viernes, 24 de febrero de 2023

EN CUALQUIER HORA Y LUGAR.

Cuando visitamos algunos pueblos, defensivamente encastrados en una espectacular orografía de colinas y montañas, además de disfrutar de sus encantos monumentales y peculiares formas de vida, podemos encontrarnos con unas imágenes que despiertan nuestra curiosidad, admiración y un cierto recelo o temor. Vemos algunos jóvenes que, aprovechando el espectacular paisaje, practican la escalada, subiendo y bajando por unas paredes y roquedos agrestes que el viento y la lluvia, junto a las intensas diferencias térmicas, han ido modelando en el transcurso del tiempo. Ese paisaje se caracteriza, necesariamente para el ejercicio de los escaladores, por una pronunciada e impactante perpendicularidad.

Estos valientes, osados y jóvenes deportistas, ajenos a las dificultades que supone escalar esos peñascos verticales, se esfuerzan en subir y bajar por esas difíciles paredes, ayudados con unas recias cuerdas, picas y enganches metálicos, necesarios para sustentar una mínima seguridad para sus vidas. Deben también ir vestidos con la ropa y el calzado adecuado, a fin de realizar ese muy arriesgado ejercicio del alpinismo, en una superficie (hay que repetirlo) caracterizada por la carencia de superficies horizontales. Ascienden con manifiesta y prudente lentitud y abundante pericia, teniendo como meta llegar a ese punto o cima en altura, que puede estar situada a 20, 30 o más metros. En ocasiones, incluso a kilómetros de distancia, desde el punto de partida.

A pesar del peligro y la permanente dificultad, estos deportistas se sientes profundamente felices realizando ese complicado deporte que han elegido para su capacidad. Van superando temores, problemas en el ascenso, condicionantes climáticos en el estado atmosférico y por supuesto tratando de evitar esos errores que pueden ser fatalmente lesivos para su integridad. La principal motivación que aplican en practicar la escalada es la ilusionada y terca voluntad por superar los impedimentos que van encontrando, a fin de permitirles culminar esas “imposibles” subidas y también las correspondientes bajadas. Pero también, muchos de estos deportistas, tratan de conseguir unas imprescindibles y hábiles destrezas para, posteriormente, poder aplicarlas en el desempeño de algunas profesiones que exigen de esa pericia para su actividad. Es el caso de la limpieza, reparación y pintura de edificios y cubiertas, caracterizados por su elevada verticalidad. En este atractivo contexto vamos a enmarcar nuestra interesante historia, entrañablemente humana, de esta semana.   

Alvaro Vilar, 27 años, lleva tres vinculado laboralmente a una pequeña, pero muy dinámica, empresa de reparación y pintado de fachadas. Un compañero y amigo de la escuela profesional a la que ambos asistían, llamado Eladio, le habló de un proyecto que tenía en mente, para trabajar en una empresa, propiedad de un tío suyo, que se encargaba de arreglar las fachadas y tejados deteriorados de los edificios. Para este fin, se estaba entrenando en la escalada, práctica que le entusiasmaba, por lo que animó a su amigo Álvaro para que un fin de semana lo acompañara, conociendo la aptitud y afición que éste tenía para la práctica deportiva. A tal fin, se desplazaron un sábado por la mañana al bello municipio de Mijas pueblo, situado a menos de cuarenta km de Málaga capital, localidad en la que ambos residen. Estuvieron practicando durante bastantes horas en la gran masa pétrea de la Sierra de Mijas, donde está encastrado el famoso municipio de los “burro taxis”. Eligieron una zona propicia, muy próxima a la Iglesia de la Inmaculada Concepción, cuyo roquedo calizo tiene muchas hendiduras producidas por la erosión meteorológica, convertidas en algunas zonas en elevados desfiladeros caracterizados por su compleja pero asequible perpendicularidad.

A lo largo de varios fines de semana fueron consolidando su destreza para escalar por lugares de una cierta dificultad, hábitos que les iban a resultar muy útiles y necesarios para cuando se presentaran ante Herminio, el propietario de la empresa REFARA (reparaciones de fachadas Ramírez) en donde tenían previsto solicitar trabajo. Efectivamente, el tío de Eladio, profesional siempre vinculado a la construcción, contrató a su sobrino y a su amigo Álvaro, tras verlos como se comportaban en una prueba de altura, en tejados, cornisas y cubiertas aterrazadas, a la que los jóvenes fueron sometidos.  

¿Cuál era, exactamente, la función que ambos amigos (junto al resto de operarios) tenían que realizar? Debidamente colgados y utilizando un cordaje idóneo, iban descendiendo desde notables alturas, sentados en un pequeño tablón horizontal, también debidamente asegurado. Procedían a limpiar la fachada contratada del polvo, el barro y los excrementos de aves acumulados. Eliminaban las viejas capas de pintura no fijadas o despegadas del armazón construido. Reparaban las grietas y desconchones, untando una masilla de yeso especial. Sustituían, en su caso, las losetas rotas o caídas del paramento vertical a causa del tiempo. Reponían los salientes rotos de las cornisas. Y, por supuesto, procedían a dar varias capas de pintura plástica, antihumedad, para el embellecimiento y la protección del edificio. Todo ello lo llevaban a cabo sin tener que utilizar o montar un laborioso andamiaje, que encarecía lógicamente el precio del trabajo realizado.

Solían trabajar por parejas. Aunque la empresa contaba con diez operarios, Herminio Ramírez procuraba que Eladio y Álvaro fueran juntos, dada la amistad y buena sintonía que entre ellos mostraban, coordinación que resultaba muy positiva para los resultados positivos del encargo realizado. Alvaro y Eladio estaban ganando un suelo mensual, que les venía muy bien para sus futuros objetivos de formar una familia.

No dudaban de que el trabajo en Refara era de cierto riesgo. Tener que colgarse cada mañana de las cuerdas y anclajes, para hacer su labor, a tantos metros de altura, requería mantener un gran autocontrol, a fin de evitar cometer errores que podían ser severamente lesivos para sus cuerpos. Una caída desde tamaña altura podía resultar irremediablemente fatal por los traumatismos subsiguientes. Estos jóvenes trabajadores también tenían que afrontar los temidos condicionantes externos: el viento de una elevada intensidad, la lluvia que dificultaba siempre su labor, también la intensa insolación. Otro gran peligro que asumían era la excesiva o temeraria confianza que aplicaban a su equilibrio, debido a que, en ocasiones, cuando caminaban por el borde de la techumbre o terraza, no se ataban las cuerdas de seguridad, con el peligro subsiguiente de que un resbalón o un desvanecimiento podría hacerles caer al vacío. A pesar de todos estos riesgos y dificultades, estaba la compensación y satisfacción que les producía ver como a un inmueble envejecido, agrietado y desconchado, sucio en su apariencia, podían con su esfuerzo embellecerlo, “vistiéndolo” con una nueva “ropa” de pintura, tras haber eliminado o disimulado las “arrugas” producidas por la edad”.

Otra curiosa experiencia, en este arriesgado trabajo para Álvaro, derivaba de que, aun sin buscarlo, a medida que iba descendiendo desde la cima del edificio, observaba el interior de muchas de las habitaciones de los bloques que reparaban. ¿Vulneraba la intimidad de esas familias? Obviamente, no era esa su intención, pues bastante tensión tenía que aplicar para no cometer errores irremediables. Pero al ir descendiendo a través de los cordajes, de alguna forma se mostraba ante sus ojos el interior de decenas de habitaciones, a causa de que muchos inquilinos y propietarios no cerraban las ventanas o bajaban las persianas, o dejaban las cortinas descorridas. Entonces, mientras pintaba o reparaba la pared, veía aposentos alegres o tristes, ordenados o alterados en su disposición, iluminados o sombríos, densificados de objetos o gélidamente casi vacíos, limpios y relucientes o descuidados por el polvo de la suciedad, de apariencia rica o acomodada, también modestos y empobrecidos, con múltiples colores y tonalidades en sus tabiques separadores, suelos de losetas de terrazo, blanco mármol o parqué de madera o imitación plástica. Todas esas imágenes se iban acomodando en el acervo cultural de su memoria. Era obvio que también muchos de los residentes cerraban sus ventanas a cal y canto, con las persianas bajadas hasta el final, a fin de proteger esa lógica intimidad, además de que con ello impedían que entrara por sus ventanas salpicaduras de pintura o restos de masilla y de pared. También, el agua a presión que echaban los operarios para eliminar la suciedad acumulada en el exterior de los bloques.

Comenzaban a trabajar bien temprano, pues había que cumplimentar bien la programación de cada día que era en general bastante densa. Sin embargo, los dos amigos hacían pequeños descansos a fin de relajar la musculatura y la concentración mental. En esos breves minutos en que paraban de pintar, se fumaban algún cigarrillo, bebían agua de esa cantimplora que tenían colgada de su uniforme, intercambiaban algún comentario y, lo que era más importante, ajustaban bien las clavijas del cordaje que los sostenían. Había vecinos que se asomaban a sus ventanas, para preguntarles acerca de los horarios en que debían tener las ventanas cerradas o cualquier otro aspecto técnico que afectase a sus terrazas o a las celosías de las cocinas. De inmediato había que reanudar el trabajo, pues cada día tenían que hacer un mínimo de metros cuadrados de pintura o reparación.

