jueves, 23 de octubre de 2014

MI LOCUAZ COMPAÑERA DE ASIENTO, EN EL AVE.


Hay personas a quienes agrada viajar, sea cual sea el medio de transporte que utilicen. Para ellas, lo verdaderamente importante de estas experiencias es abandonar la rutina visual de cada día, a fin de conocer otros espacios, otras costumbres, otra pictografía existencial de la vida. En mi caso, desde siempre he priorizado los incentivos del tren, sobre otros medios de movilidad, para la mayoría de los desplazamientos.

La imagen que nos regala esa siempre nueva, o muy veterana estación, es deliciosamente excitante. Especialmente traigo a la memoria aquellos aletargados edificios, que se llenaban de vida con la llegada de unos trenes que esparcían abundante humo y carbonilla, con los resoplidos de sus locomotoras. Sí, “máquinas de fuego” que enriquecían la atmósfera sociológica con la acústica orquestal de sus ruedas chirriando sobre los raíles, pulidos y brillantes, hasta la eternidad. No menos importante era la plástica imaginativa de aquellos otros sonidos, a modo de sirenas intermitentes, que alegraban los espíritus, tanto de las personas que esperaban, como la emoción de los que llegaban a un destino sobradamente apetecido. Besos, abrazos, palabras entrecortadas e incluso lágrimas alegres, en medio de una baraúnda de equipajes, bolsas, maletones, que se iban cruzando entre parabienes y miradas nerviosas en la búsqueda. El lúdico y entrañable espectáculo de una estación de ferrocarril tiene ese don especial que difícilmente podrá ser superado por otros espacios, organizados y dispuestos para la vitalista movilidad de los usuarios.

Con la necesaria diligencia, conseguí sacar un billete ida y vuelta, en el AVE que realiza el trayecto entre Málaga y Madrid, con un precio más que interesante. Tuve que anticipar la emisión de los billetes, pues la fechas del viaje estaban centradas en pleno trasiego vacacional, a comienzos de julio. Una vez ya en la estación, tras pasar por los necesarios controles, localicé en el vagón nº 16 mi asiento 7 D, junto a la ventanilla. Me preguntaba acerca de la persona que me acompañaría en un viaje que iba a durar tres horas menos cuarto. Pocos minutos antes del momento fijado para la motricidad del tren, veo llegar a una señora de mediana edad que, con un maletín azul oscuro en la mano, se dirige con firmeza hacia el lugar de mi asiento. Me saluda cordialmente y le ayudo a disponer ese maletín en la bandeja situada al efecto. ¿Le importaría dejarme junto a la ventanilla? Es que la visión del paisaje me tranquiliza….. ya habrá notado que soy un poco nerviosa…. Aunque suelo disfrutar con la visión directa que me proporcionaba mi ubicación, accedo a intercambiar mi asiento. Una respuesta en contrario habría roto esa necesaria armonía convivencial, impuesta por casi tres horas de trayecto.

A poco de salir de la estación, Málaga-María Zambrano, percibo que mi compañera de viaje es de estas personas que necesitan comunicar e intercambiar sus palabras, de manera absolutamente continua. Mi temor no era infundado. Hasta las dos de la tarde, cuando previsiblemente llegaríamos a Atocha, iba a sufrir una complicada mañana que me impediría trabajar en las carpetas y folios que llevaba conmigo. Con educada y resignada paciencia comencé a escuchar el relato autobiográfico de aquella compulsiva compañera de asiento.

Carla, cuya edad debe andar cercana a la media centuria, pertenece a una acomodada familia. Sus dos hijos, con los que mantiene una fría relación, le han dado, hasta el momento, tres nietos. Hace siete años que rompió con su marido, Evelio. Sin tener que pasar por los juzgados, cada uno de ellos hace una vida autónoma en todos los aspectos. Los negocios en viñas de su ex, que marchan viento en popa, le proporcionan una disponibilidad económica para afrontar, sin miramientos, todo tipo de caprichos.

Como la experiencia aconseja ir bien pertrechado de una diversificada munición, antes de subirme a este magnífico tren compré, en un puesto de periódicos y libros existente junto a la puerta principal del recinto ferroviario, una revista semanal del corazón, en la previsión de que me pudiera ser útil. Efectivamente, a la media hora de estar escuchando, sin interrupciones, a Dña. Carla, le ofrecí el susodicho semanario a fin de que pudiera reposar sus potentes cuerdas vocales. Y me regalara un ratito en la paz de mi conciencia ….. y oído. Vano e ilusorio recurso, el que previamente había diseñado para estos casos de emergencia para el sosiego. La señora de cabello negro y ojos color castaño pronto se había “merendado” coloquialmente hablando, las setenta y pico páginas de la revista y el suplemento. Esta mujer parecía tener una necesidad patológica para disponer de un tolerante oyente para todas sus diatribas y comentarios. No me quedaba más remedio que (un tanto somnoliento, pues esa noche no había dormido bien) continuar escuchando a esta “ponente” en la oratoria, con sus más que curiosas diatribas para la imaginación. 

Pasada la califal Córdoba, utilicé la siempre interesante estrategia de desplazarme al bar, ubicado en el vagón número dos, pasando previamente por los servicios del moderno y cualificado suburbano. Podían ser unos minutos para el respiro de unos oídos que ya habían resistido muchos kilómetros de anécdotas y confidencias de esta atribulada mujer. La realidad básica es que le tenía pavor a la soledad. Sus mejores amigas ya habían puesto tierra de por medio, conociendo su agobiante carácter, mientras que su ex no quería saber una palabra de quien había sido su mujer y ahora libaba de flor en flor, buscando nuevos y juveniles néctares para el placer de cada temporada. En cuanto a sus dos vástagos, habían centrado sus vidas, profesionalmente hablando, en dos geografías bien distantes de la capital madrileña: Logroño y Lanzarote. Ninguno de los cuales trabajaba el negocio del vino, pero sí temían la presencia de una madre que desestabilizaba y desesperaba sus temperamentos abiertos para el sosiego.

Ya en la barra del bar, cuando endulzaba pacientemente la taza de café con ese pobre azucarillo que en principio te ofrece el camarero de turno, la vi aparecer con su terno de camisa vaquera celeste clara y unos pantalones piratas muy ceñidos que, en vano, trataban de disimular sus muy generosas, en humanidad, posaderas. Es decir, un orondo trasero de largas pulgadas, trazadas en la diagonal del bajo vientre. Por supuesto que me ofrecí a invitarle a ese café con un pastel de hojaldre que consumió con proverbial e indisimulado apetito. Estuvimos un buen rato en el vagón del refrigerio, lo que dio oportunidad para que Carla me explicara, sincerándose en su verdad, de la estrategia que llevaba a cabo para buscar la distracción en la profundidad y longitud de los días. Dada su amplia disponibilidad económica (en este aspecto, Evelio no le puso reparo alguno a que gastara todo lo que quisiera, de esos buenos capitales que él obtenía con su sagaz olfato empresarial en los blancos, rosados y tintos, además de controlar también el sector vinagrero) esta mujer, natural de Valdepeñas, había ideado una inteligente estrategia para encontrar algo de diversión a su aburrimiento existencial. ¿cuál era la estratagema que la compulsiva señora aplicaba para la aventura?

Cada semana compraba un billete del AVE, con origen en la estación madrileña de Atocha y con destino a un punto de la geografía peninsular, que bien podía ser Sevilla, Málaga, Valencia, Zaragoza, Barcelona, Toledo, Valladolid, Santiago de Compostela o Alicante…. Etc. Pasaba una o dos noches en un buen hotel de esos atrayentes destinos y recorría el trayecto contrario, hacia su señorial ático en el Paseo de la Castellana, próximo al Estadio Bernabéu. Siempre elegía un billete en la clase turista, con la incógnita de conocer quién sería su compañero o compañera de asiento. Con ellos trabajaría la conversación en lo posible, aplicando un papel teatralizado que con el frecuente uso le había graduado en la destreza del experto. Y no sólo se limitaba a exponer los detalles de su vida, según el viajero correspondiente, sino que al tiempo trataba de obtener de éste toda la información posible para su infantil y curioso divertimento.

Próximo ya a Puertollano, en la provincia de Ciudad Real, ambos volvimos a nuestros hermanados asientos. Dada la franqueza de mi interlocutora, me sentí obligado a llevar el protagonismo de la conversación con el consiguiente descanso para sus bien trabajadas cuerdas vocales. Le conté algunos elementos anecdóticos, o más significativos, de mi actividad profesional y familiar. A pesar de que me esforcé en ser cordialmente esquemático en la exposición de los hechos personales, Carla aprovechaba cualquier posible inflexión en mi discurso para inquirir más detalles que enriquecieran el tejido de lo narrado. Hubo un detalle que, desde el comienzo del azaroso o divertido (según los intervinientes) viaje llamó mi atención. A pesar de ser una mujer bien entrada en kilos, se doblaba sobre la horizontal de su asiento para hablarme y atenderme frontalmente, mirándome siempre a la cara. Tal vez un gesto estudiado, a fin de controlar mejor mi atención para su persuasiva obsesión por comunicar y dialogar.

Completamente extenuado, por la sofocante aventura que había tenido que soportar, arribamos al fin a ese extraordinario puzle viario de vías que organizan la entrada en la principal estación ferroviaria de España. Atocha suponía una luz en la esperanza para huir del aturdimiento que me había embargado durante las casi tres horas de viaje. Me despedí de la señora Carla Torregrosa dejándole, por supuesto mi dirección electrónica para unos posibles intercambios de e-mails que, en modo alguno, yo tenía la intención de atender. Una ensalada y una manzana al horno fue mi suculento almuerzo, antes de echar una buena siesta hasta las seis de la tarde en un hotel muy cercano a la Plaza de Callao.

Tras las diversas gestiones de esa tarde noche y el día siguiente, hice el viaje de vuelta acompañado esta vez por un fraile carmelita, de avanzada edad, en cual se pasó todo el viaje hasta Málaga leyendo el libro escrito por Pilar Urbano, titulado La gran desmemoria. Lo que Suarez olvidó y el Rey prefiere no recordar, publicado por la Editorial Planeta, publicación que ha dado lugar a una gran e incómoda controversia mediática. Corto saludo cuando llegó a su asiento y, ya en Málaga, otro de despedida con una frase que procuraré no olvidar: “que Dios le proteja y guie en sus decisiones, siempre que actúe con actitud responsable”.

Esa misma noche tuve una llamada, pasadas las once horas, de mi colega en el despacho Martín Castrallana. Desde el otro lado de la línea tuve que escuchar estas reveladoras palabras, que me sumieron en el mayor asombro y desconcierto:

“¿Cómo es posible que te hayas prestado a este espectáculo, que ahora está siendo visitado en You Tube, por centenares de usuarios. Sales en esa divertida página titulada “El incauto de cada día”. Se te ha estado grabado durante el viaje que hiciste a Madrid. habiéndose elaborado un hábil montaje en el que se han unido y recortado frases y palabras que mantuviste con esa “falsa viajera”. Probablemente una periodista del tres al cuarto. Han hecho un continuo manipulado que te ridiculiza en gestos, respuestas y hechos de tu vida. Es una página que está teniendo mucho éxito en la red, porque el montaje que se realiza provoca, con los gestos, imágenes y palabras del engañado protagonista,  las carcajadas en el espectador del link.”

Cuando vi el archivo completo, material que duraba unos 12 minutos, los colores de vergüenza y la indignación subsiguiente recorrían todo mi rostro. Me acordé de la tal Carla Torregrosa. ¿Dónde llevaría inserta su cámara? Este impresentable personaje había estado jugando y grabando, con mi confianza y estoica paciencia. Cada vez te puedes fiar menos de la gente.  Pero, a pesar de que siempre somos un poco niños, la reflexión más serena que podemos obtener es que estas experiencias te ayudan a crecer y madurar en la vida.-


José L. Casado Toro (viernes, 24 octubre, 2014)
Profesor

1 comentario:

  1. Estimado Jose Luis:
    El relato ha sido genial. Solo espero que sea fruto de tu imaginación.
    Un abrazo y feliz viernes.
    Rampy.

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