viernes, 29 de julio de 2016

UN DÍA, IGUAL QUE OTRO CUALQUIERA, EN EL CALENDARIO DE CLAUDIA.


Como cada mañana, entre lunes y sábados, el despertador suena puntual en el dormitorio de Claudia, cuando las cifras digitales están marcando las siete en punto en el amanecer. A esa hora temprana, el único miembro de la familia que ya ha pasado por la ducha es su padre, Sebas, Jefe de Negociado en el Registro Civil de la ciudad, que ha de estar, al igual que sus compañeros, a las ocho en punto en su puesto de trabajo. Anoche excusó cenar en casa, justificando su ausencia por una reunión con  los amigos de pádel, un supuesto motivo más en la “libreta de recursos” que trata de disimular una nueva relación afectiva con esa apuesta joven administrativa que hace un par de meses llegó al departamento estadístico, tras aprobar unas oposiciones.

Aún con los ojos “vidriosos” la joven se dirige hacia la ducha, dedicando un buen tiempo en el cuidado de su aseo. Su trabajo en la peluquería, horario que cumple de 10 a 14 y de  17 a 21 horas, seis días a la semana entre lunes y sábados, le exige extremar la preparación de una agradable presencia. El jefe de este establecimiento estético, Pietro, quiere que sus cinco empleadas ofrezcan la mejor imagen y un eficaz servicio, de cara a la numerosa clientela que su negocio ha ido consolidando.

Una vez medio vestida, acude a la cocina a fin de tomar el desayuno. Cuando observa el estado de desorden que muestra la habitación, con todos los platos, cubiertos y restos de comida en amontonado desorden, fluye en su rostro esa mirada de desaprobación ya habitual cada una de las mañanas. Nadie en su familia, después de la cena, se preocupó lo más mínimo en ordenar un poco la cocina. Tampoco ella lo hizo, pues se encontraba profundamente agotada tras un día de intenso trabajo. Dedica unos buenos minutos en mejorar esa imagen de abandono que tiene ante su vista, antes de prepararse unas tostadas con aceite y un café solo con una pequeña cucharilla de azúcar a fin de reponer fuerzas.

Su madre, Sole, todavía duerme. Los antidepresivos de los que abusa la dejan sumida en un profundo sopor, del que no se recupera completamente hasta más allá del mediodía. La relación con su marido es puramente formal, de cara a la galería, pero uno y otro hace ya tiempo que dejaron de soportarse, manteniendo ambos las ordenadas formas de cara a la convención social. Los mejores momentos del día, en esta señora ya entrada en los canales de la menopausia, son esas tardes entretenidas con unas amigas, con largas horas de cotilleo,  paseos y rezos, entre iglesias y cafeterías.

La descendencia de este peculiar matrimonio la forma, además de la joven esteticista, el hijo mayor Marco, que trata de abrirse camino en el mundo de la pintura, aunque la escasa venta de sus cuadros apenas le permite ir reponiendo el material que necesita para su tarea plástica y, también, Eva, la hija menor, que apenas pudo sacarse el graduado en Secundaria, dada su escasa afición el mundo de las letras, el pensamiento o las cifras. Trabaja como dependienta en una cadena de pastelería y panadería, muy afamada en el circuito urbano local, aunque su relación laboral no es fija sino con fases de contratación temporal. 

El trabajo de Claudia y sus compañeros en la peluquería está hoy condicionado por el estado anímico de Pietro, el cual parece que ha discutido con su pareja Bruno, hecho que acaece con relativa frecuencia. Tras estos frecuentes enfados del jefe, materializados con gestos autoritarios al personal de establecimiento, las reconciliaciones de este afectado florentino con su bien parecida pareja extremeña son espectacularmente románticos. Pronto vuelve la calma y las suaves formas de relación, en la actividad estética que todos realizan para atender a la nutrida clientela.

Y así es ese día, como la mayoría de los días. Cortar, lavar, marcar, teñir, poner las mechas, cuidados estéticos de manicura y pedicura, a toda esa nutrida clientela integrada, de manera fundamental por señoras de mediana edad, que cuidan con esmero su apariencia física. En general, gente con dinero y fuerte carácter, a las que hay que tratar con extremada paciencia y delicadeza, a pesar de sus exigencias y actitudes que lindan, con excesiva frecuencia, en el plano o mbito ﷽﷽﷽﷽va frecuecia de sus exigencias y actitudes que lindan con el plano de la impertinencia. con esmero de su apariencia . ámbitoámbito ámbito de la impertinencia. Pero hay que saber mantener el autocontrol y aguantar las actitudes exigentes de aquellos que pagan el servicio que reciben.

A pesar de su juventud, una de las obligaciones que peor soporta Claudia en su trabajo es tener que permanecer durante tantas horas de pié. Aunque las peluqueras no estén atendiendo los servicios de algún cliente, en modo alguno pueden estar sentadas por orden expresa de Pietro, el cual considera una pésima imagen que los operarios uniformados puedan tomar asiento  durante el tiempo en que sus servicios no son demandados. El dolor o molestias, que siente en sus piernas y pies, al acabar cada jornada, se hace en ocasiones incómodo o insoportable. De igual manera, a pesar de que le resulte más o menos apetecible, según su particular estado anímico, ha de ofrecer y mantener una fluida y agradable conversación a la persona que atienda. En general, las opiniones y requerimientos del cliente deberán ser, en lo posible, aceptados, sea cual sea el contenido de la conversación y comentarios que se entablen durante la labor estética que se le esté prestando. Esa manida frase de que “el cliente siempre tiene razón” estaría en la línea de las “sugerencias” que Pietro ha establecido a los trabajadores vinculados a su empresa.

En la faceta económica, al igual que el resto de sus compañeras, recibe el salario establecido en el convenio del sector. Esa cantidad no alcanza los mil euros mensuales, aunque todo el personal (seis esteticistas) han establecido hacer un fondo común con las propinas (cada vez más ocasionales) que algunos clientes les entregan. En realidad es una somera cantidad que al final de cada mes es dividido entre ellas, reparto en el que también participa el propietario del establecimiento. El hecho de que los tres hermanos aún convivan bajo el techo familiar hace que, aún aportando una cantidad para los gastos de la casa, puedan dedicar parte de lo que ganan en sus trabajos (y Marco, cuando vende alguna de sus pinturas) para las necesidades propias de personas jóvenes, especialmente en la compra de ropa y el tapeo ocasional con los amigos.

Cuando Claudia finaliza su jornada laboral, vuelve a casa profundamente cansada. Como ya se ha comentado, aguantar tantas horas de pie, y soportar el trato de algunas clientes, cuyo carácter raya en la impertinencia y estupidez, hace que su cuerpo y ánimo necesiten recuperar el mejor tono, a través de esas horas de descanso que comienzan a partir de las nueve de la noche.

Su horario semanal le obliga a trabajar, ininterrumpidamente, de lunes a sábado. Por este motivo recibe ilusionada la llegada del domingo o esos días festivos que están intercalados a lo largo del calendario. Su madre tiene establecido que las mañanas dominicales han de estar dedicadas a la limpieza global de la casa. Al final es Claudia la que tiene que multiplicarse en la limpieza del piso, en la puesta de la lavadora y en el planchado de la ropa, por ser la mayor y porque sus dos hermanos tienen la habilidad suficiente para escabullirse de sus responsabilidades. Sole repite, una y otra vez que ella ya tiene bastante con la preparación de la comida diaria. Al menos, el domingo por la tarde la chica lo tiene disponible para salir con alguna amiga, ir al cine o tomar algún aperitivo o merienda.

A pesar de su juventud, con una apariencia y carácter normalizado, no ha sustentado relación de pareja estable. Ella lo achaca a que el destino, tal vez, no le ha sido favorable en este aspecto de su aún corta vida. Pero, desde hace ya un cierto tiempo, ella mantiene una ilusión, un complicado objetivo, con el que piensa daría un giro importante en ese quehacer rutinario que protagoniza el discurrir de los días. En concreto, anhela el momento en que pueda abandonar esa cobertura familiar que ha presidido sus veintisiete años de vida. Ahora, tal vez incluso antes, sería el momento apropiado de dibujar un comportamiento más autónomo, más adulto y menos sacrificado en el que unos y otros (e incluso ella misma) están dotando a su rutinaria existencia. Porque cada día se parece demasiado al de ayer y también al de mañana. Pero esta semejanza repetitiva, desvitaliza y empobrece.

Y esta imagen, normalizada en la rutina, es la que ofrecen tantos y tantos jóvenes, durante esa etapa vital aún de convivencia en el seno del hogar familiar. Claudia aún puede “lucir” un horario laboral en su agenda, sacrificado e incierto, pero que compensa un ingreso mensual que siempre es importante, situación que otras muchas chicas de su generación se afanan, con diversa suerte, en conseguir. Para unos y otros, el fin de semana representa una posibilidad novedosa a fin de conocer, disfrutar y compartir. Porque tras ese corto espacio de tiempo, siempre dibujado con fe en la distracción, llegará un nuevo lunes que “vestirá” con esas galas ya conocidas de un camino por recorrer. Semana que, probablemente, será más de lo igual. O, por el contrario, tal vez aportará ese color atrayente para la novedad que les permita recuperar un esperanzado tono emocional, siempre presto para soñar o interpretar la ilusión.-
 

José L. Casado Toro (viernes, 29 de Julio 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

jueves, 21 de julio de 2016

UNA ILUSIONADA PROXIMIDAD, EN LA SOLEDAD DE DOS VIDAS.

