viernes, 26 de mayo de 2017

UNA FLOR DIFERENTE, EN EL NORMALIZADO JARDÍN DE LA ADOLESCENCIA.

Aquel curso escolar, en el distanciado “atardecer” de los noventa, me había correspondido una de las tutorías más complicadas y atractivas, entre todas las que constituyen la E.S.O. En realidad cualquier nivel de la Educación Secundaria posee, analizando sus peculiares caracteres, la aventura del reto y la significación del encanto, en el importante y agradecido ejercicio de la acción tutorial. Probablemente también ocurre lo propio en el ejercicio de la Educación Primaria. Pero trabajar con un grupo de treinta y un alumnos, cuarto curso de la Enseñanza Obligatoria, tiene ese algo especial que ofrece el final de una decisiva etapa dentro de la compleja estructura escolar.

Siempre que me adjudicaban ese nivel comentaba y destacaba entre mis alumnos, durante los primeros días de clase, la importante realidad y singularidad que afectaba a dicho nivel. Con este curso finaliza el recorrido escolar por la educación obligatoria, con la muy posible consecución de ese primer título que tanta ilusión despierta entre los escolares y sus familias: la Graduación en Secundaria. Además, el 4º de la ESO llega a una edad de intensas transformaciones en la evolución de las personas: tanto en el aspecto físico del desarrollo, como en los cambios contrastados de carácter, con la llegada plena de la pubertad en la adolescencia. Los 14-15-16 son esos años en nuestra vida que nunca llegan a borrarse de la memoria. Los intensos cambios hormonales, la profunda actitud crítica ante la sociedad en la que estamos inmersos, la específica preocupación por la apariencia física, la transición entre una infancia que se aleja y esa primera juventud que hay que saber integrar, la difícil toma de decisiones para nuestra evolución académica en los estudios… Todo ello explica la trascendente labor que ha de ejercer aquel profesor que ejerza con responsabilidad e imaginación la función tutorial, en ese último curso obligatorio de la E.S.O.

Como era habitual en mi trabajo, organicé con especial  dedicación las primeras semanas del nuevo curso para el más amplio conocimiento de los alumnos que tenía bajo mi responsabilidad. Además de la hora de acción tutorial semanal, en la abierta colectividad del aula, dediqué diariamente unos minutos del recreo para entablar un pequeño diálogo privadamente individual con todos los escolares. Utilizaba un pequeño esquema de preguntas y cuestiones básicas, aunque siempre dejaba margen a esos interesantes datos y aportaciones que surgen en el seno de toda conversación. Tenía, por supuesto, junto a mi, un completo dossier o ficha que mis interlocutores habían rellenado durante la primera o segunda sesión tutorial, con una importante información que, prudentemente, habría de interpretar y aplicar. En estos quince o veinte minutos, la reacción de mis alumnos era especialmente contrastada y heterogénea, tanto en el contexto global de la entrevista como en la atmósfera de apertura o privacidad que a unos y otros caracterizaba.

Una de esas mañanas a comienzos de octubre, con esa mezcla del tardo verano otoñal que tanto nos gratifica, tenía ante mi a Selena. Era una chica natural de Marruecos, que llevaba residiendo en Málaga junto a sus padres desde hacía aproximadamente un año. Aunque solía seguir el orden alfabético del listado de clase, para la elección de los interlocutores, en ocasiones modificaba ese itinerario ante circunstancias especificas que me aconsejaban priorizar o anticipar determinadas entrevistas. Por su apellido, Selena ocupaba uno de los últimos lugares de la lista. Pero existían algunos elementos y factores que me aconsejaron citarla antes que a otros de sus compañeros. Me condicionaba la decisión ese factor que a una edad tan especial de los quince años tanto importa en los adolescentes: su imagen física. Aunque la chica tenía algo de sobrepeso, lo más destacado en ella era lo muy poco afortunado de su rostro. La situación se agudizaba pues, debido a un desgraciado accidente sufrido durante la infancia, el fuego había dejado destacadas secuelas en algunas partes de su cara y cuello.

Desde el primer día de clase estuve observando la actitud de sus compañeros con respecto a la chica. No parecía tener muchas amigas, según detectaba también durante los recreos. En cuanto a la actitud puntual de algunos compañeros y compañeras con respecto a ella, en algún momento tuve que intervenir, en las medida del tiempo que estaba con ellos, a fin de evitar desconsideraciones y algunas burlas obviamente desafortunadas e intolerables. Con extremado cuidado y prudencia, me dispuse a escucharla. En el momento de la entrevista, llevábamos ya más de tres semanas de clase.  

“Sí, profesor, este ambiente lo he tenido que soportar en otros colegios. Siempre es igual. Se ataca a lo que no es bonito. Yo me he acostumbrado a eso de ser “un bicho raro” y ahora ya  poco me ofenden. Pero no soy de piedra, por lo que muchas noches me he roto con las lágrimas. No entiendo que se puedan sentir más felices haciéndome sufrir. Y todo porque mi cara no les agrada. Es diferente… a esa normalidad que ellos tanto valoran.

La palabra “fea” hace ya mucho tiempo que dejó de asustarme. La naturaleza me hizo así y encima me llegó aquel accidente que estuvo a punto de matarme. Sólo me dejó estas marcas. Los médicos dicen que algún día se podrán quitar. Yo sé que Vd. me ayuda, al igual que los demás profes. Pero soy yo la que tengo que ganar el aprecio de mis compañeros. Ya lo hice en otros centros. Y he aprendido muy bien el camino. Nada de respuestas, violencias ni reproches. Tampoco me voy a encerrar u ocultar de las miradas ajenas. Yo sonrío y trato de ser amable con unos y otros. Devuelvo bondad, comprensión y ayuda a todos, especialmente a todos aquéllos que me miran como a un bicho raro. Al final me los acabaré ganando y sabrán apreciarme. Se lo aseguro”.

