viernes, 22 de febrero de 2013

LAURA Y EL TREN DE LAS 20:15.


Desde hace ya un par de meses, realizo el viaje de media distancia entre dos importantes ciudades, llenas de historia, ubicadas en la meseta o planicie castellana. Conduzco una de las locomotoras del tren Avant  que cubre este trayecto (147 kilómetros) cuatro veces a la semana, con dos viajes por sentido al día entre ambas localidades. Salgo en el amanecer de esta ciudad en la que ahora, tras muchos años de ausencia, he vuelto a residir, volviendo a la misma cuando el reloj marca las 20:15 para el anochecer. Y así, un día tras otro, acomodado en esas dos vías, cuyos senderos se hallan libres de cualquier atadura para el tráfico ferroviario. Toscos y seguros raíles que nos llevan, con puntualidad y seguridad, al destino propuesto. Me corresponde hacer la primera salida, por la mañana, y la última llegada, ya en la tarde. Tanto en la partida, como a la vuelta, esta estación no suele estar muy poblada de público. Tal vez los lunes, como también los viernes (para la vuelta), el número de viajeros suele ser algo más elevado que en el resto de los días. Destaco este dato para justificar mi capacidad de observación, tanto con respecto a las personas que viajan, como para aquéllas que permanecen en los andenes de la remozada estación.

Cuando termino mi trabajo en cabina, dejo todo bien dispuesto en la misma para la mañana siguiente, en la que me tocará conducir los dos vagones de nuevo, camino de la provincia hermana. Creo que fue el segundo o tercer día, de mi nuevo destino en la línea, cuando me fijé por vez primera en su figura. Sin saber exactamente el qué, algo me “hablaba” en ella. Frágil de cuerpo, mediana estatura, con un rostro angelical de ojos celestes que dejaba caer su cabello, castaño oscuro, en una cuidada melena. Debía tener unos veintipocos años y vestía de forma deportiva. Me llamó especialmente la atención aquella mirada sobre unos vagones, ya con las puertas cerradas, semblante que expresaba una profunda decepción o tristeza. Lo que ya me intrigó es que prácticamente la misma escena volvió a repetirse a la tarde siguiente. Y casi todas las demás tardes de esa y la siguiente semana. Caminando hacia el pequeño apartamento que tengo alquilado pensaba, con intriga y curiosidad, en esa chica. Cada tarde, sentada en uno de los bancos del andén, parecía estar esperando a ese pasajero que nunca bajaba los dos escalones del vagón, cuando el reloj digital de la estación avanzaba camino ya de las ocho y media. He de reconocer que, cuando mi tren se acercaba al punto de su destino, pensaba en esa imagen que, con seguridad, iba de nuevo a encontrarme. Allí estaría, sentada en el banco situado junto al puesto de prensa y chucherías, a esa hora ya con las persianas bajadas.

La repetición de la escena me hacía sospechar en un cierto desequilibrio por parte de la joven, aunque su imagen física, junto a la cuidada forma como vestía y se comportaba, no daba ese perfil claro de enfermedad. Pero la decepción de su rostro, que no se preocupaba en disimular, enganchaba a cualquier interesado observador de las actitudes humanas. Por fin, aquella noche, mientras me preparaba algo de cena en la pequeña cocinita que tengo en el piso, tomé una decisión para el día siguiente. Me preocupaba la respuesta que podría recibir de una persona con la que nunca había intercambiado palabra alguna. Pero es que aquella situación, repetida tarde tras tarde, me estaba provocando esa natural obsesión por hallar respuestas que sosegaran mi interés y curiosidad. Tenía que hablar con esta, manifiestamente desconsolada, mujer.

Era un sábado de abril, cuando me decidí a poner en práctica lo que había decidido la noche anterior. Tras salir de la cabina de mandos, con mi bolsa colgada al hombro, me acerqué despacio hacia el lugar de la chica que allí estaba esperando, como cada una de las noches.

“Perdón, señorita, disculpe mi pregunta o atrevimiento. Creo que ya se habrá dado cuenta de que soy el conductor de este tren. Cuando bajo del mismo, tras la finalización de mi trabajo, la veo aquí sentada, un día tras otro. Me da la impresión de que se siente preocupada o tal vez decepcionada. La verdad es que no lo sé. Puede parecerle un tanto impertinente mi gesto pero, la repetición de la escena, me motiva a preguntarle si le ocurre algo. ¿Necesita algún tipo de ayuda?”

La cara de sorpresa de la joven era todo un poema. En un principio movió negativamente su cabeza, mostrando un cierto nerviosismo ante mi pregunta. Cuando se fijó en mi chaqueta de trabajo, con las siglas de la compañía ferroviaria, pareció sentirse más tranquila y entendió que hubiera centrado en ella la extrañeza de una escena tantas veces repetida.

“Sí, claro ….. es Vd. el maquinista del tren. Debo dar una imagen un poco rara, un poco loca, aquí todas las tardes sentada, Se imaginará mil cosas de una chica que parece no tener otra cosa mejor que hacer. La verdad es que ……” Bajó el centro focal de su mirada hacia las deportivas azules que calzaba y, de manera espontánea e imprevista me preguntó si le quería escuchar unos minutos. Me senté junto a ella, en esa banqueta de madera que mira a las vías, y me dispuse para atender aquello que necesitara decirme.

Mezclaba frases, de dicción pausada, con aquellas otras que denotaban la fuerza y rapidez de su juventud. ¿Cómo resumir aquella densa historia que quiso contarme, durante los más de treinta minutos en que se sintió acomodada para hablar? Laura es una chica muy modesta. Su vida ha sido complicadamente desafortunada. No ha conocido a su padre. Vive junto a su madre, a la que ayuda trabajando, desde la adolescencia, en uno de los hostales que pueblan el plano de esta ciudad que subsiste, básicamente, en la economía agraria. La infancia que recibió de su progenitora no fue “técnica” o educativamente saludable. Incluso sufrió algún que otro mal trato que su noble corazón ha sabido perdonar. Hace ya algunos meses conoció a un chico ingeniero, Norman, que se alojaba en el hostal donde ella trabaja.

Aunque su familia era de origen germánico, este apuesto joven había nacido en el sur de la península, donde residía con sus progenitores. La empresa le había enviado a esta localidad castellana, para que trabajase en la construcción de la presa, lo que le  obligó a cambiar de domicilio durante un cuatrimestre. Aunque Laura no destaca por su nivel de preparación intelectual, Norman encontró en ella la nobleza y simplicidad de su carácter, la amistosa compañía para tantos paseos en las tardes y fines de semana. Pero, sobre todo, halló en esta joven esa alegría y espontaneidad que contrasta con el más propio y adusto carácter castellano. Precisamente una inolvidable tarde, entre campos de vides y la brisa fresca que mueve y acaricia las hojas, Norman le hizo explícito sus sentimientos y promesas. La unión de sus cuerpos ahora culminaba en un proyecto de futuro que se aventuraba pleno de esperanza. Futuro ilusionado para una modesta chica que luchaba por un cambio en la suerte que había presidido, hasta el momento, los nublados y ocres de su modesta existencia.

El mundo empresarial decide que este cualificado ingeniero tenga que acudir a un nuevo destino laboral. La despedida con Laura estuvo presidida por una plasticidad romántica que ella nunca quiere olvidar. Ilusiones, proyectos, promesas que ambos intercambiaban en aquella gélida mañana de enero. Había nevado y la vieja estación florecía como un guiño simpático entre la blanca pureza de la naturaleza. “Volveré en este tren, una noche de esperanza, para que ambos vivamos unidos por siempre en un futuro gozoso que nos ha de sonreír”. Esas fueron, más o menos, sus literarias palabras. Pero los vaivenes de la vida hacen tambalear las más firmes promesas que salen de nuestros labios, entre la convicción, la emoción o el deseo.

A poco las cartas, en principio diarias, se fueron espaciando. También, el intenso cariño inicial fue perdiendo la fuerza y el vigor de su templanza. Y de ahí, el no explicado silencio. Sin embargo ella piensa, un día y otro día, venciendo la realidad de su decepción, que Norman va a bajar de ese tren de las 20:15, para la ansiedad de sus deseos, Resulta admirable la constancia de esta chica cuyo maravilloso bagaje es la fidelidad a un amor que aún permanece.
Pero la historia, en aquella tarde/noche de primavera, iba a tener un desenlace inesperado. Laura es una chica que supo valorar mi atención y respeto. Le ofrecí algunos razonables y “paternales”  consejos. Traté de hacerle ver que las personas cambiamos.

“A veces, sucede por nuestra propia forma de ser. En otras, las circunstancias y otras amistades y conocimientos, hacen que modifiquemos nuestros más firmes proyectos y promesas. Probablemente, ese joven ingeniero habrá encontrado un nuevo acomodo para su vida y considere este experiencia en Castilla como una fase hermosa y feliz, pero no consolidada para su proyecto de futuro. Es duro, pero inteligente, tratar de olvidar. Vendrán otras personas y otras oportunidades que compensarán el amargor de esa oscura infidelidad. Eres muy joven y pronto aparecerán otros chicos que te harán ver que la vida no se termina en una sola persona. No malgastes más tus tardes esperanzadas en este frio banco de la estación. No merece la pena seguir sufriendo con la decepción del deseo”.

Laura me escuchaba con respetuosa atención y confianza. Le pregunté por la relación que mantenía con su madre. ¿Te pareces a ella? dije.  Entre sonrisas, sacó una foto del bolsito que portaba. “Dicen que soy toda su cara”. Efectivamente, madre e hija estaban en la misma línea genética. Pero….. el rostro de esta mujer, madre de Laura, no me era en absoluto desconocido. A pesar de los años que habían pasado por el calendario de la memoria, esa imagen me llevó, con la inmediatez del recuerdo, a otra etapa, de mi vida, cuando yo era muy joven, en esta ciudad donde nací. ¡Quién me lo iba a decir! El mágico destino de cada persona suele depararnos estas inesperadas y maravillosas sorpresas.-


José L. Casado Toro (viernes, 22 febrero, 2013)
Profesor

viernes, 15 de febrero de 2013

UN NÁUFRAGO, ENTRE EL OLEAJE DE LA SELVA URBANA.


Son gestos rutinarios, mecánicamente aplicados, en el continuo discurrir de las horas. Llegas a casa, tras la aventura insospechada o previsible de cada día, compruebas el contestador telefónico y, con esa identidad repetitiva que te caracteriza, echas un vistazo al listado de correos entrantes en tu ordenador. Hoy, como ayer, también son muy numerosos. La inmensa mayoría de los mismos (treinta, cincuenta, a veces más) corresponden a la publicidad comercial. Algunos, con atrayentes incentivos para sus ofertas. Otros, aburridamente monótonos en sus escaparates on-line. Resulta algo parecido a lo que diariamente encuentras en el buzón del correo ordinario, ubicado en el portal del edificio en que vives. En este caso, prevalecen las cartas remitidas por las entidades bancarias. Frías y desangeladas, tanto en sus contenidos como en las ofertas para sus, hábiles y retocados, productos financieros. Lo mismo sucede cuando esas misivas llegan a través del servidor electrónico.

Y, al igual que ayer, te encuentras a un vecino, con el que compartes ese breve trayecto viajero en el ascensor, quien viéndote el manojo de cartas con los membretes insertos de bancos y cajas de ahorro, te regala el comentario acerca de aquellas cartas que se escribían hace ya muchas décadas en el tiempo. Es verdad, su naturaleza literaria y caligráfica era esencialmente diferente a las que hoy nos llegan para nuestro desangelado conocimiento. Las de hoy, suelen ser monótonas, aburridas y, en un gran porcentaje, con carencias vitales o narrativas más que perceptibles.

Una tarde, jugando con los descansos ante el estudio, recordé aquellas prácticas o juegos llevados a cabo en momentos de asueto. Se escribían algún mensaje significativo, con  datos que ayudaban para la respuesta. A continuación, se introducía ese texto en el interior de una botella, debidamente cerrada, que era arrojada, con ilusionada esperanza, al mar. Las corrientes, el azar del oleaje, las oportunidades de su hallazgo, posibilitaban que llegase a manos de alguna persona que residía, probablemente, a pocos o muchos kilómetros de distancia. Y no siempre, pero sí en la ocasión que marcan las voluntades, esa misiva viajera por las aguas saladas de los mares, era atendida en su respuesta para la sorpresa y compensación del remitente. Ese símil metafórico de la botella navegante podría aplicarse a esa otra navegación que densifica la circulación informática a través de las redes. Y algo así me ocurrió, para el anecdotario de la imaginación, sustentado en la voluntad por hacer algo diferente.

Dicho y hecho. Fue una travesura comunicativa, para experimentar respuestas desde la inmensidad de la selva urbana. A este fin redacté unas breves líneas, con un mensaje parecido al que sigue:

“Good Corning, buenos días. Es muy posible que te extrañe la recepción de este correo electrónico. Estoy seguro que no conoces al remitente. No te preocupes. Es un simple juego, para analizar las probabilidades psicológicas en lo social. Vivirás cerca, o muy lejos, de quien te habla. Serás hombre o mujer. Joven o con muchos calendarios ya en tu memoria. ¡Existen tantos datos, tantos detalles, en la inconcreción del espacio que nos separa! ¿Y qué desea el autor de este correo? Pues intercambiar alguna palabra, algún contenido, siempre en el anonimato de nuestras respectivas privacidades. Cuando desees dialogar, aquí estaré y atenderé con seriedad tu correo.  El azar ha hecho posible que estés leyendo, con dudas y curiosidad, el e-mail que acabo de remitirte. Repito, sin más rostros o señas que la posibilidad del azar. Entenderé tu cautela, si no te animas a responder. Saludos”. 

Todo ello sin más datos identificativos que mi necesario remite on-line. A continuación, inventé una dirección de destino formada por tres sílabas y, tras el arroba, el servidor correspondiente. Utilicé tres vías electrónicas, para el mágico tren de lo posible: hotmail.com; gmail.com y, finalmente, yahoo.es. El mensaje viajó con presteza, a través de las redes sociales, en busca de un receptor que se acomodase a esas tres sílabas que identificaban su nombre. Posteriormente, como aquel solitario náufrago, que ha de seguir buscando el sustento en su isla, continué con esa actividad cotidiana que tanto nos equilibra o desalienta.

De inmediato, uno de los tres correos me vino devuelto. Mi servidor electrónico es muy eficaz, en su rapidez, para indicarme la imposibilidad de entregar el mensaje, a causa de no haber hallado una recepción que se ajustara a mis datos. Sin embargo, ese envío fallido, me confirmó que había en Internet dos personas que se acomodaban a las tres sílabas que ideé para la experiencia. Pasaron unas semanas, en la orfandad de ambas respuestas. Son numerosas las causas que pueden justificar estos silencios: la prudencia, la desconfianza, el desinterés, la prioridad de otros destinos o la papelera de los receptores.  También, cómo no, los filtros o cortafuegos protectores, para ese spam indeseado.

Ya, con el discurrir del tiempo, casi me olvidé de esta infantil jugada en el estadio universal de la red. Me pregunto ¿hubiera obtenido respuesta ese escueto mensaje, en caso de haber sido yo el receptor correspondiente? La verdad es que no lo sé. Con tan limitados datos y con todas esas leyendas que pululan, con más o menos verosimilitud, en el boca a boca informático, lo más sensato y razonable hubiera sido pasar página de esos mensajes no solicitados. Otros asuntos reclamaban la atención del día a día. Los dos correos sin respuesta volatizaron en el olvido motivaciones e intereses que se iban alejando en las brumas del tiempo.

“Hola, ¿quién eres y dónde vives? ¿A que ya no esperabas recibir este correo? Pero hoy me he decidido a responderte. Habla un poco acerca de ti y tus motivaciones”.

Casi dos meses, había sido el tiempo transcurrido desde aquella oportunidad en la que yo también eché esa “botella”, repleta de curiosidad, al mar de la incertidumbre o la casualidad. Pero hoy me llegaban, al escritorio del ordenador, tan escuetas e inconcretas palabas procedentes de una dirección electrónica que me era bien conocida pues, en su momento, la tuve que inventar. Eran tres sílabas que iniciaban un nombre, real o supuesto, de alguien quien, en el océano ilimitado de las redes, había tomado la decisión de responder a mi llamada. Igual podía ser un hombre o una mujer. Nuestras respectivas geografías podrían estar cercanas o más alejadas. Tampoco me pareció que fuera cosa de niños, pues esas treinta palabras, a pesar de ser muy inconcretas, reflejaban la autoría de una persona adulta. Parecía divertirle la situación. Sin soltar prenda alguna de quien era, al tiempo, planteaba o exigía mi respuesta identificativa. Pensé que era una curiosa oportunidad para entablar amistad o un simple diálogo con alguien desconocido, con todos los riesgos posibles que ello comportaba.

Iniciamos un intercambio de correos, más o menos con el ritmo cíclico de la periodicidad semanal. En principio eran de breve contenido aunque, en más de alguna ocasión, por la temática que dialogábamos, se hacían algo más extensos. Comentábamos noticias de prensa, algunos de los estrenos cinematográficos (ambos compartíamos la afición al cine) anécdotas acerca del quehacer diario o algunos de esos proyectos que diseñamos para enriquecer los fines de semana. De una forma tácita, uno y otro decidimos no aportar datos que concretaran a nuestras respectivas personas. Pero, desde su primer correo, siempre tuve la percepción de que tenía a una interlocutora en nuestro diálogo. Pienso, también, de que ella suponía que hablaba con un hombre. Siempre hay comentarios, giros expresivos, palabras o frases que son más propias o utilizadas en un hombre o en una mujer. Desde luego puede parecer algo infantil, por parte de ambos, que mantuviéramos con tanto celo la intimidad de nuestra privacidad identificativa. Pero lo cierto es que nos fue bastante bien seguir manteniendo esa intriga que fluía de nuestro reciproco desconocimiento.

Esta relación epistolar, intermitente pero continuada, se prolongó durante un par de meses. A partir de esos momentos se fue espaciando en el tiempo hasta que, al llegar el verano pasado, desapareció. Fueron unos tres o cuatro los correos que le seguí enviando, sin obtener respuesta alguna a los mismos. Incluso en el último e-mail, me decidí a explicarle algunos datos básicos de la que había sido mi profesión, además de revelarle la provincia o lugar desde donde le escribía. Esa última parte del correo (el más extenso de entre los que le escribí) decía, más o menos así.

“Entiendo que puedas tener razones para poner fin a este diálogo que hemos mantenido durante los pasados meses. Para mí ha sido muy novedoso, divertido pero, sobre todo, enriquecedor para lo humano. En tu caso, pienso que también te habrá aportado ese valor de intercambiar ideas, opiniones, reflexiones o ese simple quehacer que conforma la historia de cada uno de los días. Veo que quieres silenciar esta comunicación. Y ese deseo, lógicamente, lo debo respetar. Siempre te quedará mi dirección electrónica, para cuando quieras o necesites llamar a su puerta. He soñado, muchas noches, con esa feliz utopía de tener puertas sin cerraduras. Al menos… on-line. Repito, no tendrás necesidad de llamar. Simplemente……. empujas esa puerta que no necesita llaves, para la amistad y el diálogo. Gracias, por haber sido generosa y valiente”.

Y cada día, cuando repaso el buzón de mi escritorio, tengo la esperanza, tal vez la convicción, de que pueden y van a aparecer, otra vez, esas tres sílabas _  _  _  @hotmail.com, que hagan posible la reanudación de aquella fructífera vía para la comunicación. Será una señal inequívoca de que aún existen hoy algunas puertas sin cerraduras, miradas transparentes y el aire fresco de una sonrisa. Sonrisa que fluye, sin duda, del corazón.-


José L. Casado Toro (viernes, 15 febrero, 2013)
Profesor

viernes, 8 de febrero de 2013

SAN VALENTÍN, EN LOS SENTIMIENTOS DE PAULA.


Todos adoptamos, para determinados momentos de nuestro protagonismo en la vida, comportamientos y respuestas no siempre fáciles de explicar. Algunos llegarían a calificar estos gestos, extraños o inusuales,  como de naturaleza infantil, lo que tampoco debe provocar extrañeza toda vez que muchos adultos son, en una valoración psicológica, niños grandes u hombres niños. Incluso podemos estar satisfechos con estas respuestas, ya que ello es síntoma o reflejo de la permanencia, en nuestras vidas, de aquel niño que coloreaba mágicamente su tiempo con el juego, la ilusión y, también, con la sana credulidad.

Algo así le ocurrió a Paula aquella tarde, primaveralmente adelantada, en febrero. A tres años de alcanzar la media centuria de edad, su vida no se ha visto adornada de especiales incentivos. Los ciclos de la rutina, en una escala de grises, jalonan una biografía sin caracteres para el contraste, desde una óptica externa. Acumula muchos años de trabajo, como funcionaria de administración local en el Ayuntamiento. Siempre le agradó el tema del urbanismo, por lo que movió Roma con Santiago a fin de ser destinada al departamento de vivienda y medio ambiente. Madruga bastante cada día ya que, antes de salir para el trabajo, ha de atender las necesidades del aseo, poner un poco de orden en la casa para que no todo esté de por medio y hacer el breaksfast (desayuno) siempre bastante completo. Su función laboral es básicamente de gestión administrativa, mientras otros compañeros (por su especialización) sí suelen salir a realizar diversas tareas de “campo”, en cualquier parcela entre lo rural y lo urbano.

Su look like o apariencia es bastante común. La media estatura de su cuerpo se ve un tanto enojada por esa natural tendencia para acumular gramos en el peso aunque, últimamente, está mucho más disciplinada a fin de no superar los límites de lo que ella entiende como “de luz roja”. Pelo castaño, ahora ya trabajado con “reflejos” que evitan la siempre incómoda nevada capilar. Ojos más bien pequeños, pero con una tonalidad turquesa que mimetiza el suave azul de ese Mediterráneo que baña, plácidamente, la ciudad en la que nació y vive. Fue hija única de padres mayores a los que supo atender, con filial dedicación, antes de que emprendieran ese último viaje de sólo ida, en nuestro billete personal para la existencia. Pasaron los años y hoy vive sola en su casa de siempre. Socializa muchas tardes y fines de semana con algunas amigas que saben distraer el tiempo con sus aficiones al cine, la música, el café o el té por las tardes y alguna salida al campo, cuando el tiempo “sonríe”, para alegrar y tonificar la pesadez sedentaria en los cuerpos.

Tal vez fue ¿un capricho….. o un enfado contra la monotonía? A unos días de esa fecha afectiva, elaborada con el artificio del mercado, quiso también experimentar la ilusión del regalo. ¿Y por qué no iba ella a recibir, en ese romántico calendario  del catorce, un detalle o presente que hablara con el dulce lenguaje de amor? El aturdimiento publicitario puede copar parcelas de racionalidad en la sensatez de nuestras respuestas. Y es que tantos comercios y escaparates, en los centros comerciales y tiendas callejeras, ofertando la tentación de cumplir con “San Valentín” te hacen ceder ante la moda de la costumbre. Se acercaba el Día de los Enamorados y resultaba simpático o atrayente participar en ese juego del “me he acordado de ti y este es un detalle para nuestro amor”. La verdad es que suenan bien estas palabras, a pesar de la manipulación mercantil que subyace en su trasfondo. Sí, por supuesto. Resulta una necedad reducir para un día lo que debe ser el fundamento de todos los días para dos seres que se quieren, necesitan y aman. Pero una es así ¿verdad Paula?

Como una niña pequeña, ella también quería ser partícipe de esas sensaciones cuyas ausencias en nosotros distorsionan la sensatez. Día de los Enamorados, con la cruel carencia del amor. Dicho y hecho. Ese jueves siete, una semana antes de la emblemática fecha del 14, se dirigió a uno de los puestos de flores, ubicados en la popular Alameda malacitana. Allí, efectivamente, le informaron que tenían un servicio de entrega en el día, pagando el correspondiente desplazamiento. El ramo se lo prepararían con arreglo al gusto y precio que ella decidiera. Paula quiso incrementar la sorpresa, dejando las características y naturaleza de las flores a criterio de la encargada del puesto. Le facilitaron una tarjeta, teñida de una tonalidad rosada, especialmente romántica, donde escribió unas sencillas palabras, plenas de cariño y sentimiento. Facilitó la dirección de destino y la hora en que debía ser entregadas las flores, con la tarjeta amorosa. Tras haber abonado sesenta y dos euros, a la propietaria del puesto, siguió caminando hacia el Parque y la zona centro, sonriendo y un tanto avergonzada por la travesura de la que había sido protagonista. El jueves siguiente también ella iba a recibir ese regalo de los enamorados, sensación y experiencia que nunca había podido gozar.

Se sentía un tanto aturdida por la acción que había llevado a cabo, pero ya no se podía volver atrás. Se sentó en una famosa cafetería de la calle Larios y llamó a su buena amiga Crista, también compañera de trabajo. Necesitaba hablar con alguien, aunque fuera de temas intrascendentes. El fuerte aroma que despedía su taza de café, acompañaba la locuacidad nerviosa de sus palabras ante el móvil. A esa hora, en que comenzaba el anochecer, la animación de la zona centro era multicolor y ruidosa. Ahora “tocaba” esperar, con esa mezcla de impaciencia y sosiego, el atractivo paso de los días.

Suena el portero electrónico. Preguntan por Paula Cifuentes. Hoy es jueves, 14 de febrero, pleno de esa luz y templanza que anuncia una Primavera anticipada. Tal vez sea el cambio en los ritmos climáticos. O las ganas que todos tenemos por soltar el lastre de ropa y frío que vincula, sin solución, al austero invierno que languidece. Un romántico ramo de rosas, claveles, gladiolos y pensamientos, conforman el extraordinario regalo puesto en las manos de una mujer a quien la vida siempre ha querido mantener en el olvido, para esa romántica fecha. Sólo tres palabras en la tarjeta, que ávidamente lee la destinataria. I love you, te quiero……. ¡qué buena medicina para los anémicos corazones que necesitan el inmenso cariño de la amistad! Nuestra protagonista cierra sus ojos, sonríe y suspira. La fragancia que despiden las flores embriaga ese salón de estar donde, en un jarrón de cristal azul celeste, adorna, potencia y alegra la preciosidad del regalo. Paula, sentada en una esquina del tresillo, contempla su travesura con cierto pudor pero, al tiempo, se siente halagada tras el atrevimiento de su propuesta. 

Pasa un buen rato observando las flores. A veces, sonríe. En otros momentos, algunas lágrimas resbalan por el rostro bien cuidado de Paula, a pesar de su afición a recibir la gratitud solar. Al fin, se anima a telefonear a su amiga Crista. Ésta le cuenta que Félix, su marido, le ha regalado un estuche de discos DVD, con la 1ª y 2ª temporada de  “Agua sobre el asfalto” la conocida telenovela de las tres y media, a la que es muy aficionada para ese duerme vuela que endulza la sobremesa. Ella le ha comprado una camiseta de fútbol, firmada por los jugadores del C. D. Málaga, pues es un fanático del equipo que representa a la ciudad. Mientras atiende los proyectos de su amiga para esta noche del jueves, pues van a ir a cenar al Parador de Gibralfaro,  Paula  cree escuchar que, de nuevo, ha sonado el timbre de la puerta. “Te llamo en unos minutos, Crista, pues están llamando. Te contaré que también yo he recibido un precioso regalo….. ¡no te lo vas a creer!”.

Tras abrir la puerta, ante ella se presenta un chico joven que trabaja en la conocida empresa Inter-flora. Ha de entregar un romántico ramo de orquídeas, a la persona destinataria anotada en la tarjeta. En el frontal de la misma aparece el nombre de Paula Cifuentes. Intrigada, firma el recibí y, tras despedir al chico con una propina, abre presurosa el sobre de la dedicatoria. Contiene un breve mensaje, pero muy explícito en su significado.

“Mi querida amiga Paula. El día de hoy es un tanto especial. Muchos estamos recibiendo el detalle de alguien que se interesa por nosotros. Este año he querido que no te falten esas palabras de cariño, tras el más precioso de los regalos. Las flores son muy bellas, pero la amistad lo es aún más. Te quiere, tu buena amiga Crista”.


José L. Casado Toro (viernes, 8 febrero, 2013)
Profesor


viernes, 1 de febrero de 2013

UNA DIVERTIDA FIESTA DE ANIVERSARIO.



Llevaba varios meses ya enfrascado entre libros, apuntes, fichas y esquemas, con el rígido sometimiento a las sugerencias y control del preparador (cuatro horas a la semana) y ajeno, prácticamente, a las vivencias lúdicas de la calle. Las oposiciones, si te las tomas en serio, exigen un sacrificio llamado renuncia, a esos pequeños o grandes placeres que puedes hallar en la libertad de cada día. Pero este finde fue un tanto especial. Chencho, mi fiel amigo de la facultad, me propone una grata posibilidad que me vende como atrayente. “Necesitas salir un poco a la calle. Te estás convirtiendo en un ratón de biblioteca. Unas horas de diversión te van a sentar de maravilla para recomponer una cabeza que tienes repleta de artículos, normas y preceptos, en ese inmenso océano de las leyes. Mira, te recojo a las 8, porque el tráfico está mal en estos días previos a la Navidad. La fiesta, de la que no te vas a arrepentir, comienza a las nueve. Al menos, el aparcamiento ya lo tengo controlado”.


Aunque mi conciencia me daba algún coscorrón que otro,  no podía negarme a la generosidad de mi buen amigo. En realidad, llevaba razón. Me había convertido en un esclavo del reloj y necesitaba liberarme un poco de esas ataduras de tanto “nadar” en el rutinario e inabordable mar del papel. El incentivo o destino al que acudir era, en principio, bastante suculento. Se trataba de una fiesta de aniversario, en un viejo caserón del barrio de Arguelles madrileño. ¿El motivo de la celebración? Conmemorar el quinto año desde que decidieron separarse, viviendo cada uno por su cuenta, Dámaso y Clara, tras un conflictivo matrimonio que duró casi otro lustro. Él, un escritor algo excéntrico, se gana la vida como traductor de alemán, trabajando para distintas editoriales sitas en la capital. Vivió unos años en la Germania, acompañando a sus padres, emigrantes en los setenta.  Ella es administrativa de una agencia de seguros, no menos alocada y polémica en el ámbito de su privacidad. Por supuesto que yo no conocía en principio a ninguno de los ex contrayentes, ni tampoco a los que probablemente iban a asistir. Pero Chencho me había puesto en antecedentes de los protagonistas principales asistentes a esa lúdica fiesta que prometía, sin duda alguna, entretenimiento y diversión.

“Oye ¿hay que llevar algo? Porque presentarme con las manos vacías no creo que sea elegante. Y, al menos, tú los conoces. Pero yo voy de prestado.” Ambos amigos somos de soluciones rápidas. Compramos dos camisetas, muy chulas y baratas, en una tienda donde te las imprimen en unos quince minutos. Una, de un color fucsia glamour, mientras que la otra presentaba una vibrante tonalidad turquesa. Los textos respectivos de ambas prendas, enmarcados en corazones “enfadados” eran: I LOVE YOU, BUT WELL AWAY (te quiero, pero bien lejos) y I LOVE YOU TOO, BUT WELL AWAY FROM ME (yo también te amo, pero bien lejos de mi), todo muy propio en la fértil imaginación de mi cachondo amigo.
    
Por fin, a eso de las nueve y cuarenta, nos presentamos en la celebración. Nos recibe Dámaso, un cuarentón, guasón y ojos de pícaro, con un turbante rojo que le cubría la oronda calva, una capa azul encima de una camisa de flores pequeñitas, pantalón corto deportivo y botas, también azules, all star. Ambas piernas, gordotas y flácidas, estaban inundadas por un denso vello peludo, color selva. También saludamos a la ex, la co anfitriona, Clara, que lleva muy bien sus muy generosas cuatro décadas a las espadas. ¡Lo que hace el Yves Rocher! Parece que la noche va a tener algo de islámico, pues el turbante que ella luce es de un intenso naranja atardecer. Chaleco deportivo y una mini, todo lo posible hasta llegar a sus partes nobles. Chanclas negras, que dejan bien visibles sus uñas esmaltadas con un atrayente rojo sensual. Les encantan nuestras camisetas, que ambos llevarán, presumidamente y con desenfado, durante toda la fiesta.

Y aparece, inevitable, el teatral turno de los saludos. Entre cinco y diez minutos, me toca saludar, estrechando manos e intercambiando besos, a no menos de unos cincuenta asistentes. Cuántas palabras amables para tantas personas desconocidas. Medio centenar de nombres que desaparecen, con prontitud, en las estrías epigráficas de nuestra memoria. Hay mucha gente joven, aunque predomina aquella que se afana en aparentar esa juventud perdida entre las brumas del tiempo. Suena música enlatada con la potencia suficiente como para no entender apenas nada de lo que tu interlocutor se afana en comunicar. Risas, comentarios y mucha comicidad compulsiva, en los gestos y las actitudes, de todos y cada uno de los presentes. Mirando el brillo de mi vaso de cerveza, me fluye una sonrisa pensando en la cantidad de tonterías que he pronunciado y escuchado, de una forma mecánicamente educada, en tan corto especio de tiempo. Veamos como sigue la noche.

¡Horror, cielo santo, llegan los canapés! Dignos del mejor aplauso, por su laboriosa preparación, con esa intriga mágica acerca de su contenido, parecen inventados para el mejor negocio de las farmacéuticas Almax, Eno y similares. Recordé al instante las palabras de una entrevista, pronunciadas por una famosa estrella del cine. Comentaba a carcajadas su ímprobo esfuerzo, al llegar a una fiesta, por localizar algún lugar idóneo donde dejar, con disimulo elegante, ese canapé, pasta o trozo de tarta, que el anfitrión siempre se esfuerza en hacerte consumir y paladear.  Y entre patata y patata frita, con alguna aceituna traviesa, esos diálogos ocasionales con curiosos y esperpénticos personajes (seguro que también a ellos les parece así mi figura) con los que nunca antes has intercambiado palabra alguna.

“Qué… muy animada la fiesta ¿verdad? Y además la temperatura acompaña, pues la noche está la mar de agradable. ¿Amigo o familiar de Dámaso o Clara? No… la verdad es que yo pasaba por aquí y… ya sabes. Los he conocido esta noche y me han  resultado la mar de simpáticos, eh! dos excelentes personas. Los turbantes que ambos llevan le sientan muy bien. No, yo me dedico al eso del estudio. Lo de las oposiciones es una lata, mucho, mucho sacrificio, horas y horas jodido y después a lo peor te quedas en alguna secretaría municipal, Ja! Ja! Pero si yo a ti te he visto en algún sitio antes. ¿No habremos coincidido…. tal vez en algún concierto? A mi es que pirra cualquier tipo de música. Oye ¿quieres que te vaya por más bebida? tienes ya la copa vacía y después de toda esta conversación te va a entrar una buena sed. ¡Un día es un día! Nooo, si yo te veo muy bien. Tienes una figura de artista “from” Hollywood. Y unos ojos preciosos. Pero, si yo creo que hemos hablado en otro momento. Esa sonrisa, que me regalas, soy incapaz de olvidarla…..

Y tras este denso y trascendente intercambio de ideas, llega el momento festivo por excelencia. ¡El Karaoke! Especialmente, cuando los niveles etílicos van alcanzando un apreciable nivel sobre las conciencias y las voluntades. ¡Son tantos los que tienen esa habilidad pendiente en el corazón de sus emociones! Reconozco que algunos lo hacen bastante bien, con estilo y arte. Lo más positivo de esta fase, en la fiesta, es la profunda autoestima y el nulo sentido del ridículo que atesoran aquellos que toman el micro cual bocata de calamares para una merienda vespertina. Aplauso tras aplauso, van actuando teloneros y protagonistas en la lúdica noche festiva. Cuando de pronto caes en la cuenta que un señor, al que no has saludado previamente en la vida, se te pega cual lapa playera y te ofrece un minicursillo (no solicitado) acerca de la realidad económica, mundial y local. Cuando te propones contra-argumentar su categórico discurso, comprimido en formato mp4, observas que, superada la necesidad expositiva que le afectaba, busca ahora cobijo en la placentera imagen de una rubia, todo simpatía y movimiento rítmico en sus nalgas o posaderas, macizas y bien aireadas. 

La zambra festiva se prolongaba. Nuevas aportaciones para la intendencia, de naturaleza desconocida, sólida y líquida, permitían continuar el baile, los chascarrillos, el “indio” (con perdón) ante el micrófono, los diálogos ocasionales y algunas escapadas a esas habitaciones siempre oportunas para las intimidades pareadas. Por cierto, hacía un buen rato que había perdido de vista a mi amigo Chencho. ¿Qué estaría tramando por las cavernas peor iluminadas de este viejo caserón para el divertimento?  Serían poco más de las dos, cuando sonó ese timbre sinfónico de la puerta, como sucede en las mejores películas de intriga. Una pareja de policías locales, con indisimulada cara de sueño, preguntan por el responsable de la fiesta. Y allá aparece Dámaso, con su turbante rojo y las bermudas deportivas, repitiendo, con la lengua atrompicada por el “mollate” esa teatral frase de “Oh, mis queridos Sres. Agentes, no se preocupen que vamos a reducir el volumen. Pasen, pasen y disfruten. Aquí estamos echándole salsa a la vida. Por cierto, desean Vds un cafetito u otra cosa para beber….. acabamos de poner unas magdalenas muy sabrosas, que ha hecho la abuela, en la mesa del manduco. Les aseguro que dan un gustirrinín…..” Hacía tiempo que no había contemplado unas miradas con tan evidentes rasgos asesinos, en los rostros de sus dos interlocutores.

¡Vaya nochecita! Volvía, cuatro de la mañana, a casa, recorriendo las enormes aceras de una Gran Vía huérfana de tráfico, dada la hora. Me apetecía caminar y sentir ese aire fresco castellano que acaricia una piel que reclama descanso. El mendigo acampado, en las puertas del Capitol, dormía plácidamente, mientras los servicios de limpieza municipal aseaban la costra infame del trajinar en el día. No me había podido despedir de Chencho (es máster, en ligues temporales), pero sí lo hice de Clara, que mantenía puesta su camiseta con lo del “bien lejos de mí”. A Dámaso lo habían tenido que acostar, con una “cogorza de cojones”. El estómago se me había cansado ya de protestar, entre luces de neón somnolientas, recuerdos divertidos de la fiesta y un señor con bigote, muy atento en las brumas de la madrugada, que dio las buenas noches. Él y yo cruzábamos en soledad por el semáforo de Callao.-


José L. Casado Toro (viernes, 1 febrero, 2013)
Profesor