viernes, 24 de agosto de 2012

REENCUENTROS, CON EL PASO DEL TIEMPO.


Muchos de nosotros lo percibimos como una sensación de naturaleza agridulce. Ese volvernos a encontrar con el pasado, es contrastado en los límites opuestos de la alegría, más o menos entusiasta, o un rechazo de incomodidad, desigualmente disimulado. Me refiero a la imprevista, o calculada, oportunidad de volver a estar, en nuestro deambular cotidiano, con personas alejadas en la memoria de los años. Pueden ser familiares, vinculados en los distintos grados de parentesco. También, compañeros de colegio, instituto o facultad. Amigos, vecinos o conocidos…. En todos ellos, con el distinto nivel de conocimiento o contacto, el impacto psicológico es manifiesto, en proporción directa al tiempo que media en la distancia de nuestra separación. No cabe duda de que hay personas que poseen una memoria fotográfica y sensorial, para recordar lo pretérito, muy cualificada. Otros, por el contrario, carecen de esa magnífica habilidad para reconocer, para hacer explícitas la fugacidad de las imágenes, con la inmediatez que exigen las normas o las buenas habilidades sociales. En este último caso la ayuda de nuestro interlocutor, con esos oportunos detalles (que él sí recuerda) para la concreción, es más que necesaria. Al final, y de manera afortunada, vamos dibujando o recuperando el perfil de los datos que nos ayudan a revitalizar ese pasado que se había ya aletargado en la opacidad de la distancia.

¿Quién no ha compartido una cena o almuerzo, con los compañeros de aquella lejana promoción estudiantil, vinculada a nuestra infancia o juventud? En su inicio, siempre fluye ese espacio para la “acción investigadora” en la que, a modo de detectives, tratamos de identificar o acertar ante esa persona, ese cuerpo y rostro, labrado y transformado, que se halla delante nuestra. Dicha imagen, difícilmente se acomoda a ese crío o joven con el que, tiempo ha, compartimos juegos, confidencias y estudios, en los perfiles inmisericordes del almanaque. De inmediato, nos intercambiamos, con ese canto imposible o rebelde a la evidencia, las falacias caritativas y amables, del “estás igual, no has cambiado en nada ¡Vaya de bien como te conservas! ¡Te veo más joven cada día!” Por supuesto, sigues sin reconocer a ese amable interlocutor que te regala tan bellas pero irreales palabras. Sí, la realidad sigue siendo tozuda. Dibujas o crees ver una figura de la que han desaparecido, en la magia de lo falaz, elementos como numerosos kilos de masa corporal, la alopecia, las canas, la papada, las “bolsas” por doquier, las curvaturas sinuosas de columna, el “michelín” traicionero, la barriga “marsupial” y esas arrugas poliédricas que taladran epidermis y espacios en el historial, ilustrativo o plástico, de nuestras vidas. El impacto escénico y estético es más que contundente. Desalentador. “¡Ah, claro, ya me acuerdo de ti!” Con esta frase, navegando entre las sonrisas de la educación y la cortesía, tratamos de salir, para bien, de un atolladero que amenaza en continuidad. Otros antiguos alumnos o compañeros aguardan, presurosos y solícitos, para entrar en escena. Es evidente que nuestra propia imagen, para muchos de los demás, se ajusta a esos inevitables parámetros que acabo de comentar.

Disfrutaba paseando por el atractivo entorno espacial que conserva y comparte, con generosidad y embrujo, la siempre sugerente Granada. Sus calles, plazas, paseos y jardines, encierran ese misterio indefinible que, un año tras otro, nos motiva a volver.  A recuperar parte de nuestra memoria. Especialmente, para todos aquéllos que hemos tenido la inmensa suerte de vivir en esta romántica ciudad. Cierto es que, desde aquéllos inolvidables años setenta, en la pasada centuria, los cambios urbanísticos han ido transformando partes y zonas básicas de su geografía urbana. Pero, en lo fundamental de su acogedora imagen, sigue permaneciendo ese sabor a tradición, cultura y ensueño, que irradia la magia de las ciudades con encanto. Albaycín, Sacromonte. Alhambra, Carmen de los Mártires, Corral del Carbón, Alcaicería, Darro y Genil, Veleta, Realejo, San Nicolás….. saben mantener ese tiempo, esa identidad, que desea rebelarse, entre lo islámico y lo cristiano, al continuado paso del tiempo. Los atardeceres son líricamente inolvidables, para todas aquellas almas y cuerpos que saben vibrar, sentir y soñar, ante el susurro de la naturaleza y la historia. Agua y sonido, aroma y color, piedra y tapial, baile y guitarra, belleza y amor.

Reconozco que no todos los reencuentros, permitidos por la memoria, son iguales en su significación. Muchos de ellos son laboriosamente programados. Como aquéllos que comentaba, hace unas líneas. Pero hay otros en que lo imprevisible del hecho les dota de un clímax sentimental y afectivo muy grato para el recuerdo. Pero ¿qué ocurrió? Caminaba por una coqueta calle comercial, en pleno centro de la ciudad, hoy afortunadamente liberada del tráfico rodado y bien entoldada, durante estos meses veraniegos, para la protección de la intensa fuerza solar. Calle Mesones, entre el bullir de Recogidas, la hermandad de alhóndiga y ese lugar de encuentro y sosiego que siempre sabe dar la Plaza de la Trinidad. Nuevos comercios, en esta vieja arteria mercantil, junto a islotes de historia de aquellas otras tiendas que permanecen prácticamente sin variación, en el discurrir de las décadas. Observaba ese tradicional escaparate de una conocida librería/papelería que habita al final de la calle, cuando una mujer se me acerca. Y, observándome, con una sonrisa plena de asombro, pronuncia mi nombre completo. En esos breves trocitos que saben marcar los segundos, también recupero en la memoria la imagen de esta persona, a pesar de las cuatro décadas que han transcurrido, sin vernos, desde nuestra añorada relación estudiantil.

Mi agradable interlocutora ha sabido mantener aquella atractiva e inocente fragilidad en su figura, con la delgadez que siempre la caracterizó. Lógicamente, el tiempo nos ha transformado. Pero la recíproca alegría supera ese inevitable determinante material. Yo también me atrevo a pronunciar su nombre, con una cierta lentitud ante el temor del equívoco. Es un nombre muy entrañable, para la significación granadina. Ambos permanecemos un tanto “cortados” al principio en nuestra expresión pues lo que, en esos momentos, verdaderamente nos importa es recuperar unas sencillas vivencias de aquellos paseos y diálogos que manteníamos por el viejo caserón del palacio de Puentezuelas. Allí, en la antigua facultad de Filosofía y Letras, supimos crear una sencilla y bella amistad estudiantil que, sin saber por qué, quedó interrumpida hasta esta oportuna, dulce e inesperada tarde en agosto. Aun sin pertenecer al mismo curso de especialidad, nos ayudábamos con esos apuntes, con esos simpáticos ratitos para la conversación que tanto bien me hacían. Creo que a ella también le resultaban gratos. Nos saludamos con un beso, mientras que la despedida lo fue con una abrazo cariñoso entre dos personas que, tras la incomodidad de la distancia, el azar ha querido hoy volver a reunir. Casi….. cuarenta años, para unos quince/veinte minutos de conversación, en los que intercambiamos aspectos básicos de nuestras vidas.

Pero, esta vez, no se va a volver a repetir el silencio del olvido y la distancia. El inestimable servicio del correo electrónico, va a permitirnos no desperdiciar la grata posibilidad de seguir en contacto. Podremos conservar una amistad que fue importante en los años de juventud y que ahora, en la madurez, tendrá la riqueza de las numerosas experiencias que hayamos sabido atesorar. Por cierto, mi linda compañera de facultad ha sabido, y podido, conservarse muy, muy bien. Yo lo quiero y necesito ver así. El limpio caudal de su calendario ha querido respetar esa estética sencillez que, en aquellos nostálgicos años de los setenta, siempre supe admirar.

No, no todos los reencuentros poseen el mismo carácter. Usualmente, se intercambian unas amables palabras. Se evocan algunas anécdotas simpáticas, y mil veces relatadas, que nos hacen sonreír y pensar. Salen a la palestra de la memoria los nombres de ese “temido” profesor, con su crudo apelativo social, impuesto por la muchachada del momento. O el de aquella docente que nos dejó muestras de su bondad y saber, en el trato que supo ofrecernos por aquellos tiempos de nuestra infancia o juventud. Y, por supuesto, recordamos y preguntamos por ese compañero del que alguna vez nos llegó la noticia de su último viaje a ese lugar de incalculable y enigmática distancia. Prometemos vernos con más frecuencia, telefonearnos y buscar motivos para celebrar cualquier aniversario que nos permita fomentar la amistad y las palabras, superando la aridez de la distancia. Para ese momento todos seremos un poco más diferentes. Sin duda, en lo físico. Probablemente, también en los ideales. Aunque siempre anidará algo en nosotros de aquél joven o aquella jovencita que lucían edades para la ilusión, y una fuerza dinamizadora para la aventura.

Hace pocos días recibí un nuevo correo de mi querida y apreciada compañera y amiga. Por esta vez, no voy a utilizar un nombre, supuesto o real, para identificarla.

“…. ese problema, del que ya te he hablado, me tiene profundamente trastornada. Me siento un mucho indefensa ante el mismo, y con los ánimos por los suelos. No te quiero preocupar ni incomodar en tu vida, pero no tengo muchos referentes a quienes acudir. Seguro que tu ves esta mi situación con una mayor objetividad…. La confusión y el aturdimiento me están superando……”.

“ …… la distancia entre nuestras dos ciudades supone, apenas, una hora y cuarto de conducción. Este sábado, vamos a dialogar. Y no quiero que sea mediante los e-mails o el teléfono. Sino en la proximidad física de las palabras y el afecto de las miradas. Trataré de aportarte alguna ayuda. Tu también supiste hacerlo conmigo (nunca lo he olvidado) cuando ambos éramos dos jóvenes adolescentes. Verás como pensar juntos te aliviará. Llegaré temprano. En cuanto aparque, te llamo al móvil……”


José L. Casado Toro (viernes 24 agosto, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
jlcasadot@yahoo.es

viernes, 17 de agosto de 2012

DIÁLOGOS, EN LA RUTINA DE LOS SILENCIOS.


No, no era una tarde de sensaciones agradables. A poco de que el astro solar comenzara su retirada, la luz se había tornado más pálida y la temperatura bajó notablemente en la graduación del termómetro. Ese viento desapacible, que soplaba para estos últimos días de septiembre, aconsejaba buscar acomodo en una cafetería o tetería que permitiera intercambiar los minutos y las horas. Ángel ayudaba en una ferretería, propiedad de su padre, todas las mañanas y también un buen rato, cuando reanudaban la atención del escaso público consumidor, a partir de las 16.30. Había cursado la diplomatura de Empresariales, con ausencia de brillantez en el global de las calificaciones. No le agradaba estar en la tienda pero, en esta coyuntura de congelación o ausencia de la posibilidad opositora, consideraba una salida inevitable, para las necesidades juveniles de sus veintiocho años, trabajar esas horas en un negocio propio, que permitía “ir tirando” a sus padres y hermana menor. Le aburría estar detrás de un mostrador, atendiendo al gotear de compradores, aunque, con la crudeza actual de la economía y las duras y desesperanzadas decisiones impuestas por “el gobierno de los recortes y los impuestos”, se podía considerar una persona  privilegiada, en comparación con otros amigos o compañeros de facultad. 

Para él, mañanas y tardes se habían hecho muy parecidas, al paso de las semanas y los meses. Recogía puntualmente a su novia Marilia, cuando ésta salía de la guardería infantil donde trabajaba, a poco de que el reloj marcara  las siete y media. Con buen tiempo, hacían paseos por lugares “mil veces” ya recorridos, sin alientos para la novedad. Algún tapeo, antes de cenar, y vuelta a casa, no más allá de las diez. La visita al cine, o alguna salida senderista, no faltaban en esos “findes” que se habían hecho muy iguales, tras sus casi nueve años de relación. Había coincidido con Marilia en el Instituto de la ESO. Y desde entonces, habían marchado juntos por la senda de la amistad y el compromiso. Ambos eran casi de la misma edad, aunque sus caracteres se complementaban. Él era más bien tranquilo y metódico, mientras ella reflejaba un temperamento algo espontáneo y nervioso. Ese contraste de personalidad lo habían sabido llevar bien, en la rutina de los números que pueblan el almanaque. Se propusieron acumular unos ahorros, no muy elevados pero ilusionados, con la vista puesta en alguna vivienda de “segunda mano” o un alquiler que fuera soportable para ese objetivo de vivir juntos, sin descartar vicarías o juzgados, con sus escenificadas ceremonias y papeleos. 

Hoy también, para la igualdad de los días, se hallaban sentados uno junto al otro en esa mesa ya habitual de la esquina, en la primera planta de “su” cafetería, desde la que bien divisaban el discurrir de la circulación por entre el arbolado de la Alameda. Les acompañaba la apreciada taza de té, con canela y azúcar, y esa jarrita de cerveza con unos cacahuetes bien fritos para distraer el paladar. Ambos, con el semblante algo serio y la mente aburrida, sin especiales iniciativas para el diálogo. Sin embargo, pasados unos minutos de acústicas banales, y tras juguetear nerviosamente con la cucharilla de su infusión, fue Marilia quien interrumpió el adormilado silencio. Habló con voz baja y con breves paradas en la expresión. Sus ojos aparecieron abrillantados en sus pupilas, por la emoción contenida. Como quien recita una estrofa o discurso, numerosas veces ensayado y preparado, para templar la intensidad del impacto.

“Ángel, llevo bastante tiempo pensando en esto que te voy a confiar. Siento que lo nuestro…. está cada día más gris. Nos pasamos aquí las tardes y cada vez nos cuesta más trabajo encontrar un tema para la conversación. Desde siempre he sabido y aceptado que eres más tranquilo que yo. Pero, en mi caso, me siento como aburrida, sin ilusión o dinamismo, para justificar el porqué de las tardes. De tantas tardes… huérfanas de color. Nuestro comportamiento y respuestas lo percibo como mecánico y, lo que es peor, vacío ya en los sentimientos. A poco, va a hacer ….. doce, sí doce años, de cuando comenzamos a salir. Éramos, entonces, dos jóvenes idealistas, muy niños aún, en nuestro cuarto de la ESO. Tal vez demasiado jóvenes, para esos serios compromisos de la fidelidad y el noviazgo. Y así han ido pasando los años, acomodados en esa rutina de hacer siempre lo mismo, en la que tú te sentirás seguro y posiblemente feliz, pero que a mí me está desvitalizando por una monotonía que la siento insufrible y carente de ilusión. Seguimos ahorrando y, la verdad, no veo una meta cercana para convivir juntos. Esto está…. muy apagado. Más que apagado. No sientas que te estoy culpando en concreto. Creo que son circunstancias del tiempo, de las que ambos somos responsables. Eso es lo que te quería …. decir. No es una reflexión que me haya surgido hoy, por supuesto…. sino que viene desde hace ya algunos, muchos meses. No te quiero hacer sufrir, pero…….”

Entre ambos se genera un largo silencio que fue de segundos, pero que parecieron horas crispadas. Los ojos de ella estaban ya entornados. Los de él, bien abiertos, centrados en su interlocutora. La jarra de cerveza había perdido frescor e incluso esa blanca espuma para la tonalidad. La bolsita del té, descansando en el borde de la taza, dejó caer unas gotas de suspiros sobre la cucharilla que aún brillaba.
 
“Marilia, no te preocupes. También yo estaba viendo de venir, esto que me planteas. Dices bien que ninguno de los dos somos culpables, pero ambos somos protagonistas de “este jardín” en el que parece han desaparecido las flores. De aquella ilusión.... a este aburrimiento. ¿Sufrir? Como ya lo iba viendo venir, pues estoy preparado. Y para ti no ha tenido que ser fácil dar ese primer paso.  Eres valiente. Como siempre, has sabido adelantarte y yo te lo agradezco. Si te parece, nos damos un tiempo, lo largo o corto que sea, para la reflexión. A los dos nos vendrá bien algo de cambio en la planificación o en el quehacer de cada uno de los días. Aunque trataba de disimularlo, a mi también se me estaban haciendo insufribles y poco deseadas estas tardes….. que parecen ser igual como todas las tardes. ¡Tantos proyectos en los años que han pasado! La verdad es que ha habido buenos momentos en nuestra relación. ¿No es cierto? Pero ahora….. En cuanto a esa cartilla en común no habrá problema, claro. La dividimos en dos ahorros exactos y punto. Tu y yo necesitamos un tiempo de oxígeno y cambio. Tal vez sea lo mejor. Seguro que sí ”.

Aquella noche no hubo llamadas, o más comunicación, entre ellos. Esos minutos en la cafetería habían sido especialmente tensos y, aparentemente, sinceros, para el destino, ahora ya definitivamente  frustrado, de sus vidas en común. Sin embargo, al filo de la medianoche, dos llamadas, efectuadas desde sus respectivos móviles, viajaron hacia destinos, mantenidos en el celoso secreto, de las terceras personas. La realidad es que esa supuesta o aparente sinceridad había desaparecido de entre sus vidas, justificando rutinas, vacíos y silencios.

Vicky, te llevo llamando toda la noche y había sobrecarga, o lo que sea, en la línea. No te lo vas a creer. Con todas las vueltas que le he dado, a la hora de confesarle “lo nuestro”, esta tarde se me ha adelantado. Reconoce que nuestra relación hace tiempo que dejó de funcionar. Y que se siente mal, etc, etc. Total, que piensa que es mejor que cortemos. Pata mi este paso, ya sabes, era muy complicado. Llevábamos muchos años juntos. Así que no era fácil decirle “adiós”. Y más teniéndole que explicar que, desde hace meses, estoy “loco” por ti. Pero he tenido mucha suerte. Hemos tenido esa suerte que necesitábamos para evitar disgustos y escenas. Ha sido ella quien ha dado el paso y nos ha hecho el gran favor del mundo. La verdad es que tantos años juntos no están ahí en balde, pero desde aquella tarde, en que mi primo nos presentó en su fiesta de graduación, vi que tu sonrisa, tu alegría y tu bondad, era lo que vitalmente yo necesitaba. Sobre todo, ahora que me encuentro, con esto de la crisis, más bloqueado que nunca. Nuestros encuentros, nuestros secretos y escondrijos, me ha estado dando esa vida, esa ilusión que creí tener perdida. Ahora tenemos esa libertad que tanto hemos añorado durante estos tres meses y medio, desde que nos conocimos. Veo que te has quedado “de piedra” con la estupenda novedad de esta tarde ¿Verdad, mi amor?

En otra zona de la ciudad, Marilia marca un número grabado con clave secreta en su móvil. Ha dejado pasar unas horas, desde su encuentro con Ángel, pues la escena en la cafetería, con esas duras verdades pero también con grandes secretos y problemas ocultos, para la que ha sido su pareja, le ha afectado en el ánimo y en sus fuerzas orgánicas. Apenas ha cenado, explicándole a su madre que ha tenido un día agotador en la guardería. Ahora, sola en su cuarto y recostada sobre la almohada, se pone en comunicación con una persona, Salva, de la que tenía varias llamadas perdidas en la memoria de su móvil.

“Hola, cariño. Ya está todo hecho. La verdad es que pensaba que la escenita iba a ser mucho más complicada y terrible. Y eso es lo que me extraña. La respuesta de Ángel… la esperaba muy, muy diferente. Diría, incluso, que se sintió aliviado, cuando le planteé el final de nuestra relación. Su frialdad….te lo aseguro, me ha desarbolado. Pero ahora hay que pensar ya en lo nuestro. Bastante son los problemas que tenemos por delante. Necesito verte. Tenemos que buscar todos los momentos posibles para estar juntos. Esta mañana pedí permiso para ir a la ginecóloga. Lo previsible. Me ha confirmado lo del test. Dice que estoy de ocho semanas. Ya ves, una sensación de alegría y miedo. Bueno…. preocupación. Pero vamos a luchar, mano con mano, por lo nuestro. Y mañana, te toca tener a tus hijos. Aunque sea tarde, buscamos un ratito para vernos. Sí, ya sé, no te estoy dejando hablar. Son cosas….. de los nervios. ¿Cómo te ha ido hoy el día, mi vida?”

José L. Casado Toro (viernes 17 agosto, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/

viernes, 10 de agosto de 2012

CONTACTOS, EN LA SOLEDAD DEL OTOÑO.


Desi nunca imaginó que llegaría a tomar esta valiente decisión. Pero, blandiendo esos impulsos que nos hacen romper con la monotonía de los días, pulsó, con el puntero inalámbrico de su portátil, esa ventana que nos habla de la ansiada compañía y de contactos, a través de la red. Tras abrir esa ventana que posibilita el diálogo, tecleó sus datos personales. Como ya es usual hacerlo, en este medio on-line, modificó bastantes aspectos de su identidad. A sus cuarenta y dos años, restó el número que suma los días de la semana. Tampoco concretó el nivel exacto de su formación universitaria. Sólo que trabajaba, como administrativa, en una empresa de grandes almacenes. Y que deseaba entablar amistad, aquí en Málaga, con hombres de entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años de edad. Entre los rasgos de su personalidad, se dibuja, en el cuadrante correspondiente, como una persona de aspecto físico normalizado, amante del cine y la lectura, algo tímida y soñadora. Se reconoce poco hábil con la cocina, pero bastante responsable en sus obligaciones laborales y, desde su juventud, intensamente aficionada a viajar. En cuanto a su clave identificativa, aporta el nombre sugerente de Amaia. Tras darle al ok de la página, no pudo reprimir una risa nerviosa repitiéndose, en voz alta, esa frase que nos hace pensar acerca de la travesura o irreflexión que acabamos de cometer. A muy escasas semanas, va a cumplirse ya un año en que su matrimonio se rompió, tras la infidelidad manifiesta del que fue su marido, en un contexto de distancias y silencios para la comunicación. Dejaron pasar los años sin que los hijos llegaran, sembrando de alegría y sentido una unión que siempre tuvo otras prioridades para las necesidades de ambos.

En otro lugar, de esta ciudad que mira al mar, desde las estribaciones meridionales de la Penibética, Vidal también sufre las carencias afectivas y sociales de la soledad. Hace un año que cumplió su media centuria de vida. Estos últimos tiempos han sido especialmente crueles para un matrimonio muy equilibrado y feliz, salvo por la enfermedad de su mujer que, hace año y medio ya, viajó a ese destino que suponemos lejano, tras las estrellas del cielo. Tiene una hija independizada, unida a un compañero de trabajo y, además, otro hijo que vive la vida universitaria con esa plenitud que irradia y caracteriza a la juventud. Es usual que, en los silencios de la noches, se refugie en los juegos e informaciones de la red, hasta altas horas de la madrugada pues, cada mañana, ha de cubrir la hoja de servicios que le facilita su empresa de electrodomésticos, desplazándose de un hogar a otro, para las reparaciones puntuales o la puesta en servicio de esa gama blanca de la que es especialista. Hoy ha tentado su curiosidad la oferta de esa  web de contactos que se le ofrece desde el servidor informático. Se animó a rellenar los apartados que le eran solicitados y fue ojeando algunas respuestas, intercalando la atención con las cabezadas de sueño, pues el día había sido un tanto cansado para el trabajo. Fue sincero, en casi todos los recuadros rellenados, salvo en aquel que identificaba su nombre y profesión. Se le ocurrió escribir Luis, como se llamaba realmente su hijo mayor. Este gesto atendía a esa prudencia o cobardía que todos solemos sentir a la hora de manifestar la concreción  de nuestra personalidad.

El destino fue, por esta vez, generoso, acercando a dos seres que se esforzaban por superar las limitaciones y nublados que acaecen en el devenir de los días. Un jueves de septiembre, cuando la noche se hacía dueña y señora de nuestra imaginación y deseo, fue Desi quien, a pesar de su proverbial timidez, supo tomar la iniciativa. Siguió el protocolo correspondiente establecido en  estas páginas de contactos y se puso en comunicación con la información de esa persona que denotaba, en su origen, una apreciable bondad. La respuesta de Vidal no se hizo esperar, a través de la clave que posibilitaba la comunicación electrónica con esa mujer que le estaba tendiendo la mano, para la palabra y el mutuo conocimiento. Viajaron, esa y otras noches, correos, frases y sentimientos, con un destino bidireccional para la ilusión, frente a la opacidad del aburrimiento. Uno y otro quisieron extremar la prudencia ante la tentación de las fotos. Dejaron volar su imaginación y quisieron que fueran las pinceladas que trasladaban las letras quienes dibujaran, con probabilidad o certeza, la realidad de esa otra persona recién conocida en Internet. Entre “Amaia” y “Luis” fue naciendo la amistad, el diálogo y la proximidad, siempre a partir de que sonaran las diez en el reloj.

Una vez pasaron esos primeros días, Vidal fue muy puntual en acudir a la hora de la cita que habían concertado. Veinte minutos antes de las siete, en una tarde, aún tibia, pese al inicio de la estación otoñal, ya estaba sentado en una de las mesas callejeras que iluminan de, abundante tráfico peatonal, la popular e intermonumental calle de Alcazabilla. Según acordó con Desi, iría vestido, para la mejor identificación, con náuticos marrones, vaqueros azules y un polo deportivo de tonalidad celeste. Por su parte, ella lo haría con una camisa rosa estampada con motivos florales , falda beige y sandalias, tipo romanas, de piel marrón claro. Tendría, junto a él, unas flores, que pensaba regalar a su amiga, como un gesto elegante y afectivo. Aquel anaranjado atardecer, dominaba en el ambiente un poco de flama térmica por lo que, un tanto nervioso y sediento, pidió una cerveza bien fría, a la espera de un encuentro que le hacía estar como un  chiquillo tembloroso, con la ilusión propia de un día de estreno. Hacía exactamente once días en que recibió el e-mail interesado de una mujer que le había despertado mucha de esa alegría aletargada, tras meses de intenso desánimo. Pasaron, sobre las siete, diez, quince y más minutos de los que conforman la hora. Su anhelada interlocutora seguía sin aparecer. Quiso y supo esperar, hasta que las manecillas de su reloj (cerca ya de las nueve) le aconsejaron volver a casa y conocer, mediante el correo electrónico, las causas que habían frustrado esa oportunidad que se le hacía tan necesaria para su curiosidad, el sosiego y, sobre todo, la esperanza. Y esa noche, que no le será fácil olvidar, conoció una terrible respuesta a la angustia de sus preguntas.

“Buenas noches, Luis. O ¿por qué no, mejor …. Vidal? Sí, ya ves, la vida trae estas casualidades. Tú y yo hemos sido partícipes de una coincidencia que no es probable que suceda, salvo cuando el destino se empecina en provocar esta posibilidad. Desde un ángulo de la calle, pude observar las mesas situadas fuera del local que habíamos acordado, en lo que iba a ser nuestra primera gran cita. Y, entre las personas que estaban allí sentadas, te reconocí fácilmente. No sólo por la forma de vestir, detalles que ya  me habías indicado, sino porque….. tu y yo nos conocemos. Bastante bien. Y desde hace mucho, mucho tiempo. Casi el mismo en que mi vida se vinculó con la de tu hermano César. ¡Vaya corte, el de esta tarde! Pero estas cosas, a veces,  suceden . Y no sólo ocurre en las películas. Sino en la realidad más inmediata.

Ni yo he sido sincera, con los datos que aporté a la plataforma de la amistad, ni tu tampoco te has caracterizado por identificar realmente a tu persona. Pero te comprendo, por supuesto. A ti y a mi nos ha podido la prudencia, en esta forma de actuar, muy novedosa para nuestras vapuleadas vidas. Seguro que ahora mismo estarás asombrado y avergonzado. No te quiero decir lo que yo sentí…. al verte allí esperando y con el ramito de flores (por cierto, muy lindas) encima de la mesa. Y ha tenido que pasar. Pienso que el destino nos ha jugado una divertida pero dolorosa experiencia. Debemos evitar hacer un drama de estas casualidades que escenifican la pequeñez de los espacios y los destinos.

Es evidente que ambos conocemos y soportamos el drama que ha castigado a nuestras vidas. La terrible soledad que te afecta, desde que se nos fue ese ángel, esa maravillosa y vital persona, Alicia, tu mujer. También, era mi cuñada.  Una persona que tanto se hacía querer….. Y tú bien conoces esa otra soledad que sobrevino a mi existencia, cuando en tu hermano primó el ansia de  una juventud perdida, sobre los valores de la lealtad y la responsabilidad. Sé que es muy duro, terrible, todo lo que te estoy narrando, a través de este largo, pero sincero, correo. También ahora yo me siento muy niña, confundida y abatida, en medio de esta cruda historia. Aún sigo en estado de casi shock, desde que te identifiqué, en la distancia, esta tarde que nunca, te lo aseguro, voy a olvidar. La verdad es que no sé si seremos capaces de olvidar todo esto. Esta mezcla de ridículo, desilusión, humor y, por supuesto, también dolor. Pero tendremos que ser valientes en intentarlo. Ahora ya no es necesario ocultar o disimular con mi nombre. Amaia se transforma en la realidad…… Desi”.

Tras el cristal de las conciencias, las calles mojadas reflejaban el brillo blanquecino que regalaban las farolas. Para estas dos vidas, en la orfandad de la realidad, no sólo llovía sobre el asfalto. Sus voluntades también enmudecieron, en esa noche para el ingrato recuerdo.-

José L. Casado Toro (viernes 10 agosto, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/

viernes, 3 de agosto de 2012

TEJADOS CON VIDA, PARA LA IMAGINACIÓN Y LA HISTORIA.


Sí, hay gustos y aficiones que se acomodan en todos los caracteres, modas y actitudes. Y en este artículo, que comienza en las intimidades de la reflexión y avanza por la senda inacabada del relato, debo referirme a ese placer indescifrable que muchos sentimos ante la visión, romántica e histórica, de la planimetría urbana en los barrios antiguos. Y por estos barrios, adormilados o gozando del letargo en sus estructuras edificatorias, es más que frecuente encontrar viviendas que cubren sus privacidades con esas cubiertas, a una o dos aguas, conformadas de tejas de arcilla o barro que, a modo de un mar sosegadamente ondulado, cierran el cielo íntimo de las casas. “Florecen” por aquí, muy cerca y, también, por todos los confines regionales que pueblan la humanidad. 

Esta visión, teñida de un cálido y alegre sentimiento, puede percibirse a través de la fotografía u otros medios gráficos de grabación digital. Sin embargo, adquiere más impacto en nosotros el visionado directo de estos tejados y terrazas, con todo el encanto que sugieren y comparten. Siempre que ello sea posible, hay que localizar una plataforma en altura para, desde esta elevada atalaya, divisar mejor esas epidermis constructivas que cubren las casas individuales o las manzanas de pisos en comunidad. También, por supuesto, nos motiva el color. Importante elemento sensorial que nos ayuda a valorar o interpretar mejor nuestra observación. Prevalece, lógicamente, el marrón con tonalidad anaranjada, de las tejas de arcilla convencional. Sin embargo, podemos tener suerte y gozar del cromatismo verdoso, azulado o de otras cerámicas esmaltadas que exigen un mayor coste pero, al tiempo, una peculiar y placentera belleza ornamental. Todo tipo de tejas están ante nuestra visión: aquéllas recién puestas o envejecidas por el paso del tiempo; colores y calidades, a gusto del propietario o constructor; en perfecta alineación, o planteando alguna actitud rebelde en algunas. Pero casi todas con ese juego ondulado y alternativo, cóncavo y convexo, que facilita el discurrir del agua de lluvia o el blanco inmaculado de la nieve con el buen sabor a Navidad; también hay cubiertas plastificadas, donde predomina la uralita u otros materiales de protección; existen tejas que permanecen rotas, con el conocimiento o no del propietario y otras, ya reparadas, que aportan una heterogeneidad plástica a estas cubiertas protectoras para las inclemencias del tiempo. En “plásticas” ocasiones, dan cobijo a esos atrayentes ventanucos, guarnecidos de tejas, que son como los ojos de una cabeza que desean ver mejor el paisaje, asomarse al exterior desde esa última habitación o buhardilla, plena de sugerencia y encanto para quien tiene la posibilidad de disfrutarla. Podríamos seguir describiendo colores, formas y calidades, pero lo que verdaderamente nos ha de importar, tras su estructura triangular, con sus canaletas para la recogida del agua o con sus gárgolas embellecedoras, son los trozos de vidas que todas ellas se esmeran en proteger y salvaguardar.

Debajo de esos tejados laten y vibran cientos, miles por miles de vidas cuyas historias admiten y soportan todo un muestrario de adjetivos. Veamos, con la atención del sigilo y con el respeto de su hospitalidad, una de ellas. Se trata de un viejo edificio adosado de cinco plantas (con una buhardilla, para aquélla que está bajo la cubierta de tejas) algo reformado en sus servicios comunes, hace ya más de una década. Enclavado en una de las urbanas barriadas nostálgicas, que saben hablarnos de otros tiempos guardados en los archivos del almanaque. Muchos de los pisos del entorno están habitados por grupos de estudiantes. También abundan jóvenes trabajadores que tratan de abrirse paso, residiendo en la proximidad al centro de la capital madrileña. Es una zona de mentes liberalizadas, para las costumbres, las relaciones y los valores interpersonales. Como contraste sociológico, se intercalan familias de pocos miembros, generalmente personas ya de la tercera edad. Y, en este bloque, vapuleado por el paso de climatologías y calendarios, habita con su modestia y sencillez Encarna. Viuda, desde hace cuatro lustros, y con una existencia que se acerca a la inmediatez del octogenario en su DNI. Tuvo un hijo, al que aún sigue esperando en la memoria de sus deseos. No pocos le calificarían como un cabeza loca que, hace ya muchos años se fue al tercio y de él nunca más se supo. Pero ella aún sigue confiando en que su Lorenzo llame en la puerta y poder abrazarle y verle hecho toda una buena persona. Es una ilusión de madre, que se rebela ante todos los razonamientos y evidencias.

Ya hemos comentado que Encarna soporta su soledad, con la modestia de una pequeña pensión de su difunto esposo, también llamado Lorenzo, que fue un honrado funcionario de correos. De esos que sabían gastar, con afán y nobleza, muchas suelas de zapatos, presumiendo de su dominio habilidoso del callejero, memoria que él se afanaba en proclamar y ostentar por todo Madrid. Hoy, en la vida de esta mujer, las numerosas y heterogéneas grietas corporales la mantienen, prácticamente, recluida en su coqueto pisito, por el que parece que el tiempo se ha detenido en tres o cuatro décadas atrás. Los vecinos del bloque conocen perfectamente la limitación física, en movilidad, que le afecta. Por este motivo, su disposición solidaria es generosa y responsable, ante una persona que sabe hacerse querer por la bondad de su naturaleza. Sus convecinos le preguntan, casi todos los días, si necesita algo del supermercado. Le traen también algún plato caliente de esa olla compartida que a todos agrada. Y, sobre todo, le regalan ratitos de conversación para esas tardes que se hacen muy largas, sólo con la compañía de las imágenes que emiten las diferentes cadenas de televisión. Ayudándose de un pequeño bastón, se desplaza con lentitud e inseguridad, para las necesidades propias de su aseo, alimentación y descanso, por los vericuetos sencillos de su pequeña vivienda. Nunca trabajó, fuera del hogar. Era su marido quien se encargaba de conducir el timón laboral familiar, en la mentalidad sociológica de épocas pretéritas en el tiempo. Y así es la existencia de Encarna Cifuentes, para la igualdad de los días, en uno de esos trozos de vida que amanecen y atardecen bajo ese tejado, objeto preferente de nuestra atención y curiosidad.

“Hola, mamá ¡Cuánto, cuánto tiempo ha pasado! ¿Verdad? Te veo muy bien, aunque a todos nos supera el tiempo por las travesuras inevitables del minutero. Sé que no me he portado bien contigo. Lo reconozco. Lo siento.  Y que has tenido que sufrir, por mi irresponsabilidad. Ya ves… cosas y respuestas  de una juventud alocada y carente de sensatez. Allá en Ceuta, viví muy rápido, demasiado sin duda, para una prudencia que no supe ver en el momento necesario de la oportunidad. Los placeres artificiales de aquí y allá, me sumieron en el descontrol y la impudicia. Aquello tenía que acabar mal, como efectivamente así sucedió. Abandoné el campamento y, por el abismo de la delincuencia, encontré un justo castigo para mis errores y desequilibrios en las respuestas. Pero, aunque te cueste trabajo creerme, siempre os recordé con respeto y afecto, pero sin ánimos, ni voluntad, para llamar a vuestra puerta. Pero estas leyes nunca, nunca fallan. Y, hoy, nos hemos vuelto a encontrar. Los dos. El destino en las personas no admite discusiones u otro tipo de negociación. Así son las cosas, en este mundo que nos tocó vivir. Déjame, al menos, que te bese. Fuiste, siempre fue así, una buena madre. La mejor… de las madres”.

Aquella mañana, su vecina de planta Mely le traía, como solía hacer con frecuencia, un tazón de ese café bien cargado que tanto gustaba a Encarna. Llamó en el timbre de su puerta, a poco más de las 9 y treinta, utilizando a continuación una llave que tenía en casa, para evitarle el esfuerzo de desplazamiento hacia la puerta.  Al no verla, ya sentada en la mesa camilla, junto a la terracita, pensó que se habría quedado adormilada. Pronunció su nombre en voz alta en un par de ocasiones, sin encontrar respuesta alguna a sus requerimientos. Efectivamente, Encarna aún permanecía en la cama, bien abrigada, pues hacía un otoño muy frío en esos meses que ponen fin al calendario. Dormida, y acurrucada entre las sábanas, con un semblante que reflejaba placidez y serenidad, a modo de una tierna y agradable sonrisa. Al paso de los minutos, los servicios sanitarios certificaron con profesional diligencia la situación. Otros muchos vecinos acudieron de inmediato a ese 4 C, ante el imprevisto conocimiento del hecho. Desde cualquier parte, allá en la inmediata lejanía, esta apreciada mujer les agradecía tantos ratos y atenciones de solidaria convivencia. Y el tazón café quedó esperando, junto a la esquina huérfana de la mesa, a ese invitado que supiera apreciar la compañía de su buen sabor y calidad.-

José L. Casado Toro (viernes 3 agosto, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/