Quien con esta sencillez, racionalidad y grandeza hablaba, era una cría en la mágica edad de los 15, a la que los misterios de la naturaleza y los errores humanos dejaron un rostro muy poco agradable, desgraciado, en un concepto normalizado de lo estético. Escuchar con esa sencilla naturalidad asumir la realidad de ser “fea” ante las miradas escrutadoras de los demás, verdaderamente impresionaba. Y lo más trascendente es que Selena no necesitaba, era evidente, que yo le hablara acerca del contenido y la forma, de los grandes valores internos y de esa otra belleza espiritual que a ella, afortunadamente, le sobraba.

“Eres muy joven, pero te expresas y razonas como una persona de gran madurez. A veces el sufrimiento nos hace “crecer” demasiado deprisa, generando respuestas difíciles de entender pero que son, desde luego, admirables. La impropia madurez de tu adolescencia, me impresiona. Veo que a tu estilo, eres una gran luchadora. Y yo, junto a los demás profesores, queremos y necesitamos aprender de esa lucha incruenta, ejercida desde un corazón que reboza bondad e inteligencia. Lo que no voy a permitir, está en mi oficio, es dejar que te hagan daño. Mi ayuda, obviamente, no te va a faltar, aunque me dices que la solución para el aprecio general te lo vas a trabajar y a ganar. Pues … adelante. Me enorgullece tu actitud y fortaleza.  Estoy dispuesto a aprender de ti”.

El timbre, anunciando la finalización del tiempo de recreo, puso fin a este ejemplar diálogo que había dado mucho más de sí de lo que en principio esperaba. Me preguntaba si esos principios, que la chica apenas me había resumido, podrían operar de manera eficiente en la actitud receptiva y comprensiva de sus muy “inmaduros” y “superficiales” compañeros. Me prometió que solicitaría mi ayuda expresa, siempre que tuviese un conflicto que superara sus posibilidades de resistencia. Pero que entendiera su posición de ir avanzando, con su propia tenacidad y esfuerzo, en la apertura amistosa y comprensiva de un ambiente que todavía deparaba a su persona hostilidad e incluso desprecio. En mi fuero interno sentía un cierto escepticismo acerca de la capacidad de una persona tan joven y tan desafortunada en su rostro, para romper las barreras mentales que priorizan una escala de valores en los que reina la imagen sobre otros elementos, mucho más valiosos de la persona. Es cruelmente complicado eso de ser muy “fea”, en un contexto grupal cuyos integrantes apenas superan los quince años de edad.

Dejé correr las semanas, controlando y analizando las respuestas y actitudes, en unos y en otros. Focalizaba todos esos comportamientos en la persona de mi joven y relegada alumna, en la que veía pequeños avances relacionales, pero excesivamente limitados para todo el esfuerzo que estaría desarrollando, de lo que no me cabía la menor duda.

Antes de la llegada de Navidad, telefoneé expresamente a sus padres, a fin de mantener con ellos una entrevista privada. Quería conocer un poco mejor al grupo familiar que sustentaba la privacidad de Selena. Sólo logré que fuera su padre el que  asistiera a dicho encuentro tutorial. Se trataba de una persona agradable y receptiva, ante a mis preguntas y sugerencias acerca de su hija mayor (tenía otros dos hijos de menor edad). Persona con estudios, trabajaba como técnico en un centro de investigación agropecuaria del Parque Tecnológico malacitano. Me estuvo explicando aspectos muy interesantes en la infancia de Selena. Desde muy pequeña, la niña siempre mostró esa admirable fuerza y voluntad para hacer realidad sus proyectos e ilusiones. Me explicó que hubo un problema en la etapa final de la gestación, que dejó a su hija algunas secuelas físicas en el momento del nacimiento. Pero lo más desafortunado fue ese voraz incendio en la casa de unos tíos, que provocó visibles huellas en su rostro y cuello. Aunque no eran personas de una gran capacidad económica, visitaron algunos especialistas en cirugía, quienes recomendaron no actuar quirúrgicamente en su cuerpo y rostro, hasta que Selena alcanzara una mayor edad. Le comenté los propósitos de su hija para avanzar en una mayor integración con sus compañeros de clase, junto a la petición expresa que me había efectuado de que respetara su individualidad en el esfuerzo, a lo que accedí salvo si en algún momento percibía acoso o bullying hacia la persona de mi alumna. Quedamos en seguir manteniendo un fluido contacto, aunque ya me anunció que previsiblemente para el curso próximo él y su familia tendría que volver a su país de origen, por motivos profesionales.

La integración grupal de la chica fue avanzando en una línea de lógica normalidad, para nuestra satisfacción y la de su familia. De manera especial, colmó mi esperanza aquel jueves de marzo, cuando Selena se me acercó por el pasillo. Quería hacerme una confidencia, mostrando una actitud de incontenible alegría. “Profe, me han invitado para que asista al cumple de una compañera. Es la primera vez que lo hacen. Ese gesto me ha hecho muy feliz. Una invitación así me resultaba imposible, unos meses más atrás”. La felicité por el esfuerzo y los logros que estaba consiguiendo, a fin de ser considerada una compañera y amiga más.

También fue especialmente significativo, en relación con esta ejemplar historia, una entrevista tutorial que mantuve con los padres de un alumno al que todos llamaban Nando. Efectivamente este chico (Fernando, de nombre) representaba el prototipo en su grupo del “guapo” compañero de clase, muy bien parecido en su cuerpo, practicante de varios deportes, el típico “niñito bien” que encandilaba a su “alocado” grupo de admiradoras, dentro y fuera del aula. Este chico dotado de tantos atractivos flaqueaba, sin embargo, en esa materia del currículo escolar que a tantos se les atraganta: las matemáticas. Lo cierto era que, además de esa disciplina tan complicada para él, tampoco es que dedicara el tiempo necesario para el estudio, en su bien cargada agenda vespertina, según me reiteraban, un tanto desconsolados sus padres en más de alguna oportunidad para el diálogo. Pues bien, cercano ya el final del curso, esta situación académica fue mejorando para el bien apuesto Nando.

“En estos cambios, para las calificaciones de nuestro hijo, quiero comentarle la ayuda que está recibiendo por parte de una de sus compañeras de grupo. Algunas tardes estudian y meriendan juntos en casa y parece que con muy buen rendimiento en la mejoría que ha experimentado con sus mates y obligaciones escolares. Es una cría encantadora y servicial, aunque la pobrecita no ha tenido suerte con su físico…” No dejé que finalizaran su frase. “Se refieren a una chica marroquí, llamada Selena, ¿verdad?” Comprobaba, una vez más y con gran satisfacción, los movimientos inteligentes de esta ejemplar y muy joven alumna.

Han pasado los años, muchos otoños y primaveras, en el calendario vivencial de la memoria. Y es que hace unos días me encontré, haciendo limpieza de apuntes y materiales escolares, con un sobre de fotos, correspondientes a la fiesta de Graduación de aquel lejano junio del 93. En una de las fotos grupales, aparecía ella junto a sus compañeros de 4º. Todos sonreían, luciendo sus “bien elegidos” atuendos.

Como bien me anunció su padre, parece ser volvieron a su país a partir de ese verano. Creo recordar que citó la ciudad de Nador. Son ya unas veintitantas las anualidades transcurridas y no he vuelto a tener noticia alguna de esta ejemplar persona, a la que conocí en la flor de su adolescencia. Una flor “injusta e impropiamente” marchita, pero con una gran savia revitalizadora, para ejemplo y modelo de todos los que tuvimos la suerte de tenerla junto a nosotros.

Selena… Me pregunto cómo será tu vida en la actualidad. Te imagino formando parte, con el gran aval de tu bondadoso corazón, en ese gran jardín que integra nuestra heterogénea y cromática naturaleza. En esa naturaleza la belleza no se halla sólo en la epidermis de lo superficial, como tú bien conoces, sino precisamente en todos esos valores internos que enaltecen el concepto de lo humano. La inteligencia nos muestra lo muy conveniente de su desarrollo y aplicación en nuestro caminar por la vida.-

José L. Casado Toro (viernes, 26 de Mayo 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


jueves, 18 de mayo de 2017

UNA ILUSIONADA COLECCIÓN FILATÉLICA, EN EL ANTIGUO MADRID DE LOS AÑOS SESENTA.

Ayudados por la potencialidad de nuestra memoria, podemos echar una mirada a la España de aquellos lejanos años sesenta, en la centuria precedente. Cuesta cierto trabajo imaginarse una Nación (u otro país de estructuras sociológicas similares) sin la presencia continua de la maquinaria informática, el asombroso e infinito avance electrónico y la globalizada influencia mediática, elementos tecnológicos que hoy sustentan, con sus muy poderosos resortes, los fundamentos operativos de nuestra existencia.  
Efectivamente la forma  de vida, en aquellos pretéritos años del siglo XX, era muy diferente a la que hoy protagonizamos, con todas las posibilidades de discusión y criterio para el análisis. Los juegos y las distracciones de los niños estaban también presididos (no podía ser de otra forma) tanto por la propia realidad sociológica de cada familia, como por las avances tecnológicas que el mundo en general y cada uno de los países en particular podían alcanzar y difundir entre la mayoría de sus ciudadanos.

Helios, un niño de once años de edad, era el hijo mayor de una modesta familia madrileña que residía en el seno de una barriada humilde, integrada entre los cinturones urbanos de la gran urbe. Marcos, su padre, trabajaba atendiendo la ventanilla de una estafeta de correos, ubicada a no mucha distancia del pequeño piso que tenían alquilado, en una de las numerosas y hacinadas manzanas obreras del viejo Madrid. Claudia, su madre, se ocupaba de atender todas las obligaciones que suele conllevar la vida diaria en un hogar familiar. Helios, junto a su hermana menor Irene, mezclaban su tiempo para el estudio y los juegos en una sociedad donde la televisión estaba apenas comenzando, la palabra informática apenas aparecía en el argot imaginativo de muy cualificadas minorías intelectuales. Eran años en que la vida española se embarcaba en un viaje imprevisible e ilusionado con la mirada puesta en el desarrollismo, la difusión mayoritaria del turismo, los usos “oxigenantes” de la emigración y un régimen político profundamente anacrónico que, más tarde o temprano, tendría que actualizarse, entre otras varias razones, por las leyes ineludibles que todo cuerpo orgánico ha de aceptar ante el paso ineludible del tiempo.

Los niños de aquellas generaciones solían utilizar, mucho más que los de ahora, las calles y plazas de sus ciudades para el desarrollo vital de sus juegos y diversiones. Helios, al igual que otros muchos compañeros, amigos y vecinos de su barriada, tenía entre sus aficiones una muy laboriosa y sugestiva cual era la de formar colecciones con objetos propios y asequibles para su joven edad. Los incentivos y motivaciones para la búsqueda, el hábil intercambio y el apetecible juego con las diversas series de láminas y estampas, que exigían el laborioso esfuerzo añadido a fin de completar los álbumes correspondientes, suponía toda una lúdica ceremonia, sumamente atractiva, en los sanos y nobles deseos imaginativos del vitalismo infantil.

Los motivos y fundamentos de esta práctica eran variados para cada paciente coleccionista, pero todos ellos insertos en la sociología y cultura de la época. La memoria nos hace recordar aquellas míticas y famosas películas que, además de su proyección en las grandes pantallas, tenían también su importante “marketing” comercial en la venta de numerosos sobres de estampas, ávidamente “consumidas” en la avidez de los niños. Dos simbólicos e inolvidables ejemplos podrían ser citados: el film español “Marcelino pan y vino” junto a la superproducción estadounidense “Los diez mandamientos”. Pero no sólo era la popularidad del cine la única fuente de estas colecciones infantiles. Había otras atractivas y variadas temáticas. Por ejemplo, las estampas de los coches que circulaban en la época, también las fotos de los futbolistas que integraban los equipos de la primera división (los popularmente llamados “cabezones”, por la simpática disimetría en sus dibujos y fotos) y no podían faltar aquellas “suculentas” estampas que las más afamadas marcas de chocolate introducían junto a sus tabletas, para el goloso consumo de los más pequeños y, por supuesto, también de los adultos y mayores. El protagonismo de Nestlé era incuestionable, para esta cultural y comercial difusión. Las temáticas de sus colecciones de estampas, anejas al suculento alimento, eran variadas pero siempre sumamente atractivas (como la vida animal, los grandes monumentos en el mundo, la flora de la naturaleza, los más decisivos inventos de la Humanidad y un largo etc.)

Se ofrecía a la infancia un poderoso marco de posibilidades para estimular los retos de su ingenio para la culminación de las diversas colecciones que cíclicamente salían al mercado. Pero, en el caso de nuestro protagonista, había un interés especial en una temática coleccionista,  preferentemente ejercida por las personas adultas. Tanto el oficio de su padre, un esforzado y ejemplar funcionario de correos, como la afición filatélica de su abuelo materno, sembraron en Helios el gusto por las colecciones de sellos, estampillas engomadas utilizadas en el franqueo de una correspondencia para la que aún no existía el vocablo actual del “on line”.

Coleccionar sellos tenía para el niño Helios varios y justificados incentivos. Las personas adultas le explicaban y comentaban acerca del valor que podían llegar a alcanzar con el tiempo esas estampitas engomadas que venían pegadas en el anverso de los sobres de cartas, según mostraban los catálogos de los círculos filatélicos. No era menor el interés que para él  tenía la belleza mostrada por todas esas pequeñas láminas, con las fotos y los dibujos más dispares (monumentos, personajes famosos, animales, flores, banderas, efemérides, instrumentos, ciudades, etc), perteneciente a una ubicación geográfica diversa y contrastada. La mecánica del intercambio, de todos los ejemplares repetidos, era también un poderoso acicate para fomentar el diálogo y las amistades subsiguientes. El hecho de poder y tener que negociar con personas que duplicaban o multiplicaban su edad, despertaba el asombro de todos esos interlocutores que elogiaban la insólita madurez en un chiquillo de tan sólo 11 años de edad. El proceso de búsqueda, separación de los sobres, desengomado, limpieza, colocación en hojas con su papel de celofán, rotulación y clasificación de los pliegos y hojas, junto al cosido o encuadernado de los álbumes, además de utilizar una buena lupa, suponía también un ejercicio que iba cimentando la madurez, responsabilidad y distracción,  en una muy joven persona que caminaba naturalmente hacia el marco de la adolescencia.

Su padre, don Marcos, a pesar o tal vez por su inmediato conocimiento del oficio, tenía que regañarle en ocasiones ante la excesiva dedicación que, en su opinión, dedicaba su hijo a la colección de sellos. Este buen y campechano funcionario pensaba que ahora era el tiempo específico para el estudio y el deporte, en una persona que estaba inmersa en el proceso de su evolución natural hacia la pubertad. Sin embargo Helios estaba intensamente motivado hacia su colección filatélica. Obtuvo el permiso de sus padres (ciertamente a regañadientes de los progenitores) para que un día a la semana, entre lunes y viernes, pudiera llegar más tarde a casa, desde su salida del colegio a las 5, a fin de pasarse por algunas de las empresas que operaban en el barrio. Se trataba de visitar una gestoría, una agencia de viajes y una tienda de venta de muebles, en las que se había dado a conocer, a fin de que le guardasen algunos sellos de las cartas que los establecimientos recibían. También solía pedir sellos a los vecinos de su bloque de pisos, a los familiares y compañeros de clase e incluso escribía tarjetas a países extranjeros con el fin de recibir franqueo de otros estados y nacionalidades. Por supuesto que el intercambio con amigos y con una filatelia que había en la zona centro de la capital también era una interesante fuente de aprovisionamiento para su esfuerzo acumulador y diversificador de esos pequeños ejemplares de papel, con dibujos y fotos, utilizados para el envío de la correspondencia.

Llegó a acumular más de cuatro mil sellos, colección muy heterogénea desde un criterio de procedencia geográfica e incluso temporal. Sin embargo, con el avance del calendario, ese interés que despertaba la afición filatélica fue declinando. Otras motivaciones y nuevas amistades relegaron lo que sin duda había sido un esfuerzo admirable de constancia, organización e inteligencia, ante una ilusión no muy común en un chico de su edad. Los cinco densos álbumes acabaron reposando en uno de los altillos del bien aprovechado dormitorio de Helios. Los estudios de bachillerato, los amigos y “compas” de la pandilla, esos primeros sentimientos hacia la compañera idealizada, las excursiones del fin de semana intercalados con los alegres guateques protagonizados acústicamente por los discos de vinilo 45 rpm, ese embriagador “alcohol” de garrafa y aquellos besos explícitos en la búsqueda inacabada de la “madurez”, eran los culpables “lógicos” de la natural postergación de una afición que había comenzado demasiado pronto en la cronología de una muy joven edad.

Pero el destino tiene sus propias leyes inexploradas para la racionalidad de lo posible. Habían pasado unos cuantos años en la vida de todos. Don Marcos seguía con su trabajo rutinario, atendiendo en ventanilla a una continua clientela que demandaba aquél paquete, carta, certificado, giro postal o envío para sus necesidades e intereses. Doña Claudia sustentaba sus tardes de café y pastas con un grupo de amigas de procedencia parroquial, mientras que  Helios ya cursaba segundo de telecomunicación en la Complutense (con una beca estatal bien ganada por sus circunstancias familiares y brillantez demostrada en el esfuerzo de estudio).

Un hecho inesperado rompió la estabilidad no sólo en la familia Barquera Palenque, sino también en la del resto de convecinos que vivían en régimen de alquiler dentro del populoso bloque. 48 familias leyeron, con asombro y desconsuelo, una carta con franqueo certificado y acuse de recibo  (el asunto era bastante serio) en la que un despacho notarial les comunicaba la dura noticia que unos y otros en realidad sospechaban desde hacía años. Los pilares del viejo bloque estaban gravemente enfermos. Esos sustentantes constructivos estaban inquietantemente cediendo y las grietas en diversas zonas del edificio confirmaba que una construcción realizada recién finalizada la Guerra Civil española, con no buenos materiales y abundantes prisas,  podía provocar graves riegos para las personas (unas 200) que habitaban el veterano y voluminoso inmueble. Diversos estudios geológicos, tanto privados como municipales, aconsejaban la inmediata evacuación y derribo del edificio en un plazo no superior a una semana. Tenían que abandonar, para su desgracia y desesperación, las raíces inmobiliarias que les cobijaban.

Nervios, desconsuelo, búsqueda de estrategias aceleradas para salir del embrollo en un ramillete de casi cincuenta familias, entre ellas la del propio Helios, con sus padres y hermana. Había que buscar con prontitud un nuevo alquiler, pero la presteza exagerada es inadecuada consejera para actuar con la debida racionalidad y sensatez. El gran problema para todos esos vecinos era que estaban pagando una renta mensual ya muy desfasada para los precios que el desarrollismo de los setenta ocasionaba. De manera especial, porque la mayoría de esos inquilinos pertenecían a familias de economía sumamente modesta. Con los sueldos medios disponibles cada mes, la mayoría de esos convecinos difícilmente podrían pagar los precios de alquileres actuales para una nueva vivienda de similares características a la que habitaban desde hacía muchos años.

La situación era más que compleja. Angustiosa sería la palabra que mejor definía el estado anímico de la familia Barquera y otras muchas. Y aquí toma de nuevo un “milagroso” protagonismo aquella colección de sellos, esforzadamente realizada por un chico aventajado de tan solo 11 años de edad. Fue idea suya la inteligente y generosa propuesta, llevando un rayo de esperanza a una situación que se había tornado confusa y en exceso preocupante para el desquicio. Padre e hijo se desplazaron, en la mañana siguiente, a un establecimiento filatélico de gran renombre en la ciudad del Oso y el Madroño. Solicitaron hablar con el propietario del mismo al que expusieron crudamente sus objetivos. Estaban dispuestos a vender la colección de los más de 4.500 sellos. Dada la urgencia del gesto, dos peritos tasadores evaluaron el valor actual de esas “estampitas” para el franqueo, como así desde siempre las había llamado Helios. En apenas 48 horas llegó la anhelada respuesta. Esas 30.000 pesetas que le ofrecían por la colección (había en la misma algunos sellos con gran valor de mercado) les llegó como “agua de mayo” a fin de poder alquilar una nueva vivienda de promoción municipal (con derecho a su futura compra) ubicada en una localidad “dormitorio”, situada a 42 km. al norte de la capital madrileña.

Esta sencilla y bella historia, numerosas veces narrada por Helios a sus dos hijos en la actualidad, ha sido un poderoso acicate para la afición filatélica generada en uno de ellos. Pero hoy ya no es tan frecuente conformar un coleccionismo de tan “sentimentales” y admirables características para la conservación de los sellos. Tenemos la versatilidad del  correo electrónico, junto a la acelerada eficacia de los whatsapps y otras plataformas de la comunicación informática en las redes sociales, por todo ello se ha ido transformado en profundidad aquel antiguo y singular encanto de los esforzados y pacientes aficionados a la filatelia. Eran personas tenaces, de toda edad y condición, que hacían de los sellos de correo un importante fundamento de su tiempo, aplicando mucho esfuerzo e ilusión a unos objetivos apreciablemente rentables (como sucedió en esta historia) para la evolución posterior de sus vidas. Su plausible ejemplo debe de permanecer con hermosa relevancia en los archivos, históricos y afectivos, que pueblan nuestra memoria.-


José L. Casado Toro (viernes, 19 de Mayo 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

viernes, 12 de mayo de 2017

EN LA MUY DIFÍCIL BÚSQUEDA DE AQUEL TIEMPO FUGAZ.


La estación primaveral suele favorecer esa inteligente y saludable costumbre de recorrer pausadamente, sin prisas y con el disfrute visual de la memoria, los numerosos barrios, calles y plazas que pueblan nuestras entrañables ciudades. Y en los momentos del previsible cansancio, siempre es posible encontrar cerca de nosotros un pequeño jardín. Allí, en ese grato vergel, podemos reposar durante unos minutos compartiendo el verdor de la masa vegetal, junto al aroma de esas flores que culminan el ornato de los muy necesarios “pulmones” urbanos que purifican, física y anímicamente, el ambiente que nos sustenta.

Aquella tarde del martes, deambulaba por el núcleo más antiguo de la localidad. Me sentía feliz con ese recorrido con el que compensaba una densa sesión de trabajo en el entorno académico universitario. De manera espontánea, llegué a una de esas vías urbanas que siempre mantienen  una especial fuerza afectiva en nuestro recuerdo. ¿Quién no siente algo emocional, cuando camina por la calle donde nació y vivió aquellos inolvidables años de su ya bastante lejana infancia?

Sin duda, a todos nos embarga esa evidente convicción: “nuestra calle” y esas otras adyacentes a la misma, la percibimos hoy profundamente transformada. Superponemos la foto atesorada en la memoria, con esa otra imagen que aparece delante de nuestra mirada. Los comercios, los portales, aquellos balcones e incluso las cubiertas conformadas de tejas o en terrazas han cambiado profundamente su faz, a la manera de ese otro vestido que sacamos del armario y con el que ofrecemos una nueva imagen ante los ojos de los demás. Y no sólo por esos establecimientos que inútilmente tratamos de localizar en el frágil archivo de la mente, sino también (lo más importante en todos esos cambios) por no pocas personas de las que, con esfuerzo y tenacidad,  recordamos sus nombres, sus figuras y gestos, con esa significación convivencial que tuvieron para nuestra infancia y adolescencia.

Donde había un estanco, vemos ahora un comercio de ropa. Aquella “familiar” tienda de ultramarinos es hoy un concurrido establecimiento de comida rápida. Y aquel otro pequeño habitáculo del habilidoso relojero, situado frente a la Iglesia, se halla ahora ocupado y ampliado por una curiosa y espectacular tienda de productos  esotéricos. Ya no existe la barbería, ni ese habilidoso practicante que tan buenos servicios prestaba a nuestros padres, cuando nos llevaban presurosos y accidentados por los riesgos sobrevenidos en los juegos de la chiquillería callejera. Incluso aquella severa funeraria, que provocaba nuestros miedos, la vemos transformada en un bohemio y funcional bar de copas. Todo se encuentra hoy, al paso de las décadas en el tiempo, profundamente cambiado.

En ese lúdico y afectivo itinerario me encontraba, cuando me detuve enfrente de la casa o bloque donde ella vivía. Algún día quiso contarme el motivo por el que sus íntimos la solían llamar Aire, en la privacidad familiar, cuando su nombre de identidad era María del Rocío. Al nacer, unos imaginativos padres quisieron ponerle ese extraño, sugestivo y bello nombre que nos permite respirar para la vida, pero en el Registro Civil no aceptaron inscribirla con esa nomenclatura. Tampoco el enérgico párroco del barrio toleró esa atrevida decisión, muy enojado ante ese “pagano” intento para una época de nuestra Historia anclada en el más puro nacionalcatolicismo. En la oficina administrativa aceptaron al fin el nombre de Rocío (adjunto al de María) apelativo no menos hermoso, que nos aproxima a ese agua condensada con que la naturaleza sutilmente se viste en tantas mañanas de frío y humedad. Elemento básico también (al igual que el aire) que permite sustentar la existencia de los seres sobre la Tierra.

Aunque nuestros respectivos domicilios no estaban separados por muchos números en el callejero (el doce era el de ella, mientras el ocho marcaba mi portal, en el lateral derecho de la calle) la distancia entre ambas viviendas yo la percibía bastante grande en aquellos años de la infancia. Más o menos coetáneos en la edad, éramos compañeros de diversión y juegos con aquella otra amplia chiquillería del barrio, durante las cálidas tardes del calendario y, de manera especial, en las anheladas semanas de vacaciones.

¿Y cómo recordaba a mi amiga? Desde pequeña ofrecía una faz angelical, con esa mirada alegre y motivadora que a tantos cautivaba. Alta, delgada, ojos castaños, frágil de cuerpo y con un largo cabello, del mismo color que sus pupilas, que gustaba ordenar en dos largas trenzas con esos lazos de colores que su madre cuidadosamente añadía para satisfacción propia y ajena. Una niña espontánea, divertida, habilidosa con el dibujo y la construcción de maquetas, casi siempre de casitas, donde convivían sus muñecas en esas curiosas historias que tejía con su sana y atrevida imaginación.

Su padre trabajaba en una oficina bancaria, no alejada de su domicilio, aunque completaba sus ingresos llevando la representación de diversos artistas de la copla y el baile, que actuaban durante los fines de semana por diversas localidades de la provincia. Desde mi balcón veía como Aire o Rocío, junto a su madre, despedían al apuesto y delgado papá, don Adrián, que siempre iba encorbatado y vistiendo chaqueta gris, junto a jóvenes y mayores bailaoras, cantaores y palmeros. Todos ellos se esmeraban en ir guardando un amplio atalaje de guitarras, castañuelas, instrumental de viento y ese cromático vestuario, en aquel viejo, destartalado y cansado jeep que los trasladaba a todos esos destinos de actuación para la diversión y encanto ilusionado de los mayores.

Aunque los años de la infancia son ya propicios para la captación de muchos detalles, gestos y miradas, es una edad en la que resulta difícil enlazar, tejer y coordinar toda esa información con la que poder entender el trasfondo de las historias que están sucediendo a tu alrededor. El tiempo y la experiencia son buenos maestros explicativos para la comprensión de una realidad que sólo resulta comprensible con el paso de los años. El papá de Aire se había encaprichado de una bellísima y joven bailaora con la que al parecer mantenía unas relaciones complementarias fuera del hogar. Su mujer intentó salvar el matrimonio, afrontando un nuevo embarazo que trajo al mundo una nueva hermana para Aire, Lourdes, que sería seis años menor. No fue la única hermana que tuvo mi admirada amiga, pues la chica del baile también tuvo un hijo de don Adrián, con el que se uniría definitivamente, dejando roto el núcleo familiar de mi querida vecina.

Todas estas vivencias afectaban ¡cómo no! al estado anímico de Aire. Había días en que, entre juego y juego, se le escapaba alguna confidencia o suspiro, cuando su proverbial alegría se transformaba en una mueca de tristeza y preocupación. Ante mis insistentes  preguntas, ella al fin se sinceraba explicándome, con alguna lagrimilla de por medio, que había tenido que contemplar y sufrir una nueva discusión entre sus padres. Pero juntos lográbamos que pronto volvieran la sonrisas y el mejor talante en esos juegos y paseos, mezclados de alguna osada travesura, para divertimento y solaz en tantas tardes del cálido estío veraniego. 
 
Ambos crecimos hacia esa adolescencia plena de contrastes, en las respuestas, los proyectos y el crecimiento personal para esa nueva etapa del instituto y los cambios hormonales. Hubo momentos de furor intimista y otros en los que el distanciamiento nos hizo buscar nuevas y diferentes oportunidades para la vida relacional. Los años de facultad fueron al tiempo sobreviniendo y el cambio de residencia, en mi caso, nos alejó de una forma definitiva. Por eso hoy, tras décadas de calendario y al pararme delante de la que fue su casa, recuperé, siquiera por unos instantes, aquella ilusión y fortaleza de nuestra proximidad y complicidad en la infancia, aquellos intensos sentimientos juveniles, posteriormente frustrados, junto a ese deseo por saber qué habría podido ser de esta persona, una “divinal musa” de mis raíces y recuerdos, al paso inevitable de los años. 

En días sucesivos, puse manos a la tarea de encontrar algún rastro o camino que pudiera acercarme a la realidad actual de la bella y encantadora Aire o Rocío. La empresa era en efecto difícil y complicada, a causa de sumar varias décadas la evolución de nuestras vidas y a la escasez de datos que yo podría aportar. Suponía un esfuerzo basado en el idealismo de una época que, lógicamente, ya no habría de volver. Tengo buenos amigos, expertamente cualificados en las redes sociales, a los que pedí ayuda dada mi inexperiencia en estos mecanismos para la localización de personas. Realmente solo poseía su nombre y primer apellido como elemento de primera ayuda. Su segundo apellido era uno de esos términos que, de poco pronunciarlos, llegan a borrarse en los archivos cerebrales.

Tras varios intentos de acercamiento a nuestro objetivo de búsqueda, los resultados comenzaron a tornarse desalentadores. Jugábamos con las tres posibilidades, llamadas  Rocío, María del Rocío o el de Aire, pues tal vez podía ser permisible su utilización en la actualidad. Una aplicación de la red (Namespedia) nos indicó que el nombre de Aire había sido encontrado 132 veces en 19 países diferentes (también como apellido, 228 veces en 22 países). Rastreando su primer apellido, en Málaga, apareció un listado de nombres con la suerte de que leyendo el nombre completo recordé su segundo apellido, también poco usual. Pero esta mujer no era Aire o Rocío, sino Lourdes. ¡Podía ser su hermana! En un par de horas las dificultades se fueron difuminando y tenía en mi ordenador un correo electrónico como respuesta al que previamente yo había enviado, por cierto bastante explicativo.

Efectivamente era su hermana Lourdes. Decía que, dado el paso de los años, se acordaba muy “vagamente” de mí. En relación a su hermana, me comentaba que ella le explicaría el interés que yo mostraba por saludarla y que a tenor de su disposición me daría los datos pertinentes. Pasaron unos cuantos días, sin tener noticias de esta persona. Probablemente las dos hermanas estaban haciendo averiguaciones al respecto, antes de establecer alguna nueva comunicación con mi dirección electrónica. Una semana después de este primer contacto, mientras estaba conduciendo, escucho una llamada a mi móvil. Una vez estacionado el vehículo, traté de reconocer ese número. Era de Madrid. Pensé que probablemente se trataba de algún mensaje publicitario. Pero esa misma noche, volvió a sonar la llamada del iPhone.

“Hola, buenas noches. Soy Rocío, aunque tal vez me recuerdes mejor por ese Aire, curiosa ocurrencia de mis padres. Según me ha explicado mi hermana, te has aplicado en localizarme. Al contrario de Lourdes, yo sí me acuerdo perfectamente de ti, a pesar de todos los años transcurridos. Me ha impresionado que a pesar del largo tiempo que ha pasado, desde nuestra infantil vecindad en aquella calle de Málaga, donde nacimos, jugamos y compartimos tantas y tantas complicidades, manteniendo una magnífica relación hasta los años de la adolescencia, te hayas puesto a estas alturas de nuestras vidas en localizarme.

Sería estupendo que ya en la madurez nos volviéramos a encontrar ¡después de cuatro décadas, sin saber nada el uno del otro! Confío, desde luego, en que te encuentres bien. Te hablo desde Madrid, la ciudad donde resido desde los años setenta. La verdad es que suelo ir poco por Málaga. Ya entenderás los motivos. Mi hermana Lourdes viene con frecuencia hasta la capital, ahora que también ella está jubilada de su trabajo. Ya tienes mi número de teléfono en el móvil. Cuando pases por Madrid, me echas una llamada y quedamos. Recordaremos aquellos muy buenos momentos que para mi, con tu admirable esfuerzo, han vuelto a tomar nueva vida, despertando ilusiones que pensaba  habían desaparecido”. 
 
Me impactó escuchar de nuevo su voz, aunque debo reconocer que el tono en su dicción no era el que yo recordaba de nuestras conversaciones e intimidades juveniles. Por supuesto que le aseguré que, a corto plazo, haría lo posible por desplazarme a la capital madrileña. Le avisaría con la suficiente antelación a fin de que pudiéramos reencontrarnos, recuperando muchas vivencias de nuestro pasado. Creía honestamente que la ilusión era recíproca y sincera por ambas partes.

Tres semanas más tarde, viajaba en el AVE camino de Madrid. Sobra añadir que me embargaba unos sentimientos muy contrastados. Había en ellos una mezcla de curiosidad, intriga, temor, ilusión, necesidad, impaciencia, pudor … Ciertamente el trayecto de las dos horas y media se me hizo inusualmente muy corto. Entendí como algo extraño, pese a mi ofrecimiento inicial de vernos en algún restaurante o cafetería de la Gran Vía madrileña, que Aire tomara la decisión de facilitarme una dirección para nuestro encuentro. Era precisamente la de su casa, en un muy veterano caserón de viviendas del antiguo barrio de Hortaleza. 

Tras dejar el equipaje en la habitación del hotel y presumidamente asearme, me desplacé a pie hasta su domicilio, pues el trayecto a recorrer era relativamente corto y un buen paseo me iba a sentar bien antes de esa entrevista por la que tanto me había esforzado. Subí hasta la tercera planta de un bloque que parecía haber sido reformado, abriéndome la puerta una señora de mediana edad a quien le indiqué mi identidad y el objeto de la visita. Me pasó a una salita de estar y allí esperé durante unos breves minutos. Al tiempo apareció otra señora también mayor, que impulsaba con sus manos el desplazamiento de una silla de ruedas donde ella iba sentada. Me levanté de inmediato del sofá, para saludar con afecto a la persona que me recibía en su casa. Ambos nos quedamos mirándonos en silencio durante bastantes segundos, primero con asombro y posteriormente con una educada sonrisa. Seguro que a ella le ocurría lo mismo que a mi. Resultaba extremadamente difícil y hasta cierto punto cruel tratar de reconocer, en nuestros muy “castigados” cuerpos actuales, la imagen de aquellos niños o adolescentes, en los ya muy lejanos años cincuenta y sesenta de nuestra memoria.

Aire y yo intercambiamos, durante casi una hora y media, muchos recuerdos del pasado y algunos retazos significativos de nuestras respectivas existencias, compartiendo sendas tazas de té. Antes de despedirnos, quiso mostrarme una habitación interior donde tenía montado un pequeño taller donde seguía trabajando, desde su silla de ruedas, esos chapones, pinturas, cartones y atalajes con los que construía bellas e imaginativas maquetas. Así se distraía y se ayudaba para completar una pequeña pensión que le había quedado de su difunta pareja. Dada su situación física actual, salía poco de casa y apenas viajaba. Aquella imaginativa afición de pequeña le estaba siendo ahora muy útil, en esta fase avanzada de su vida. Prometí que le escribiría de manera periódica y que en otra oportunidad volvería a visitarla. Le entregué un bien acabado colgante de plata, del que pendía una preciosa biznaga, como regalo y recuerdo de la provincia donde nació. Un emocional beso selló nuestra cariñosa despedida.

Al salir de su casa, me dirigí directamente a la estación de Atocha, donde adelanté mi vuelta a Málaga para la mañana siguiente, cambiando el correspondiente billete. Aquella noche, en la habitación de mi hotel, lo que hice también durante el viaje de regreso, reflexionaba acerca del paso del tiempo y la evolución que va dejando en las personas.

Sólo en mi imaginación podría intentar recuperar aquellas vivencias de la niñez, en íntima conexión con una muy atractiva vecina a la que nunca olvidé. Pero la medida del tiempo sigue su avance continuo, sin permitir bajo su férreo mecanismo posibilidad alguna para su posterior recuperación. Ese impasible recorrido nos hace cambiar, no sólo en la apariencia física (las más de las veces con una cruel y extremada dureza) sino también en nuestra estructura psicológica y relacional. Querer hacer realidad la imagen que yo tenía de mi amiga Aire fue sólo una “infantil” e imposible travesura que al pasar por nuestra calle me planteé como reto. Hoy es doña Mª del Rocio, una entrañable y muy veterana señora que continúa, con vital y abnegada ilusión, construyendo allá en Madrid nuevas y habilidosas casitas de muñecas, para el juego y divertimento de todos aquéllos que aún pueden creer en la misteriosa magia de las sonrisas.- 


José L. Casado Toro (viernes, 12 de Mayo 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga