viernes, 26 de octubre de 2018

UNA FOTO QUE NAUFRAGA, ENTRE UN INMENSO MAR DE LAS LETRAS.

El hecho o comportamiento que narramos suele ser repetidamente común en la sosegada rutina vital de nuestros hábitos lectores. Cuando abrimos un libro, tomado de las vitrinas de una biblioteca pública, con dolorosa frecuencia encontramos, sobre las páginas repletas de palabras y contenidos transmitidos por el autor de la publicación, algunos elementos que nos sugieren el perfil de las personas que antes de nosotros han consultado y leído esa obra literaria. En ocasiones esas incómodas muestras son señaladores de lectura de la más variada naturaleza: folletos publicitarios, folios escritos o en blanco doblados por la mitad, facturas de restaurantes u otros establecimientos, billetes del metro o del bus, hojas secas de algún árbol, recortes de periódicos o revistas, envoltorios de los productos más diversos, especialmente los alimenticios, kleenex o servilletas de papel… y así un largo y “desolador” etc. Como recordatorios de sus lecturas, otros lectores dejan muestras de su relajado incivismo con el subrayado de palabras, frases o párrafos, utilizando para ello lápices, bolígrafos y rotuladores. Lo más grave de estas irracionales actitudes aparece cuando agreden el derecho de los demás usuarios arrancando, de la forma más reprobable, hojas de esa publicación, todo ello con fines que difícilmente acertamos a interpretar.

En este contexto, acerca del inteligente y correcto uso cultural de las bibliotecas públicas, una tarde de otoño me encontraba trabajando con unos apuntes y ejercicios en uno de estos sosegados establecimientos de titularidad municipal, ubicado en la proximidad de mi domicilio. Tras un buen rato de fijación visual sobre las páginas impresas, necesitaba tener unos minutos de descanso. Me dirigí a la mesa situada frente al mostrador de la bibliotecaria,  en donde los encargados del servicio depositan, durante un tiempo prudencial, las novedades editoriales adquiridas o recibidas en donación para el mejor conocimiento y disponibilidad del público  lector. Con razonable curiosidad estuve ojeando los nuevos títulos y, de manera específica, abrí una voluminosa publicación cuya autoría correspondía a una afamada escritora, también muy conocida periodista: JULIA NAVARRO (Madrid, 1953). El expresivo y llamativo título de esta novela era HISTORIA DE UN CANALLA, Plaza y Janes 2016. Mientras leía en la contraportada la sinopsis de esta sugerente narrativa, sentí la motivación de disfrutar con algunos párrafos de su contenido, elegidos lógicamente al azar.

Me deleitaba con la ágil prosa de la cualificada autora, cuando reparé en un sobre blanco (se encontraba semi-cerrado) que estaba “oculto” entre las numerosas (864) páginas del volumen. En su anverso sólo estaban manuscritas dos palabras, que se referían a su posible destino: PARA IDARIA. En el reverso de este sobre, envoltorio muy bien conservado, se leía el previsible nombre de su remitente: Crispín, letras también manuscritas. Motivado por este inesperado descubrimiento, dudé durante un par de minutos si romper o no la privacidad del olvidadizo o intencionado lector. Volví a mi asiento con la misteriosa misiva, habiendo dejado previamente en la mesa expositora la obra narrativa en cuyo interior había permanecido el sobre un indeterminado tiempo de letargo. Un poco traviesamente, decidí abrirlo, lo que resultó fácil pues el reverso estaba sólo a medio pegar. ¿Qué misterio, ilusión o anécdota hallé en su contenido? ¿Quién sería la tal Idaria, su “desconocida” (para mi interés) destinataria?

Sólo encontré, en esas frágiles paredes de papel blanqueado, una sosegada panorámica fotográfica correspondiente a un indeterminado jardín público. En uno de los bancos de madera, aparecía la imagen de una joven sentada, de espaldas a la cámara, que se mostraba concentrada en la lectura de un libro que sostenía entre sus manos. No se le veía el rostro, aunque podía suponerse por el perfil de su cuerpo que debía ser una mujer con un notable atractivo. El banco estaba situado en lo que parecía una amplia terraza con suelo terrizo de gravilla. Ese cómodo asiento para el descanso estaba orientado a escasa distancia de un bajo muro terminal que miraba a una zona probablemente más baja en su nivel, donde predominaba una gran frondosidad vegetal. Parecía lógico que la chica de la foto pudiera ser la tal  Idaria, a cuyo nombre iba dirigido el sobre que guardaba esa fotografía.

La imaginación pronto comenzó a ejercer su dinámico quehacer creativo e imaginativo. Las interesadas preguntas me fluían de manera atropellada y traviesa en el dinamismo mental. ¿Quién sería la joven que la foto mostraba? ¿Cuál sería la ubicación geográfica de ese marco espacial, donde estaba situado el jardín?¿Qué título tendría el libro, que con tanta atención distraía los minutos de la persona que lo estaba leyendo? ¿Sería Crispín u otra persona quién tomó la instantánea fotográfica? ¿Por qué motivo fue tomada esa precisa imagen? ¿Sería un olvido casual o un hecho intencionado la presencia del sobre, que reposaba pacientemente entre las páginas de la novela? ¿Por qué precisamente estaba en la creación literaria de esa gran escritora, con un título tan crudamente expresivo? ¿Era o no aconsejable tratar de localizar al propietario del sobre, a fin de devolvérselo?

En ese mar de interrogantes me hallaba cuando, por esos impulsos que en ocasiones resultan positivos y en otras oportunidades no tanto, decidí dirigirme a la persona encargada que en ese momento estaba al cuidado de la biblioteca. Esta experta, madura y amable profesional, de nombre Abigail, a quien conocía por otras frecuentes visitas a ese interesante lugar para la lectura y el estudio, ante la convincente explicación que le ofrecí, no dudó en prestarme su incondicional ayuda. Comprobó la ficha del libro entre cuyas páginas había encontrado el sobre, conteniendo únicamente la “misteriosa” fotografía impresa en soporte papel. A los pocos segundos me explicó que la novela en cuestión, de muy reciente adquisición, aún no había sido prestada a ningún usuario de este servicio público “Quédate con la foto del tal Crispín, hasta que puedas averiguar más datos relativos a estas dos personas, que tal vez sean o formen pareja”.

Seguí el consejo de la bibliotecaria, guardando por consiguiente el sobre con la fotografía, con la predisposición de olvidarme probablemente del tema. Desde luego los datos que poseía eran tan sólo dos nombres sin apellidos y una imagen fotográfica, sin más pistas al respecto. Todo un escaso bagaje, si hubiera querido emprender una tarea investigativa de más largo alcance. Pero estos episodios o vivencias siempre quedan en la memoria. Desde allí “escapan” para motivar tu interés, especialmente en las noches de insomnio, cuando ese poco generoso “compañero” te hace padecer y compartir horas de nocturnidad e inquietud, reflejo sin duda de tus desequilibrios oníricos.

Efectivamente, esa misma noche no me estaba siendo posible conciliar el suelo. La anécdota vivida esa tarde seguía dándome vueltas en la cabeza. El reloj marcaba unos minutos sobre las cuatro de la madrugada, por lo que tomé la decisión de abandonar el lecho, dirigiéndome a ese cajón de la mesa de trabajo, donde solemos guardar las cosas y objetos más diversos. Allí había dejado la curiosa fotografía, que me seguía motivando desde hacía horas. Encendí la luz del escritorio y me dispuse a analizar con más atención cualquier detalle que me pudiera “hablar” acerca de una historia cuyo contenido obviamente desconocía. Miré y remiré la foto y, gracias a la iluminación halógena del flexo, percibí un detalle “esperanzador” para esa búsqueda que me impulsaba. Esa pista o clarificador detalle me había pasado inadvertido hasta el momento. Alguien, tal vez el desconocido Crispín, había estado tomando notas, dejando la foto debajo de la hoja sobre la que escribía. Posiblemente había utilizado un bolígrafo de punta fina para su escritura y sobre el ángulo superior izquierdo de la foto había quedado grabado el relieve de unas palabras. Con mucho cuidado, utilicé un lápiz de grafito sobre el reverso en blanco de la fotografía. Reconstruí la breve frase, desde el revés de las letras. Dicho de otro modo, logré “positivar” el negativo de las palabras. Se trataba de una dirección electrónica, de las que normalmente circulan por la red de Internet. Idaria.marzo1995@hotmail. Faltaba el correspondiente “com”. Era evidente que ese dato de e-mail correspondía a la dirección de la joven que aparecía en la foto, cuyo nombre era el mismo a quien iba dirigido el sobre que encontré en la novela de la biblioteca. Ya no poseía sólo los nombres de Idaria y Crispín sino probablemente también la dirección electrónica de la chica. ¿Qué podía hacer? ¿Enviarle un correo electrónico u olvidarme, por una definitiva vez, de este asunto que tanto me estaba condicionando?

La situación, en la que como espectador me encontraba, era en extremo curiosa y motivadora. Así que quise darle un  toque romántico e investigativo al asunto. Esa misma noche envié un correo a esa dirección, con un texto en el que se mezclaba la prudencia con el positivo interés de ayudar.

“Buenas noches, Idaria. Obviamente, no nos conocemos. Alguien olvidó o dejó intencionadamente un sobre, entre las páginas de una novela, en la biblioteca pública que suelo visitar no lejos de mi domicilio. En el anverso y reverso de este sobre blanco había unas palabras escritas. Aparece tu nombre y también el de un tal Crispín. Dentro de este envoltorio hay una única fotografía, en que se ve a una joven leyendo, sentada en uno de los bancos de una zona ajardinada. Puede ser tu imagen. En dicha foto he descubierto el relieve caligráfico de una dirección electrónica, que por el nombre te debe corresponder. Si necesitas o deseas tener esa foto, me lo confirmas. Te la enviaré de inmediato. Está a tu disposición. Saludos cordiales.  

Confieso que dudaba en recibir una pronta respuesta.  El contexto “cinematográfico” de esta historia, con su aire de intriga, era sugerente, aunque debía ser prudente en avanzar por un terreno que no me competía. Había que dejar avanzar los acontecimientos. Transcurrieron exactamente tres días cuando, también por la noche para mi sorpresa, recibí con agrado una extensa respuesta que, con emoción e interés, me dispuse a disfrutar su lectura.

“Buenas noches (…). Agradezco tu amabilidad y sagacidad para localizarme, a través de una dirección electrónica semioculta en el relieve manuscrito de una fotografía. Una persona, cuyo nombre es Crispín, me observaba cierto día cuando me encontraba tranquilamente leyendo en un gran Jardín. Parece que me tomó varias fotos, desde luego sin mi permiso. Arbitró medios, que él sabrá, para conocer datos de mi vida. Probablemente me siguió y comenzó su “acosadora” y enfermiza investigación. Comenzó a enviarme correos y también fotos, siguiendo después con las llamadas telefónicas, a las horas más insospechadas. Utilizaba estas vías electrónicas,  pues nunca se me puso delante en persona. Sólo le respondí con dos correos. Uno, devolviéndole las fotos que me había enviado. En el segundo y último, le rogaba y exigía que me dejara en paz. Nunca le he visto, pero debe tratarse de una persona mayor debido a una serie de detalles que me ha ido dejando en sus numerosos y breves escritos. No veía buenas o claras intenciones en este extraño personaje. Por eso, en esa segundo correo, le indicaba que, si persistía en su actitud, me vería obligada a poner el caso, claramente de acoso, en manos de la policía. Esta segunda respuesta parece que le enfadó bastante, arreciando entonces las llamadas telefónicas, algunas verdaderamente amenazadoras.. De estos hechos hace más o menos un mes y con fortuna veo que en las dos últimas semanas no ha vuelto a molestarme. Si te parece destruye esa foto, pues a mi me ha provocado ya no pocos disgustos. Algún día me agradaría saludarte, por tu amabilidad y plausible discreción, pero ahora prefiero dejar pasar el tiempo a fin de olvidar esta desagradable experiencia en la que me he visto involucrada, contra mi voluntad. El sentirse acosada por alguien, al que desconoces y que probablemente tiene “malas” intenciones, te provoca una situación de angustia y sufrimiento verdaderamente insoportable. Confío que todo haya sido una de esas páginas incómodas que se atraviesan en nuestras vidas. Saludos. Idaria”.

Antes de llevar a cabo la sugerencia que la chica me hacía, con la posibilidad de destruir su foto, recordé a un compañero de facultad, llamado Liberto Adama Zaragoza, al que me encontré hace un par de años en el ambiente ajetreado de un sábado tarde, con el típico carro de las compras, por los pasillos densificados de un centro comercial. Prácticamente no nos habíamos vuelto a saludar desde la finalización de nuestra graduación universitaria. Me comentó que, tras sus estudios de Química, la vida le había llevado por los derroteros profesionales de la policía científica, trabajando actualmente en el especializado departamento de narcóticos. Pensé en llamarle para exponerle básicamente la historia de esta chica y pedirle consejo acerca de la mejor forma de actuar en este caso. Liberto supo atenderme con su proverbial amabilidad, por lo que concertamos una cita a fin de compartir un rato de charla y un buen café, para unos días más tarde.

Tras los saludos afectuosos del reencuentro, le resumí mi experiencia con la fotografía y el intercambio de correos con Idaria. Le mostré su foto y el largo correo explicativo que había recibido de su persona, en relación al que previamente yo le había enviado. Obviamente le facilité también la dirección electrónica de esta chica acosada. Anotó toda la información, comentándome que hablaría con algunos compañeros especializados en este tipo de delincuencia. Sobre todo habría que profundizar en la persona que estaba detrás de toda esta historia, el tal Crispín.

En un par de semanas, Liberto y yo volvimos a quedar. Tenía que contarme aquello que él y sus compañeros habían descubierto, sobre Idaria y Crispín. Llovía esa tarde, por lo que a dos viejos compañeros y amigos de facultad les supieron a gloria bendita unos chocolates calientes, con dos pastas o dulces árabes, que degustaron en esa cualificada tetería situada muy próxima al Museo Picasso malacitano.

“Te vas a asombrar cuando conozcas lo que hay detrás de toda esta historia de intriga. Has participado, sin darte cuenta por supuesto, en una curiosa experiencia de investigación promovida por el departamento de Psicología, para los trabajos de fin de carrera de los graduados universitarios. Se trataba de estudiar la respuesta o reacción ciudadana, con respecto a hechos ocasionales e inesperados que aparecen en sus vidas. El “argumento” consiste en simular la figura del acosador “invisible” (aquel que no se deja ver) pero que actúa enfermiza y de manera continua contra su objetivo, generalmente del sexo femenino. La foto y el sobre en esa novela fue simulada, no solo en la biblioteca que frecuentas. Curiosamente, siempre se utilizó en todas ellas la obra Historia de un canalla, como soporte dinamizador de una foto aparentemente sin nombre. La tal Idaria, estudiante aventajada del grado, se llama en realidad Clamia. Es la joven que posa en la imagen fotográfica. En cuanto al personaje de Crispín, también existe. En realidad es el profesor que imparte el master sobre la respuesta ciudadana a hechos insólitos. Un tal Críspulo de la Colina Lucas, doctor en psicología social. Para tu conocimiento, tengo que comentarte que no sólo has sido tú el que ha contactado con Idaria. Tres personas más lo han hecho. Esa joven estudiante, Idaria o Clamia (escenificó perfectamente su presencia en esos jardines, para que le tomaran la susodicha foto), en una fase posterior tenía previsto contactar contigo, para profundizar en tus motivaciones y sentimientos con respecto a la experiencia en la que estabas inmerso… sin saberlo. Nos hemos adelantado y todo ha quedado aclarado. Igual también salgo yo entre los protagonistas de la investigación, en este caso como la necesaria y correctora intervención policial”.

Pasaron las semanas y los meses. No he olvidado el nombre de Idaria, ni tampoco su esbelta, alegre y juvenil figura, leyendo con sosiego mientras permanecía sentada en un banco del parque. No ha existido posterior comunicación electrónica o personal entre nosotros. La intervención de Liberto frustró esa parte o fase de la peculiar investigación. Tampoco me cabe la menor duda de que, en la actualidad, Clamia o Idaria ejercerá su oficio de psicóloga con eficaz y responsable dedicación.-

UNA FOTO QUE NAUFRAGA, ENTRE UN MAR DE LETRAS.


José L. Casado Toro  (viernes, 26 Octubre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



viernes, 19 de octubre de 2018

SONIDOS Y VOCES QUE INQUIETAN, DESDE ESE OTRO LADO DE LA PARED.

Es otra de las numerosas paradojas, en las que a diario participamos, que bien podemos observar a través de nuestro diario deambular por “nuestros pequeños mundos”. Se trata de esa perceptible e incómoda realidad que supone la incomunicación e individualidad exagerada que soportamos, inmersos en la masificación de las grandes ciudades. Numerosos y variados ejemplos muestran esta situación que a fuerza de su repetición la asumimos como aburridamente normalizada.  ¿Conocemos los nombres de todos los vecinos que residen en nuestro bloque comunitario? ¿Hemos dialogado (al margen de los saludos cotidianos) al menos alguna vez, con todos y cada uno de los miembros de la asociación en la que llevamos años inscritos? ¿Sabemos si ese amable y servicial camarero, que cada mañana (al paso de los meses) nos sirve el desayuno en la misma cafetería, está casado, tiene hijos o cuáles son sus aficiones favoritas? Es muy posible que un día tras otro, al llamar a este trabajador para pedirle o pagar la cuenta, no lo hagamos  por su nombre porque ... no lo sabemos o tal vez porque nos resulte más fácil decir ¡Oiga! ¡Camarero! ¡Por favor! (antes era usual dar un par de palmadas). Incomunicación y una mal entendida privacidad o individualidad.

Sin embargo la propia realidad vital favorece, a poco que nos paremos a pensar, la posibilidad de avanzar en el conocimiento y en la intercomunicación con las personas que intervienen, de una u otra manera, en nuestro próximo circulo relacional. Todo es una simple cuestión de voluntad y de generosidad, que nuble el egocentrismo que hoy padecen tantas personas en su comportamiento, huérfano y enfermo de los necesarios valores. Pero además de ese cambio imprescindible en la consideración hacia los demás, hay también elementos materiales y técnicos que básicamente facilitan un mejor conocimiento del entorno, estemos más o menos interesados en dicho objetivo. Por supuesto, la inmensa realidad, con sus pros y contras, que hoy supone la informática y la red de Internet. La diversificación de los medios de comunicación también facilitan ese imprescindible factor de conocimiento. Las asociaciones, los congresos, las reuniones y actividades comunitarias también pueden ayudar a mejorar y diversificar, sin duda alguna, esos contactos que generan la proximidad. Y también … la información subliminal o involuntaria facilitada por la delgadez y fragilidad en la forma de tabicar, hoy día, nuestras viviendas. La historia de esta semana está centrada, precisamente, en este último elemento, por divertido o paradójico que resulte.

Mariana Faralán Lenz, nacida en 1972, es madre de dos chicas adolescentes, que recorren con la positiva vitalidad de su edad los itinerarios normativos de la enseñanza secundaria. Desde hace ya casi una década, esta mujer se encuentra separada de su cónyuge, que mantenía una doble vida con una muy joven limpiadora, a la que conoció en la empresa de suministros electrónicos donde trabaja como contable.  Además de la pensión que recibe del padre de sus hijas, Mariana se ayuda económicamente (y ocupa con inteligencia su tiempo) trabajando durante media jornada como operaria de costura, en un taller de arreglos para las prendas de vestir. Vive en un gran bloque de apartamentos y viviendas, que alcanza las once plantas de altura. En cada uno de estos niveles hay cuatro pisos de tres dormitorios y un apartamento, que sólo tiene apertura visual hacia un gran patio o zona diáfana interior. Algunas de las viviendas que quedan temporalmente deshabitadas (y de forma especial los apartamentos) son rápidamente alquiladas por sus propietarios, durante períodos variables de tiempo contractual. En ocasiones esto sucede porque los dueños del piso deciden irse a vivir a esa segunda residencia que tienen en una zona más tranquila (rural o costera) y no lejos de la ciudad. En otros casos, el fallecimiento de sus propietarios decide a sus herederos vender el inmueble deshabitado o alquilarlo. Hay empresas en el mercado que adquieren estas propiedades con el especifico objetivo de rentabilizar su alquiler. 

El piso ocupado por Mariana y sus hijas es el 9 D, que está adosado al apartamento 9 E con el que comparte tabiques comunes. Esta pequeña vivienda es alquilada por semanas o meses, pues sus actuales propietarios residen en la capital madrileña. Lo heredaron hace unos años al fallecer un familiar ya muy mayor, que vivía sola en el mismo. Los inquilinos que temporalmente ocupan el inmueble contratan breves períodos, pues el coste del alquiler es elevado, dada la especial y estratégica ubicación que posee en la zona de la intermodalidad del transporte urbano dentro de la capitalidad malagueña. Esta usual brevedad residencial no favorece precisamente la comunicación con el resto de la vecindad. El anonimato que desean mantener estos circunstanciales inquilinos es manifiesto.


Desde hace un par de semanas, esta madre laboriosa en la artesanía de la costura tiene una nueva vecina que ocupa el apartamento contiguo. Se trata una chica joven que vive sola y está largos periodos del día ausente de su vivienda. Diariamente, tras el desayuno, toma el ascensor y no vuelve a su domicilio hasta bien entrada la tarde. Sin embargo, durante los fines de semana, Mariana percibe que otras personas visitan a su vecina, permaneciendo en la vivienda hasta avanzadas horas de la madrugada. A juzgar por los sonidos y ruidos que estos visitantes provocan, se trata de personas jóvenes que se expresan bien alto en sus conversaciones, ponen música con un volumen excesivo y en ocasiones entablan diálogos y discusiones, en la que se mezclan reproches y golpes, mezclándose las risas con los lamentos e incluso llantos y gritos. Todo ello le llega a Mariana a través de la fragilidad constructiva de los tabiques medianeros, que articulan la separación de ambos espacios residenciales.

Lo que comenzó como una simple, traviesa e infantil distracción, pegar el oído al tabique separador de los dos salones o de su propio dormitorio, comenzó a preocuparle, por los contenidos que podía entender. Desde luego, en un principio se divertía más escuchando a través de las paredes que incluso conectando el monitor de la televisión. Sus dos hijas, Laura y Sabina, al verla con la oreja pegada a la pared, le decían con ese tono a mitad de camino entre la broma y la recriminación “mamá, eres una cotilla. Deja a las personas que vivan sus vidas. Cualquiera que te vea diría que estás completamente aburrida y que no sabes distraerte. Desde luego no te gustaría que te lo hicieran a ti, enterándose de lo que haces en el interior de tu casa”. A estas “sensatas” advertencias y comentarios, Mariana argumentaba que no veía claro todos esos gritos, discusiones, risas y lamentos procedentes de la casa de al lado. Algo raro veía o percibía en la vida de esta nueva vecina. A veces estaba segura de que esa joven hablaba sola, pues no había nadie que diera réplica a sus palabras, lo que incrementaba su extrañeza y desasosiego. Por todo ello, esta inquieta señora estaba decidida a informarse qué había detrás de todo aquello.

En la mañana del lunes, salió un poco antes de su domicilio pues, antes de tomar el bus para ir al taller de arreglos de la ropa, pensaba intercambiar algunas palabras con el conserje del bloque. Este trabajador, que atendía  los servicios comunes, era un antiguo campesino de Extremadura, desde donde había emigrado con su mujer y dos hijos hasta la costa malacitana, buscando un trabajo más estable y menos sacrificado en el ámbito turístico (tenía alguna familia en la capital malagueña). Tobías Abril Cabrillana alcanza en la actualidad los cincuenta y ocho años de edad. Es una persona muy observadora y aduladora de todos esos vecinos para quienes trabaja. Servicial y puntual en sus obligaciones, siempre suele tener la respuesta y la información adecuada sobre cualquier asunto, sea cual sea la naturaleza del mismo. Resultaba la persona adecuada para ese primer contacto explicativo que Mariana deseaba mantener con respecto a su nueva y misteriosa vecina.

Tobías escuchó con manifiesta atención a la propietaria del 9 D, mostrando un servicial interés. El asunto que ésta le planteaba tenía suficientes incentivos para sus aficiones investigativas, muy propias de algunos telefilms emitidos en horas de baja audiencia ante la pantalla.

“Señora Mariana. Entiendo perfectamente lo que me está narrando y las quejas que tiene acerca de esas voces y frases que escucha en el apartamento 9 E. No es mucho lo que sé de esa joven, pues no es muy comunicativa que digamos. Da los buenos días o las buenas tardes y punto. Pero sí le puedo decir su nombre, pues hace una semana recibió un envío de mensajería que al no estar ella en el bloque, me hice cargo del mismo, como hago por costumbre con los demás vecinos. Se hace llamar (supongo que será su nombre verdadero) Pamela Lamia del Cal. Y el paquete, procedente de Ronda, desde luego que olía bastante bien. Yo creo que dentro venía algo de comida. Cuando se lo entregué, me dio las gracias y poco más. Desde luego es poco comunicativa con la vecindad. Hay días que no la veo salir de casa. Y a veces viene algún chico o chica para su apartamento, pues me preguntan el número del piso de “Pami”. Ya sabe lo que son estos apartamentos amueblados para alquiler.  Los propietarios negocian con ellos y no se preocupan de mucho más. Sólo les interesa cobrar el importe de estos contratos que suelen ser, en su mayoría, para dinero “negro”. Yo creo que debe hablar con el Presidente de la comunidad, aunque este hombre (ya sabe que viaja mucho, pues es representante de una fábrica de muebles valenciana) me temo que no se va a tomar mucho interés por el asunto, pues le correspondió el cargo por turno rotatorio y no quiere meterse en líos de vecindad. Pero por lo que a mi respecta, estaré ojo avizor con el menor detalle que sea interesante. Cuente con mi ayuda para lo que necesite. Le confieso que me gustan mucho las películas de detectives”.

Así siguieron las cosas para la atribulada Mariana. Como efectivamente le indicó el sagaz conserje, al presidente no había forma de “pillarlo”. Y en cuanto a llamar al administrador del inmueble, era una posibilidad, aunque este despacho profesional no vería claro que antes no hubiera contactado con el presidente de la comunidad de propietarios. Dejó pasar unos días,  a ver si el asunto no llegaba a mayores. Su hija mayor Laura, le sugirió (entre bromas) una sensata posibilidad. “Má. Y por qué no hablas con la chica. Pero tendrías que justificarte en que el ruido que hacen a horas inapropiadas te impide descansar. De todas formas, deja pasar unos días, que tampoco es para tanto. Tú haces de cualquier cosilla una “catedral”. Eres muy exagerada. Sigo pensando en que no te sabes distraer.” 

Efectivamente los días fueron pasando y cada noche Mariana dedicaba un rato de su tiempo a pegar su oído al tabique, a ver lo que podía escuchar de una vecina que parecía estar hablando sola, pues pasaban los minutos y sólo era su voz la que traspasaba el yeso y los ladrillos de ese escuálido muro que permitía (con más o menos dificultad) conocer lo que manifestaba en voz alta una persona que vivía sola. Pero en el último fin de semana, antes de la llegada del frío en Noviembre, la situación alcanzó una cierta gravedad. Había dos personas en la habitación vecinal. La voz de la tal Pami y una voz de hombre, que participaba en la conversación o “declamación” con su muy elevado tono en las respuestas. Para colmo habían puesto música, con lo que las frases resultaban en ocasiones escasamente audibles.

“- Ya estoy completamente harta de tus engaños y mentiras. Vas libando de flor en flor, para después volver a  casa, tras estar días y días sin aparecer por el que debe ser tu hogar. Tengo que tomar una decisión, por dura que parezca. Pienso dejarte y volver a vivir con la persona que mejor me trató y con quien tan mal me porté.
- Ni lo intentes. Como te vea junto a ese "guaperas" soy capaz de hacer cualquier cosa. A ti y por supuesto a él. Tienes que aguantarte con mi forma de ser y no abrir la boca. Ya sabes que cuando me retas o me pones nervioso no me importa utilizar la violencia. Tu cuerpo sabe que no es la primera vez que lo hago”.

Eran las doce menos cuarto de la noche y a estas graves preocupantes frases, merecedoras de denuncia, continuaron diversos ruidos, agudos y graves, a los que siguieron unos gemidos entrecortados, que salían de boca de una persona que había sufrido algún golpe o acciones violentas de su interlocutor. Como las dos niñas se habían quedado a estudiar en casa de su amiga Mavi, Mariana decidió echarse en la cama, después de tomar un calmante. El lunes iría a hablar con el administrador, para narrarle estos hechos, con los que no estaba dispuesta a seguir conviviendo. Cuando se despertó, a horas tempranas del alba y después de desayunar, decidió irse a casa de su madre, para pasar el domingo con ella. Avisaría a las niñas para que fueran a almorzar al domicilio de su abuela, siempre deseosa de estar con sus nietas del alma.

Cerca ya de las nueve de la noche, volvió a su domicilio, acompañada de Laura y Sabi. Cenaron y las tres comenzaron a ver la película de la segunda cadena, una distraída historia del cine español que Mariana no pudo terminar pues el sueño le vencía. La noche anterior había tenido un  descanso muy inestable, con lo que escuchó a través de las paredes . Ya en la mañana del lunes, estaba plenamente decidida a visitar la gestoría que llevaba la Administración del bloque. Quería hablar con este profesional para recibir el consejo más apropiado. Desde luego que había que tomar cartas en el asunto. La “escena” del sábado, que imaginaba a través de las palabras y los ruidos, no la iba a soportar de nuevo. Para su fortuna, esa noche no había habido alteraciones o conversación alguna en el apartamento vecino. Parecía que la joven (y tal vez ese agresivo amigo, novio o lo que fuera) no estaban presentes dentro del inmueble.

Cuando salió del ascensor se encontró con Tobías que al verla le hizo una indicación de que quería hablar con ella. Las palabras que escuchó del empleado las recibió como “agua de mayo” a fin de poder tranquilizar su desasosiego.

“Señora Mariana. Tengo muy buenas noticias. No sé si han llegado ya a su conocimiento. La chica Pamela, del 9 E, su vecina, ha dejado el apartamento. Se llevó sus pertenecías ayer domingo. Por lo visto había acordado con la oficina que gestiona el alquiler de la vivienda una permanencia en el mismo de tres semanas. Se lo digo porque me han llamado desde esta oficina para que esté atento. Hoy me van a enviar unos nuevos clientes y tengo que abrirles la puerta del apartamento para que puedan echarle una ojeada. No le miento si le digo que me dan una pequeña comisión por este trabajo extra, pero lo que me alegra es que VD. no tenga ya más problemas con esa “misteriosa” joven, tan callada y tan polémica en el interior de la casa.  Parece que el matrimonio que vendrá esta mañana había vendido su antigua vivienda y esperaba que le entregasen el nuevo “chale” que se han comprado antes que tener que dejarla a los nuevos compradores, según fecha de compra/venta en el contrato. Por eso necesitan con urgencia un alquiler, que será de duración temporal. Fíjese lo bien informado que estoy”.

Un agradable y saludable soplo de tranquilidad llegó tanto al cuerpo como al ánimo de una mujer verdaderamente atribulada y con muchas horas de desvelo. De todas formas, mientras caminaba por calle, camino de algún centro comercial para comprarse un capricho de compensación por los disgustos de los últimos días, le remordía algo la conciencia por no haber sido más diligente, en el momento apropiado, a fin de haber denunciado ante la policía el previsible maltrato de género que podía estar recibiendo esa joven de manos de su ex compañero o “lo que fuese”. Sin embargo, se dijo a sí misma “Para qué me voy a meter en más líos. Estas cosas siempre traen problemas de una forma u otra. No me puedo creer que el vecino de arriba o la familia de abajo estuviesen sordos ante los hechos que estaban ocurriendo en el apartamento. Y nadie decía nada. Lo mejor de todo es olvidarse de este asunto, que me ha hecho sufrir en demasía”.

Esta “incómoda” historia parecía haber terminado para Mariana, siempre con esos flecos que quedan incómodamente en la conciencia. La vida siguió, con sus derroteros más rutinarios o imprevisibles.

Había llegado, tras el discurrir temporal de los meses, la siempre sugerente y vitalista estación primaveral. El 1 de junio era el día del santo de Laura. Este año caía en viernes y Mariana, quiso ofrecer como regalo a su hija un viaje de fin de semana Madrid, en el que verían algunos monumentos y museos y asistirían a alguna obra teatral, de esas que tan bien saben montar en la escenografía madrileña. En la agencia de viajes que tenía cerca de casa se lo arreglaron todo: el viaje en el AVE, para tres personas, dos noches de hotel (alojamiento y desayuno, en un establecimiento ubicado en una transversal de la Gran Vía) e incluso las entradas para el Lope de Vega y las del Museo del Prado. Las dos niñas saltaban de alegría, cuando su madre les enseñó la documentación de la apetecible escapada para el fin de semana.  

Ya en la capital del Estado, todo marchaba a la perfección para el disfrute vacacional de una madre con sus dos hijas. Caminaban precisamente por la Gran Vía, tras haber pasado un buen rato de compras, en el “espectáculo comercial” del Bershka  matritense, cuando pasaron por un de los grandes teatros que pueblan esa escénica y densificada arteria de la ciudad. Pararon unos segundos, a fin de ver los carteles anunciadores de la obra representada en ese “coliseo” de las artes. Fue precisamente la hija menor, Sabina, quien se dio cuenta de un inesperado y sorprendente detalle.

“Mami ¿no te has fijado? Yo reconozco esta cara. Además, tiene su nombre en el cartel de los actores: Pamela … Dalia. Pero, ese no era su apellido o se equivocaría Tobías, el portero. Es la joven vecina del apartamento que hace medio año provocaba esos ruidos y lamentos, hablando sola y que también lloraba y se reía. Buenos ratos que te pasabas con el oído pegado al tabique. Pues resulta que es una actriz de teatro. Igual sale en alguna serie de televisión”.

Mariana no podía dar crédito a la evidencia que tenía delante de sus ojos. El cartel anunciador era bastante explícito al respecto. Ciertamente la chica estaba un poco cambiada en su look, por su corte de pelo, algo más delgada y además muy bien tratada con el maquillaje. Estuvieron unos minutos contemplando las fotografías, sin que la madre de las dos niñas acertara a realizar comentario alguno. No encontraba una explicación convincente para su memoria, con los episodios que había tenido que escuchar y sentir a través de un delgado tabique separador de viviendas.


Esta madre de familia, separada conyugalmente, no llegó a conocer la realidad de lo que había sucedido, durante las tres semanas en que Pamela habitó el apartamento 9 E, como inquilina alquilada. Se trataba de una joven estudiante de arte dramático, que había querido completar sus estudios en un taller escénico que funciona en la capital malagueña. Había decidido presentarse, en unión de otras quinientas aspirantes, a las dos plazas de actores convocadas de una pieza teatral que se iba a representar en Madrid, en el teatro Coliseum, desde febrero hasta comienzos del verano. Tras el estío, tendrían contratadas una gira a desarrollar por diversas provincias de la geografía peninsular e insular. Mientras asistía al taller de interpretación, como preparación para el casting, alquiló ese apartamento, trasladándose desde Ronda, su lugar de origen y residencia, hasta la capital de la Costa del Sol. A diversas horas del día hacía prácticas interpretativas, sola o acompañada con algunos amigos también aprendices de actores. La naturaleza argumental de esos ejercicios era variada y, desde luego, a Mariana le tocó escuchar algunas escenas y episodios de un alto calibre temático, que le hicieron malinterpretar lo que estaba ocurriendo al otro lado del tabique separador.-


SONIDOS Y VOCES QUE INQUIETAN, DESDE ESE OTRO LADO DE LA PARED.



José L. Casado Toro  (viernes, 19 Octubre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



viernes, 12 de octubre de 2018

AQUELLOS MITOS DEL AYER, RENOVADOS HOY DE REALIDAD.

Había tenido que desplazarme a un bello entorno paisajístico, ubicado entre el mar y la imponente vertiente montañosa que da nombre a una extensa y atractiva localidad. Era el momento adecuado para resolver una rutinaria cuestión tributaria en la oficina del Ayuntamiento, cuyo edificio central se encuentra precisamente situado en la parte montañosa del amplio municipio, que sabe extenderse en su planimetría hasta el mismo borde del mar. Una vez abonadas las diferentes tasas municipales, aproveché la oportunidad del breve viaje para completar la mañana visitando los numerosos rincones del pueblo repartidos, con proverbial encanto, por un sinuoso perímetro de desniveles que aprovechan la peculiar orografía del entorno. Se trata de uno de tantos pueblos blancos de Andalucía, con centenares de casitas pintadas con ese color que recuerda la nieve, la pureza y esas flores de “comunión” que tan bien adornan y aromatizan los misterios de la noche. Junto al espiritual colorido de las edificaciones, allí puedes disfrutar de grandes masas arbóreas teñidas con ese verde esperanza tan característico del ser andaluz. Para completar esta bella pintura, dibujada con esmero y encanto, una celestial cubierta donde el sol brilla y tonifica con fuerza, a modo de generoso maná, que alimenta a tantos y tantos corazones.

En esta parte más antigua de una ciudad repartida en tres grandes áreas, destaca la economía sustentada en decenas y decenas de pequeñas tiendas, dedicadas a la venta de productos artesanos, entre los que predomina la buena y útil marroquinería de la piel (correas, chaquetones, mochilas, babuchas, bolsos y sombreros, etc), el artístico modelado de una variada y cromática cerámica (platos, jarrones, tazas, cuencos, etc), numerosas prendas de vestir que utilizan preferentemente los materiales naturales del algodón y la lana, no faltando otros muchos e imaginativos regalos en los que el metal y la madera tienen preferencia para su cuidada terminación. El tráfico general en el pueblo es necesariamente lento y tranquilo, pues las vías son en sumo estrechas y empinadas. Aún así, hay a diario numerosos visitantes que con sus vehículos particulares, o utilizando los voluminosos autocares y el bus de línea, disfrutan ese sugestivo e interesante turismo que deja importantes beneficios en la comunidad, aplicando los turistas sus desembolsos no sólo a la compra de regalos y recuerdos, sino también a visitar los también numerosos servicios de restauración, en placitas y calles trazadas con encanto. Muchos de estos establecimientos se hallan encastrados o “colgados”, con valiente e imaginativa osadía, en difíciles vertientes y peñascos, desde los que se divisa un paisaje inolvidable que emociona, con la visión del mar a lo lejos, el verdor y aroma de la naturaleza y ese sol que embriaga las epidermis de color y tersura para hacer más alegre y razonable la vida.

Como tenía el resto de la mañana disponible, tras abonar los tributos municipales, pensé en sentarme un ratito a descansar. Antes había dado un largo y saludable paseo por el “castrense” cinturón de la muralla, que rodea pétreamente todo el núcleo más antiguo de la localidad. Las vistas y panorámicas que se divisan en este singular recorrido, a modo de un gigantesco ventanal circular, resultan verdaderamente espectaculares. Elegí una de las numerosas terrazas habilitadas para la restauración, muy popular por estar ubicada mirando la gran plaza central, punto de reunión que nuclea todos los caminos de este pueblo que abraza la montaña. Prácticamente eran las doce del mediodía, pues en pocos segundos sonaron las doce campanadas tocadas desde el campanario de la Iglesia dedicada a la Inmaculada Concepción, el principal templo de este tranquilo pueblo andaluz. La buena temperatura y la sed provocada por la larga caminata, me hacía apetecer una buena jarra de cerveza y algo de “picoteo” para acompañarla. Mi desayuno, como tenía por costumbre, lo había realizado a muy tempranas horas de la madrugada.

Cerca de mí estaban dos personas mayores, con la piel bien curtida por el paso de los años y la exposición solar, que ocupaban otra de las mesas del establecimiento. Sobre la misma descansaban dos tazas, probablemente ya vacías, de alguna aromática infusión. Uno de estos contertulios se levantó de la silla que ocupaba, despidiéndose afectivamente de su amigo.


“Ya me tengo que marchar, amigo Benta. Me he alegrado mucho de nuestro reencuentro. Espero que pronto podamos echar un nuevo rato de conversación. Es que hacía tanto tiempo que no te veía… Nada, que sigas muy bien y sacando muchos ánimos, que yo sé que a ti te sobran”. 

Esas cálidas palabras fueron respondidas por su también veterano acompañante.

“Gracias, muchas gracias, mi buen Valerio, por este agradable rato de compañía que me has dedicado y que tanto echo en falta. Y también por este buen café al que has querido invitarme. Me ha sabido a gloria”.

Efectivamente, Valerio había abonado al camarero el escaso coste de tan usual, estimulante y simple consumición. Pero antes de marcharse quiso hacer una agradable señal a su amigo, dándole a entender que no merecía las gracias. Se alejó de la mesa con una sonrisa en su rostro mesclada perceptiblemente de cariñosa nostalgia.

¿Benta? Desde luego no era un nombre muy común. Curiosamente me recordaba a un famoso futbolista, que jugaba de defensa central en el equipo de mi ciudad y al que admiraba mucho en mis tiempos de infancia. Aquel jugados se llamaba Desiderio Bentabol, aunque en las crónicas deportivas se le denominaba precisamente por las dos primeras sílabas de su apellido. Lo recordaba como un corpulento, pero también mago o artista, del balón, que solía deslumbrar por su eficacia y estilo en el juego que practicaba por nuestros estadios o campos  de fútbol. A pesar de jugar en la zona defensiva, también anotaba espectaculares goles cuando lanzaba, con su potente pegada, las faltas directas cometidas al borde del área del equipo rival. Yo lo tenía también en mis álbumes de cromos, donde coleccionaba a los futboleros de primera y segunda división, a los que llamábamos “cabezones”  porque junto a la foto de su cabeza añadían un pequeño dibujo de su cuerpo muy disimétrico con respecto al tamaño de aquélla. Llegó a jugar algunas ligas en 1ª división pero, mayoritariamente, el equipo de nuestra ciudad se situaba en la división intermedia del fútbol nacional. Aquel afamado deportista del balón dejaría los campos de juego a finales de los años sesenta.

Desde luego el nombre de Benta, que Valerio había pronunciado, me trajo a la mente a ese mítico futbolista de aquella ya lejana época ¿Podrían ser la misma persona ese ídolo de mi infancia y este señor mayor que ahora tenía a pocos centímetros de mi mesa? Lo estuve observando con paciencia y discreción. El muy escaso cabello que le quedaba lo tenía completamente encanecido. Su cuerpo acumulaba muchos kilogramos de peso. El rostro que yo recordaba no era, obviamente el que en ese momento tenía delante. Pero algo en su mirada, por su ojos un tanto “saltones” si lo identificaba en mis recuerdos. En su rostro había rasgos que me hablaban de aquél buen futbolista. Pero ¡es que habían transcurrido ya casi seis décadas desde entonces…! El físico en las personas cambia, sobre todo cuando ha transcurrido tan largo período en el tiempo.

Un acertado impulso afectivo hizo que me acercara a este veterano lugareño, al que dirigí unas palabras.

“Disculpe la pregunta. He escuchado a su compañero de mesa, probablemente su amigo, con la forma como se ha dirigido a Vd. Le ha llamado Benta, nombre que me ha hecho recordar al gran deportista y mago del fútbol Desiderio Bentabol, que jugó en el equipo de nuestra ciudad hace ya casi sesenta años. En las crónicas deportivas y entre los aficionados se denominaba a ese futbolista con el nombre de Benta. Me pregunto ¿No será Vd. ese profesional del balón, al que me estoy refiriendo? En sus comentarios, he creído también escuchar una cierta tonalidad del habla argentina…”

Mi interlocutor, un tanto asombrado, se quedó mirándome en silencio durante algunos segundos. Al fin me respondió:

“Veo que tienes una excelente memoria fotográfica, amigo del alma. Madre mía, ¡con lo cambiado que estoy a mis años! ¡Aún te acuerdas de un joven futbolero, que corría por los campos de juego detrás de un balón, hace ya más de cinco décadas! Ven, siéntate aquí a mi lado y pregunta lo que quieras. No te has equivocado de persona, desde luego. Me gustaría invitarte, pero estoy muy falto de pesos, plata o euros, como queráis llamarle”.

Un tanto emocionado tomé asiento junto a uno de los mitos de mi memoria. Acerté a decirle ¿Compartimos una cerveza?. MI ahora compañero de mesa respondió afirmativamente con una entrañable sonrisa. Allí permanecimos dialogando, durante más de una hora, en torno a dos jarras de cerveza y un plato de tapas, de las que dio buena cuenta el voraz apetito del ex futbolista.

¿No le ha ido bien la vida, Benta, cuando “colgó las botas”?

“Admito que crié fama. No lo puedo negar. Gané buenos cuartos, plata engañosa que pronto voló. Por mi inconsciencia y por esas personas que actúan como amigos, pegándose a tu poderío como una “lapa”. Son “tus hermanos” cuando eres famoso. Después son hábiles y rápidos para dejarte en la estacada, volando a otros panales más apetitosos. Desaparecen de tu vida cuando perciben que careces de esa plata de la que siempre quisieron aprovecharse.

Pues sí, tras colgar las botas, allá por la segunda mitad de los sesenta, emprendí varios negocios con algunos ahorros que tenía de la época más gloriosa. Concretamente, invertí mi dinero con otros dos socios que poco pusieron en el proyecto, aportando eso sí sus muy bellas y hueras palabras. Montamos una gran tienda de artículos deportivos. Al paso de los meses, estos dos “boludos sinvergüenzas” fueron descapitalizando el negocio. Les gustaba darse todos los caprichos del mundo, mientras que el “tonto” del Benta no hacía más que poner su trabajo y por supuesto sus ahorros, que iban con rapidez decreciendo. Ese par de granujas eran maestros en saber “engatusarme” con sus muy bellas palabras, grandes arquitectos en la construcción de “castillos en el aire” y yo, con la necedad del nuevo rico (procedo de una familia muy pobre y humilde) no supe verle las orejas al lobo. Para colmo, llegó el auge de los grandes centros comerciales, con los que no podíamos competir ya que esas corporaciones tenían poderosos medios y vínculos financieros, nacionales e internacionales, con los dueños del capital mundial. Esos que manejan el mundo a su antojo.  Total, que en menos de un lustro aquél negocio, en el que puse todos mis cuartos, mi ilusión y cariño, se vino completamente abajo.

Ya metido en la cuarentena (me retiré con treinta y muchos años, estuve incluso jugando en tercera división con cerca de cuarenta tacos) me puse a buscar …  trabajo. Tenía que comer y lo había perdido todo, por mi mala cabeza. Pero carecía de oficio y “papeles”, es decir, titulación, para que me pudieran dar una actividad con la que poder mantenerme y llegar a final de mes. Los dos hijos que tuve de un matrimonio, que duró hasta un par de años después de dejar el fútbol, ya se habían hecho mayores y viendo que nada podían sacar de mis bolsillos “volaron” dispuestos a vivir su vida.

No te niego de que algunas personas quisieron ayudarme, pero en aquellos años yo tenía un infantil orgullo para aceptar lo evidente. Estaba en la bancarrota. Ese orgullo que me sobraba, es el que hoy me falta para aceptar el café pagado por algún conocido o amigo, que me permite estar aquí sentado un par de horas, viendo pasar a la gente y recibiendo la gratuita bendición  del sol. Pero es que hace años que entré en la séptima década de mi existencia y a estas edades se antepone ya el respirar de cada día a otras consideraciones que siendo más joven ocupan el primer lugar en tus respuestas.

Te hablaba de esos trabajos que, durante más breves o largos períodos, me vi obligado a desempeñar. He hecho casi de todo. Portero de discoteca. Repartidor de propaganda comercial, utillero de equipos de la regional, conseguidor o gestor de seguros. Incluso … acompañante de “señoras bien”. La cosa es que cuando pasas de la cumbre al barro, pierdes incluso el sentido de la dignidad. Veo la cara que has puesto con ese “oficio” de la compañía, Era como un “perrito faldero” disponible para casi todo … y sin “casi”. Son “cosas” que se hacen, con un orgullo ya laminado o desaparecido, a cambio de ese plato de lentejas que necesitas cada día, y un techo que te resguarde del frío y de la miseria. Pero es que en realidad, comportándote así, vives en otra miseria aún más dolorosa y no menos degradante.

¿Ahora? Pues apenas sobrevivo (te aseguro que no sé a veces como veo llegar los nuevos amaneceres) con una pensión mínima de esas que se conceden a los que no han tenido la previsión o inteligencia de tributar en los años “felices” de su vida. Recibo esa “mijita” de plata, como una obra de caridad social. Aquí, el cura del pueblo, don “Florian” ha organizado unos locales, en donde puedes disponer de una cama para dormir, compartiendo la habitación con otros cinco o seis menesterosos que también necesitan un techo para protegerse. Una asociación, como la que tenéis en la capital (creo que la llaman los “ángeles de la noche”) nos dan bolsas (no todos los días tienen medios para hacerlo) con algún alimento y la acción humanitaria del ayuntamiento también nos entrega unos vales para menús económicos, aunque no para  todos los días de la semana. Ya ves para lo que ha quedado aquel gran Benta que tú  (serías muy niño, desde luego) viste correr por el verde césped de los campos de juego. Pero no te niego que me ha resultado emocionante el que hayas pensado o imaginado que este anciano era el mismo “gran” Benta que te deslumbró en tiempos de la infancia”.

Las campanas de la Iglesia, con esos solemnes sonidos o acordes celestiales que siempre agradecemos disfrutar, habían dado ya los sones de las dos de la tarde. Hice una señal al camarero para que nos trajera la carta con los menús del día. Rellenamos de nuevo nuestras jarras de cerveza y ese día, en la profundidad de la más sublime Primavera, pude compartir mesa y mantel con uno de los mitos de mi infancia, etapa ya muy lejana pero bien recordada. Le rogué a un comensal cercano si nos podía hacer un par de fotos, con esa pequeña cámara que siempre me regala buenas imágenes para la memoria. Durante nuestro fraternal y suculento almuerzo, hablamos y compartimos no pocas historias, ahora ya con ambos semblantes mucho más alegres. No me apetecía pedir café después de los postres, pero sí lo hizo el admirado Benta (“esta infusión me vitaliza, buen amigo. Para mi vapuleado cuerpo es como si fuera la pócima mágica de Astérix , aquella osada aventura que tanto os gustaba leer”).

Llegó la “cruel” hora de la separación. Intercambiamos una prolongada sonrisa y quisimos evitar las palabras. La simbología del fuerte abrazo suponía la mejor y más inteligente gramática, a fin de expresar esos sentimientos que justifican cada uno de los amaneceres en el alba. Él y yo conocíamos la efímera temporalidad de esa puntual y emocional despedida. Hay días en los que aprendes esa siempre útil lección para la vida: los mitos del Olimpo también son arrojados, las más de las veces, a vagar por el reino próximo de la realidad.-

AQUELLOS MITOS DEL AYER, RENOVADOS HOY DE REALIDAD.



José L. Casado Toro  (viernes, 12 Octubre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga