viernes, 17 de octubre de 2014

ADELA, O EL CARIÑO DE UNA MADRE.


Para estudiar, o simplemente si queremos dedicar un rato a la grata lectura, a muchos nos apetece cambiar periódicamente de escenografía. Es decir, evitamos hacer aquellas u otras actividades siempre en el mismo lugar. Resulta interesante este cambio ambiental, pues así favorecemos nuestra mejor disposición anímica para ese saludable ejercicio intelectual. Por ese motivo me encaminé, en la placidez de la tarde, a uno de los parques malacitanos que pueblan nuestra ciudad. Elegí para mi lectura uno de sus bancos, cercano a una coqueta laguna artificial que hidrata la atmósfera. Enfrascado en el contenido de unos ejercicios, apenas percibí que, en la esquina del banco que ocupaba, se había sentado un hombre bastante mayor en edad (según me confesó posteriormente) aunque sus rasgos faciales no se habían deteriorado en demasía con el paso de los años. Tras un intercambio educado de saludos, mi compañero de asiento permaneció en silencio, observando a lo lejos la playa cercana, mientras que yo continuaba concentrado en el contenido de mi lectura. Al paso de los minutos, ambos estuvimos abiertos a iniciar y compartir un ratillo de charla.

Ros (así llaman a Rosendo sus familiares y amigos) hace años ya que dejó la vida laboral. En sus ocho décadas de existencia, este hombre ha desempeñado diversas actividades, pues se trata de una persona emprendedora y dinámica. De entre todos los trabajos que ha desarrollado, destaca con especial recuerdo sus servicios en una empresa de exhibición cinematográfica que, de forma lamentable, hoy ya no se encuentra entre nosotros. Al igual que ha pasado con tantos y tantos cines a los que la especulación urbanística, la desidia empresarial, la competencia de otros incentivos informáticos o digitales y el cambio generacional, ha ido haciendo desaparecer. En aquel entrañable cine, se prestaba a realizar un poco de todo. Incluso llegó a dominar la técnica para manejar las cámaras de proyección. Ayudaba al “maquinista” de la cabina y, en ocasiones, le sustituía, con la mejor eficacia. Pero, básicamente su puesto estaba en atender la entrada de los espectadores. Era el portero de ese cine. Consideraba su trabajo en realidad tranquilo, salvo los fines de semana y películas de gran estreno, cuando un numeroso público se agolpaba ante la puerta, formando largas files de inquietos espectadores que ansiaban ocupar los asientos de la sala. En esa época de la que me hablaba, no existían aún los multi-cines y las películas permanecían más tiempo que hoy en cartelera.

Pronto se dio cuenta, mi compañero de asiento, de la gran afición que yo sentía por todo lo relativo al séptimo arte. En ese contexto de la conversación, decidí hacerle una pregunta sobre la temática que estábamos hablando, pues noté su ilusión por recordar aquellos ya lejanos momentos de su vida. “Seguro que habrá tenido no pocas experiencias en esa fase de su trabajo ¿Recuerda alguna anécdota o curiosidad, relativa al cine, que me pueda contar?” Mi interlocutor calló durante unos segundos buscando, entre los anaqueles de su memoria, esa historia o experiencia a fin de intercambiarla o compartirla con mi interés y atención. Tomó un buen sorbo de la botellita de agua que llevaba consigo y comenzó a narrarme, de forma pausada, esa experiencia que fluía desde una vivencia no olvidada.

“Pues sí, amigo, hay algo interesante que te puedo contar. Voy a elegir una determinada historia, por el valor humano que su contenido encierra. A ver qué te parece. Era yo entonces muy joven ….. estamos hablando de principios de los años sesenta. Estrenamos una película de nacionalidad española y aquel sábado fue mucha gente a su proyección. Igual sucedió el domingo, cosa lógica por tratarse de un día festivo. Pero ya en lunes, el público asistente decayó notablemente. Aquel día, entre las escasas personas que asistía a la primera sesión, me fijé en una señora mayor a la que creí reconocer entre los espectadores del fin de semana. No le di más importancia al hecho. Sin embargo, llegó el martes y una de las primeras personas que se acercaron a la puerta de entrada con su localidad era la misma mujer. Me estuve fijando y comprobé que veía la película y algún trozo más del segundo pase, pues a eso de las 7 y media abandonaba el cine."

Realmente me encantaba cómo narraba su historia el amigo Ros. Dotaba a sus palabras con un tono de intriga y misterio que me hacía sentir muy bien, tras ese largo rato de estudio que había tenido con mis libros y apuntes. Volvió a beber otro sorbo de su botellita (la vigilancia nocturna, en una edificación junto al mar, le había dejado secuelas molestas para su garganta. También, el alcohol, según me confesó) y continuó con su interesante relato.

“Como estarás ya imaginando, el miércoles, ocurrió la misma escena. Me tenía totalmente intrigado el comportamiento de esa mujer. Debo aclararte que su desplazamiento lo hacía con una cierta dificultad, ayudándose de un pequeño bastón, dada su corta estatura. Ese miércoles, cuando a eso de las 7 y media salía de la sala de butacas, me animé a preguntar a la señora acerca del motivo de su comportamiento. Con ojos de mirada cansada y entendiendo mi interés acerca de su repetida asistencia a la sala, me contó entre suspiros y alguna que otra lágrima el fondo de su historia. Esta mujer estaba viviendo en una residencia de ancianos, atendida por las Hermanas de la Caridad. Amante de la lectura, vio en el periódico la noticia del estreno de esta cinta que estábamos proyectando. Reconoció, entre los actores secundarios, un nombre que ella nunca podía olvidar. Ese intérprete era una persona muy próxima a su memoria. El único hijo que había tenido en su larga existencia. Los avatares de la vida, muy complicados para su familia, hicieron que ese hijo estableciera su residencia en la capital madrileña, olvidando el afecto y cariño necesario que una madre debe recibir. Hacía un par de décadas que de él nada sabía, hasta ver su nombre en el periódico de la sala de lectura. Realmente, había asistido por primera vez a nuestro cine el lunes. Y cada día, sacaba su entrada, con el esfuerzo propio de unos ahorros muy limitados que las hermanas le administraban. Su objetivo…… ver a su hijo. Muy cambiado, físicamente, pero al que reconocería entre mil y un actores. Era la hermosa ilusión de una madre.”

“Le rogué esperara unos minutos, pues me ocupé de llamar al encargado, resumiéndole básicamente la bella historia que Adela me había contado. Fabián no lo dudó ni un instante. Fue a taquilla y trajo el importe de la entrada, que le fue devuelto a la buena mujer. Le indicó, con todo el afecto, que podía seguir viniendo al cine cada día, de forma absolutamente gratuita. Ver a un hijo “perdido”, aunque sólo fuera en pantalla, merecía todo el respeto y generosidad por parte de la empresa. La mujer, un tanto emocionada, dio las gracias y se marchó hacia la que era ahora su casa. Las hermanas servían la cena a las 8 en punto de la tarde.”

Había quedado profundamente ensimismado ante una historia de sentimientos contrastados. El cariño maternal se había superpuesto a ese egoísmo pleno de desafecto, por parte de un hijo que había olvidado o ignorado las raíces de donde procedía. Parece ser, que Adela estuvo yendo cada día a su cita de las cinco ante la pantalla. El celuloide de treinta y cinco centímetros, hacía posible el milagro de poder estar cerca de un ser amado, durante esos minutos que en la película el actor participaba. La película estuvo en cartelera exactamente dos semanas y ni un solo día dejó de ir, ante la puerta de entrada, una humilde madre enriquecida por un corazón cariñoso. Ese viernes, último día de proyección, cuando Adela abandonó su butaca camino de la puerta de salida, Fabián y Ros la estaban esperando con un gran sobre en la mano. Lo abrieron ante la anciana, mostrándole unos cartogramas de la película que ellos querían regalarle. En esas fotografías, se veía nítidamente escenas en las que participaba Carlos, ese hijo recuperado por la “magia de la sábana blanca”. Adela se marchó feliz, con el valioso sobre, portándolo bajo su brazo izquierdo. Eran las 7 y media de la tarde. Nunca más la volvieron a ver.

Me despedí de Rosendo dándonos un fuerte apretón de manos. Con gratitud, vi alejarse a este hombre que había sabido compartir con un compañero de banco una bellísima y nostálgica historia. Me había prometido que si otra tarde teníamos la oportunidad de coincidir, buscaría otras experiencias y vivencias para contarme. Por allí cerca, dos pequeños perseguían inútilmente a unas palomas. El brillo del sol, que ya languidecía, cubría de un manto anaranjado el azul cielo de las aguas del lago. Caí en la cuenta de no haber preguntado a Ros por el título de la película. Seguro que él no lo habría olvidado. Volví caminando lentamente hacia casa, dando un reconfortante paseo. Continuaba pensando en ese sencillo y bello relato, del que había sido partícipe. Las palabras de este inesperado amigo compartían y transmitían sentimiento y verdad.-


José L. Casado Toro (viernes, 17 octubre, 2014)
Profesor

1 comentario:

  1. Me he emocionado leyéndote. Un relato muy tierno. Gracias por compartirlo. Un abrazo.

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