Para ellos dos, es el momento más feliz y apreciado del día. Cada una de las tardes, cuando apenas las manecillas de los relojes marcan las seis, hace ya un buen rato que él la está esperando. El punto de cita es esa parada del bus que viene de la barriada y donde los minutos de retraso se convierten en horas, para la llegada de una nueva ilusión. El hombre se llama Mario y ha visto nacer y crecer hasta siete décadas en el calendario en su memoria. La mujer fue bautizada como Rocío, precioso nombre elegido por dos padres enamorados. En cuando a su edad, es un dato que traviesamente ella elude, aunque papeles y documentos acreditan que supera a su amorcito en un par de primaveras.

Se conocieron en la realización de un crucero que visitó atractivas ciudades de la costa mediterránea, en el verano anterior. Durante los nueve días, en que duró ese precioso viaje, ellos entablaron muy grata amistad ya que, de manera curiosa, eran los dos únicos pasajeros que iniciaron el periplo de navegación sin compañía o pareja alguna.

Mario, ha ejercido como comerciante autónomo en una tiendecita de ultramarinos de su propiedad, ubicada en un populoso barrio obrero del oeste malacitano, durante poco más de cuatro décadas en su vida. Al llegar su jubilación, puso a la venta ese pequeño local, lo que le ha permitido en la actualidad disponer de una acomodada situación económica, sumando la pensión correspondiente a sus muchos años de cotización. Coincidió prácticamente esa finalización de su ejemplar laboriosidad al frente de la tienda, con la muy dura pérdida de su compañera de toda una vida. Aunque su única hija le sugirió la posibilidad de que fuese a vivir junto ella y su familia, el prefirió mantener la residencia en el piso que había compartido con la que fue su mujer.

Por su parte, Rocío no ha llegado a conocer la vida matrimonial. Diversas circunstancias, deparadas por el destino que regula nuestras vidas, entre las que destaca su entrega generosa al cuidado de unos padres que vivieron hasta una edad muy longeva, junto a no haber encontrado esa otra mitad de la “naranja” afectiva, no hicieron posible que haya podido disfrutar la experiencia conyugal y materna. Ha trabajado como auxiliar de enfermería, en el más tradicional centro hospitalario que sirve a la ciudad. Hace ocho años accedió a la jubilación laboral. Desde entonces va afrontado, cada vez con más dificultad, ese amplio tiempo disponible en la diaria soledad de sus horas. Sin embargo, desde hace poco más de un año, su vida y la de Mario se han encontrado y ahora mira agradecida a ese destino que se ha generado en el atardecer de su ya larga existencia. 

Son dos vidas modestas, presididas por la grandeza humana de la sencillez que, hasta esa oportunidad del encuentro, sufrían en silencio el pathos cruel de la soledad. Ahora, con la madurez adquirida a través de una vida rutinaria, serenamente ordenada en el día a día, experimentan esa sensaciones de afecto y compañía que tanto bien reportan para compartir la palabra, las miradas y los sentimientos de afecto. Ciertamente también existen, en ese sosiego vital que ambos protagonizan, algunas sombras que tiñen de humanidad esa perfección que sólo los dioses tal vez alcancen. ¿Cuáles son esos nublados, en dos humildes personas que ahora acercan sus trayectorias?

La viudez de Mario provocó en este buen hombre un intenso desequilibrio que provocó su entrega, callada, disimulada, pero dañina, en la adicción a la toma de alcohol. Él, que nunca había pasado de la cerveza o del vasito de tinto en las comidas, en este nuevo tiempo de soledad buscó la etérea y falsa fortaleza en ese licor de alta graduación que le permitía emborronar los recuerdos y afectos compartidos con una fiel compañera, con la que ya no podía dibujar los porqués y el cómo de amaneceres y anocheceres. Por su parte Rocío, desde hacía años, navegaba en esa distracción del azar, con un comportamiento no excesivo en los fondos pero sí adictivo en la tensión emocional de los cartones del bingo. Alguna vez incluso vio la proximidad de estrecheces, al final de mes, a causa de unas más prolongadas visitas al teatralizado salón para el juego. Esos dos “peros” en el aburrimiento o desencanto vital, fueron dos temas importantes para sus largas charlas y paseos vespertinos, que ambos se prometieron controlar y reducir, con el apoyo recíproco de su joven y al tiempo veterana amistad.

Ambos amigos suelen dedicar las mañanas a los quehaceres propios, en sus respectivos hogares de residencia. Algo de limpieza, en las habitaciones más frecuentadas, las compras en el súper del barrio, a fin de preparar el alimento diario, esos minutos de “navegación” informática, a través de las páginas poliédricas en la red o esos paseos matinales, aprovechando la tibieza térmica del sol durante el amanecer. Pero, a la llegada de la tarde, los latidos cardiacos toman fortaleza, ante esa minutos de proximidad en el afecto que los dos urbanitas solitarios tanto apetecen. Después de ese ratito de televisión y descanso, tras el almuerzo, uno y otro preparan con esmero el atuendo para el encuentro diario con ese amigo o amiga que tanto valoran por su generosa y saludable compañía. Y ya, un buen rato antes de las seis, Mario espera descansando en uno de los blancos asientos pétreos del Parque malagueño, sin perder de vista el reloj y los indicadores de leds  en pantalla, que avisan el tiempo de llegada de ese bus que trae a una persona tan apreciada y querida.

Esa tarde de miércoles, en un mayo que rebosaba aroma primaveral, tras el saludo afectivo de siempre, caminaban lentamente, en dirección a los bellos y románticos jardines situados en el lateral norte del Parque, también llamados de Puerta Oscura. Tras unos comentarios banales, sobre la marcha del día, Mario tomó el protagonismo de la palabra, exponiéndole a su compañera de paseo aquello que venía dándole vueltas en su deseo desde hacía no pocos días. 

“Rocío, tuvimos la inmensa  suerte de conocernos, hace ya más de un año, durante aquel viaje de placer que unió nuestras vidas. Uno y otro estamos compensando, con nuestra limpia amistad, con estos paseos tan agradables que gozamos, con ese café que compartimos, con ese contarnos cosas que tanto nos aproximan, estamos superando esa soledad que tan poco bueno nos hacía y que soportábamos con pesar y desaliento. Ya sé que nuestros calendarios son muy avanzados, pero lo que realmente importa son otros valores que le dan sentido a ese nuevo día que hemos de inventar  y alegrar. Para mí, este ratito de cada tarde supone el mejor tesoro que me da fuerza y confianza para ese ánimo que no debe decaer. En realidad, lo que me gustaría proponerte es lo siguiente: ¿por qué no prolongamos esta unión de por las tardes y emprendemos la que sería una maravillosa aventura? Colmaría mi ilusión poder vivir juntos, compartiendo todos nuestros minutos?”

La franqueza y valentía de este planteamiento dejó profundamente pensativa a Rocío, que tuvo que buscar un asiento próximo, en los jardines donde paseaban, a fin de recuperar el equilibrio emocional necesario en ese momento un tanto alterado por los nervios. Mario entendió la situación y tuvo la suficiente paciencia para aguardar la reflexión que como respuesta le iba a manifestar la persona a quien quería con todo su fervor y atracción. Ya más serena, la buena señora tomó las manos de su amigo y comenzó a explicarle su punto de vista acerca de la generosa petición que éste le había efectuado minutos antes.

“Mario, tienes que concederme un poco de más tiempo a fin de poner en orden mis ideas. Es cierto que esas tan hermosas palabras que me has transmitido no pueden por menos hacerme sentir halagada e inmensamente agradecida. Bien sabes que por una serie de circunstancias, a lo largo de tantos años de vida, no me ha sido permitido el goce de esa experiencia que tantos otros han tenido: formar su propia familia, con la proyección vital de la maternidad. A lo largo de este período de tiempo me he ido acostumbrando y adaptando a ese tipo de vida que supone la soltería y el tiempo vivido en soledad.

Nosotros ahora nos vemos cada día, estando juntos unas horas, que me resultan inmensamente gratas, maravillosas. Creo que tú también tienes una opinión o percepción parecida. En este trocito del tiempo, que nos regala la reunión de cada tarde, damos todo lo mejor que tenemos. Si te fijas, nunca hemos sufrido discusiones o enfados. Todo lo contrario. Pero me temo que una convivencia diaria, a lo largo de las veinticuatro horas del día, modificaría esa imagen idealizada y perfeccionista que ahora tenemos el uno del otro.

Quiero decir que durante nuestros paseos y otros hechos como el ir al cine, tomar un café o la merienda, realizar algún viaje de fin de semana, etc. evitamos todo aquello que pudiera incomodar o molestar al otro. ¿Sabríamos o podríamos también hacer lo mismo, al mantener esa convivencia diaria y continua que me estás proponiendo? No lo sé. Me da miedo pensarlo. Y sobre todo pienso y temo que, en el caso de llevarla a efecto, comenzase a aflorar entre nosotros todos esos problemas que percibimos e nuestro alrededor, en muchas parejas,  a consecuencia de tantos egoísmos, tozudos posicionamientos, junto a los defectos y peculiaridades de nuestros temperamentos y caracteres respectivos… Sinceramente, Mario, creo que sería mejor seguir tal y como ahora estamos.”

Aquella noche, Mario volvió a caer en la tentación de la bebida, mientras Rocío se sintió huérfana en el vacío de su realidad, entre un caudal transparente de lágrimas y suspiros. Sin embargo, a la luz del alba, en esas mañanas que invitan mejor a la inteligencia de  las sonrisas, la mujer hizo una llamada esperanzada al hombre y éste propuso un nuevo recorrido juntos, para favorecer el diálogo y el disfrute de la cercanía sentimental. Y en ese largo periplo viajero, por los caminos mitológicos, pero sin embargo reales,  de Ulises y su fiel Penélope, los señores y damas del Olimpo acogieron con dulzura y hospitalidad dos almas, dos solitarias vidas, necesitadas de afecto, cariño y de ese aroma siempre tibio e ilusionado que conceden las flores  de la proximidad.-

José L. Casado Toro (viernes, 22 de Julio 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

viernes, 15 de julio de 2016

¿DESHUMANIZACIÓN PERSONAL O ´HUMANIZACIÓN´DE LA MÁQUINA?

En este alocado mundo en el que, cada día más, las buenas formas y valores van siendo paulatinamente relegados o pospuestos ante el dominio del estrés y la prioridad de lo material, estamos perdiendo nuestra capacidad de asombro ante hechos, situaciones y comportamientos que, de manera penosa, empobrecen todos esos adecuados hábitos que mejor deberíamos aplicar en las relaciones sociales y en la jerarquía de nuestra íntima conciencia. Veamos algún ejemplo o experiencia que explica esta preocupante deshumanización que, de manera paulatina, va apareciendo en nuestras relaciones sociales.

La escena que narramos es más que frecuente en las vivencias cotidianas que protagonizamos. De manera especial, estos hechos se agudizan debido al avance, sin cotas que pongan límite a su poderío, de la tecnología digital.

Marcamos un número de atención al cliente, con referencia a una empresa de cualquier naturaleza o servicio al consumidor. Al otro lado de la línea (cuando no se halla en estado de “casi permanente” comunicación) escuchamos primero una continua y repetitiva sonata musical que, supuestamente, trata de alegrarnos o sosegarnos en esa larga espera a la que somos sometidos. Más adelante, escuchamos una voz metalizada que  nos va sometiendo a una serie de preguntas jerarquizadas, para que vayamos eligiendo entre sus diversas opciones aquéllas que mejor se acomodan al objeto de nuestra pregunta o reclamación. En ocasiones, al ser tan numerosas las opciones que se nos ofrecen, se nos han olvidado los primeros ítems “pronunciados” por esa voz robotizada que, supuestamente, nos está atendiendo. Como en todos los niveles tenemos que ir marcando determinados números, coordinados con la retahíla de opciones, ya en estado de indignación y nervios pulsamos cualquier tecla deseando, básicamente, que un ser con un mínimo de humanidad y comprensión se preste a atendernos. 

Hay ocasiones en que la “conversación” comienza con una indicación de carácter imperativo: “resuma brevemente el motivo de su llamada”. Nos esforzamos en sintetizar con muy escasas palabras el motivo de nuestro problema. No es infrecuente que esa misma voz nos repita, una y otra vez “no le he entendido”. Es obvio que tratamos de ser lo más explícito posible, pero nuestra voluntad se topa nuevamente con la incomprensión de la máquina receptora.

Esta kafkiana escena o “diálogo” que mantenemos con un “digitalizado” interlocutor alcanza su máximo nivel para el absurdo cuando al final de ese recorrido, que nos ha sumido en la mayor y desesperanzada confusión, la voz metalizada nos oferta una última e insólita disyuntiva. “Ya hemos tomado nota de su petición pero si lo desea puede ser atendido por un operador”. Esta posibilidad también suele aparecer, a veces, al comienzo de nuestra conexión. Bien es verdad que esa oferta no es gratuita pues, en caso de hacerla efectiva, tendrá necesariamente un coste que oscilará entre uno y dos euros.

En aquella oportunidad o necesidad quise probar suerte con esta segunda posibilidad que se me ofrecía. Se cargaría 1,50 € en mi cuenta telefónica, pero al menos iba a tener la oportunidad de conocer la diferencia en el trato que se me deparaba e incluso poder decirle a la persona que me atendiera lo que pensaba acerca de ese coste por hablar con una voz humana y no sintetizada digitalmente.

MI humana interlocutora era una mujer que, por el tono de su voz y la forma de llevar la conversación era de procedencia sudamericana. Se esforzó, en todo momento, por aportar amabilidad, complacencia y gestión, al problema que le planteé: una avería en mi ordenador portátil, que el establecimiento donde fue adquirido no aceptaba hacerse cargo de la misma. Por la parte empresarial se me argumentaba que en la “letra pequeña” de la garantía había un texto –escrito en formato times 4-5 (para leerlo con lupa)- donde se aclaraba que determinados problema no estaban cubierto por la garantía de compra.

En esa explicación o discusión nos encontrábamos cuando la chica me expuso lo siguiente: “Llevamos hablando ya más de dos minutos. Es mi obligación aclararle que por cada minuto que superemos, de los tres establecidos en un principio, el coste de esta llamada se incrementará en 0,60 €”. Como la Srta. operaria mantenía prácticamente los mismos argumentos que me habían dado en el establecimiento vendedor de esa marca, le pedí si me podía pasar por algún otro departamento donde poder hacer efectiva mi más firme reclamación y protesta. Estuve esperando, sin suerte, unos cuatro minutos para que ese traslado de llamada se hiciera efectiva, por lo que decidí cortar una comunicación que me iba a suponer un significado e injusto coste. Ante de hacerlo, no pude por menos que expresar a mi interlocutora muy duras palabras, con el trato y condiciones que estaba recibiendo. Le indiqué que iría a una oficina de atención o protección al consumidor, donde estudiaría plantear una demanda judicial.

Decidí de nuevo probar suerte con el establecimiento vendedor. Allí pude contactar con un receptivo profesional a quien resumí mis desventuras con el servicio de atención al cliente de la empresa fabricante. Tras escucharme, con plausible atención, realizó una breve consulta telefónica, probablemente con alguno de sus jefes. Con una sonrisa, muy de agradecer, me indicó que cuando me fuese posible le trajese el portátil. Se comprometió a entregarlo al departamento técnico donde tratarían de solucionar el problema de funcionamiento. Agradecí su generosa comprensión y disponibilidad. Antes de despedirnos, mi eficaz interlocutor me narró, durante unos breves minutos, otra anécdota o experiencia paralela de la que él y su familia fueron protagonistas.

“Aunque no es exactamente la desagradable aventura que Vd. ha tenido que recorrer, con una absurda comunicación enlatada y esa posibilidad de dialogo personal, previo pago (estamos abocados a ello en estos tiempos de “locura digital”)  quiero  comentarle la situación que viví este verano, en un macro-restaurante del levante español. Me encontraba disfrutando de una semana de vacaciones, junto a mi mujer y nuestra hija Estela. Una noche acudimos a un entorno de moda, con todas las terrazas, cafeterías y restaurantes repletos de un público a rebosar. Elegimos un establecimiento especializado en comida oriental, exactamente china, cuyo rotulo publicitario anunciaba, con grandes luces de neón, WOK SELF SERVICE.

Pensábamos que, como en otros establecimientos similares de la especialidad, nosotros elegiríamos la comida que, posteriormente, un cocinero nos prepararía en las sartenes correspondientes. Pero, una vez que nos acercamos con los platos llenos de los alimentos elegidos, un camarero nos señaló una zona habilitada como cocina, en donde tendríamos que cocinar la carne, verdura o pescado en las correspondientes sartenes. Ante nuestra sorpresa, ese camarero nos dijo, con un español dificultoso para la comprensión que, si no queríamos cocinar, un profesional del establecimiento lo haría. Pasarle a él los platos incrementaría el coste de la cuenta  en cuatro euros por cada comensal.

Es cierto que ya estamos habituados al “hágalo Vd. mismo” en estos tiempos para el autoservicio. Pero nunca lo habíamos experimentado en un restaurante. En esa tesitura (el reloj marcaba casi las once horas en la noche) y dada la masificación de clientes en el resto de establecimientos, decidimos pagar esos doce euros de más, y un orondo cocinero chino cocinó los tres platos, ante nuestra vista, en no más de cinco minutos.

Le aseguro que esta insólita experiencia no hizo sino reafirmar mi convicción de que vivimos tiempos enloquecidos, en nuestros actos y responsabilidades. Tener que “negociar” con una máquina robotizada, ir a un restaurante para prepararte tu propia comida, poner en marcha un complejo aparato informático o audiovisual, sólo con la ayuda de unas someras indicaciones que, en ocasiones, tienes que descargarte de Internet o vienen impresas en una hoja escrita en múltiples idiomas, eso sí con  tamaño de letra que te obliga a leerla con lupa o usando muy buenas gafas….”

Pasados cinco días, pude al fin recoger, en el departamento informático de esos grandes almacenes, mi portátil debidamente reparado, teniendo que abonar sólo 45 euros, en concepto de manipulación y valor de la pieza sustituida. Elías, el servicial dependiente que con tanta amabilidad me había atendido, quiso aclararme que normalmente la factura de reparación era más costosa pero que, gracias a su intervención, me había sido rebajada en un 30 %  de su coste.

De manera afortunada, los clientes o usuarios aún tenemos la posibilidad de acudir a un mostrador donde exponer nuestra petición o problema, realizar una compra, consultar al vendedor sobre aspectos y aclaraciones del producto que adquirimos o encontrarnos a un camarero que te sirve con diligencia el café o la infusión que deseas tomar. Pero el dominio de la máquina informatizada avanza a pasos de atleta, sin posibilidad para la asimilación comprensiva, a una velocidad innegociada para nuestra lógica o racionalidad. Esa misma y versátil máquina te sirve la infusión, aparca tu vehículo, mantiene el diálogo con el asunto que consultas y escribe un texto en la pantalla de tu ordenador, sin que tengas que pulsar el teclado, sólo atendiendo a la dirección de tu voz. Precisamente en estos días la prensa nos está narrando las insólitas aventuras de los coches sin conductor. Todo ello nos hace preguntarnos: 

¿Estamos inmersos en un proceso de deshumanización sin retorno o, por el contrario, el enloquecido avance de la tecnología está facilitando la “humanización” de la máquina?


José L. Casado Toro (viernes, 15 de Julio 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

viernes, 8 de julio de 2016

BIZNAGAS, PARA ROMÁNTICOS Y TEMPLADOS ATARDECERES.

Existen numerosas ciudades cuya templada climatología, generalmente de tipo mediterráneo, favorece la permanencia de sus ciudadanos en las calles durante muchas de las horas del día. En estos espacios geográficos se potencia o intensifica la vida relacional fuera de los edificios, participando sus habitantes y visitantes de las posibilidades que las zonas abiertas ofrecen para el paseo, los espectáculos, la restauración o el grato intercambio de las palabras. Las calles de estas afortunadas ciudades, como es el caso de los municipios malagueños, se pueblan de centenares de terrazas, donde los usuarios de las mismas consumen, en la mayor parte de las horas del día, una suculenta y apetitosa gastronomía variada, bien regada con bebidas de la más diversas tipología, especialmente cervezas, vinos y refrescos. Esa frase de que el centro antiguo de Málaga está hoy día “tomado” por la restauración en sus calles es más que cierta. Muchos viandantes tienen a veces dificultades para desplazarse por algunas aceras y calles peatonalizadas.

Además de estas cosmopolitas y alegres terrazas al aire libre, tenemos la masa vegetal y lúdica de los jardines, donde las familias, las personas de la tercera edad y muy especialmente los niños, descansan, juegan conversan o disfrutan plácidamente de amaneceres y atardeceres en los días. De hecho, cada vez más, los responsables municipales van instalando bancos y asientos en la vía publica (sería necesaria su ampliación actual) a fin de favorecer esta vida relacional que tan necesaria y gratificante resulta. Por cierto, además de esos asientos, para el sosiego, cada vez es más que imperiosa la necesidad de ubicar estratégicos lavabos públicos, aunque su gestión y limpieza estuviera controlada por responsables privados. Al ciudadano no le importaría pagar una módica cantidad por hacer un uso responsable de los mismos, como vemos en muchas de las ciudades europeas a través de nuestros viajes.

Y ya ubicados en los jardines, plazas o terrazas, vemos una peculiar oleada del pequeño comercio ambulante, de aquellos otros que piden la voluntad para sus canciones o toques instrumentales o incluso de los que te piden una ayuda económica, aplicando a su petición una suave o más imperativa atención. Entre aquéllos que ofertan sus variados productos destaca, de manera especial en Málaga, la afortunada imagen del biznaguero. Efectivamente, en este templado enclave espacial, ubicado a las faldas del Gibralfaro u otras colinas penibéticas junto el tranquilo y azulado mar mediterráneo, las tardes se ven adornadas y cromatizadas por la gentil figura de ese hombre de camisa blanca, pantalón oscuro y tal vez faja roja, que porta en su brazo izquierdo una desespinada penca de cactus donde ha hincado sus hermosas y aromáticas biznagas con decenas de jazmines para la venta.  



La flor del jazmín, al margen de su académica descripción botánica, es un frágil y sensible regalo de la naturaleza, cuyo margen vital, a partir de su apertura a la vida, es sólo de unas cuantas horas. Está preparado por la mañana, abre sus blancas hojas por la tarde, gratifica de dulce aroma las noches y ya, al amanecer, inicia su misterioso viaje al reino o paraíso mágico de las flores.  Esta sutil y delicada flor está muy enraizada, climáticamente hablando, en el entorno cultural malacitano. De hecho, la imagen de la biznaga ha sido elegida como afortunado símbolo para los films premiados en el Festival del Cine Español que se celebra cada primavera en nuestra ciudad. Pasemos ya al relato específico de este viernes veraniego, cuyo protagonista va a ser ese vendedor callejero de biznagas ofrecidas, de manera específica, para el disfrute y sensibilidad de la mujer.

Cuando nos encontramos a gusto con el lugar y somos bien atendidos por el servicio, solemos repetir la visita a determinados lugares de restauración. En un anochecer de junio, me encontraba tomando una cerveza en el entorno populoso, romántico y alegre de la Plaza de la Merced. El reloj marcaba cerca de las nueve p.m. y entonces lo vi aparecer, una vez más, como era frecuente en su recorrido diario por los lugares atractivos para la venta. Curiosamente, aquella noche sólo llevaba clavadas en la superficie de su penca dos biznagas. Habíamos intercambiado algunos diálogos sobre temas de actualidad ya que, por distintos motivos, él y yo éramos asiduos visitantes de este bien concurrido bar de tapeo. La otra mercancía que Cleo solía ofertar eran décimos de lotería, especialmente durante los meses del frío. Ahora, en la entrada del verano, se vestía como un típico biznaguero andaluz, para vender su delicada mercancía a esas parejas enamoradas que saben apreciar la delicadeza y simbología de tan agradable aroma vegetal.

“Veo que hoy se te ha dado muy bien la venta. Sólo te quedan ya dos biznagas, de las muchas  que habrás preparado durante la mañana. Tu jazmín sigue produciendo flores a buen ritmo, de lo que me alegro. La noche está un poco pegajosa por la humedad. Si tienes algún minutillo te invito a tomar una cerveza fresca, que te hará bastante bien para refrescar el cuerpo y especialmente la garganta”.

El bueno de Cleo (sí, Cleofás, por libre decisión de sus padres) no lo dudó ni por un instante. Dejó la penca con sus dos biznagas sobre la mesa y tomó asiento junto a mí aceptando, la refrescante invitación. Nos trajeron dos nuevos tubos de cerveza bien “helada” y un platito de tapas, para acompañar la bebida. Tenía mucha sed mi compañero de charla. En su primera toma, dejó ya el largo vaso de cerveza por la mitad. Se le veía animado y contento por los excelentes resultados de la venta durante la tarde.

“En el día a día, recorriendo tantos lugares y hablando con tantísima gente, a buen seguro tendrás un “libro” de anécdotas en tu memoria. ¿Por qué no me cuentas alguna experiencia curiosa que hayas vivido, con esta maravillosa mercancía que con tanto esmero preparas y que te permite ir “tirando” para llevar algo de dinero a casa?”.

Junto a mi tenía a un hombre fornido, que aparentaba menos años de los que en realidad marcaba la documentación de su identidad. Ojos claros, pelo entrecano y una piel bien curtida por la insolación de la naturaleza. Hoy, con su vestimenta de biznaguero tradicional, ofrecía una buena imagen, de la que muy rara vez desaparecía la sonrisa en su rostro. Siempre consideré a mi interlocutor como una buena persona, al que la vida le había dado no escasos “palos” pero que había sabido sobrellevarlos con esa inteligencia primaria que tantas veces resulta positiva y eficaz. Obviamente, no era la primera vez que conversábamos. Me agradaba la fluidez con que se expresaba, capacidad que había sabido adiestrar en su trato diario con decenas de personas en la calle.

“Sí, el día está siendo muy bueno. Precisamente, ahora que sólo me quedan ya dos biznagas por vender, te voy a contar una bonita historia que puede agradarte. Como no podía ser de otra manera, los jazmines tienen, como tu bien sueles decir, un cierto protagonismo en lo que un día me ocurrió. Fue hace ya un tiempo, pero no la he olvidado.

Me había quedado sin vender, parecido al día de hoy, una sola biznaga, cuando volvía de la zona del Paseo Marítimo. Serían sobre las diez y media de la noche, más o menos. Al entrar en el Parque, vi a una señora sentada sola en un banco. Era verano. Mucha iluminación, luna llena en el cielo. Aquella mujer tenía en su rostro, a mi parecer, bastante tristeza. Me acerqué hacia donde ella se encontraba, arranqué la biznaga de la penca y se la ofrecí. Sólo le dije “es un regalo, no la quiero ver triste en una noche tan maravillosa como la que hoy hace”. Aquella mujer se quedó observándome, durante unos segundos, con la biznaga en sus manos. De inmediato  va y me dice “tu eres Cleo ¿verdad?” Me extrañó su afirmación o pregunta, pues en principio yo no la reconocí. Pero cuando me dijo su nombre, Amaia, la memoria se me refrescó.

Había sido mi primer amor y, a buen seguro, el único que de verdad he tenido. Los dos estábamos en nuestra veintena, Éramos muy jóvenes. Y yo era un crio alocado, que me dio por la vida sin control. Fueron unos tres años de noviazgo que por mi culpa se vinieron abajo. Estaba metido en muchas cosas “basura”. Hasta trabajaba el “menudeo” ya que caí en el enganche y tenía que pagarlo como fuera. Una vez me cogieron y me cayeron dos años, de los que pasé doce meses encerrado. Ella me ayudó, esperó pero, al final, no pudo más y se apartó. Así acabó lo que fue una linda historia de cariño con una gran mujer. Y esa noche, treinta años más tarde, la tenía frente a mi, muy cambiada físicamente, con una flor, con una biznaga en la mano. Supe arrancarle una sonrisa, pues ella tampoco me había olvidado. Las cosas con su marido parece no le iban bien. Un hombre, según supe sacarle, de prontos egoístas y, con los años, de respuestas coléricas. Habían tenido una trifulca aquella misma tarde".

Le invité a un café y hablamos largo rato. Después le acompañé hasta la parada del bus. Nos despedimos con dos besos. No olvidaré esa imagen, viéndola alejarse tras el cristal de su asiento, con mi última biznaga en su mano. Fue un reencuentro fugaz en nuestras vidas, tras tres décadas de separación. Amaia había sido la mejor oportunidad que me ofreció el destino y por mi mala cabeza no la supe aprovechar.”

Habíamos ya consumido nuestra segunda cerveza. Cleo me agradeció, una y otra vez, el ratito fraternal de amistad. Yo a él esa bonita y sensible historia que aquella noche supo y quiso confiarme. Cada uno marchamos hacia nuestras realidades sabiendo que, cualquier otra tarde, a esas horas mágicas del oscurecer, volveríamos a encontrarnos. Él con esos frágiles tesoros regalados por la naturaleza, que gratifican nuestras vidas y le permiten ganar unas monedas. Y yo esperando conocer alguna de sus entrañables historias, que hablan de la vida, el amor y las personas.-


José L. Casado Toro (viernes, 8 de Julio 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga