viernes, 27 de marzo de 2015

EL USO DE LA EMPATÍA, ALIADA CON LA FUERZA MENTAL DE LA IMAGINACIÓN.



Hay frases que, por una u otra razón, se te quedan ancladas en la memoria y que, por más que el río del tiempo continúe su agitado o más pausado curso, permanecen activas en el acervo (conjunto de bienes morales o culturales acumulados por tradición o herencia, según la Real Academia de la Lengua Española) mágico de nuestros valores. Efectivamente, hay centenares o miles de comentarios, imágenes y realidades que, al paso de los años, se nos van nublando o borrando de la conciencia. Algunas de las mismas reaparecen cuando menos lo esperas, mientras que otras formarán parte de esa historia oculta que se olvida o volatiza ya para siempre.

Una de esas frases emblemáticas fue pronunciada hace ya más de un par de décadas. Un conocido director de cine español, autor de diversas películas en las que primaba lo humanitario, con grandes pinceladas para el humor, comentaba en una entrevista, ante la realidad de su situación médica, que lo peor de la enfermedad que le aquejaba era no poder controlar el dinamismo de su mente, por encima incluso de las propias molestias físicas que esa situación patológica le estaba imponiendo. En mi opinión, su razonamiento era bastante comprensible y certero. Cuando la mente se descontrola y desborda, imaginamos, construimos o suponemos situaciones exageradas que, a pesar de no tener un fundamento real,  nos hacen vivirlas y sufrirlas de una forma tan necia, banal y complicada que, lastimosamente, nos incomodan, entristecen y perjudican. Hay que reiterarlo. Sin tener una presencia concreta o personal, construimos una tragedia de las mismas, magnificando pequeños problemas y haciendo complicado aquello que aún no lo es. Hemos creado un mundo en nuestra mente el cual, con la frialdad de los hechos, sólo tiene existencia en la plataforma onírica o imaginativa de nuestra conciencia. De esta forma sufrimos, innecesaria y absurdamente. Y cabe preguntarse ¿tiene algún sentido sufrir?

Sin embargo podemos y debemos aprovechar o reconducir este poderío incontrolado de la mente encauzándolo, con la prudencia de la experiencia a fin de que nos preste un mejor servicio para recuperar el sosiego, para nuestro mejor bienestar y, sobre todo, para solucionar, en lo posible, los problemas que efectivamente nos están afectando. Para llevar a cabo este ejercicio es necesario que aprendamos y practiquemos previamente el valor de la empatía (identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro, según la definición de la R.A.E.). Es decir, que tratemos de ponernos, en la medida de lo posible, en la situación que está viviendo, en lo afectivo o en lo psicológico, esa otra persona con la que tratamos, en función de los datos o conocimiento que poseamos de la misma. Es lo que hace el profesional de la psicología o psiquiatría, con su paciente. El médico, cuando escucha la manifestación de tus dolencias. El profesor, cuando dialoga con sus alumnos. El sacerdote, con su feligrés. El político, con el ciudadano. El padre, con sus hijos. Y tú mismo, con el compañero de trabajo. Así, comprenderíamos mejor al interlocutor con el que hablamos, discutimos, nos enfadamos, proyectamos o socializamos. ¡Cuántos fracasos escolares hay por esas aulas de dios, a causa de la de la desacertada falta de empatía aplicada por los gestores de la enseñanza y la educación! entre otros miles de ejemplos que se podrían aportar en este complicado o fácil (según se interprete) contexto.

Y ya, en este camino inteligente de la acomodación mental, para nuestro necesidad o autoayuda, llegamos a una serie de situaciones que, muy probablemente, todos hemos vivido. Citemos un primer caso, como ejemplo. Nos encontramos atrapados en un fuerte atasco de tráfico, sin solución posible para escapar por vías adyacentes. Pasan los minutos y aquel laberinto estático no tiene, por el momento, solución de arreglarse. Apenas nos hemos movido unos centímetros de nuestro lugar y el frío exterior es más que intenso. A nuestros oídos sólo llegan los desacordes acústicos de otros cientos de automovilistas que hacen sonar, sin misericordia posible, sus cláxones y bocinas. Para colmo de males, tenemos prisa por llegar a nuestro destino, en función de una reunión acordada o un interesante espectáculo para el que hemos sacado previamente la entrada. Asumimos y tememos la imposibilidad de llegar a tiempo y los nervios se nos disparan con su intransigencia. ¿Qué hacer, aparte de intentar serenarnos o incrementar nuestra crispación?

Podemos poner algo de música en el autorradio. O tal vez comprobar los mensajes del móvil o intentar realizar alguna llamada, siempre y cuando el vehículo esté completamente parado. Nuestro civismo nos obliga a permanecer atentos a lo que está ocurriendo en esa carretera que intentamos, sin suerte, recorrer. El bloqueo se eterniza y viajamos solos, por lo que no tenemos a nadie con quien conversar, intercambio de palabras que nos haría mucho bien. Es posible que incluso algunas necesidades físicas de nuestro cuerpo (beber, comer, orinar) tensen o impacten en nuestro equilibrio. En este precario estado, lo más desacertado sería perder el control de los nervios. Pero es aquí donde debe actuar el poder o la eficacia de nuestra fuerza mental. Hacemos el esfuerzo de trasladarnos con la imaginación del deseo a otro espacio mucho más grato. Podría ser una naturaleza marítima. Nos imaginamos allí caminando descalzo por la suave arena de la playa, sintiendo el cosquilleo de esa espuma que las olas generan al romper en la orilla. Aunque físicamente no estemos allí, la fuerza de nuestra mente imaginativa nos hace pensar y sentir en ese paradisiaco, o simplemente agradable, lugar. Nos ayuda, a esa asunción imaginativa que llamaríamos empática, la racional convicción de que a más largo o breve tiempo podremos llevar a cabo esa experiencia que ahora, en nuestra mente, nos va a permitir controlar, sosegar y aliviar la crispación en la que estamos sumidos.

Pasemos a otro espacio, en el que probablemente todos nos hemos visto inmersos en más de alguna ocasión. Asistimos a una escenificación cultural de cualquier tipología (concierto, danza, teatro, deporte, etc). La asistencia de publico se ha desbordado, estando el espacio dedicado al espectador amplia o exageradamente densificado. Apenas nos podemos mover, pues nuestra integridad física esta rodeada y “enlatada” por la humanidad física de otros tantos cientos y miles de asistentes a la representación. Algunas personas, con un mayor grado de hipersensibilidad, pueden sentir una sensación de agobio cercano a la claustrofobia. La evacuación o liberación, desde ese aturdido espacio en que nos hallamos, es en sumo complicada, casi imposible, sin provocar no pocas molestias a los demás espectadores ¿Qué hacer, entonces? Aceptamos como inevitable que habrá que esperar a que el espectáculo finalice, a fin de poder “huir” de tan incómoda situación de agobio. Mientras, apelamos a ese profundo ejercicio mental de trasladarnos a otro lugar o espacio que contraste con la asfixiante atmósfera física y psicológica que el contexto actual nos está imponiendo. Nos vemos situados en otro lugar, ahora rodeado de árboles, flores y sonidos que provienen sólo de la brisa o del cimbreo rítmico de las hojas. Ese mar verde, que la vegetación arbórea regala a nuestra vista, compensa nuestra situación actual de la que tratamos de evadirnos con los ojos cerrados. Y mantenemos la ilusión y convicción de que a corto o medio espacio, esa situación onírica que protagonizamos puede llevarse a la realidad, aplicando el firme ejercicio de nuestra voluntad y circunstancia.

Otro ejemplo más. Estamos atendiendo a un cliente, rodeado de otros muchos clientes que también esperan la oportunidad de ser escuchados. Puede ser un centro comercial, en época de rebajas. O una oficina que gestiona asuntos de la Administración. Nuestro interlocutor carece de las necesarias habilidades sociales para el autocontrol y exige, gesticula e, incluso, potencia la acústica de su voz considerando que así fortalece su imagen, neciamente imperativa. El murmullo se torna ensordecedor y las horas de trabajo se nos han ido acumulando a lo largo de una mañana verdaderamente intensa en la actividad gestora o comercial. Nos sentimos obviamente cansados y en ese línea de aguante y autocontrol que no debe abandonarse por el rigor de la profesionalidad.  Hacemos empatía, con el estado que debe estar atravesando ese iracundo o maleducado cliente o ciudadano ante el mostrador. Tratamos de no perder los nervios, nosotros también, e imaginamos que ese nervioso interlocutor puede estar condicionado por diversos problemas que le están afectando en demasía. Una imagen fugaz se acerca a nuestra mente. Y en ella nos vemos disfrutando de un sábado para nuestro ocio en libertad, yendo al cine, paseando por entre las calles o viajando hacia algún punto de la costa. Y es que, para nuestra mejor convicción, lo tenemos planeado y estamos dispuestos a llevarlo a efecto. Alimentando nuestro autocontrol con esa empatía ajena, junto a la propia imaginación, estamos desarmando el injusto proceder de ese otro ser que recibe nuestro sosiego frente a su falta de control. En realidad, estamos aplicando esa ya comentada ley de las compensaciones. Hallamos en nuestra mente, y en la fuerza de la voluntad, esa gratitud que equilibrará la desagradable escena en la que nos hallamos inmersos.

La cita de ejemplos podría continuar. Sin embargo, los modelos elegidos pueden resultar suficientemente útiles a fin de transmitir ese apetecible mensaje que prioriza la comprensión frente a la intransigencia. El autocontrol, frente al desatino. La serenidad, frente a la crispación. La esperanza, frente al desánimo. Es obvio que no va a resultar fácil llevar a cabo ese ejercicio psicológico, en el que nuestra mente actúa como un eficaz protagonista ante la dificultad. Pero aplicándolo, día tras día, veremos que tenemos a nuestra disposición un versátil y poderoso instrumento que ayuda o palía no pocas tensiones internas y externas, las cuales afectan, perjudican y descomponen esa felicidad o sosiego a la que tantos aspiramos y que cada cual asume de una forma o manera diferente. La empatía nos ayudará a interpretar, comprender y soportar las discordancias de un mundo donde prevalecen tantos absurdos y, al tiempo, nuestra imaginación aliviará o compensará ese desasosiego generado desde un entorno próximo o, incluso, desde nuestra más privativa y natural intimidad. -



José L. Casado Toro (viernes, 27 marzo, 2015)
Profesor

viernes, 20 de marzo de 2015

A DIGITAL WORLD. USOS Y COSTUMBRES PARA LA REFLEXIÓN.


Jacinto acude, como hace cada mañana, a su lugar de trabajo, esforzándose en mantener esa ejemplar puntualidad ante sus obligaciones que siempre le ha caracterizado. Su afición desde pequeño a manejar y disfrutar con los productos tecnológicos le llevó a cursar un módulo de electrónica, completado con otro de informática, titulación y conocimientos que le permitieron encontrar un pronto acomodo en este ámbito laboral. Trabaja, desde hace catorce años ya, en una empresa que atiende las reparaciones electrónicas de un conjunto de primeras y segundas marcas, vinculadas todas ellas al sector de la imagen y la comunicación. Aunque él se ocupa básicamente de cubrir el servicio de visita domiciliaria, en la gama de la televisión y los equipos de sonido, también atiende en mostrador los problemas de los usuarios con sus dispositivos electrónicos, tanto en garantía como en aquellos que han superado la temporalidad legal de la misma.

Hoy jueves ha sido un día un tanto agotador para este buen profesional de la electrónica. Durante gran parte de la mañana ha estado realizando visitas programadas a domicilios particulares y a diversas empresas de la restauración. Por la tarde ha debido desplazarse a dos hoteles de la costa occidental, con problemas en la recepción y distribución de imágenes por las distintas habitaciones de sus complejos. Por sus manos han pasado, a lo largo de unas siete horas de trabajo, numerosos aparatos de televisión y dos grandes equipos de sonido. En todos los casos el resultado ha sido satisfactorio, salvo en un sistema de videoconferencia y transmisión de datos, problema que habrá de ser afrontado por un compañero más especializado en redes informáticas. A eso de las nueve y quince de la noche, abre la puerta de su domicilio con un semblante feliz pero, al tiempo, marcado por ese cansancio acumulado de tanto bregar con las dificultades técnicas y aquellas otras generadas a causa del carácter de las muchas personas con las que ha tenido necesariamente que tratar.

En el salón de su casa la televisión, emitiendo a un exagerado volumen, está dando las noticias del día pero no recibe la atención de Sonia, quien centra los ojos mirada en la pantalla de su tablet iPad. Está ensimismada en uno de esos juegos de moda que tanta adicción crean entre los usuarios, por su dinamismo y espectacularidad. Apenas levanta la vista de esas bolitas y caramelos de colores que, con su dinámico ritmo geométrico nos hacen volar entre los espacios nublados de la conciencia. Su marido se le acerca, besándola en la frente, pero ella continúa ensimismada en la aparición y caída de esas bolitas cromáticas que tanto la distraen. “Ahora pongo la mesa” es su única respuesta, pero sin levantar sus ojos del tan animado marco.  Jacinto va al dormitorio, con la intención de cambiarse de ropa. Pasa por delante del cuarto que comparten sus dos hijas. Toca con cuidado en la puerta y sin recibir respuesta entra en la habitación. Recostada en un ángulo de la cama se encuentra Patricia, la hija mayor, que con unos auriculares en sus oídos está escuchando música, conectada al portátil. Cuando ve a su padre, hace un gesto con la mano a modo de saludo y agiliza unas teclas para hacer saltar el salvapantallas. Ya en el dormitorio, piensa que una buena ducha le relajará y compensará de este “efusivo y cariñoso” recibimiento que acaba de tener por parte de sus íntimos.

Durante el tiempo de cena, las palabras entre ellos no fluyen con generosidad. Ya ha llegado Charo, quien continúa enganchada a su iPod cargado de esa música que Jacinto, a sus cuarenta y un años de vida, cada vez entiende menos. Junto a los cubiertos en la mesa, siguen sonando las campanitas en el I Phone de Patricia marcando la llegada de whatsapps en cadena, a los que su propietaria responde con presteza utilizando la mano derecha. Resulta admirable la velocidad que imprime a su dedo pulgar, a la hora de escribir los mensajes. Mientras, con el tenedor en su mano izquierda, trata de conseguir trocitos de la ensalada malagueña que aguardan en su plato. Y en un momento concreto, se mezclan estos sonidos con los que emite el móvil de su hermana, quién también entra de lleno en el reinado comunicativo que organizan sus grupos de amigos. Sonia, por su parte, ha dejado por un momento de usar el omnipresente Candy Crush de su iPad, pues ha estado ocupada en la cocina, además de poner la mesa. Pero mantiene junto a sí su versátil maquinita, en estado de letargo momentáneo, aunque preparado para hacer las delicias de su propietaria en cuando finalice el “ágape” familiar y ordene un poco la cocina. Jacinto intenta algún comentario rutinario con su mujer, pero ella está especialmente atenta a la trifulca que acaba de iniciarse en el escenario mediático de Jorge Javier, desde Tele 5. Belén, la “princesa del pueblo”, tiene montada una buena batalla dialéctica y acústica con Matamoros y sus compañeros de troupe. Todo a gritos, por supuesto, para mejor regocijo de los rebaños expectantes.

Recostados en unos cojines, apilados sobre las almohadas, el matrimonio trata de conseguir la llegada del sueño. Él repasa la prensa del día en su iPad, mientras que ella se entretiene viendo unos vídeos de cocina en YouTube. Sus dos hijas preparan, acomodadas ante sus respectivos portátiles, sendos trabajos para sus clases en el instituto, aunque intercalando sus párrafos con la consulta y respuestas a los diversos emails acumulados en el día. Antes de tomar la horizontal para el sueño, Jacinto comenta a Sonia acerca de una joven cliente con la que ha tratado en su desplazamiento de esta mañana a Benalmádena. Ella le corresponde con esas respuestas gestuales y guturales que encierran o disimulan la desatención a las palabras de su cónyuge, pues sus sentidos están focalizados hacia un “corto” de Indonesia sobre las virtudes afrodisíacas de un determinado tipo de té.

En la tarde noche del viernes, las dos hermanas han quedado con sus respectivas pandas de amigos. Una de ellas tiene la celebración de un cumple, mientras que Charo ha ido al Carrefour con Maca y Juan a fin de comprar material para la movida que quieren montar en la Farola. En uno y en otro caso, los whatsapps han ido organizando todos los detalles de esa noche para el disfrute adolescente. Sus padres han decidido ir a ver una peli de estreno en el Vialia, para después ir cenar en uno de los “chiringuitos” que animan la zona de la Solidaridad. En una de las macrosalas del complejo cinematográfico, se encuentran apenas un veinte por ciento de sus localidades ocupadas, al comienzo de la proyección. Se apagan las luces generales, al inicio de la proyección, con los diversos tráilers, pero el vecino de asiento de Jacinto, que asiste en solitario al cine,  mantiene la luz de su móvil encendida.

Ya con la peli en acción, este señor que parece un tanto desinteresado de la trama del film, consulta con intermitencia la pantallita de su teléfono. A medio argumento, el compañero de Sonia ya no puede más pues aunque el sonido lo mantiene callado, la luminosidad que proviene de ese aparato le deslumbra y distrae del argumento que la película desarrolla. Se acerca al oído de su compañero indicándole con, extremada prudencia, si puede apagar el móvil pues le está impidiendo concentrarse en el seguimiento del film. Parece extrañarse con la observación que recibe de su compañero espectador. La respuesta es más que peculiar y asombrosa: “Es que está jugando el Málaga en el campo del Sevilla. Van empatados a uno al filo del descanso. Ya le iré informando si hay alguna incidencia importante. Nos estamos jugando nuestra participación en la Europa League del año próximo. Ah, el gol del Málaga lo ha marcado Samu Castillejo, a la salida de un córner”.

A partir de esa asombrosa respuesta, Jacinto le comenta en voz baja a su mujer que deben cambiar de asiento. Se levantan con la mayor discreción y ocupan dos butacas en el extremo este de la última fila. Desde allá, en todo lo alto contemplan como hay, al menos, seis o siete móviles encendidos. Desde dos filas más adelante, se escucha a una señora quien a viva voz habla con su interlocutora a través del móvil: “Paca, es que estamos en el cine. Siii, te había dejado un whatsapp para decirte que mañana yo llevaré la tortilla para el santo de Marga. Tú te encargas del arroz con leche …….” Quedaban aún alrededor de veinte minutos para finalizar la proyección de una película, cuya entrada había costado, ese viernes, no menos de 7.30 euros por persona.

En la mañana del sábado, Jacinto se despertó temprano. Observó que su pareja se había quedado dormida con el iPad encendido entre sus brazos. Enternecedora pero ilustrativa imagen que le hizo reflexionar durante un buen rato acerca de una situación que se estaba haciendo insostenible. Ese mismo día, durante el almuerzo, pidió a sus hijas que dejaran de manipular su móvil y, a Charo, que se quitara los auriculares de sus oídos. Se levantó de la mesa y apagó el televisor. Quería hablarles, sobre un tema que día a día, le estaba haciendo sentirse más infeliz. Las tres mujeres le miraron extrañadas, aunque Sonia no tuvo la delicadeza de cerrar la portada de su IPad.

“Desde hace meses quiero que hablemos, con serenidad y claridad, acerca de unos comportamientos que se están tornando más que insostenibles. Trabajo, desde hace ya muchos años, en el mundo de la electrónica. Estoy feliz con el oficio que libremente he escogido. Y desde luego conozco bien, muy bien, la digitación que se ha impuesto en nuestras vidas. Tal vez ese digital world sea necesario. Sea útil e inevitable en los tiempos que vivimos. Pero creo que resulta dañino, si se escapa a nuestro control y acaba por dominar nuestras relaciones y comportamientos en las familias y en la sociedad. Lo veo en muchos de los domicilios que he de visitar para las reparaciones. En las calles, en los comercios, en las instituciones culturales y en los organismos de cualquier naturaleza. Me preocupa, profundamente, como estamos atados servilmente a las prestaciones de Internet y a la digitación de nuestras vidas. Pero en nuestra familia, este pandemia ha de acabar. Tenemos que aplicar nuestra inteligencia y valores para poner freno a unas actitudes que nos están separando, aislando y embruteciendo. Sufro al ver como mi propia familia ha caído en las redes y telarañas de lo que es un mundo al servicio de lo digital y no al revés. Estamos juntos, aparentemente pero, cada vez más, ese dios Internet nos está separando, aislando y, como decía antes, embruteciendo. A todo esto hay que poner fin, estableciendo un orden o unas pautas de comportamiento, si no queremos convertirnos en simples esclavos de un sistema que es bueno si se le controla, pero que va a terminar destruyendo muchos de nuestros valores si caemos desordenadamente en la magia de sus redes.

Voy a ser muy claro. En adelante, no quiero un aparato informático más encima de la mesa, cuando desayunemos, almorcemos o cenemos. Y esto va también para ti, Sonia. Y no voy a entrar en lo que hagáis en el Instituto o en casa de los amigos. Pero, en esta casa, vamos a negociar y establecer un horario para el uso de Internet. Y sabéis que yo tengo medios técnicos más que sobrados para cortar la llegada de las redes digitales, en todos los rincones de esta casa, cuando lo que hayamos acordado se incumpla o tergiverse. El culto a la pantalla o se encauza o se corta. Tenemos que volver al mundo de la palabra, de la lectura,  del diálogo entre nosotros y al mejor uso de los avances tecnológicos que la ciencia nos proporciona.  Confío y deseo que reflexionéis y pongáis fin al caos que percibo en nuestras vidas y relaciones”.

Aquella tarde de sábado, con intenso aroma y color a una Primavera ya adelantada, Jacinto y Sonia caminaban por el Paseo Marítimo del Oeste, rodeados de adultos, jóvenes y niños, personas ansiosas de disfrutar de un vida relacional junto a la orilla del mar. Este buen técnico informático sabía que la batalla por la normalidad en su familia no sería fácil. Encauzar hábitos desordenados no es tarea fácil para un día. Pero la primera semilla había sido sembrada, con valentía y cariño, en esa tierra fértil y fecunda que aseguran genera racionalidad, equilibrio y sensatez.-


José L. Casado Toro (viernes, 20 marzo, 2015)
Profesor

jueves, 12 de marzo de 2015

EL DULCE OXÍGENO DE LA LIBERTAD, EN SILVIA.



Esta pequeña historia de relaciones habla de dos jóvenes universitarios, que se conocieron en la Selectividad del 2010. La denominación exacta de este coloquial vocablo administrativo es el de “Pruebas de Acceso a la Universidad”. Ambos escolares pertenecían a diferentes institutos de secundaria, en la provincia de Málaga, pero el destino quiso unir a los alumnos de ambos centros (Fuengirola y Mijas) en un mismo tribunal para la realización de los ejercicios propuestos. En ese contexto de los tres días, los dos adolescentes se acercaron en la sencillez de la amistad y la atracción afectiva. El acercamiento fue un jueves de junio, durante el descanso tras el primer ejercicio de la mañana. Silvia se había olvidado el sándwich en casa. Quiso la casualidad de que Marco estuviera a muy escasa distancia de la chica, escuchando los simpáticos comentarios que ésta hizo cuando rebuscaba vanamente en su mochila. No se lo pensó. Partió su bocadillo por la mitad y se lo puso en la mano con una traviesa sonrisa. Pues bien, ese amable gesto fue el origen de una intensa amistad, que marcha ya para el quinto año de pareja.

En el curso actual él finaliza Ciencias Económicas, grado que eligió influido por la tradición empresarial de su familia, mientras que Silvia escogió la vía docente, en Ciencias de las la Educación. Aunque sus dos facultades están separadas en la planimetría urbana malagueña, han sabido aprovechar bien las horas y minutos del día para estar, estudiar, pasear y disfrutar juntos, de manera especial, durante esos largos fines de semana, en el que muchos universitarios y estudiantes de secundaria comienzan a celebrarlos ya en la misma tarde del jueves. El carácter de Marco ha sido siempre un tanto obsesivo en la relación con su novia. De alguna forma, él se ha caracterizado y esforzado en mostrar su cariño tratando de estar el mayor tiempo posible junto a ella pero desvinculándose ambos, cada día más, de las amistades que habían ido labrando en sus años colegiales y de instituto. Especialmente en el caso del joven. Esta situación ha ido peligrosamente cansando a una mujer que, en la flor de la juventud, ha visto cada día más su mundo constreñido a la presencia casi continua de una persona que la quiere, pero comportándose  de una manera excesivamente compulsiva o enfermiza. No es un problema exactamente de celos obsesivos, sino una actitud exagerada en el sentido posesivo de la relación afectiva que, necesariamente, agota y degrada el campo anímico y físico de su pareja.

Ese jueves tarde, Silvia había tenido que hacer una presentación o simulación docente. Como tantas veces hacía, Marco la estaba esperando en la parada del bus de la Alameda, con el objeto de pasar un rato con ella, acompañándola a casa pues volvía un poco tarde de la facultad. La notó un poco sería, por lo que pensó que tal vez el ejercicio no le había salido muy bien. Al comentarle que tomasen algo, antes de llegar a su casa, ella aprovechó el momento para plantearle abiertamente lo que barruntaba en su cabeza desde hacía ya semanas.

“No sé como te lo vas a tomar. Bueno, en realidad, preveo tu reacción porque llevamos casi cinco años juntos y, lógicamente, te conozco bien. Me siento agobiada, agotada en la relación, desde hace bastante tiempo.  Y tengo que decírtelo. La causa eres tú. No es que te acuse de un daño puntual o cruel. Pero es que tu forma de ser, obsesiva hacia mi, me bloquea como persona. Nuestros amigos han ido desapareciendo, a causa de este espacio cerrado que hemos ido creando. Hablamos y hablamos y llego a la conclusión de que todo lo tenemos ya dicho. Piensas y decides casi todo por mi. Me siento atenazada, agotada… parece que estoy perdiendo mi propia identidad. Necesito oxígeno. Necesito respirar, Marco. No te puedo acusar de falta de cariño, de tu peculiar concepto de lo que es el cariño, pero yo necesito sentirme más libre como persona. Por lo pronto, este fin de semana, quiero estar sola. No quiero percibir y soportar ese control que me hace sentirme mal. Cada vez peor. Así que en estos cuatro días quiero que respetes mi silencio. Mi intimidad. Por supuesto que no hay nadie más de por medio. Pero quiero acercarme a mi, en este trocito del fin de semana. Después ……. ya veremos”.

La respuesta de su pareja fue algo menos explosiva de lo que ella suponía. Pero aún así, hablaron y hablaron hasta ya cerca de las once. Silvia tuvo que llamar a sus padres, para tranquilizarles de que nada grave ocurría. Al fin, Marco entró en razones aunque decía y repetía que no entendía el número que su novia le estaba montando. Se despidieron hasta el lunes, con una crispada tensión que a duras penas él y ella trataban de controlar. De todas formas, la joven se encontraba aliviada y liberada, tras haber dado ese complicado paso que llevaba preparando y madurando desde hacía tiempo. Desde luego, no había sido una noche fácil.

El viernes lo dedicó básicamente al estudio, pues la semana próxima tenía otro ejercicio de simulación docente, teniendo que preparar la explicación programada de dos temas, con los recursos didácticos correspondientes a las unidades, una de geografía y la otra de historia de la literatura. Antes de la cena, su móvil le avisó que tenía dos mensajes whatsaap enviados por Marco. Evitó la repuesta y quedó preocupada al ver que él no estaba cumpliendo lo que acordaron antes de despedirse la noche anterior. Aún así, conociendo a su pareja, dos comunicaciones no era mucho bagaje para una persona acostumbrada a enviar algunas decenas en el día.

Para la mañana del sábado, Silvia había programado un paseo por una playa tranquila. Todavía, a comienzos de marzo, los senderos de la costa no estarían demasiado poblados de personas. Le apetecía caminar y caminar descalza por la arena, sintiendo la frescura del agua salada en sus pies y esa fresca brisa, con olor a marisma, que acariciaba su rostro. Y en el silencio de las palabras, que no en el de las ideas, podría ir dibujando esos pensamientos que la relajaran en el sosiego, equilibrando una larga fase de estrés que la mantenía incomodada durante los últimos meses.

Caminando ensimismada y acompañada por la suave acústica del oleaje se dio de bruces con alguien que, sentado en una pequeña silla de tijera, esperaba pacientemente, junto a su larga caña, algún futo del mar. Por uno de esos impulsos. que tan afortunados resultan a veces, Silvia se acercó a ese joven moreno, de barba crecida y con nobleza en el rostro, preguntándole acerca del resultado de su pesca.

“Nada todavía. Y llevó aquí desde el amanecer. Vengo todos los fines de semana, con unos resultados escasísimos. La semana pasada sólo pesqué un par de bogas, pero me dio pena y las devolví a su mundo. El mar. En realidad lo que busco es el placer de la tranquilidad. Sol, sonidos, el olor de la marisma y ¡claro! La posibilidad de intercambiar palabras con alguien. Cuando llego e instalo todos los aparejos, traigo conmigo esa electricidad acumulada que tanto nos desasosiega. Cuando abandono este bendito lugar, me siento renovado, me encuentro mejor en el ánimo y dispuesto, si el tiempo acompaña, a volver el día siguiente. Vivo aquí por cerca y trabajo ahí en el híper del centro comercial. La semana es larga y el trabajo es rutinario para aburrir, pero no me puedo quejar…. pues yo sí tengo esa posibilidad laboral de la que tantos otros carecen y necesitan”.

Intercambiaron sus nombres y sonrisas. Silvia continuó su paseo, recordando el nombre de Benjamín, Ben para los amigos. Habían sido apenas diez o quince minutos, de fluido diálogo pero que le había aportado, para su goce, el valor de la sencillez. Tras llegar a la zona acantilada de El Cantal, volvió a la carretera, donde había dejado aparcado su querido utilitario que tan buenos servicios le prestaba. Volvió a Málaga capital, con el espíritu renovado y con un buen sombreado que tan bien le venía para la temporada de primavera, ya a las puertas.

Después de comer, escuchó los latidos comunicativos del whatsapp. De una tacada, catorce. Marco seguía haciendo de las suyas. ¿Tan difícil es cumplir un compromiso? Tan complicado es respetar el deseo ajeno? Evitó leer los mensajes. Hacía tiempo que no lo conseguía, pero esa tarde durmió plácidamente recostada en el largo sillón del salón. Despertó a eso de las cinco y media y se dijo: llamaré a Lucy. Pero su fiel amiga de la infancia tenía esa tarde a la cría muy constipada. Siempre admiró la valentía y fuerza de Lucy por ser madre. Además, tan joven. Aquella frase de “yo sé actuar como una madre y un padre” no la olvidará. Quedó en pasar por su apartamento el domingo por la tarde, para merendar juntas. Se decía ¿Por qué no puedo ir sola al cine? Eligió una buena película en el Albéniz, que la hizo reír, pensar y soñar. Su reencuentro con los apuntes esa noche no fue traumático. Todo lo contrario. Se sentía aliviada y serena ante su propia conciencia.

El domingo amaneció radiante de luz. El cuerpo le pedía eso tan complicado pero, al tiempo suculento, de no hacer nada. O mejor, dejarse llevar por la inercia de los minutos y el qué sucederá. Organizó, en lo posible, la ropa del armario pues, a poco de nada, reinaría esa primavera disfrazada de verano que por aquí tenemos como un pequeño gran tesoro a conservar. El whatsapp seguía rumiando sus mensajes, cuyo autor estaría de los nervios, pero ella seguía eligiendo su ropita de colores claros e hilado transpirable, para la alegría del cuerpo y el espíritu durante las próximas semanas. Por la tarde fue a casa de su amiga Lucy. Para esta madre soltera tener durante un par de horas junto a ella a su también amiga de la infancia fue algo inesperadamente alegre y renovador. Desde su vínculo con Marco habían dejado prácticamente de tratarse. La echó mucho de menos, especialmente cuando hace tres años decidió someterse al proceso de inseminación para su embarazo. Pasaron una tarde muy agradable, jugando con la pequeña Estrella. Cuando volvía para casa, Silvia sentía como iba recuperando mucho de sí misma. Se sentía relajada y feliz.

Ya después de cenar, el móvil la reclamaba de manera insistente. No eran whatsapps sino llamadas telefónicas. Una tras otra. Una tras otra, sin pausa para el descanso. Desconectó el móvil y se puso a estudiar un buen rato hasta que el sueño la venció, quedando dormida encima de los apuntes como una niña cansadita, tras una intensa y alegre tarde de juegos. El reloj de su mesita de noche marcaba treinta minutos sobre las dos, en la madrugada del lunes.

“Marco, no has sabido, querido o podido respetar aquello que te pedí. Cuando lo hice, es porque me sentía mal, agobiada y sin el control de mi propio itinerario ¿No comprendes que estamos malgastando unos años preciosos, encerrándonos entre nosotros mismos? Vivir de esta manera es como sufrir una prisión cuasi permanente cuyas paredes psicológicas están conformadas por tu pareja. Necesito respirar y tu me lo estás impidiendo. Sé que es tu forma de ser. Y que, probablemente, no lo haces con maldad. Pero es que son ya casi cinco años así. Y yo necesito cambiar. Vamos a dejar de vernos un tiempo para poner un poco de orden en nuestras ideas. En nuestros proyectos. En nuestras vidas. Pero yo quiero y voy a comenzar a diseñar un itinerario que lo tengo ahí cerca y no me lo quiero perder. Y si encuentras en tu camino otra chica que te comprenda y acepte mejor que yo, lo entenderé y me alegraré por ti. No creo que sepas cambiar a muy breve plazo. Pero debes reflexionar. Tienes que respetar que los demás vivan y respiren su propia libertad”.

La firmeza de estas palabras, pronunciadas en los jardines tranquilos de la Facultad de Económicas, dejaron casi sin capacidad de reacción a un atribulado Marco. Minutos después, Silvia bajaba sola la cuesta del Ejido, sintiéndose fuerte, alegre y dueña de su convicción. Pensaba que en el próximo fin de semana tendría la oportunidad de caminar por la orilla del mar, sintiendo la tersura templada del sol en su cuerpo. Disfrutaría de las olas, al romper en la orilla y pisaría en libertad primaveral esa arena húmeda teñida de sal y aventura. ¿Encontraría de nuevo a Benjamín, en esa su plácida y confortable espera, a fin de ser reclamado desde el otro extremo del sedal?



José L. Casado Toro (viernes, 13 marzo, 2015)
Profesor