En el aspecto familiar, Álvaro había vuelto a vivir en casa de sus padres, después de una experiencia convivencial en pareja con Lidia, su novia desde los tiempos de Instituto. Ese año de unión les hizo ver a uno y a otro que una cosa era el noviazgo y otra bien distinta estar juntos la mayor parte de las horas del día. A medida que pasaban las semanas y los meses, las discusiones por nimiedades o egos desafortunados comenzaron a ser cada vez más frecuentes. En los dos chicos había una patente falta de madurez, lo que tampoco ayudaba a mantener esa unión que desde el primer momento ellos la consideraron “a prueba”. Pero cuando Álvaro tuvo conocimiento, gracias a las confidencias de amigos comunes, que Lidia, comercial de venta por vía telefónica e Internet, estaba jugando a “dos barajas” en el terreno sentimental, en no más de media hora y esa misma noche, decidieron marchar cada uno por su lado. Había sido un noviazgo demasiado largo y esa rutina parece que había cansado a la joven. Esa situación ocurrió cuando Álvaro tenía 23 años. Ahora, con 27, seguía sin encontrar a esa “media naranja” con quien compartir los minutos, los sentimientos y las voluntades.

Pero el destino, aliado con el azar o la suerte, tiene sus claves y respuestas, que resultan inescrutables para los seres humanos. Una mañana de marzo, mientras descendía sellando con masilla los desconchones y grietas de un edificio de nueve plantas, vio que una ventana de la 7ª permanecía abierta. Al llegar a ese nivel, se fijó en una chica que estaba sentada, junto a una mesa situada exactamente junto a la ventana. Estaba hablando por teléfono, pero al situarse enfrente de ella, la joven lo saludó con la mano, regalándole una sonrisa. Después de corresponderle, siguió con su trabajo en una pared que estaba muy castigada por el paso del tiempo. Le resultó curioso que la chica volvía a marcar un numero tras otro y a los pocos segundos “colgaba”.  Antes de seguir bajando le dijo un poco en broma: “Debes de tener muchos admiradores, porque no dejas de llamar”. A LORETO, así se llamaba la muchacha del teléfono en mano, le hizo gracia la observación del reparador de fachadas, que también se identificó cordialmente con su nombre. De esta simple u anecdótica forma había nacido la que se iba a convertir en una gran amistad.

Loreto era delgada de cuerpo, cabello liso de color castaño, recogido en una melena, bellos ojos de tonalidad turquesa. Vestía con una camiseta celeste, que tenía impresa una frase en inglés: LIVE AND ENJOY YOUR HAPPY (vive y disfruta tu felicidad), además de unos bien gastados blue jeans. Su mirada era serena y amable, también mostraba ser divertida, a pesar de su situación en silla de ruedas que parecía impedirle el poder caminar. La atracción inmediata que Alvaro sintió por aquella muchacha era intensa. Hasta días después no tuvo constancia que los sentimientos de Loreto eran recíprocos con respecto a su persona.   

Cuando ese primer día del encuentro Álvaro ponía fin a su labor, al pasar de nuevo por delante de Loreto asido al cordaje, de nuevo se encontró a Loreto que, sonriente, le hizo una señal desde esa mesa de trabajo que no había abandonado durante toda la mañana. “Tenéis que pasar mucho calor, llevando esos trajes de seguridad. Os he preparado una limonada fresca, que tengo guardada en la nevera. Si os apetece, díselo también a tu compañero, y os invito a refrescaros”. El sorprendido y agradecido operario, le dio las gracias, asegurándole que pasarían en unos minutos, cuando recogieran el cordaje. El refrigerio estivo acompañado con unas tapas de queso, que la madre de Loreto se había encargado de preparar a modo de sándwiches. Fue una reunión distendida, que Álvaro y Eladio agradecieron con simpatía “Nunca nos habían tratado con tanta amabilidad como en esta casa”.

En esos largos minutos de aperitivo, conocieron algunos datos de la situación en que se encontraba la joven Loreto. Hija única y sin padre conocido de la señora Perpetua, estudiaba con una beca de la Junta, en la facultad de derecho y al tiempo colaboraba en una empresa de opinión pública, consiguiendo unos euros necesarios para su pequeña y modesta familia. Su madre se ganaba la vida, desde su juventud, echando horas de limpieza, cocina y planchado en algunas casas, para conseguir el sustento básico para cada mes. Hacía unos meses, la chica había tenido la desgracia de sufrir un severo atropello cruzando un paso de cebra, por la acción imprudente de un motorista que se dio a la fuga, aunque posteriormente fue localizado por los agentes de la guardia civil. Loreto había tenido que pasar dos veces por el quirófano, hasta el momento, dejándole el atropello una importante limitación en sus extremidades inferiores. Los servicios de traumatología y neurología le habían asegurado que, con el tratamiento y una prolongada rehabilitación, recuperaría un importante porcentaje en su capacidad locomotora. Mientras tanto seguía con sus estudios y dedicaba algunas mañanas y tardes a su colaboración con esa empresa de marketing, haciendo entrevistas telefónicas a ciudadanos con diferentes perfiles para elaborar estadísticas de opinión con las respuestas recabadas. 

El viernes de esa misma semana, cuando Álvaro había finalizado su jornada de trabajo, subió a la planta séptima del bloque para hablar con su nueva amiga “la chica de la ventana”. Tras las usuales bromas in iniciales, propuso a Loreto si le apetecía acompañarle al cine al día siguiente, para ver una película que ella misma eligiera. Él se ocuparía de ayudarla con su sillita de ruedas. También le sugería que después de ver la película, podrían ir a tomar algunas tapas para cenar. Estaba muy agradecido de esa joven que tan generosamente lo animaba y trataba, cuando estaba colgado a gran altura para realizar el arriesgado trabajo propio de su profesión. Se sentía atraído y animado por la bondad y simpatía de esa chica que, de la forma más inesperada, el destino había querido poner en su vida. Pensaba que podía ser el comienzo de una gran amistad. Y también el inicio de un esperanzado amor. Esa poderosa atracción afectiva, que puede surgir en cualquier hora y lugar. Loreto encantada, y con no menos emoción, aceptó tan sencilla y gentil invitación. -  

 

EN CUALQUIER HORA

Y LUGAR

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

24 febrero 2023

                                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

                 Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/



 

viernes, 17 de febrero de 2023

SUBIDA DIARIA A LA COLINA DE GIBRALFARO.

Con frecuencia nos llega información, a través de la estructura mediática escrita o audiovisual, también cuando entramos en las redes informáticas de Internet, sobre comportamientos y hábitos insólitos de algunas personas, famosas o en el anonimato social, cuyas actitudes despiertan nuestro asombro por la rareza e incomprensión acerca de su significado. Nos preguntamos el por qué de esos hábitos, manías o respuestas extrañas, un tanto absurdas. Como no encontramos fácilmente una racional respuesta, solemos mover la cabeza, con ese comentario jocoso acerca del “estado mental” en que se hallan los autores que han dado pie a esos curiosos reportajes para la información o distracción general. En este contexto nace nuestra historia de hoy viernes.

La casualidad o el azar hicieron que una mañana de marzo 2023, faltaban unos minutos para las 11 horas, Alejo Cerdán se encontrara con un antiguo compañero de estudios, en un centro público de secundaria. El lugar de encuentro fue al final del lateral norte del Parque malacitano. Ese compañero de aula en la adolescencia avanzada, con el que mantuvo una proximidad amistosa, no exenta de cierta rivalidad por los resultados académico y la receptividad personal con las compañeras y amigas, se llamaba Venancio Rial.

A pesar del tiempo transcurrido desde sus vínculos escolares, aproximadamente tres décadas sin relacionarse, se reconocieron con facilidad, porque su aspecto físico, a pesar de los kilos acumulados con la edad, no había cambiado en demasía (eran prácticamente coetáneos, 51 y 50 años en ese momento del reencuentro) manteniendo unos rasgos básicos y fáciles para la identificación. Tras el abrazo subsiguiente, impregnado de un fuerte sentimiento afectivo, dedicaron unos minutos a ese “ritual” de las preguntas lógicas y propias entre personas socialmente educadas y cordiales, a pesar de esa “adolescente rivalidad” en aquellos ya lejanos tiempos de la escolaridad.

¿Cómo te ha ido? ¿Te has casado? ¿Tienes hijos? ¿En qué trabajas? ¿Por dónde vives? Interrogantes mezclados con encadenadas sonrisas, alguna que otra broma y un sentimiento patente de nostalgia y cariño en el recuerdo de unos tiempos muy lejanos. “Prácticamente no has cambiado ¿qué haces para conservarte tan joven? Tú es que me miras muy bien, pero ya hay menos pelo, más sobrepeso … la talla de los pantalones ha ido irremediablemente avanzando. Hombre, las “arruguillas” son bellas, pero ahí van apareciendo una tras otra y nos van enseñando el reloj de la vida. ¡Es curioso, pero no hemos coincidido hasta hoy, viviendo los dos en la misma ciudad … Pero si pareces un chiquillo ¡que alegría tengo de que nos hayamos encontrado y reconocido! Te aseguro que la alegría y la emoción me superan a raudales, qué suerte haber pasado por aquí y que el destino haya querido reunirnos… Parece que no ha pasado el tiempo por nosotros ¿verdad?”

Pronto surgió entre ellos la lúcida y educada opción de tomar un café. Caminaron unos metros y ocuparon una mesa esquinera en la cafetería Flor, a pocos metros de la Plaza de Toros. Fue Alejo quien resumió lo básico de su vida, en esos treinta años, desde que terminaron los estudios en el inolvidable y grato Instituto de Martiricos.

“Amigo Venancio, como no me veía con fuerzas para “caminar” por la universidad, hice un curso profesional de “maquinista” o proyeccionista de cabina. Te acordarás de mi gran afición por todo lo que estuviera relacionado con el cine. Posiblemente, influyó mucho en mi destino el tener un tío que trabajaba en la cabina del América Multicines, ya desparecido en el 2003. Este familiar fue quien me enseñó realmente a dominar el trajín de una cabina de proyección, abriéndome un emocionante camino profesional en el que aún continúo. He pasado por varias empresas de cine y ya me estabilicé en el Yelmo, de la estación de ferrocarril, en el que llevo dieciséis años. Trabajo en lo que me gusta. Me permite tener las mañanas libres, aunque las tardes, lógicamente, las tengo que dedicar a mi profesión. Ya sólo proyectamos en digital, lo que me provoca menos problemas, con respecto a las bobinas del celuloide de antes, que te hacían trabajar bien duro. La tecnología digital es compleja y se está renovando de manera continua, con los nuevos adelantos que aparecen de la noche a la mañana. En lo familiar estoy casado con Alfonsa, quien curiosamente trabaja en una tienda de cosmética ubicada en el mismo centro comercial. Y tenemos un hijo, Serafín, que al igual que su padre prefirió el terreno de los ciclos formativos. Trabaja en una empresa de montajes y reparaciones eléctricas.  Y así vamos tirando, mientras la salud nos acompañe. Bueno, pues ahora te toca a ti, buen amigo. Venancio ¿a qué te has dedicado?”

“Pues, aunque no te lo creas, Alejo, me he “auto jubilado”, no hace mucho. Me dediqué al negocio de la hostelería y, la verdad, me ha ido la mar de bien. Llegué a regentar, de manera directa, hasta cuatro restaurantes y una gran cafetería. Básicamente, en la zona costera occidental. Gané dinero, bastante, aunque la moneda viene y va, como en todo. Ahora, vivo de las rentas. Alguna interesante inversión, los pagos que recibo por esos grandes locales que eran y son de mi propiedad, ahorros en fondos de inversión en el extranjero… todo ello me ha dado una estabilidad y seguridad como para poder dedicarme a vivir, con una jubilación privilegiada, a los cincuenta y un años de vida. En el aspecto familiar, contraje matrimonio con Elvira, una prestigiosa agente de seguros. Nuestro matrimonio no ha tenido descendencia, en parte porque el destino así lo ha querido y también porque nuestra forma de ser no era la de un padre y una madre al uso. De hecho, a los pocos años de casados, caímos en la cuenta de que nuestros caracteres eran difíciles de compatibilizar, En consecuencia, nuestros caminos por la vida se diversificaron. Vivo con mi madre, Aúrea, porque no he encontrado a esa media naranja que me aguante … (risas). Sobra añadir que tengo mis salidas, nocturnas y diurnas. Ya ves, un jubilado muy joven, que sabe gozar de la vida. Viajo, hago ejercicio, y me sigue resultando placentero degustar la buena mesa.

Y ¿por qué me has visto por aquí? Cada mañana, tras el desayuno, me desplazo a este lugar, donde estuvo la antigua Coracha, para hacer una práctica que me vitaliza. Subo despacio, sin prisas ni agobios, hasta el Castillo y el Parador de Gibralfaro. Me esfuerzo y gozo al tiempo, recorriendo esas escaleras en zig zag y los caminos “empinados” en que se ha convertido aquella antigua Coracha de casitas humildes, con indudable encanto y con ese aire folklórico a una Málaga que desafortunadamente ya desapareció. Allá arriba descanso, contemplo el paisaje, medito con el necesario sosiego y después bajo otra vez caminando, para ya en el Parque buscar algún rincón adecuado donde disfrutar con una fresca cerveza y una buena tapa que me ayude a recuperar fuerzas. Este hábito diario me reporta una serie de beneficios:  el placer de caminar, una excelente medicina para mi salud.  Me esfuerzo la musculatura, tanto en la subida como en el descenso desde la colina de Gibralfaro. Respiro aire “menos contaminado. Me deleito con las maravillosas vistas que desde allí arriba puedo contemplar, las mejores vistas de nuestra bellísima ciudad. A veces tomo algo en el parador y dedico unos minutos o incluso horas a la plácida lectura. Hago también amistades, especialmente de nacionalidad extranjera. La mayoría son ingleses, con los que voy mejorando ese inglés, a través del diálogo, a cuyo aprendizaje he dedicado muchas horas, muchos días, en mi vida”.

“Pero de verdad ¿subes todos los días a Gibralfaro, Venancio?”

“Por supuesto, Alejo. Salvo que me encuentre mal o por necesidades imperiosas, no suelo faltar día alguno, entre lunes y viernes, a esta muy grata subida a la colina que tanto me vitaliza. Tengo una gran fuerza de voluntad para hacerlo, aunque te parezca asombroso. Me siento totalmente feliz y privilegiado con esta vida placentera, en la que mantengo un excelente poder adquisitivo”.

Las tazas ya estaban vacías, el diálogo para el conocimiento se había realizado y llegaron a esa despedida, afectuosa, cordial y precursora de algún nuevo encuentro, para seguir fortaleciendo una amistad recuperada por el azar que controla el destino de cada persona. Tras el emocionado abrazo, uno dirigió su caminar hacia Gibralfaro y el otro continuaba su paseo, camino de un centro radiológico en el que tenía que recoger unas pruebas y, posteriormente, mantener una reunión de trabajo en la concejalía de cultura del Ayuntamiento, con respecto a la futura celebración anual del festival del cine español e iberoamericano.

Desde aquel preciso momento, y luego ya en casa con mayor intensidad, Alejo centraba su pensamiento sobre una triple realidad a la que daba vueltas, una vez tras otra. Primero, la sorpresa de haber recuperado la amistad de una persona, compañero de clase, a la que no veía desde hacía tres décadas. En segundo lugar, la suerte en la vida que había tenido el compañero Venancio, “jubilado” tan joven y con una capacidad económica verdaderamente envidiable, para disfrutar con plenitud todo aquello que le gustara. Finalmente, la extrañeza que le producía ese hábito que practicaba el viejo amigo, de subir diariamente a la colina de Gibralfaro. A pesar de las razones que le había dado, consideraba que la repetición de ese ejercicio y siempre por el mismo lugar, por muchos incentivos que tuviera, no la veía muy normal, sino algo extraña. Desde luego, en cuestión de gustos, se decía, nos encontramos con comportamientos curiosos, raros e insólitos.

Antes y durante el almuerzo, hoy tocaba potaje de lentejas, con chorizo y morcilla, estuvo comentando con su mujer Alfonsa los detalles y curiosidades de ese inesperado y significativo reencuentro.

“Hay personas, Alfonsa, que nacen con asombrosa suerte. Durante nuestra época escolar, los dos manteníamos una soterrada o abierta rivalidad, no sólo por las calificaciones, sino también por otros numerosos intereses, propios de esa juventud impetuosa que nos llegaba. Rivalidad que manteníamos por nuestra diferente capacidad económica para el divertimento, por la desigual aceptación que encontrábamos en la relación con las chicas, además de otras muchas tonterías propias de la gente joven. Hoy me lo encuentro y veo que la vida le ha ido muy requetebién, extraordinariamente placentera. Se convirtió en un gran profesional de la hostelería, de cuyas rentas ahora vive con gran desahogo. Aunque en lo familiar no ha gozado de tanta suerte (se encuentra separado de su mujer) convive tranquilamente con su madre, parece que es una señora bastante mayor. Pero no tiene horarios que cumplir, puede ir a donde le plazca y disfrutar con plenitud de una prolongada e intensa existencia, con sólo 50 años, uno menos que mi edad. Pero sigue manteniendo su especial y desagradable carácter. La forma de contarme y “restregarme” sus cuitas me hace ver que no ha perdido aquella “arrogancia” de la que ya presumía en la adolescencia avanzada. Es como si me dijera, con “un altanero orgullo”: “fíjate, todo lo que yo he conseguido, mientras que tú has de trabajar un día tras otro, para ganar un sueldo con el que poder vivir. La verdad, Venancio no es la persona que me gustaría mantener como amigo, porque siempre ha necesitado imponer una superioridad que considero fuera de lugar, buscando básicamente la ostentación y el orgullo personal”.

Alfonsa le aconsejó, con un gran sentido común, que se olvidara del antiguo compañero Venancio, porque todo lo que fuera pensar en él y en su encuentro de hacía unas horas le iba a llenar de infelicidad. “Muy “pillín” ha tenido que ser este compañero de “escuela” y bastantes trastadas te ha tenido que hacer, si todavía hoy, con tantos años de distancia, te sigue provocado tan gran desazón. Aunque te haya dado su número de teléfono, te olvidas del mismo y si alguna vez te pregunta, le dices que se te había perdido. Y si quiere “liarte” en algo que esté maquinando, pues le respondes que estás superocupado. Seguro que no te lo encuentras más. Y si continúa subiendo la cuesta y escaleras de Gibralfaro cada día, según me cuentas ¡vaya cosa! pues que lo siga haciendo. Debe ser una persona muy rara. Y si camina con los bolsillos llenos de billetes, pues muy bien, para él.”

Parecía razonable seguir los consejos que le estaba dando su mujer, En consecuencia, Alejo trató de olvidar ese inesperado y desagradable encuentro con el “pasado”, ante una persona que le había hecho sentirse muy poca cosa. Tanto en los tiempos de la adolescencia, como durante esa misma mañana. Siguió con su actividad profesional, trabajando en esa cabina de los multicines, en la que ya no había rollos de celuloide que reparar, ante aquellos “cortes” en la proyección que provocaban el choteo del respetable, con los silbidos, las palmas, los zapatazos en el suelo o también esos “carbones” voltaicos que daban la luz necesaria para que las imágenes llegaran a la gran pantalla y que, en más de una ocasión, estuvieron a punto de provocar un poderoso incendio en esa cabina que parecía una cápsula espacial hacia las estrellas. Por el contrario, ahora las películas venían en unas cajitas rectangulares, a modo de muy densos discos duros, con miles de gigas grabados y que se conectaban a un potentísimo videoproyector que enviaba las imágenes, con la mayor nitidez y fidelidad, a la pantalla blanca de las historias compartidas. En los momentos de desánimo, cuando aparecía Venancio en su memoria, se refugiaba en su inmensa colección de fotogramas de estrellas famosas de todos los tiempos, material fílmico que tenía primorosamente clasificado en varios álbumes, a modo de un tenaz y habilidoso coleccionista, no de sellos de correos, sino de primorosos fotogramas de celuloide, de 35 mm.

Los mecanismos cronológicos del tiempo tienen unos parámetros totalmente innegociables para con los humanos. Llegó y volvió a viajar la estación primaveral, dejando paso a unos luminosos meses para el estío, la templanza y la dinámica vacacional veraniega. Un 1º de agosto, Alejo había pedido permiso a la dirección de su empresa, para que aquel día le sustituyeran en su trabajo por el “maquinista” suplente, en base a los días vacacionales que no había aún gastado en su derecho laboral. El motivo básico para este día libre que había solicitado (y que le fue concedido) no era otro, sino que esa fecha era el santo de Alfonsa, coincidiendo la feliz efeméride con la celebración del 25 aniversario de su boda. Deseaba invitarla a cenar, además de entregarle un precioso detalle de joyería (un collar de perlas), que recordara con cariño los cinco lustros de su feliz matrimonio. Pidieron a Serafín que los acompañara y que viniera acompañado por su nueva pareja, Eulalia. Reservó mesa en un emblemático lugar, desde el que se podía divisar la mejor visión de la bahía y la ciudad de Málaga, precisamente en el atardecer o anochecer del verano: el Parador Nacional en la colina de Gibralfaro (Monte del faro).

Resultó curioso que cuando llegaron a esa preciosa atalaya, las zonas de aparcamientos estaban repletas de vehículos. Aun así, encontraron un hueco en donde poder dejar su Peugeot 307. Después de echar un sublime vistazo a esa Málaga adornada con miles de luces, junto a los brillos sublimes de un mar en calma, entraron en el comedor del Parador comprobando que todas las mesas estaban ocupadas, salvo una, ubicada en un lugar preferente, aquella que días antes había sido reservada por el matrimonio Cerdán-Vintilla. Ya sentados, les fue servida una copa especial de bienvenida. Dos camareros se afanaban en atender a tan numerosa clientela, con prontitud y eficacia. Pronto llegaron los entremeses a los platos de Alejo, Alfonsa, Serafín y Lali, bandeja de Ibéricos, que degustaron con apetitoso y goloso placer. En un momento concreto, uno de los camareros, después de acudir a una mesa próxima a la suya, retiró de la misma una gran tortilla de patatas, acercándose al ventanal de la cocina y con una simpática y potente voz gritó una usual petición o comanda de un profesional agobiado por el trabajo: “¡Cocinero, los señores piden calentar más esta sabrosa y bien cocinada tortilla española!”. Desde el interior de la cocina, a través de un espacioso ventanal, otra voz sonó con rítmica acústica “Marchando unos suculentos mejillones cocidos al vapor”. Detrás de la mano que entregaba el marisco al hiperactivo camarero, apareció la figura del cocinero, con su gorro e impoluto delantal blanco, para los mejores ágapes. Cuando Alejo vio el rostro del cocinero, se le atragantó el gran sorbo de Rioja que estaba bebiendo: ¡Era Venancio Rial! quien al sentirse observado por el comensal de la mesa número ocho dejó caer al de la ventana cocinera el plato humeante que portaba, impacto que despertó la curiosidad de la mayor parte de los comensales. -

 

SUBIDA DIARIA A LA COLINA

DE GIBRALFARO

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

17 febrero 2023

                                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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viernes, 10 de febrero de 2023

EL PRIMER GRAN AMOR DE LOS DIEZ AÑOS.

Con inapropiada frecuencia, los adultos olvidan la sutil capacidad que tienen los niños para captar el significado de las miradas, los gestos y los silencios. Los mayores piensan, a veces de manera interesada, que los pequeños no se van a dar cuenta de sus “desagradables” e inadecuados comportamientos. Sin embargo, es preciso afirmar que la percepción de los niños es inmediata, por lo que les afecta, con la intensidad propia de su corta edad, esos desencuentros de las personas con las que conviven, esos enfados “encubiertos” o mal disimulados y sobre todo esas violencias físicas o psicológicas que enturbian la atmósfera convivencial de los hogares en que residen, con la inocencia propia de su corto caminar por la vida. El sufrimiento de los niños puede ser, sin duda lo es, muy doloroso y desestabilizador para su equilibrado desarrollo. En este importante contexto ubicamos nuestra historia de este viernes.

Se acerca, a sólo unos días, el mes vacacional que tiene BLAS Parejo, en el taller de una importante concesionaria de automóviles en la que presta sus servicios. Este profesional de la mecánica lleva trabajando en esa consolidada empresa desde hace catorce años. Su mujer DOROTEA (Dori) se afana, junto a su hijo BENJAMÍN, en preparar dos grandes maletas en las que llevarán la ropa, los zapatos y algunos enseres personales básicos para las vacaciones, en ese inminente desplazamiento que van a realizar desde Málaga capital a la localidad costera de Torre del Mar. En este turístico y atractivo enclave veleño de la Axarquía, cada verano vienen alquilando un piso amueblado (casi siempre suelen adjudicarle el mismo, situado en la planta tercera) inmueble propiedad de unos residentes ingleses que viajan durante el verano a su patria de origen, Gales, a fin de convivir unos meses con sus familiares y amigos. Ese atractivo piso se encuentra integrado en el bloque Nevada, a muy escasos metros de las finas arenas de la playa torreña, aunque esta propiedad de diez plantas goza de una pequeña piscina privada que hace las delicias de niños y mayores en la aludida comunidad residencial. Artemio, el portero del bloque, se encarga de todas las gestiones que generan estos alquileres vacacionales “sin contrato escrito”, trabajo extra que le reporta algunos ingresos interesantes para su lógica necesidad.

Con la ilusión y presteza de los preparativos para el “veraneo”, el pequeño Benja, 10 años, “nublaba” en algo su íntima y secreta desazón o disgusto por esa atmósfera “viciada” de desamor que percibía en la relación cotidiana que mantenían sus padres, a pesar de disimulo que éstos trataban de aportar en el día a día, pues no querían hacer sufrir a su único hijo. Especialmente era Dori quien más se esforzaba en ocultar sus desavenencias conyugales, ante la mirada inocente y juguetona de Benja. Sin embargo, el más pequeño de la familia captaba a soslayo muchas palabras, gestos mímicos, incómodos silencios y esas tensas miradas entre sus padres. Algunas de las noches, cuando él simulaba estar dormido, escuchaba con dolor e incluso miedo esas voces, esas acusaciones y reproches que se cruzaban con crudeza sus dos progenitores. El origen de ese desamor en el seno matrimonial se encontraba en la peculiar forma de ser de Blas, persona exuberante y ansiosa de sexo. Ya durante el noviazgo, Dori se daba cuenta de esta “necesidad” casi permanente en su pareja, aunque pensaba que tras el matrimonio ella encauzaría ese temperamento virilmente enamoradizo que vibraba en la persona con la que iba a convivir.

A pesar de estas desavenencias y muy frecuentes infidelidades, el mecánico ofrecía un físico muy agradable, gran simpatía relacional, una gran capacidad de trabajo para satisfacer y garantizar el sustento familiar y esas conmovidas muestras de arrepentimiento que parecían sinceras y siempre con el humilde propósito de enmienda, aunque su especial apetencia hacia el sexo contraria echaba por tierra los buenos deseos que prometía cumplir para la rectificación.

Los primeros años de su matrimonio con Blas, enlace celebrado hacía unos doce años, dieron esperanzas a Dori, quien, con suave tacto, paciencia “infinita” y verdadero amor podría eliminar esas “travesuras” o más graves infidelidades que su marido una y otra vez cometía. El nacimiento de Benjamín parecía que ayudaba también a incrementar esa necesaria responsabilidad familiar en la persona de su padre. Pero desde hacía unos seis años las “trastadas” relacionales, unas más graves que otras, tomaron fuerza en el comportamiento desleal del por otra parte siempre esforzado trabajador en la reparación de vehículos. Blas negaba algunas de esas trastadas o acababa reconociéndolas, ofreciendo de inmediato muestras de su arrepentimiento con unos dulces, unas flores o unos gestos cariñosos hacia Dori que, erróneamente, acababa por ceder y perdonar.

Pero la realidad era tozuda y el viril mecánico volvía a caer o tropezar “con la misma piedra”. Dori sufría, qué duda cabe, pero se esforzaba en asumir su disimulo a fin de evitar ver triste a su hijo pequeño quien, como antes se ha expresado, había ido aprendiendo también a “mirar hacia otro lado”, a entretenerse con sus juguetes o a relacionarse con los amiguitos de la vecindad y de la escuela pública a la que asistía con un provecho académico bastante normal.

Y comenzó el mes de julio para las vacaciones anuales de ésta y miles de familias. Un mes que sería muy importante en la vida del niño Benjamín. Torre del Mar, durante esos meses del estío, se veía alegremente poblada de turistas, mayoritariamente de origen nacional, aunque ya en aquellos recordados años 60 la colonia extranjera comenzaba a ser muy estimable, por el aporte económico que el turismo proporcionaba. Esta tranquila y bella localidad marinera cambiaba entonces y de manera positiva su imagen económica y social, gracias a la llegada de numerosas familias que incrementaban la densidad demográfica habitual y que buscaban el sosiego, el sol, la playa, la buena restauración centrada en el mejor pescado de los chiringuitos y ese saludable divertimento nocturno que proporcionaba el cine de verano, las fiestas particulares y sobre todo los días de la feria de Santiago y Santa Ana, en la última semana de la lúdica mensualidad.

La familia de Blas y Dori, con su hijo Benja, gozaba de todas estas posibilidades para el descanso y el divertimento, siempre necesario para el cuerpo y el buen ánimo. Pero, aunque parecía que este grato ambiente iba a ayudar a que la relación entre los dos cónyuges mejorase, pronto Blas volvió a sus “andadas” amistosas y “ligonas”, con las subsiguientes discusiones y enfados de su frustrada mujer y el desconsuelo de su hijo, especialmente durante las noches. Benja hacía como que dormía, metiendo la cabeza debajo de la almohada, con la esperanza de que la puerta cerrada de su dormitorio limitase la llegada de esos sonidos ingratos en formas de reproches, respuestas insultantes e incluso amenazas de ruptura, que sus padres se intercambiaban con la frecuencia inamistosa de lo habitual.

Como en todos los veranos, incluso antes de que llegaran los días de feria, algunos “carricoches” se instalaban en unos solares abiertos próximos a la playa, aprovechando el negocio que podían realizar con la asistencia de la masa turística, especialmente infantil. Ese verano había llegado una preciosa “calesita” o carrusel de caballitos que subían y bajaban, para el divertimento de los más pequeños del lugar. Muchos padres también se montaban en la simpática atracción, acompañando a sus hijos en esos viajes circulares, entre luces de colores y las alegres canciones que sonaban por los altavoces puestos a un elevado volumen. También se había instalado en esa parcela, próxima a la playa, una caseta para el tiro al blanco, con diversos premios para los que lograban afinar bien la puntería de las escopetas de perdigones, que como muchos sospechaban tenían el punto de mira y los cañones desviados. Pero sobre todo destacaba una tercera atracción, que también a atraía a muchos niños, jóvenes e incluso a mayores. Aunque “el viaje” en la misma era algo más costoso, el divertimento era superior y también los regalos que se entregaban a los paseantes. Era El Tren de la Bruja. Tres vagones de alegres y chillones pasajeros eran tirados por una vetusta máquina de gas oíl, a modo de lúdica locomotora. Circulaba por una estrecha vía circular que pasaba por un pequeño túnel, en donde los pasajeros tenían la “suerte” de recibir algún que otro suave “escobonazo”, entre risas, gritos y protección para las cabezas de los “valientes y osados” pasajeros. Los tickets, para poder montarse en ésta y las restantes atracciones (había también una pequeña noria infantil, siempre muy concurrida de público) eran en general baratos, unas pesetas que los padres pagaban gustosos para ver con alegría como sus hijos disfrutaban, durante esas horas en que la tarde se iba despidiendo dejando paso a la noche. Estos voluntariosos feriantes viajaban en unas modestas caravanas, que colocaban adjuntas al tinglado del carrusel, en donde compartían el escaso espacio disponible para la comida, el aseo y el descanso nocturno. 

Un día, en la hora del almuerzo, la familia Parejo Zambrana habían vuelto de la playa, en la que Benja había estado casi dos horas saltando y jugando con las olas, ya que el mar estaba esa mañana un tanto embravecido, aunque divertido. Durante el corto camino de vuelta al piso, el hijo de Blas y Dori observaba a sus padres que caminaban muy serios y sin cruzar palabra alguna entre ellos. Ya en el almuerzo, en el que sólo se escuchaba la voz metálica de un “veterano” aparato de televisión que los galeses propietarios del piso poseían, la seriedad continuaba en el rostro de ambos progenitores, gesto facial que mantuvieron tras la comida. Viendo el austero y poco amigable panorama, el niño decidió irse a su dormitorio para releer unos tebeos que se había traído desde Málaga. Desde su cuarto comenzó a oír la nueva trifulca que mantenían sus padres. Dori acusaba a su padre de “ligón empedernido” con un volumen de voces que fue aumentando de decibelios en una nueva discusión, muy agriada y por momentos violenta. Benja, con la cabeza de nuevo metida entre las sábanas y la almohada, trataba sin suerte de no escuchar nada de lo que sus padres “gritaban”. Incluso escuchó como su madre lloraba desconsolada, ante las duras respuestas que recibía de un esposo cada vez más brabucón y desenfadado. Improperios, insultos, reproches… todo ello le hizo rebelarse ante una situación que no podía disimular ni aguantar más. Se levantó de la cama, atravesó el salón con lágrimas en los ojos y sin decir una sola palabra salió del piso hacia las escaleras, cuyos tramos bajó en menos de un minuto. Sus padres no le preguntaron hacia dónde iba.

Se dirigió hacia la playa, sintiéndose bastante mal en lo físico y peor en su estado de ánimo. Estaba a punto de echarse a llorar nuevamente cuando escuchó detrás suya una suave voz. Se volvió de inmediato y vio a una hermosa niña, de ojos grises claros, flequillo y cabello castaño recogido en dos largas trenzas, en cuyos extremos lucían sendos lacitos celestes, también bien trenzados. Muy bronceada por la toma diaria de sol, cubría su frágil y ágil cuerpo con una camiseta blanca, estampada con un rótulo azul oscuro en el que leía la frase: The Witch´s Train (el tren de la bruja), y un bañador de color celeste, calzando chanclas de goma blanca.  

“Hola, se te ha caído este TBO, cuando has pasado por delante del carricoche de mi padre. Te veo muy triste y con los ojos llorosos ¡Vamos, amigo, anímate! Cualquier problema tiene su arreglo, como decía mi mami. Ahora ella está en el cielo, pero no he olvidado esta frase. ¿Te parece que demos un paseo? Tengo alguna monedita para comprar un paquete de pipas, las compartimos y así me cuentas lo que te pasa. No me gusta verte tan triste. Yo me llamo Carolina ¿Cuál es tu nombre?”

Así fue el comienzo del encuentro de Benja con este ángel terrenal, regalo que la suerte, el destino o el azar puso en la vida de un niño que sufría. A partir de aquel día, Benja y Carolina fueron “inseparables” en la amistad. Eran dos niños de 10 y 11 años que, en las horas posibles, se citaban para dar largos paseos, jugar en la arena húmeda de la playa, saltar las ondulaciones caprichosas de las olas, compartir las meriendas y también ese poder montarse en la aventura del trenecito, sin tener que pagar el ticket correspondiente al trayecto. Dori estaba al tanto de esa buena amistad que su hijo había encontrado y que bien le vendría, para superar los desagradables ejemplos que ella y Blas le ofrecían, en sus disputas de mayores. A partir de aquel fortuito encuentro, veía a su hijo más tranquilo, animado y feliz.

Nazario, el padre de la niña, propietario de muy concurrido carricoche de feria, en unión de su hermano Luisón, también veía con buenos ojos que su hija tuviera ese amiguito tan educado y formal para que se sintiera menos sola, durante las horas del trabajo feriante, tras la desgracia ocurrida año y medio atrás, que le llevó a la dureza de su viudez y a la orfandad de una hija que, lógicamente, necesitaba y sufría la ausencia de su madre. Dori invitaba muchas tardes a la pequeña a merendar en casa. Incluso ese sábado les dijo: “Esta noche ponen en el cine de verano Imperial una película del oeste, que os puede gustar. Si os apetece, os pago la entrada para que vayáis a verla y yo os recojo a la salida. Díselo a tu papá. Estoy segura de que le parecerá bien”.

Con 10 años, este niño estaba “enamorado” de Carolina quien, con 11 años, también estaba “prendada” del niño Benja, que vivía en la planta 3 del Nevada. La parejita, a quien casi siempre se les veía juntos, también congeniaban con otros niños de la zona. Sin embargo, ellos dos siempre que podían buscaban el calor afectivo de la proximidad. Fueron dos semanas intensamente aprovechadas. Una tarde hicieron una excursión senderista, caminando hasta el pueblo cercano de Vélez Málaga. Esos cuatro km. de ida y otros tantos de vuelta se les hicieron cortos, dado lo distraídos y felices que estaban participando en la aventura. También se desplazaban hasta el puente del río, lugar típico de paseo para las parejas de jóvenes enamorados. Otro día por la tarde, el cura párroco don Juan, viéndoles sentados en uno de los bancos de madera ubicados delante del templo, les pidió si querían ayudarle a tocar las campanas para avisar de la misa, tirando de una larga maroma ensartada desde el campanario. Fue una experiencia la mar de divertida, para los dos esforzados “monaguillos”. El campanario de la Iglesia de San Andrés Apóstol sonó aquel día con una acústica verdaderamente angelical.

“Benja, nosotros somos de un pueblo muy bonito de Córdoba, llamado Lucena. Allí tenemos una casita en medio del campo, en el que mi padre y mi tío cultivan frutas y hortalizas. Pero durante los veranos, recorremos algunos pueblos de Andalucía, tanto del interior como los que tienen playas. Aprovechamos las fechas en que estos lugares celebran sus fiestas patronales durante el verano, para llevar este trenecito, que gusta en todos los sitios, tanto a los niños como a las personas con más años. Era de mi tío Luisón, que se dedicaba a vivir de las ferias y al que mi padre se lo compró, para ayudarnos con lo que producen los cultivos, porque según dice mi padre, el campo no da mucho dinero. Ahora que estamos de vacaciones, yo los acompaño, aprovechando también para “veranear” por las playas y los bonitos terrenos que visitamos. Estos viajes me ayudan a conocer a mucha gente. Pero nunca he tenido tanta suerte como el día en que me acerqué a ti, para entregarte ese tebeo que se te había caído al suelo. Eres muy bueno y te tengo mucho cariño. Mi madre Elisa se fue al cielo hace ya dos años. Fue muy triste, pero yo hablo con ella por las noches, cuando miro a las estrellas. Durante el invierno voy al cole y ayudo mucho en casa, porque no quiero que mi padre se busque a otra mujer como esposa. Nunca podría sustituir a mi mami, por muy buena que fuera esa señora”.

Después de estas sencillas confidencias, que Carolina compartía con su inseparable amigo, los dos se quedaron un rato en silencio mirándose a los ojos. Entonces Benjamín le explicó a su amiga la situación que él veía en casa:

“Mis padres están continuamente enfadándose. Mi madre piensa que a mi padre le gustan otras mujeres. Y se “pelean” diciéndose cosas o palabras muy serias y feas, cuando creen que yo estoy dormido, pero yo hago como que no me doy cuenta, aunque me estoy enterando de todo. Ella es la que más sufre, incluso la he visto de llorar, después de estos enfados. Por eso me gusta tanto estar contigo. Me siento muy bien y se me olvidan los problemas. Eres como mi ángel de la guarda. Cuando sea mayor yo quiero casarme contigo, Carolina, siempre que tú también lo quieras. Tu serás mi mujer y yo seré tu marido, Y nunca nos vamos a enfadar”.

La boca de Benja se acercó por primera vez a los labios de la niña con trenzas y ojos azules. Fue un beso compartido de amistad, necesidad y mucho amor. Carolina sonreía, algo ruborizada. Benja permanecía serio y valiente en su responsabilidad, aunque le seguía temblando el cuerpo, por lo que había atrevido a hacer.  La muy joven pareja siguió sentada en el roquedo del espigón marítimo, contemplando en silencio el romper de las olas, con esa acústica del agua espumosa y el aroma salino que traía la brisa marítima en el atardecer. Minutos después, ambos interlocutores y “amantes” daban buena cuenta, con voraz apetito, de las dos tortas de Algarrobo que esa tarde trajo Benja desde casa para merendar.

Las vacaciones de la familia Parejo Zambrana llegaron a su fin, en la última semana de julio. Blas tenía que incorporarse a su trabajo el siguiente lunes, con lo que Dori y Benja hicieron las maletas para la vuelta. Carolina había entregado a su gran amigo la dirección de su casa en Lucena, porque los dos críos habían prometido escribirse. Esa última noche, antes de la partida, Dori y Blas invitaron a cenar a esa buena amiga que tanto bien le había hecho a su hijo. Estuvieron en una pizzería del Paseo Marítimo, cerca del Faro. En la despedida, los dos chicos se abrazaron y se besaron de una manera divertidamente furtiva.

Unas semanas después, ya en pleno agosto, Benja convenció a su madre para hacer un pequeño viaje a Torre del Mar, utilizando el tren verde de La Cochinita”. Tenía mucha ilusión con volver a encontrarse con esa amiga, a la que no olvidaba. Deseaba darle una gran sorpresa a su “gran amor”. Le había comprado, como regalo, una gran bolsa de pipas de girasol, sin sal, que eran las que más le gustaban a la niña de las trenzas con lacitos azules. Además, le había pintado con su acuarela una playa, una barca de pesca, como las traíñas que había varadas en la arena de la playa torreña. Y en esa simpática cartulina, se veía a un niño y a una niña, cogidos de la mano frente a un mar azulado bajo el sol. Cuando bajaron de la Cochinita, se dirigieron al solar donde estaba instalado El tren de la Bruja. Para su desconsuelo, ese espacio se encontraba vacío. Dori preguntó a unos jubilados que paseaban por la playa, quienes le indicaron que al final de julio esa atracción infantil fue levantada y los feriantes se marcharon, posiblemente a otro destino. La desilusión de Benja era manifiesta, teniendo que ser consolado por su madre. Tomaron un helado y volvieron a Málaga antes de que anocheciera. “Escríbele una carta, que yo te la echaré al correo” le decía Dori a su hijo, tratando de consolarle.  La misiva fue escrita durante esa misma noche y echada en el buzón de correos a la mañana siguiente. Pasaron los días, y la respuesta a la simpática y dulce carta no llegó. Incluso el cartero trajo esa misma carta enviada, con el sello indicativo de “Destinatario desconocido”. Posiblemente los datos que Benja escribió, por detrás de una hoja de almanaque, no eran los correctos.

El verano del 61 finalizó, comenzando en septiembre un nuevo curso escolar, en la vida de ese niño, que siempre que sus padres discutían o se enfadaban, tomaba fuerzas mirando una entrañable y querida foto, que un profesional callejero les había tomado por sólo tres pesetas. La foto, en blanco y negro, mostraba a los dos chicos, muy sonrientes, cogidos de la mano, con un romántico fondo del Paseo de Larios y el frontal o fachada de la antigua iglesia de San Andrés.

Para el año 62, Blas tuvo que escoger su mes de vacaciones en agosto, por necesidades del servicio. Los padres de Benjamín habían decidido cambiar de destino. Esta vez sería el también bello pueblo de Nerja a donde acudirían, pues un compañero del mecánico les alquiló un viejo caserón, propiedad familiar, por un precio que suponía prácticamente la mitad de lo que le había pedido Artemio, el portero del Nevada. Los galeses ese verano no viajaron a su país y los pocos pisos que se alquilaban en ese y otros bloques, se habían “disparado” en el precio. La oferta inmobiliaria en agosto, por la mayor fuerza turística, era mucho más costosa. Aún así, Benja convenció una vez más a sus padres para que en un caluroso viernes agosteño tomaran el Portillo, para bajarse en Torre del Mar, comer un buen pescaíto frito en La Cueva y saludar a unos amigos. Nada más dejar el bus de línea, se dirigieron a la zona de los carruseles, por presión de Benja. Esta vez sí estaba el Tren de la Bruja. Al niño le temblaban las piernas y le latía con velocidad sentimental su “ardiente” corazón amoroso. Pero no encontraron en la zona del carricoche a Nazario, Luison ni a la niña Carolina. En su lugar les atendió Marco, el nuevo propietario de esa atracción, tan demandada por el público de todas las edades. Este nuevo feriante, también de Lucena, les indicó que había comprado el tren a su antiguo propietario, el Sr. Nazario, a finales del año precedente. No lo tenía muy claro, pero creía que padre e hija habían emigrado a algún lugar de Cataluña, sin conocer los motivos concretos de este cambio residencial. El feriante añadió que Nazario no sólo había vendido el trenecito, sino también su casa y las tierras adjuntas a una familia extranjera que hablaban en inglés.   

Aunque Benjamín no volvió a tener noticias de su gran amor “platónico”, la hermosa Carolina, siempre ha sabido mantener en su memoria el cariñoso y muy agradecido recuerdo a una preciosa niña de claros ojos grises, alegre flequillo y dos largas trenzas con lacitos celestes que, en el verano del 61, fue ese ángel guardián, que tanto le ayudó y que ya para siempre sería el primer e inolvidable gran amor de su vida. -

 

 

EL PRIMER GRAN AMOR

DE LOS DIEZ AÑOS

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

10 febrero 2023

                                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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viernes, 3 de febrero de 2023

EL FINAL DE UNA PELÍCULA. EN EL ALMIREZ.

En la realización de una película intervienen una muy extensa lista de colaboradores, especializados cada uno de ellos en los distintos campos de la producción audiovisual. Si aplicamos un poco de inteligente paciencia y no abandonamos la sala de proyección o la pantalla del televisor, hasta que el último título de crédito deje de mostrarse, tomaremos conciencia de la cantidad de “especialistas”, entre técnicos y actores, que han intervenido en el rodaje de cualquier historia, que queda grabada en celuloide o soporte digitalizado en la maravillosa aventura del cine. Es precioso aceptar que todos aquellos que han intervenido en la realización de una película son necesarios e importantes, aunque unos “cobren” más emolumentos que otros y sean los que aglutinen mayoritariamente los aplausos, las entrevistas, los premios y el fervor de los aficionados al “séptimo arte”.

Si se hiciera una encuesta, entre las personas vinculadas por afición u oficio al cine, y en la que se preguntase cuál es el elemento o factor más importante en la producción cinematográfica, probablemente una mayoría de los preguntados responderían o señalarían la casilla del GUIÓN, como la piedra angular de cualquier film. Parece obvio que, si no lo hay o no es “bueno” en su construcción, difícilmente puede nacer una buena película. Es frecuente leer acerca de la crisis en los guionistas de Hollywood en los últimos tiempos, lo que da lugar a que se tengan que repetir, con frecuencia, historias o “remakes” de films rodados hace ya muchas décadas.

Sin embargo, reflexionando acerca de las posibles respuestas a esa supuesta encuesta, serían también muchos los que optarían por señalar el recuadro del FINAL DE UNA PELÍCULA, como la parte más destacada en su producción y realización. Si lo pensamos con la necesaria perspectiva, no es tarea fácil, sino todo lo contrario, dar un adecuado final a la narración fílmica de cualquier historia, sobre todo porque ello significa, de una u otra forma, poner punto final a un relato que, por la lógica vital, continúa a pesar del FIN o THE END que la pantalla muestra a la terminación del metraje. Sobra añadir, en esta breve introducción al relato, que no nos olvidamos de otros dos fundamentales e imprescindibles elementos en el cine: la DIRECCIÓN y la INTERPRETACIÓN de los actores, como piezas angulares de toda realización. En este contexto cinematográfico nace nuestra historia de este viernes.

Tarde plácida en el otoño madrileño, con una meteorología en la que aún se agradece la templanza térmica de ese verano, ya viajero a otras latitudes terrenales. En la planta séptima de un vetusto pero remozado edificio de la Gran Vía madrileña se encuentra la sede de una afamada productora cinematográfica, que ocupa la totalidad de los muchos metros cuadrados de la superficie construida.  Esta dinámica empresa de cine se denomina El Almirez, título que hace alusión, según ha narrado en numerosas ocasiones su fundador y propietario Estanislao Labianca, 48 años, a una entrañable y afectiva historia que recuerda el tiempo de su infancia. Aunque sus padres tenían fijada su residencia en Madrid, en un pequeño piso de la calle Serrano, durante los veranos él y su hermana Candelaria eran enviados a la casa de los abuelos paternos, que vivían en el pueblo abulense de Arévalo, a fin de que pasaran parte de la estación veraniega en un ambiente saludablemente rural. La abuela Amara solía contar a sus dos nietos antiguas e interesantes historias de la tierra castellana, mientras preparaba el cocido o el potaje diario. La imagen de la divertida abuela “majando” en el “almirez” las almendras, el pan frito, con el ajo y el aceite, mientras contaba la interesante historia de cada jornada, no se le había olvidado con al paso de los años. Siempre admiró con mucho cariño la capacidad narrativa de aquella buena señora, que tanto sabía y tan bien lo contaba. Recordando este hecho tan familiar, Estanislao puso a su productora un nombre tan sencillo y “culinario”, necesario para cocinar buenos y sabrosos platos, al igual que su empresa de cine intentaba hacer o “rodar” las mejores e interesantes películas.

La productora se encontraba en pleno y avanzado rodaje de su 6ª película, una interesante historia de triangulación amorosa, protagonizada en los papeles centrales por tres prometedores y jóvenes actores de la “nueva ola” provenientes del mundo televisivo. Casi todo marchaba según lo previsto, cumpliéndose el calendario de una manera asumible a fin de no superar en exceso el presupuesto aplicado a las cinco semanas de filmación. Sin embargo, a Marcel Aumont, director del film (con importante capital francés, en la financiación) le preocupaba un asunto que se iba dejando para “más adelante”, aunque de alguna manera habría que afrontarlo pues el calendario avanzaba lógicamente sin pausa. El problema no era baladí, pues se trataba de ponerle un buen fin a la historia, por decirlo de alguna manera. Ya desde el principio del rodaje, este importante asunto comenzó a generar inquietud en la dirección de la productora. Había diversidad de pareceres con respecto a ese final argumental, personalizados en el criterio cada vez más intenso del guionista por “alterar” substancialmente el espíritu y la letra de la novela, en la que estaba basada la cinta. Unos y otros, en el amplio equipo de rodaje, aportaban ideas al guion inicial, de manera especial para ese desenlace de la trama, que se les estaba “atragantando” en dos posicionamientos claramente contrastados.

En esta situación, con dos semanas y media de rodaje, Estanislao, como director y propietario de la productora, tomó la decisión de aprovechar el inmediato fin de semana para convocar una importante reunión. Se trataba de alcanzar un acuerdo consensuado entre los principales participantes en el rodaje (actores, guionista, autor de la novela y equipo técnico) para ese final controvertido entre los dos contrastados posicionamientos. Era mucho el dinero invertido para que un final inadecuado pudiera lastrar el éxito o el rechazo del público, en una historia de amores y desencuentros que enfrentaban a dos familias muy diferentes, en el poder social y económico. Esa necesaria y urgente convocatoria quedó fijada para las 17 horas del viernes en el salón principal de la productora. A ella acudieron diez componentes del staff técnico y artístico:

A Estanislao le acompañaron Marcel (el director de la película), Adrián (el guionista de la trama argumental), Néstor (el autor de la novela en la que se había basado Adrián para escribir su guion), Claudio, Alma, Ferrán y Anzio (intérpretes principales) además de Timoteo y Águeda (responsables de la fotografía y escenografía, respectivamente).

La discusión o debate, aunque comenzó con manifiesta cordialidad, fue incrementando el enconamiento de los posicionamientos, dividiéndose prácticamente las posturas en un fifty/fifty, en favor del guionista y el autor de la novela. Tras un par de horas de análisis entre los dos criterios, hicieron un necesario break coffee, con pastas incluidas, que sirvió la casi siempre “densificada” en clientes cafetería Imperial, sita en los bajos del artístico inmueble. Analicemos brevemente la personalidad de los intervinientes que lideraban los dos “finales” discutidos para la historia en proceso de filmación.

Néstor Cifuentes era un profesor de literatura hispánica, quien a sus 52 años se mantenía como profesor titular dentro de su departamento de Filosofía y Letras en la Universidad Complutense. Se encontraba divorciado desde hacía más de una década. Su mujer Valeria, profesora ayudante en el mismo departamento, le había estado engañando en amores con un estudiante becario, bastante más favorecido físicamente que su marido, quien no gozaba de una “muy afortunada imagen” en el look o apariencia. Además, ese joven graduado universitario asumía y aplicaba unas ideas mucho más avanzadas en el trato afectivo, que el “pasivo y aburrido sexual” en que se había convertido su compañero legal. En realidad, Néstor vivía centrado en la que era su verdadera vocación o meta en la vida: la creatividad literaria. “Nublado amor era su segunda novela. La primera obra que escribió no tuvo apenas eco en las librerías. Sus 300 ejemplares, que prácticamente el autor financió, apenas se vendieron, acabando el material en manos de una cadena de libreros de ocasión. Por el contrario, ésta su segunda publicación tuvo una aceptación popular bastante estimable, en crítica y venta (ya iba por su 2ª edición). Fue publicada por una afamada editorial, gracias a las gestiones que realizó al efecto el muy veterano catedrático director del departamento, quien quiso ayudar a este “servil” profesor titular, un tanto “vapuleado” en su suerte sentimental. Con respecto a ese final en la novela, el enfoque que daba este autor era un tanto conservador, tradicional y carente de ese sentido positivo que enaltece nuestros proyectos y aventuras más esperanzadas.

Por su parte, el guionista Adrián Carpio, 29 años, llevaba trabajando en el mundo del cine desde los 23. Con sólo estudios de bachillerato en su expediente académico, pero ferviente lector desde la adolescencia podía considerarse como un singular autodidacta en su capacidad expresiva para la narrativa. Había colaborado ya en dos películas, distinguiéndose como una gran joven promesa en la adaptación de novelas a guiones cinematográficos. El productor Estanislao Labianca lo contrató, basándose en una insistente recomendación que le hizo Elián, un veterano amigo dependiente del alcohol, en una noche de juerga, copas y desinhibiciones personales. Sobre el “triste final” aportado a la historia en la novela, Carpio quiso aportar un sentido más esperanzado y valiente, para las decisiones afectivas de unos y otros protagonistas. En ese final escrito en el libreto o guion, las normas o hábitos tradicionales desaparecían o se superaban aplicando la ruptura y la osada aventura liberadora para iluminar un futuro de fortaleza esperanzada. 

La reunión continuaba, mientras las manecillas del reloj superaban las 21 horas. Era evidente la dificultad para alcanzar un punto de consenso. Aplicando un sentido inteligente, dada la hora, pidieron cena a un servicio de catering, empresa que en escasos minutos les llevó unas pizas de tamaño familiar, refrescos y cervezas, además de unas barquetas de compota de manzana, “regadas” con brandy, como postre apetitoso. A poco de las 22 horas y con los estómagos ya fortalecidos, reanudaron los intentos de acercamiento, pero ninguno de los dos grupos quería “dar su brazo a torcer”. Sobre las 22:30 escucharon unos cuidadosos golpes en la puerta de la sala de juntas que estaban ocupando.  En segundos se abrió la puerta, entrando en la sala con una expresión respetuosa, sin ánimo de molestar, el ”bueno” de Tobías. Era el conserje o vigilante de noche, que llevaba vinculado a la productora El Almirez desde hacía unos cuatro años. Su misión de vigilancia nocturna era en sumo importante, pues el almacén de la productora atesoraba un abundante material filmado, entre bobinas de celuloide, numerosos discos duros, pruebas fotográficas, guiones a la espera de un posible rodaje o de nuevas lecturas y otros valiosos y necesarios documentos. Era imprescindible mantener el control nocturno de la productora y en el fin de semana, con respecto a todo ese material que, lógica y preventivamente, estaba guardado en armarios ignífugos.

Este guarda o vigilante de noche, persona de la total confianza de Estanislao, ya muy cerca de los sesenta en edad, había sido campesino, durante gran parte de su vida, en tierras jerezanas. Hombre fornido de cuerpo, con la piel bien curtida por su exposición a muchas horas trabajando la tierra bajo la intensidad solar, era una persona un tanto “primaria”, sin estudios, pero con una lúcida y natural inteligencia para afrontar los problemas y dificultades de cada día. Lo que más destacaba en su persona era su continua capacidad de trabajo, su respeto y leal obediencia a los superiores y esa disponibilidad bondadosa que todos valoraban tras conocerle y tratarle.  Cuando su madre se quedó viuda, ya en avanzada edad, Tobías decidió vender unas parcelas de viñas que poseía en tierras jerezanas, trasladándose junto a su mujer a Madrid, para cuidar a la persona que le había dado la vida, pues esta señora ya era octogenaria. Aunque Tobías tenía un cierto capital por la venta de esas tierras, buscó un trabajo para permanecer activo, encontrando este servicio de guarda de noche, horario que no le ofrecía dificultad alguna, dado que desde hacía tiempo sufría de un intenso insomnio. Con su pequeño transistor, que siempre le acompañaba, a veces traía una fiambrera o incluso un termo, para pasar las noches vigilando y cuidando que esta importante productora no sufriera daños o robos que siempre son lesivos o algún problema eléctrico que pudiera provocar los temidos fuegos. A las 8 de cada mañana, cuando comenzaban a llegar los primeros trabajadores al Almirez, Tobías abandonaba su puesto de vigilancia, trasladándose a esa portería que regentaban sus padres y ahora lo hacía él con su mujer.

“Buenas noches a todos. Veo que aún tenéis tarea a estas altas horas del día. Y me parece que con un cierto cansancio en el rostro. Si queréis, os hago un buen café cargado, para que retoméis la fuerza. Tengo “avíos” suficientes en la alacenilla y un pequeño fuego eléctrico que funciona muy bien. En cuanto a la leche, para los que quieran “un mitad”, no os preocupéis, que bajo en un par de minutos al chino de la esquina, que cierra bastante tarde. Lo que no os puedo preparar es la cama (sonriendo) porque sólo dispongo un buen sillón sofá, que utilizo para echarme un poquito por eso de las lumbares”.

Todos los presentes, entre risas y cuerpos cansados, agradecieron ese aire fresco que les había traído el cariñoso y veterano vigilante de noche.

“Eres un cielo, buen amigo. Ese café que tan bien sabes preparar, será bien venido. Toma algo de calderilla, para que puedas comprar lo que necesites. Aquí estamos desde la tarde discutiendo el final que le vamos a dar a la película en rodaje. Hay dos posturas … y en eso estamos, Tobías. El acuerdo está siendo más complicado de lo que parecía en principio”.

No habían pasado veinte minutos cuando, tras llamar en la puerta, apareció de nuevo el servicial vigilante, portando en una mano una gran cafetera de alpaca, como las utilizadas en las teterías, mientras que en la otra asía otra más pequeña, que contenía la leche. Ambos recipientes emanaban un gratísimo aroma a cafetería de lujo. Los aplausos sonaron en favor del solícito y servicial compañero de trabajo. 

“Mientras os sirvo, si me permitís, se me ha ocurrido una buena idea o solución al problema. Ahora, con esas máquinas tan modernas, a las que no hay que ponerles película dentro, podéis rodar los dos finales de la película que andáis discutiendo. Después hacéis un pase con un buen “manojo” de invitados, una sesión de “gorra”, de las que no hay que pagar nada por la entrada. Entonces la gente, cuando termine la película, escribe en un papelito cuál es el final que más les ha gustado y ese puede ser el que va en las copias que se envían a los cines”.

Unos y otros cruzaron sus miradas, movieron sus cabezas en sentido afirmativo y el propio Estanislao resumió la situación: “Pues no es tan mala idea, la solución que nos ha sugerido Tobías. Es buena para el público y también para nosotros, que tenemos que rodarla. Además, cuando la visionemos en pantalla, percibiremos esos detalles que no se pueden distinguir tan bien en el papel escrito. Creo, sinceramente, que este puede ser un camino acertado a fin de superar la controversia ¡Vaya con Tobías y sus buenos consejos! Tenías que haber estado con nosotros desde el principio de esta ya cansina reunión”.

Efectivamente, cuando la película estaba en postproducción, se realizó ese pase privado al que asistieron 80 personas (se trató de que hubiese una contrastada mezcla de edades entre los espectadores) quienes tuvieron la oportunidad de contrastar los dos finales que le habían dado a la cinta. Cada asistente marcó en su tarjeta de invitación el recuadro que consideraba más conveniente, para la preparación de la copia definitiva. En esa misma tarjeta estaban señaladas unas líneas para que el espectador añadiera, si lo estimaba oportuno, el por qué había elegido la opción A (guionista) o la opción B (autor de la novela). Pero ocurrió lo que nadie esperaba: tras hacer el recuento, los resultados mostraron (para el asombro de la productora) una gran igualdad entre las dos opciones 47 - 53 % respectivamente. El problema se mantenía en la complicada disyunción.

Estanislao, con su máxima responsabilidad en la productora, tenía que tomar una decisión. Y lo hizo con certera rapidez. Esa noche de viernes, invitó a cenar en el asador Gonzalo a tres miembros del equipo: Marcel, Adrián y Néstor. Mientras daban buena cuenta de un cochinillo bien asado, comida regada con un buen tinto del lugar, les expuso con amable firmeza la decisión que pensaba adoptar, “dado que el productor es el que maneja e invierte los fondos”:

“El lunes salimos de este impase. Para ello, este fin de semana, os “encerráis” en un parador de Navacerrada (ya tenéis la reserva hecha, con pensión completa) y me elaboráis un final de la historia “abierto”, para que sea el espectador quien aplique su mentalidad, imaginación, deseo y circunstancias, a esta película que, a buen seguro, va a tener un fuerte impacto en la cartelera. Sé que los tres gozáis de una fuerte capacidad para ponerle fin a la trama con una sutil indefinición que se adapte a los gustos de unos y otros aficionados. No me vais a defraudar porque sois de lo mejorcito que hay en este momento dentro el mercado nacional del cine”.

No se equivocaba el propietario de El Almirez. En la gala de los premios Goya, Amores en el infinito concurrió con hasta 8 nominaciones, de los que ganó cuatro. La respuesta del público en la taquilla había sido muy esperanzadora, desde los primeros meses de su estreno en cartelera. La fuerte recaudación compensó con celeridad los fondos invertidos. Entretanto, el público y la crítica especializada mostraban sus opiniones, en sumo contrastadas, acerca de ese final abierto y con una estimable dosis de intriga, que cada espectador trataba de modular en sus objetivos, realidades y deseos.

La muy útil conclusión o enseñanza de este relato, con base en el ámbito cinematográfico (aunque también puede servir para el mundo literario o el teatral), nos hace ver acerca de la gran importancia y complejidad que tiene el desenlace, en cada una de las películas rodadas. Y no siempre ese final ocupa la necesaria prioridad, en el objetivo de los productores, directores y guionistas. -

 

EL FINAL DE UNA PELÍCULA,

EN EL ALMIREZ

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

03 febrero 2023

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