificultaba aún más ese necesario baño de luna para la sonrisa. Me detuve, entre estanques y saltos de agua, en el Arroyo de la Ninfa. Aquí sí, un rayito de luna iluminaba su bello rostro, mientras seguía vertiendo agua desde el misterio de su ánfora mágica. Los nenúfares se mostraban encantados, con la grata compañía de esta frágil deidad femenina. Acompañado del gran concierto que tañe la orquesta de las cascadas de agua, alcancé el Cenador de las Glicinias. Dada la hora, Jorge Loring Oyarzábal y Amalia Heredia Livermore ya se habían retirado a la Casa Palacio pues hoy, sin invitados a los que atender, apetecían gozar del descanso ante un fin de semana señalado para los compromisos sociales. Y la Escuelita vacía, pues los hijos de sus empleados estaban de vacaciones, dadas las fechas del estío veraniego. El suelo, menos húmedo, de La Vuelta al Mundo en 80 Árboles, incrementó mi seguridad en el desplazamiento hacia esa búsqueda imposible para la salida.

11 menos veinte de la noche. Tanto andar, de arriba abajo y de un lado para otro, me había despertado el apetito. Solo tenía unos caramelos y un botellín, medio lleno, de agua para la “cocina”. Pero al menos disponía de algunas monedas, el único tipo de dinero que admitía la máquina expendedora de aperitivos, chucherías y bebidas. Pude así conformar un modesto menú, for have dinner, integrado por una bolsita de almendras, un batido de vainilla y una barrita o tableta de chocolate blanco. Eso de “cenar” sólo no me seducía, por lo que  volví (con una cierta precaución, ya que era la zona en donde menos llegaba la iluminación lunar) a la parte histórica del jardín, sentándome de nuevo junto a la bella ninfa que no deja de verter agua desde su cántaro a ese arroyo o canal, donde juegan los nenúfares y alguna que otra rana. A lo largo de mi frugal cena, la conversación entre ambos fue básicamente conceptual. Ella seguía acariciando, con su mirada sutil, las ondulaciones del agua, donde brillaban destellos luminosos regalados por las estrellas, mientras yo imaginaba que su voz era melodiosa, dulce y afectiva, aunque algo tímida en la sencillez de su locución.

A eso de las doce, el cielo comenzó a tronar con pausadas intermitencias. Recordé el protocolo iniciático de los días en feria: los fuegos artificiales. Me desplacé, todo lo rápido que podía, con algún que otro tropezón sin mayor importancia, al precioso templete o Mirador histórico situado en la majestuosa proa vegetal de la finca, que el timonel orienta hacia el sur. Desde allí se contempla una inmejorable y panorámica vista de la ciudad: las barriadas de Ciudad Jardín y las Flores (¡que preciosa toponimia!), el cruce de las autovías, la “puerta” del Limonero hacia el cauce del Guadalmedina, la finca San José, y allá al fondo Gifralfaro, la Catedral y el mar. ¡Siempre el mar! Sobre esa mágica visión de la Málaga nocturna, un manto celeste cromatizado de luces y sonidos, anunciaba el nuevo ciclo ferial. Bajo la coqueta cúpula cerámica del Mirador, apoyada sobre 8 esbeltas columnas, gocé del mejor palco posible en ese teatro de fuego y canto para la imaginación y el ensueño.

Una vez que el espectáculo finalizó, decidí buscar un lugar cómodo, dentro de lo posible, para pasar el resto de esa noche que prometía ser muy larga para mi peculiar situación. El templete del Museo loringiano podía ser una buena opción. También, el área de los estanques circulares con lotos, aunque la proximidad del bosque de bambúes, a modo de ejército presto para el ataque, me producía un cierto resquemor o miedo ante la incierta aventura. Al fin encaminé mis pasos hacia la zona de los edificios, liderada por la Casa Palacio de Jorge Loring y Amalia Heredia, que es observada, con puntual y simpático descaro, por el pequeño tritón del estanque. Subiendo la escalinata, hay unos bancos de madera, donde pensaba quedarme sentado, tal vez dormitando, el resto de esa larguísima y, tal vez privilegiada, velada de danza celestial nocturna.  Entre las más de 2000 especies vegetales que el Jardín atesora, aunque no se sea botánico, podemos elegir zonas más que atrayentes. Me llegué incluso a la placita del olivo cuatro veces centenario, pero los bancales que rodean a su grueso tronco no estaban suficientemente mullidos para una madrugada que prometía ser inolvidable en la memoria.

El terral se había despedido, casi sin avisar. Es traviesamente divertido e impetuoso en sus modales, pero llega y viaja sin apenas querer molestar. Un agradable frescor, que llevaba en sus alforjas cántaros repletos de humedad, comenzó a calar mi cuerpo, dada la escasa ropa que me guarnecía. Miré una vez más el reloj. Eran las tres y veinte y, allá arriba, continuaba sonriente la luna, muy bien acompañada por los destellos luminosos de las estrellas. Al fin busqué un espacio menos abierto, a fin de protegerme de ese baño rociero que mojaba e hidrataba. Allí cerca me esperaba el Cenador, ahora sin la romántica pincelada, violeta y primaveral, de las glicinias en flor. El poderoso ramaje, que cubría y envolvía el trabajo de forja, ofrecía algo de protección a fin de compensar una humedad que calaba mi frágil vestimenta veraniega. Me senté en el suelo, apoyando mi cuerpo en uno de los macetones, donde, a intermitencias, estuve dando alguna que otra cabezada hasta el amanecer.

Ya con la luz del día, escuché el sonido de ese vehículo para la vigilancia que utilizan los guardias de seguridad. Con el cuerpo un tanto magullado por la incomodidad de mi reposo nocturno, volví de nuevo al lugar de la Ninfa, donde hice un frugal lavado de cara y manos, con el agua que manaba desde el cántaro portado por la mitológica deidad. La ducha de las cascadas no eran apatecibles, pues la fría temperatura del agua apabullaba y congelaba el organismo. Llegué a la puerta del recinto que, esta vez sí, estaba abierta. El reloj marcaba las 8:40 del día. Un miembro uniformado de la seguridad no dejaba de mirarme, con cara de profunda extrañeza. Era obvio que no se esperaba encontrar a nadie ajeno al personal de trabajo, a esa hora tan temprana. Cuando advirtió que aún yo llevaba colgada de mi camisa la tarjeta identificatoria de la Asociación de Amigos del Jardín Botánico, evitó preguntarme cosa alguna. Nos dimos los buenos días y yo abandoné, con presteza, el recinto.

Cuando me dirigía hacia mi vehículo, estacionado en el parking desde la tarde anterior, reflexionaba acerca de la experiencia que me había tocado protagonizar. La suerte de pasar una noche en la soledad del Botánico, la iba a recordar durante toda la vida. En realidad….. no sufrí la angustia de la “soledad”. Tuve muy gratos, solidarios en la hospitalidad y naturales ….. compañeros. Cientos de árboles y flores, cascadas y estanques, ninfas y tritones, aves y ardillas, luces y sombras pero, sobre todo, un majestuoso palacio cubierto de luna y estrellas. Allí, en la naturaleza coral del Jardín Botánico Municipal La Concepción, el espíritu de Amalia y Jorge se hace solidario para la amistad, la sonrisa y los mejores recuerdos. Mañana, pasado, cuando narre algo de esta bella historia, provocará, a no dudar, la incredulidad y el anhelo y todas esas preguntas que sustentan la creatividad de un lindo recuerdo.-



José L. Casado Toro (viernes, 19 julio, 2013)
Profesor

viernes, 12 de julio de 2013

EL GRATO SABOR DE LAS REALIDADES OCULTAS.


Muchos somos los que gozamos con esa inigualable sensación de belleza, naturaleza y misterio, contenida solemnemente en el acontecer de la Historia. Como un buen ejemplo a citar, percibimos ese placer, plástico y anímico, al pasear, en un atardecer sin duda afortunado, por los jardines, fortalezas y dependencias que integran el monumental complejo nazarí de la Alhambra granadina. Sentimos la acústica del agua, que habla, llora, ríe y canta, formando parte escénica de un lugar sólo apto para corazones sensibles. Sonidos que surgen del lúdico pentagrama compuesto por la mágica comunicación de la Historia. Agua que desciende por un Albaicín guarnecido de cármenes y casitas modestas, donde el secreto ritual de las zambras morunas vive hasta todo lo que la noche quiere y baila. Hay misterio y ensueño en ese ritmo travieso del agua. escuchada pero no vista explícitamente ante nuestros ojos. Está ahí, junto a nosotros. Corre y vive con ritmo y delicadeza, pero su modestia la torna invisible, aunque no para la fuerza en los latidos que afloran del alma.

Algo parecido ocurre cuando oímos el trinar de los pajarillos y el resto de las aves que, desde el denso ramaje de la arboleda, convierten el pesar y el desánimo en esa alegría que justifica la vida. Efectivamente, se trata de otra acústica maravillosa que percibimos aunque no la veamos. Y, tal vez por eso, le concedamos más importancia, a fin de que alimente la imaginación y la frágil sensibilidad que en nosotros habita.

Cada día, tarde o mañana, se produce, a muy escasa distancia de nuestra sociabilidad o intimidad, ese misterio, oculto o real, que nos hace amar la vida por encima de todas las cosas. Elijamos algunos ejemplos, en la sencillez próxima del entorno. 

Puede ser ese anónimo vecino que, sin hacer alarde de su gesto, arregla aquella loseta suelta en el suelo que ya ha provocado más una caída, al final de la escalera.

También, ese conductor del bus quien, sin pedírselo, sabe esperar al volante, cuando te faltaban unos segundos para llegar jadeante a la parada.

No pocas veces he sido testigo de la nobleza en el gesto. Me refiero a esa señora que se ofrece, amablemente, a guardarte la documentación y las llaves del coche cuando, estando sólo en la playa, necesitas entrar en el agua a fin de nadar unos minutos para tu goce y necesidad.

En la vecindad o en el trabajo es frecuente el siguiente y ennoblecedor gesto. Un vecino o compañero que, conociendo la soledad en que vives, te regala un rato de conversación, a fin de compensar tu lógica necesidad de comunicar.

Y aquel profesor que conociendo tu bloqueo académico o anímico se te acerca, de manera espontánea, y te dice, con amistosa serenidad “ahora, lo que más me importa eres tú. Ya habrá tiempo, mañana o pasado, de aprender esa fórmula, recordar esos datos o escribir la palabra justa para el lenguaje. Los contenidos podrán esperar. Para mí, antes de todo está tu persona”.

Te hallas en un mercado público municipal. Compras unos pescados y, sin pedírselo, el vendedor o vendedora se te ofrece a limpiarlos o prepararlos, con una sonrisa para la proximidad.

O aquella otra taquillera del cine o el teatro. Ante la representación de una obra importante, y siendo escasas las localidades disponibles, hace todo lo posible por ubicarte en un buen lugar pues “en este otro, hay una columna que le puede molestar para su mejor visión”.

Estás en clase y hay, como tú, un par de compañeras que tenéis, por diversas causas, dificultad para seguir el ritmo global de la explicación. El docente ralentiza, hábil y técnicamente, el trabajo del día a fin de que esos alumnos, atrasados, no incrementen su distancia y desánimo con la mayoría de sus compañeros.

Como estamos viendo, abundan los ejemplos de estos gestos sutiles que despiertan la sonrisa y hacen más agradable la existencia. ¿Por qué me estaré acordando, en este preciso momento, de una estupenda y premiada película, titulada AMELIE, 2001? Dirigida por Jean Pierre Jeunet (Roanne, Loira, 1953) e interpretada por Audrey Tatou (Puy de Dome, 1976), una chica, con cara y alma de ángel, trata de ayudar y mejorar la vida en los demás.

Añadamos algunas otras imágenes y realidades, que ilustran el placer del relato.

Hay un familiar, amigo o vecino que acude a ti, a fin de pedirte un consejo, ayuda o enseñanza. Lo que realmente intenta, con esa delicadeza que proporciona el disimulo, es incrementar tu autoestima, en baja porcentual durante esos momentos. Igual consigue que vuelvas a sentirte importante y apreciado por el entorno y, lo que es más prioritario, por tu propia persona.

Quién no recuerda a ese funcionario que viéndote navegar en la confusión del papeleo y la malla informe de las secciones departamentales, se presta gustoso para acompañarte al lugar y a la documentación necesaria, a fin que puedas ver un poco de luz en las kafkianas estructuras de lo administrativo. Por supuesto, él sabe adelantarse a tu necesidad.

Y ahora ya, tras lo expuesto, vayamos a compartir una de esas historias que hacen aflorar el preciado valor de la sonrisa.  

Anais se encuentra emocional, física y laboralmente abrumada. En estos tiempos complicados para la economía, ella aún mantiene ese puesto laboral, al que llegó hace ya casi ocho años. Se trata de una importante empresa de mensajería y distribución de mercancías que, ahora, también prueba suerte en el sector turístico, para el aprovisionamiento de hoteles, apartamentos y el sector de la restauración. Ella, más otros tres compañeros, han de afrontar esa dura tarea diaria para el mejor el control de toda la estructura administrativa y contable, en el densificado grupo empresarial. Reside en un piso propiedad de su madre, viuda de hace muchos años y que ahora sufre diversos problemas de salud. Éstos exigen y conllevan una atención importante, en cuanto al tiempo de dedicación. Anais es madre de una niña, Cintia, que ha comenzado este curso la secundaria obligatoria, fruto de una relación fallida con una persona irresponsable y, casi desde que nació la niña, ausente. Parece ser que su pareja se trasladó, hace también algunos años, a Cataluña, pero de él nada más se supo. Pero el carácter, positivo y voluntarioso de esta trabajadora, hace que afronte sus obligaciones laborales y familiares con una profunda dedicación y eficacia que, poco a poco, ha ido mermando su resistencia física y anímica. Son numerosas las noches en las que apenas puede descansar, ante los problemas de salud que plantea una madre, con graves deterioros en su estructura orgánica. Sólo tiene la ayuda de una asistente social que acude a su domicilio dos días a la semana, durante unas horas por la mañana. También hay una generosa vecina de planta, a la que ha dejado la llave de casa, para que le ayude vigilando, de vez en cuando, alguna necesidad urgente para su madre.
   
En este contexto, bebemos referirnos a sus jefes. El interés empresarial está vigilante, pues ha detectado que su problemática personal está perjudicando la respuesta laboral de Anais, con un retraso más que perceptible entre sus obligaciones diarias. Hace dos días fue llamada por uno de los directivos de la empresa, quien le advirtió de este hecho. Básicamente le expuso que, en el caso que sus dificultades privadas siguieran condicionando la eficacia en su trabajo, la empresa tendría que actuar en consecuencia para poner fin a la relación contractual que con ella mantienen. Básicamente, en una fría entrevista, le concedió el margen de una semana, a fin de que pusiera al día sus obligaciones administrativas. En caso contrario, el despido se produciría sin mayor discusión o dilación.

Pero cuando esta mañana de lunes ha llegado a su mesa de trabajo, un tanto somnolienta pues ha tenido que despertarse en un par de ocasiones durante la noche, Anais se ha quedado gratamente sorprendida. Comprueba que los atrasos en su trabajo pendiente han sido resueltos. Observa, asombrada que, prácticamente, todo lo tiene al día. Se queda pensativa y confusa ante los expedientes y archivadores, que han sido actualizados y normalizados en su gestión. Neila, Javi y Pablo, continúan con sus tareas. Disimulan, ante la sorpresa de su compañera y  atienden al teléfono o teclean ante las pantallas de sus ordenadores. Al fin, Anais se levanta de su silla y se acerca a sus compañeros. Está  emocionada, pero acierta a decirles:

“Gracias. Esto que habéis hecho es verdaderamente maravilloso. Lo tenía todo desordenado y atrasado. Os ha tenido que llevar mucho, mucho tiempo y trabajo. ¿Cuántas horas, en el fin de semana le habéis dedicado a mi trabajo? Porque desde luego poner al día tantos expedientes de archivo no se hace en un rato. Os habéis sacrificado por mí. Sois muy buenos compañeros  y, sobre todo, mejores personas”.

Los tres compañeros de oficina sonreían. Se habían puesto de acuerdo para ir a la empresa el sábado por la mañana. Tuvieron que volver, tras la comida, ese día por la tarde, hasta poner en orden todo el papeleo que estaba atrasado. Aquel sábado no hubo campo, cine o fiestas. Pero se sentían felices por haber echado una mano a esa compañera y amiga que lo necesitaba. Y sin que ella lo pidiera. Con la sutileza de un estilo elegante y generoso.

Efectivamente, la vida mezcla sensaciones, gestos y realidades para el contraste, entre la bondad y la acritud. Ambos planos conviven y dialogan en el discurrir cotidiano del calendario. Resulta inteligente fomentar la generosidad, frente al egoísmo. La amabilidad, frente al desagrado. La alegría, frente a la desesperanza. La sencillez, frente a la ambición. Hay, existen, están, esas estupendas realidades ocultas que debemos hacer explícitas para generar la confianza, la verdad y el rostro amable de la sonrisa.-


José L. Casado Toro (viernes, 12 julio, 2013)
Profesor