sábado, 30 de septiembre de 2017

DESAJUSTE ENTRE LA TITULACIÓN PROFESIONAL Y LA ACTIVIDAD LABORAL.

El ejercicio racional o controlado de la observación supone, para todo aquél que lo lleva a efecto, una positiva cualidad, cuyo valor faculta para conocer mejor el entorno en el que nos hallamos o sobre aquellas personas u otros elementos materiales que tenemos ante nuestra visión. Esta realidad se ejemplifica a través de muy numerosas opciones: disfrutar con la serena contemplación de un paisaje en la naturaleza, analizar los heterogéneos elementos que vitalizan y enriquecen una estación ferroviaria o analizar el mensaje explícito o subliminar que nos transmite el pintor o el escultor, en su creatividad artística, son significativos ejemplos que pueden avalar esa afirmación inicial acerca de la virtud que supone practicar el interesante hábito de la observación.

Hay determinadas profesiones cuyo ejercicio exige poseer tan importante y útil capacidad. Esta afirmación se fundamenta en que las personas que llevan a cabo dichas actividades han de usar, de manera inexcusable, la información obtenida para el mejor desarrollo de sus obligaciones laborales. Citamos como ejemplos, entre otros, el trascendental trabajo de los policías, junto a la labor que desempeñan los investigadores científicos, los psicólogos y psiquiatras, los profesores, los críticos de arte, los comentaristas de cine, los escritores y un largo etc.  De todas formas, ante el estrés de la vida actual en que nos hallamos sumidos, es una saludable costumbre saber “parar” en los minutos del día, a fin de captar esos detalles, esos datos, esos mensajes, que nos son ofrecidos desde un entorno próximo o mediato. La información obtenida nos puede ser útil para muchas cosas pero, de manera especial, para comprender mejor el convulso mundo en el que nos ha correspondido vivir. 
 
Una apenas soleada mañana de Enero, me hallaba esperando la llegada del bus. En ese momento, había otras dos personas junto a mí en la parada. Una de ellas era una chica joven, que aspiraba el humo de su cigarrillo de manera compulsiva. A la llegada del autobús, antes de incorporarse al mismo, arrojó al suelo su cigarrillo que estaba aún a medio quemar. A escasos metros de ese lugar había una papelera y enfrente de la marquesina unos grandes contenedores de residuos. Cuando el bus inició su marcha, la colilla humeante quedó allí sobre el suelo, ensuciando de forma lamentable e incívica el pavimento y la pl ambientalástica ambiental. Esta parada del transporte municipal se encuentra situada muy próxima a mi domicilio. Por ello he de utilizarla casi a diario, a fin de trasladarme al centro de la ciudad o para hacer, posteriormente, algún transbordo entre buses.

En la mañana siguiente, de nuevo me encontraba en ese mismo lugar. En esta ocasión, no había nadie más que esperase la llegada del bus municipal. Sin embargo observé que un operario del servicio municipal de limpieza se encontraba en las inmediaciones, desarrollando su abnegada labor. Se trataba de un muchacho joven que limpiaba del pavimento las hojas caídas desde los árboles, los numerosos envoltorios y papeles arrojados al suelo, además de algunas colillas esparcidas sobre las losetas próximas. Me fijaba en el trabajo que con diligencia desarrollaba este joven operario. Destacaba por la pulcritud en el aseo de su celeste uniforme, así como la limpieza en sus zapatos deportivos. De la misma forma, mostraba su cuidadoso y limpio corte de pelo y un estilo, casi primoroso, en la forma de llevar a efecto su labor de barrido y limpieza. Su imagen algo me decía, aunque no sabía exactamente qué. Lo que desde un principio deduje, a través de esos detalles subliminares en la percepción, es que esa persona no parecía ser el típico hombre de la limpieza callejera.

Lo imprevisto vino a continuación. Nuestras respectivas miradas se cruzaron. Entonces se acercó hacía mí y con una sonrisa nerviosa me transmitió las siguientes palabras:

“Profesor ¿no se acuerda de mí? Bueno, han pasado ya… unos doce años, desde que hice mi ultimo curso de bachillerato en el Instituto donde Vd. impartía clase. Entiendo que, con el paso de los años y con tantos alumnos en la memoria, será complicado recordar a la totalidad de sus antiguos alumnos”.

Efectivamente, en principio tenía una imagen difusa de la persona con la que hablaba. Pero había algunos rasgos faciales, junto a las breves palabras que intercambiamos, que me hicieron reconocer al que había sido un buen estudiante en ese último curso de la Educación Secundaria. Quise conocer un poco más acerca de cómo le había ido, desde su marcha del Instituto, pero la inminente llega del autobús me aconsejó proponerle que podríamos hablar con más detenimiento en otro momento, cuando él hubiese finalizado su horario laboral. Quedamos para el día siguiente por la tarde.
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Pensaba que no me había equivocado, tras este agradable reencuentro con uno de mis antiguos alumnos. La aplicación de un poco de observación a los detalles, revelaba con claridad que esa persona, que tan bien estaba realizando su trabajo, no era el prototipo usual del operario que realiza esa digna actividad de mantener limpias nuestras calles. Esperaba con interés los minutos de charla que ambos habíamos acordado mantener.

Él y yo fuimos puntuales, ese miércoles tarde. A la hora emblemática de las cinco, habíamos elegido una cafetería / tetería, en la zona del centro histórico malacitano, muy cerca del afamado Museo Picasso. Valero, mi joven interlocutor, mostró, desde un primer momento, una admirable locuacidad en su capacidad expresiva.

“Profesor, ha sido una alegría volver a encontrarle, después de tantos años sin saber apenas nada de Vd. Fue allá en el 2002-2003, cuando compartimos el curso de la Selectividad. Saqué una buena puntuación en la prueba y emprendí la aventura universitaria. Estuve un año en Ciencias Empresariales, por influencia familiar. Pero aquello no era lo mío. En el curso siguiente quise ser fiel a mis preferencias y cambié de facultad. Desde siempre me han apasionado las letras. Hice Filología Hispánica, sin mayores problemas, carrera que terminé en el 2008. A nadie se le oculta que el problema de las salidas profesionales, en esta especialidad académica, se agudizó aún más, por el comienzo de esta terrible crisis económica que aún, de alguna forma, estamos padeciendo. Con mi título “a cuestas” me puse a buscar trabajo. Esa dura e ingrata aventura, que te hace aterrizar en la realidad.

Mi perfil estaba, obviamente, en el ámbito de la docencia. En los centros de titularidad privada me mostraban las carpetas que tenían, todas ellas llenas de solicitudes y expedientes a la espera. Y en la pública, unas listas de contrataciones, a las que por mis méritos y antigüedad, difícilmente podía acceder. A los "profes" que se jubilaban (Vd. conoce, mejor que nadie esta situación) no se les sustituía. Sus horas eran repartidas entre los compañeros que ya tenían plaza en el centro. En el difícil tema de las oposiciones, ahí sigo, pero las convocatorias han sido sacadas a cuentagotas. Ya sabe … con las plazas ofertadas, las posibilidades eran y son sumamente escasas.

Llevaba ya siete años sumido en esta depresiva dinámica, subsistiendo gracias a la cobertura de mis padres. Mi pareja también aportaba algo, con algunos ¨trabajillos" que le salían. La situación era ya desesperante, se lo aseguro. Y entonces surgió esta opción de la limpieza, hace más de un año. Me dije: ¿Y por qué no? Con treinta y un años, no había tenido aún la experiencia de un necesario y estable contrato laboral.

Probablemente se habrá extrañado al verme barrer las calles. Pero de algo tenemos que vivir. Lo hago con mi titulación universitaria colgada en las paredes de casa, con muchos cursillos realizados (ahora estoy mejorando el English, por las tardes. Acudo a una academia municipal) y sacando horas por la noche, con el temario de oposiciones…”

Pasamos un par de horas, sumamente agradables, de conversación. Le comenté que, en mi opinión, la decisión que había adoptado era sin duda inteligente. A final de mes podría llevar un sueldo a su familia, aunque ese salario procediera de una actividad que, obviamente, no cuadraba con la titulación y preparación superior que, con tenacidad, él se había labrado. Lo importante era seguir con su proceso formativo y preparatorio de esas oposiciones docentes que, más pronto o tarde, llegarían a convocarse. Entonces lucharía por una oportunidad laboral que, en este caso, si estaría acorde con sus preferencias y la titulación que sustentaba ese legítimo y comprensible deseo.

Ya en mi domicilio, contrastaba la realidad de este antiguo buen alumno, con la falsa propaganda que los dirigentes políticos realizan acerca de sus logros en la creación de empleo. Ya no es sólo la situación de aquéllos que siguen sin encontrar un puesto de trabajo, sino la dura evidencia de las personas que desempeñan un tipo de actividad que en modo alguno está acorde con la preparación y titulación que han recibido en sus años de formación. Y, en no pocas ocasiones, el propietario del negocio les exige una dedicación laboral que, lamentablemente, no retribuye en justicia al final de cada mes. “O lo tomas o lo dejas”. Y si reclamas, te enseñan la puerta, sin más miramientos. Al menos, Valero, se halla trabajando en una actividad de titularidad pública, aunque para llevar a cabo su labor de cada día, en modo alguno necesita toda la preparación universitaria que ha recibido durante el largo lustro de su formación.

Algunas semanas después volví a encontrarme con este joven, que desarrollaba su labor de limpieza por las calles de mi barriada. Intercambiábamos algunas palabras de ánimo y siempre ese proyecto que se dilataba en el tiempo para volver a reunirnos alguna otra tarde, a fin de tomar café manteniendo una amistosa conversación. Hasta que una noche sonó en mi móvil la llegada de un mensaje Whatsapp. La lectura de este largo texto me llenó profundamente de razonable alegría.

“Profesor, quiero que sea Vd. de los primeros amigos con quien compartir una agradable noticia. Siguiendo su consejo, pude hablar hace unos días con el Concejal de Cultura del Ayuntamiento. Le expliqué mi caso. Unos días después me llamó a su despacho. Viendo mi titulación universitaria, me ofrecía colaborar con la Escuela Municipal de adultos, en los cursos de alfabetización. Durante dos tardes a la semana, estoy enseñando a personas mayores, que quieren mejorar sus destrezas, especialmente en el lenguaje y en otros ámbitos del conocimiento. Esos días de clase me son intercambiado por mi tarea en la limpieza viaria. Y me ha prometido que me buscará algún otro puesto en Cultura, para que no tenga que volver a coger la escoba. Sé que esta información le alegrará. Gracias por sus consejos y palabras de ánimo. Un abrazo. Valero”.

En este contexto profesional de los trabajadores de la limpieza, desde hace algún tiempo me cruzo en las calles de mi barriada con una mujer joven que, al igual que Valero, realiza esa necesaria labor municipal de adecentar el descuidado e incívico comportamiento de algunos conciudadanos sobre las calles, plazas, aceras, jardines de nuestro entorno. Esta joven, llamada Salia, realiza su trabajo con un aseado uniforme del Ayuntamiento, extremando el cuidado de su cabello y el arreglo coqueto de su rostro. Percibiendo que soy vecino de la zona, cuando me cruzo con ella me devuelve el saludo del “buenos días” con amable deferencia. Precisamente, un vecino me comentó hace unos días las palabras que intercambió con la bella operaria. “Le dije: Srta. Con esa manifiesta belleza que Vd. posee ¿cómo no ha probado suerte en el mundo de las modelos profesionales u otro ámbito similar, donde la imagen tiene tan claro predicamento? Sólo me respondió con una sonrisa, dándome las gracias. Continuó desarrollando con esmero su labor”.

Cuando a veces me cruzo con Salia, observo que porta unos auriculares en sus oídos, conectados mediante cable a un pequeño aparato fijado con una pinza en el bolsillo de su uniforme. Probablemente un iPod conteniendo música. Es una forma inteligente y divertida de alegrar ese duro trabajo.

Esta época, que nos ha tocado protagonizar, ofrece contrastadas y numerosas  imágenes de personas “desclasadas” por la diacronía entre la profesión que desempeñan y la titulación o especialidad en el que fueron formadas. Y no hay que olvidar, también, los incalificables comportamientos de algunos empresarios, faltos de escrúpulos, que explotan y “maltratan” innoblemente los derechos de estos trabajadores (exagerados horarios no retribuidos, salarios insuficientes y lejos de la normativa, negación a darles de alta en la Seguridad Social, trato humano despectivo e incluso despótico). Y todo ello se permiten hacerlo ante la inacción o ineficacia de los servicios oficiales de inspección. ¿Hasta cuándo vamos a seguir soportando a estos nuevos caciques de la indignidad?



José L. Casado Toro (viernes, 29 Septiembre 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



viernes, 22 de septiembre de 2017

OCHO CARTAS Y DOS CALCETAS DE LANA, EN LA MEMORIA DE VOLUNTADES.

Aunque siempre hay un origen más o menos definido en los cambios de la tendencia económica, los ciclos positivos de actividad y los depresivos de contracción se ven también influenciados por elementos difícilmente inteligibles que nos sugieren un destino caprichoso en sus decisiones para la suerte de la mayoría social.

Cuando estamos completando los últimos años de la segunda década del Siglo XXI, parece evidente que en los parámetros de la macroeconomía hay un claro cambio de tendencia hacia la recuperación, lo que que nos anima a creer en una nueva fase de crecimiento: tanto  en la producción, como en el consumo y, por supuesto,  en la creación de riqueza. Es de lamentar que en la creación neta de empleo, específicamente los contratos de larga duración, la tendencia aún es dubitativa, pues el trabajo ofertado es sólo para períodos muy limitados, a lo que se añade una rígida e “injusta” legislación para el despido (claramente a favor del capital empresarial) y una legislación laboral con derechos aún muy recortados para la clase trabajadora. El porcentaje de paro actual en nuestro país aún ronda la inquietante e inasumible cifra del 20 % de la población en edad laboral, datos aún muy alejados con respecto a los países que caminan con diligencia por la senda de la plena recuperación.

A pesar de estos condicionantes, ya vuelven a verse en las ciudades españolas grandes grúas trabajando a buen ritmo. Ello hace posible la generación de nuevos edificios y esa positiva dinamización de la economía derivada de la actividad constructora, sobre muchos solares que han estado vallados y olvidados durante todos esos años de la crisis económica más reciente que el mundo ha conocido y padecido.

Es evidente que la actividad constructiva no sólo pone el punto de mira en la generación de grandes manzanas de viviendas, sino también sobre muchos pisos de segunda mano que son comprados a fin efectuar sobre ellos las necesarias y urgentes reformas. El instrumental constructivo también opera sobre esas antiguas casitas unifamiliares que hoy son derribadas a fin de levantar pequeños bloques de viviendas, en función del espacio y la normativa municipal para la altura de las nuevas edificaciones. Y aquí comienza precisamente nuestra historia, en la que se mezclan valores, comportamientos, recuerdos y voluntades, sin olvidar la mano caprichosa de la suerte, el azar o ese destino del que hablábamos, siempre incierto e inesperado con el misterio de sus complejas decisiones.

Gran parte de los cincuenta y dos años que en la actualidad tiene Edalio los ha dedicado a trabajar, bajo el sol y la lluvia, en el ámbito de la construcción. Hijo y nieto de albañiles, desde los diecisiete años de edad ha estado vinculado al cemento, a la arena, al ladrillo, al pico y a la pala, aprendiendo y ejercitando el manejo de todos los instrumentos y máquinas que son utilizados en ese duro y necesario oficio de levantar estructuras para la habitabilidad de los humanos. Cientos y cientos de familias viven hoy en casas en las que él, junto a sus compañeros del tajo, han aportado horas y horas de esfuerzo laboral. En estos últimos años, los capataces le han ido encomendando trabajos más llevaderos para el esfuerzo, en función de su edad y las “cicatrices” que ya acumula su fornido cuerpo: tanto llevando la carretilla y poniendo hiladas de ladrillos, como preparando el hormigón o transportando sobre sus hombros los sacos del yeso y cemento. En esas y otras funciones, siempre ha demostrado su laboriosidad y responsabilidad, reconocida y aplaudida por sus compañeros, jefes y superiores. En la actualidad tiene encomendado el manejo electrónico de las grúas y también conduce y articula la controlada potencia que desarrollan las palas excavadoras. 

En esta soleada mañana de otoño, el esforzado operario se encuentra derribando los viejos muros de una casita mata, ubicada en una barriada de la zona oeste de la ciudad. Sentado en su pequeña cabina, articula los mandos de la gran pala excavadora que golpea con toda la fuerza las paredes de una modesta vivienda unifamiliar, rodeada desde hace años de otros grandes bloques con numerosas plantas de pisos y apartamentos. Amontonando los cascotes de hormigón, los ladrillos y los herrajes en una de las esquinas del solar, observa como la pala de su vehículo se enfrenta a una gran losa. Esta gran tapadera parece cubrir una especie de depósito bajo el suelo, utilizado tal vez para acumular agua o servir de pequeño habitáculo o sótano, para la familia que aquí residía. Aunque la gran losa resiste en principio los repetidos impactos, finalmente se resquebraja ante la fuerza del mecanismo móvil.

Edalio conoce algunos datos de esta vivienda que ahora están convirtiendo en un árido solar. Siempre le ha gustado comentar con sus superiores, en los minutos del desayuno o durante esa hora para reponer fuerzas con lo que lleva preparado en la fiambrera, para la comida del mediodía, acerca de la obra o el edificio que están construyendo, reparando o, como en este caso, derribando. Genoveva, su mujer, se esmera en cocinarle ese filete empanado, las patatas cocidas y aliñadas que tan bien le salen y añadirle esa pieza de fruta, bien cortada, pues conoce la escasa habilidad y pereza de su marido para manejarse con las frutas de pelar.

Adrián, un capataz que suele estar muy bien documentado (la típica persona un poco “cotilla”) le explicó que esa casita pertenecía a un matrimonio bastante mayor. Tras el fallecimiento reciente de su propietario Aquiles, su esposa Mariana, con ciertos problemas de movilidad había accedido a irse a vivir con la mayor de sus hijas, Diana, que vive sola tras la separación matrimonial que hubo de afrontar. Ella y sus otros dos hermanos han presionado a su madre para vender esa casita de su propiedad. El solar fue adquirido al fin por una empresa constructora, con el objetivo de edificar pequeños pisos o apartamentos de un único dormitorio. La zona donde está ubicado ese suelo se encuentra muy bien situada y el metro cuadrado construido sale bien rentable para su comercio en el mercado inmobiliario.

Dada la hora en que sucede el encuentro con la gran loseta, Edalio piensa que lo más urgente era echar los escombros de la tarde en una camioneta que esperaba junto al solar. Una vez terminada su labor y antes de marcharse a casa, dedica unos minutos a ver qué hay debajo de la gran loseta, resquebrajada por el impacto repetido de la pala. Aparta unos cascotes y mira hacia el interior del pequeño habitáculo que estaba cubriendo. Observa que en ese espacio, del tamaño de medio barril sólo hay bastante suciedad. Con una barra de hierro remueve las piedras y los escombros que habían caído en su interior descubriendo, para su asombro una caja de madera, color caoba. Su tamaño sería similar al de esas cajas de cartón que hay en las zapaterías, para guardar los números grandes que calzan los caballeros. Tentándole la curiosidad (sus tres compañeros de tajo ya se habían marchado) sube a la superficie ese inesperado descubrimiento.

Al abrirlo (rompiendo con un martillo la cerradura) su sorpresa fue aún mayor. Se encuentra con dos grandes calcetines de lana beige, ambos llenos de billetes y monedas, de aquellas que se utilizaban en España antes de la llegada del euro. Por los fajos de dinero en papel y por las monedas de cien y cincuenta pesetas, deduce que allí hay un buen capital. Junto a esas grandes calcetas, hay un pequeño fajo de cartas franqueadas: cuenta hasta ocho sobres para el correo, todos ellos devueltos a su remitente.

Aquella noche apenas puede dormir. No sabe qué hacer con esa caja de madera y su contenido, que, por una débil tentación, se ha llevado a casa. A la mañana siguiente se levanta bien temprano, sin apenas haber podido conciliar el sueño salvo en pequeñas “cabezadas”. El fornido albañil es una persona de buena voluntad y primario carácter. “Toda la vida trabajando como un mulo y ahora, que tengo la oportunidad de darme un buen capricho, la conciencia me remuerde  pues me está diciendo que ésto no se debe hacer”. Cuando su Geno se levanta, a fin de prepararle el tazón de café con leche y el bollo tostado con aceite que suele tomar para desayunar, le confiesa todo lo que le ocurrió ayer tarde en la obra. Su mujer, con los ojos aún llenos de lagañas y con sus encanecidos cabellos desordenados y grasosos por el calor de la noche, tras guardar apenas diez segundos de silencio, le dice:

“Anda, no seas tan tonto y necio, como siempre. Lo primero que tienes que hacer es contar el dinero que hay en los calcetines. Me dices que son pesetas, de las de antes. Pero esas monedas las llevas a un banco y te las cambian por euros. Y las cartas, si no las quieres leer, las echas a las brasas de la candela. Que hoy tengo que preparar un buen puchero. De todas formas, harás lo de siempre. Te conozco, para mi desgracia, bastante bien. ¡Puñetas de honradez! Eres un cabezón que nunca saldrás de pobre. Te voy a preparar el tazón del desayuno, que capaz eres de llegar hoy tarde al trabajo con esa historia de la caja y el dinero”.

Pero Edalio es como es. Una persona que sabe bien distinguir lo que está bien de aquello que nos puede hacer enrojecer. A pocos minutos de las ocho de la mañana, ya se encuentra en la obra. Llama al capataz Adrián y le entrega una bolsa que contiene la misteriosa caja de madera. En ese momento, su jefe inmediato estaba hablando con uno de los aparejadores. Los dos, tras recibir la breve explicación del honrado albañil, se comprometen a llevar al director de la constructora el curioso descubrimiento que hizo la tarde anterior el operario.

Cuando Cecilio Baltanás, el propietario de la inmobiliaria recibe la bolsa con la caja de madera, se encierra en su despacho. Lo primero que hace es contar la cantidad de dinero que está guardado dentro de los dos calcetines altos de lana. Esa contabilidad le lleva hacerla unos diez minutos, pues se recrea analizando las antiguas pesetas y las ilustraciones de los antiguos billetes de curso legal. Después toma en sus manos los ocho sobres. Comprueba que todos están dirigidos a la misma persona, un tal Benito VIllaldrás. En el frontal de cada sobre hay un sello indicativo de que el envío ha sido devuelto por ausencia del destinatario. La remitente también, en todos los casos la misma persona, una mujer que firma con el nombre de Mariana. Evidentemente, se trata de la señora mayor que ha vendido la propiedad del inmueble.

Hay siete sobres cerrados y otro más que en su momento fue abierto. Tras dudar durante unos minutos, puede más su curiosidad y lee detenidamente el contenido caligráfico de la hoja de libreta cuadriculada donde está escrito el mensaje. De manera evidente, la ortografía, redacción y caligrafía denotan una autoría perteneciente a una persona de muy limitados estudios. Queda profundamente impresionado por el contenido de la cuartilla, escrita por ambas caras. Se toma parte de la mañana para reflexionar sobre el caso (cursó en su momento la licenciatura de derecho y empresariales). Esa misma tarde decidió realizar unas llamadas de teléfono, a los tres hermanos, hijos de la señora Mariana. Les ruega acudan a su despacho, cuando les sea posible, pues tiene algo importante que comunicarles.
Con la mayor premura, los tres hermanos se ponen de acuerdo para estar en la inmobiliaria a las 7:30 de la tarde. Están intrigados, e interesados al tiempo, acerca de las misteriosas palabras que les ha comentado por teléfono el propietario de la empresa que ha comprado la antigua vivienda de sus padres, a fin de derribar la casa y edificar unos apartamentos.

Extremando la puntualidad, a la hora fijada Diana, Efrén y Héctor se hallan sentados en el despacho de Sr. Baltanás, al que lógicamente ya conocen. Se trata de un sesentón regordete, con alopecia banalmente disimulada y muy ceremonioso en sus formas expresivas y empresariales. Siempre les llamó la atención la longitud de sus pobladas patillas, que les hacía recordar la imagen histórica de un aguerrido bandolero de Sierra Morena.

“Buenas tardes. Les agradezco encarecidamente su pronta presencia y disponibilidad. Ayer tarde, un operario de mi empresa, mientras trabajaba con una pala excavadora en la vivienda que su señora madre nos vendió, se topó con una plataforma o tapadera de hormigón, que cubría lo que aparentemente había sido usado como aljibe o pozo ciego, en la zona de la cocina de la vivienda. Comprobando el interior de ese habitáculo, descubrió entre los escombros esta caja de madera, color caoba, que Vds, están contemplando. Esta misma mañana la ha entregado al jefe de obra, que me la ha traído de inmediato con la mayor y honrada diligencia.

Por mi responsabilidad, sobre la propiedad actual del inmueble/solar, me he visto obligado a conocer su contenido, del que muy probablemente no tengan Vds. conocimiento y que, obviamente, les pertenece. Digo esto porque, en la firma del contrato de transmisión de la propiedad, pude conocer el estado actual de su señora madre, Doña Mariana, con unas muy limitadas facultades físicas pero sobre todo mentales, a la que deseo, con el sentimiento más noble y profundo de mi corazón, todo lo mejor, por supuesto. 

En el interior de la caja hay dos grandes calcetas de lana, conteniendo monedas y billetes del antiguo curso legal. Exactamente suman 850.000 pesetas. Unos cinco mil cien euros, haciendo un cambio aritmético. Entiendo que son unos ahorros paciente y admirablemente reunidos por sus padres.  Observo, por la expresión de sus rostros, que no tenían conocimiento de todo lo que les estoy contando. Como les decía antes, ese dinero les pertenece. Supongo que en el Banco de España les pueden hacer el cambio correspondiente, a la moneda de curso legal.

Pero es que además había un pequeño fajo con ocho cartas. Sólo una de ellas estaba abierta. Las otras permanecían cerradas y devueltas al remitente, en este caso Doña Mariana. Por imprudencia, mi secretario ha leído esa carta abierta, hecho que repruebo y del que les pido las más sinceras excusas. Lógicamente , como director de la empresa y propietario actual del solar, este empleado me ha transmitido, básicamente, el contenido de esa misiva. Es un historia de naturaleza privada y que, en mi opinión, de una cierta gravedad para su estabilidad emocional. Vds. me indican lo que hago con estas cartas: se las entrego, les digo el contenido de ese sobre abierto, o se destruyen … Lo que sí les quiero avisar, por responsabilidad (soy también abogado) es que el contenido de esa misiva puede afectarles emocionalmente con gran intensidad en sus vidas”.  

Los tres hermanos pidieron unos minutos de intimidad para poder hablar entre ellos. Cecilio les dejó solos en su despacho para que libremente tomaran la mejor decisión al respecto. Pasados unos quince minutos, Diana reclamó su presencia y en presencia el empresario habló a sus hermanos.

“Como hermana mayor, he leído el contenido de esa carta abierta hace unos minutos. Quiero deciros que nuestra madre tuvo, durante una parte de su matrimonio, una secreta relación con otra persona ajena a nuestro padre. Por el contenido de ese texto, le transmitía a esa persona (sé quien era, pero también os digo que ya dejó de existir) que él era el padre del hijo o hija que estaba en su vientre. Como la carta no lleva fecha manuscrita, es difícil concretar a qué hijo se refiere. Lo cierto es que uno de nosotros tres es hijo/a de ese señor. (silencio profundo. Se miran los unos a los otros).

Quizás en las demás cartas se aclare la paternidad exacta de este hombre. Por mi parte, no quiero remover más esa vida pasada de nuestra madre, hoy muy limitada física y mentalmente. Pienso y propongo que esas cartas deben ser destruidas. Nos hemos criado como tres hermanos de la misma sangre y remover todo nuestro pasado sería hacernos sufrir inútilmente. Por mi parte considero, desde lo más íntimo del corazón, que tengo dos hermanos y vosotros tenéis una hermana. Eso es lo verdaderamente importante. Esto es lo único que nos debe importar”.

Después de esta exposición tan reflexiva y sensata, por parte de Diana, Efrén y Héctor asintieron en el mismo sentido. Miraron con seriedad y aceptación a Cecilio, autorizándole implícitamente a que destruyese esa y el resto de las cartas. El abogado empresario así lo hizo, pronunciando unas  breves palabras: “demostráis una gran humanidad y comprensión hacia vuestra madre. Os admiro profundamente. Es mejor olvidar, porque así seréis más felices. Yo me voy a encargar que las pesetas de estas calcetas se conviertan en euros. Esos 5.100 euros los voy a completar hasta los 6000 para que se os entreguen a cada uno de vosotros un cheque de 2000 euros y hagáis con ese dinero lo que estiméis más adecuado”.

Los tres hermanos volvían a sus respectivos domicilios en silencio, pero caminando relajadamente. Diana les comentó, antes de separarse: “este fin de semana venís con vuestras familias a comer a casa. Nos haría a todos bien. Yo me encargo de prepararlo todo”. Se dijeron adiós con sendos besos y unas cálidas sonrisas. Mientras, en el domicilio de Edalio, Genoveva decía a su marido unas palabras llenas de resignación: “Llevamos casados veintisiete años. Eres así y no vas a cambiar en la madurez. Tengo que aceptarte como eres. Dicen que la honradez es una forma de riqueza. Lo mejor será creernos esta frase. Anda, vamos a cenar…”


José L. Casado Toro (viernes, 22 Septiembre 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


viernes, 15 de septiembre de 2017

MISTERIOSO REENCUENTRO, EN UNA TARDE DE LLUVIA.


Esos inesperados y refrescantes cambios del tiempo, en el ocaso meteorológico de un largo y tórrido verano, suelen ser bien aceptados por la ciudadanía. Efectivamente, la gente agradece, con el mejor talante posible, unas primeras y refrescantes gotas de lluvia que anuncian, traviesa y alegremente, la inminencia de un otoño siempre con semblante renovador. Álvaro fue uno de esos centenares de paseantes que, vestido con short y polo veraniego, hubo de refugiarse en un “generoso” portal pues, aunque nublado, el día no había amenazado con precipitaciones inminentes: el paraguas aguardaba en la tranquilidad de su casa. Tenía que extremar un cierto cuidado en no mojarse, pues esas primeras gotas le cogieron con la cámara fotográfica en sus manos. No era cosa de perjudicar su complicado artilugio electrónico que debe ser bien cuidado. En realidad ya había hecho las principales tomas para ese pequeño reportaje ya elaborado, quedándole sólo por añadir  algunas imágenes ilustrativas de la zona. Esperaría a que cesara esa continua llovizna, mientras observaba a los más jóvenes desafiando con bromas y chascarrillos la micro ducha callejera en los días finales de Agosto.

Lo que suponía como sólo “cuatro gotas” alocadas e intempestivas se hizo mucho más extenso, tanto en la duración como en su intensidad hídrica. En realidad no tenía motivos para las prisas, por lo que aguardó con paciencia a que la precipitación amainara hasta su final. Seguía allí divertido, contemplando el contrastado panorama, bien refugiado en su acogedora “garita” protectora. Algunos de los viandantes apresuraban su paso, otros buscaban con celeridad esos escasos árboles que están siempre alejados cuando apremia su necesidad e incluso ya aparecían los primeros paraguas de la temporada, dibujando esos polígonos móviles que hermanan las tonalidades frías o cálidas del muy extenso espectro cromático.

En un instante concreto percibió que, entre las personas que transitaban, una mujer se le quedaba mirando con destacada fijeza.  De inmediato, la curiosidad de esa persona se tornó en una amplia e intensa sonrisa, marcando con su mano izquierda (la diestra portaba una especie de mochila beige) un muy alegre saludo. Hizo un breve ademán, como iniciando su parada, pero continuó su camino musitando unas palabras que le resultaron ininteligibles. La acústica del agua sobre las losetas del suelo, los comentarios de las gentes sentadas y resguardadas en las terrazas de las cafeterías, restaurantes y bares cercanos, junto al chapotear de las pisadas sobre los ya pequeños charcos de agua, impidieron entender el significado de aquéllas seguramente amables palabras.

La joven estaría en su treintena avanzada de edad, tenía el cabello castaño oscuro recogido y llevaba gafas de montura negra, blusa celeste, blue jeans bastante ceñidos súper skinny y sandalias de piel muy descubiertas. Su actitud, durante esos escasos segundos, fue la de reconocer bien a la persona que saludaba y, por el sentido de sus sonrisas, parecía que dicho conocimiento no era superficial. Sin embargo Álvaro, por más vueltas que le daba a su memoria, desde el providencial escalón del portal que le cobijaba, no acertaba a concretar quién era aquella chica. Por más esfuerzos que realizaba, llegaba siempre a la conclusión de que no había tenido contacto alguno con esa persona que tan afablemente le había saludado. Al menos, no era consciente de ese conocimiento.

“Igual me ha confundido con otra persona” se dijo, no dándole más importancia al fugaz encuentro. Aunque la caída de la lluvia no cesaba, su intensidad iba paulatinamente decreciendo. Aprovechó un momento en que las nubes se tomaron un descanso para abandonar el portal protector y a paso ligero se dirigió hacia una parada de bus bien cercana. Allí aguardó la llegada de una de las líneas que le dejaría cerca de su domicilio. Ya en casa, dedicó el resto de la tarde hasta la cena para trabajar y retocar las fotos visionadas en la pantalla de su ordenador.

Unos días más tarde, Álvaro, titulado con el grado universitario en Ciencias de la Comunicación, desayunaba en una cafetería cercana al apartamento donde residía, situado en el más antiguo y romántico corazón madrileño. Minutos después entregaría en mano un recién acabado trabajo que pacientemente había elaborado para una agencia de noticias y publicidad. El reportaje era uno más de todas esas colaboraciones periódicas que le permitían “ir tirando” en ese difícil camino por encontrar un trabajo más estable, en el seno de una profesión con tan elevada competitividad. Mientras partía en trozos pequeños la tostada con aceite que le habían servido, una voz femenina le hizo volver su cabeza hacia la izquierda de la mesa que ocupaba.

“¡Qué alegría, Álvaro, volver a encontrarte esta mañana! ¿Me reconoces, verdad? soy Elena.  La otra tarde, en medio de la lluvia, te reconocí, cuando estabas en el portal de aquella casa. Me iba a parar a darte un abrazo, pero llevaba el tiempo justo para una cita pendiente. Ahora, la casualidad ha querido que nos volvamos a ver, después de todos estos años que han pasado desde que terminamos nuestra licenciatura ¿creo que diez años ya o tal vez once? Pero vamos, cuéntame como te van las cosas…”

Me esforcé, en todo momento, en ser amable y receptivo, con esa sonrisa teatralizada que tantas veces somos diestros en aparentar. Efectivamente era una vez más la chica de la otra tarde, cuando comenzó a llover y me tuve que proteger en aquel oportuno portal. Ahora me ofrecía su nombre (demostrando también conocer el mío) y concretaba bien los años que habían pasado desde que terminé mi grado en periodismo. Tal vez era a consecuencia de algún lapsus en mi memoria, facultad que desde siempre me había dado muy buenas respuestas. Pero, en esa nueva ocasión, continuaba sin encontrar referentes que me hicieran recordarla entre las compañeras de promoción. Aún así, traté de disimular lo mejor que pude ese estado de desorientación en el que me hallaba.

Me comentó que ya había desayunado. Sin embargo, se mostró muy feliz de poder sentarse junto a un antiguo “y querido” compañero, aceptando disfrutar una nueva taza de café, infusión a la que era muy aficionada ya que, según decía, le permitía soportar todo el estrés que le producía su trabajo actual en una agencia de seguros.

“Entonces te vas manteniendo con esas colaboraciones en distintas agencias y medios de comunicación ¡Qué suerte tienes! El trabajo en lo nuestro está casi imposible. Un día me llegó esta posibilidad de los seguros e inversiones y aquí sigo. Es una buena empresa, pero mi vinculación con la misma es sólo como agente asociada. He tenido que sacar mi propia acreditación como “empresaria autónoma” y ellos me entregan unas líneas de actuación para la captación de clientes. Me pagan en función de aquellos contratos que logro negociar, en una gama de seguros o movimientos financieros de lo más variada que te puedes imaginar. Fíjate que el campo donde estoy encontrando actualmente una mayor rentabilidad es en el de las mascotas, específicamente en los perros y otros animales de raza. Tú siempre fuiste un buen aficionado a los animales, no lo he olvidado ¿Sigues conservando aquél viejo y grandote San Bernardo, de cuando vivías con tus padres?” 

Resultaba curioso que Elena se acordase del todo nobleza y muy querido “Claus”, por cierto aún con vida, en la casa rural de mis padres, no muy lejos del Veleta, en la Sierra Penibética granadina. Intercambiamos direcciones electrónicas y quedamos en vernos con más tranquilidad, para compartir juntos una cena. Confiaba que, hasta ese momento, la respuesta de mi memoria fuera más eficaz con respecto a esta compañera misteriosa que conocía tantos datos de mí y sin que yo pudiera decir lo mismo con respecto a su persona: una auténtica desconocida, aunque  yo hacía esfuerzos para que no se me notase en demasía. Seguro que ella se daba perfectamente cuenta de mi desorientación.

Esa misma noche recibí en mi ordenador un correo electrónico, en el que esta antigua amiga ¿? me adjuntaba una foto de la época universitaria. En la imagen yo aparecía sentado, aparentemente estudiando, junto a otros amigos y compañeros de la facultad. En uno de los ángulos de la foto estaba Elena, compartiendo algo divertido junto a unas chicas. Era una foto que yo no conocía, pero que alguien haría en un salón anejo a la cafetería, espacio éste dedicado a lugar de encuentro y estudio, obviamente no tan serio y silencioso como una biblioteca. En aquella época llamábamos a este gran salón la “ligoteca”, por las  divertidas relaciones afectivas que promovía tan visitado y animado lugar. Tanto ella como mi persona mostrábamos un semblante mucho más joven. La foto podría tener entre unos doce/catorce años de antigüedad. La dedicatoria o texto que completaba el  correo era bien explícita: “Esta foto podrá ayudarte a refrescar los recuerdos. Fueron tiempos afectivamente inolvidables en nuestras  jóvenes vidas“.

Fueron pasando las semanas y los días, mientras uno y otro continuábamos con nuestros quehaceres habituales. Era frecuente que algunas noches yo le comentara, vía electrónica, acerca de mis reportajes y colaboraciones con la agencia mediática, mientras que mi amiga me explicaba y divulgaba acerca del complicado mundo de los seguros y las inversiones (su empresa parece ser que era filial de un poderoso grupo o consorcio financiero). Una tarde quedamos para merendar. Elena quería comentarme una muy interesante y rentable posibilidad inversora. Desde un principio me indicó que se trataba de una operación con un  cierto riesgo, pero que los “frutos” económicos podían llegar a ser verdaderamente  espectaculares.  Se trababa de comprar unos bonos, que avalaban inversiones en el mercado de las joyas, combustibles y productos farmacéuticos, títulos financieros con una posibilidad de venta inmediata, según me afirmaba. Sólo se ofertaba a personas de especial confianza, pues la rentabilidad de las operaciones alcanzaba cifras inauditas para una época de crisis: entre el 12 y el 15 %. Por lo que pude entender, operaban en la zona del Cáucaso, sudeste asiático y Australia, de manera específica.

“Me has comentado que tus padres, dada su avanzada edad, quieren vender parte de vuestros terrenos en la Sierra granadina. Piénsatelo, pues es una posibilidad muy atractiva para invertir algún dinero en estos títulos, que están reservados en el mercado internacional sólo para clientes muy señalados y de absoluta garantía. Habla con ellos y explícales estas operaciones que pueden ofrecerles una vejez segura y con suculentos beneficios. Te aseguro, por más que te extrañe, que en todo Madrid no habrá más de unos cincuenta personas que conozcan esta impresionante y valiente aventura financiera.

“Y tú qué papel ocupas, en toda esta complicada estructura económica que me ofreces?

“Esperaba esa pregunta, querido Álvaro: ¿por qué yo ….? (segundos interminables de silencio). He de confesarte que mantengo una relación sentimental con una muy importante persona, pero no te puedo decir más. Por favor no insistas en esta línea, pues es un asunto muy delicado que afecta a nuestra privacidad. Lo que te estoy ofreciendo es la cuota afectiva a unos años en que luché secretamente por tu personas, aunque fracasé… (sonrisa profundamente entristecida). Tú no te diste cuenta de nada. Tal vez fue lo mejor para ti. El destino, como tantas veces sucede … decidió.”

Álvaro se sentía un tanto desconcertado ante la aparición de Elena en su vida. Por más vueltas que le daba, no lograba entender los comportamientos y vínculos de esta mujer con su persona. Ella siempre tenía una buena respuesta ante las dudas que le planteaba. Efectivamente hubo compañeros de promoción que no aparecían en la orla fotográfica de final de carrera. Declinaron hacerse la foto por diversos motivos. Así respondía Elena a la pregunta de su antiguo amigo y compañero de facultad, sobre ese explícito documento gráfico. Y ahora, con el nuevo reto de estas confidencias inversoras, atractivas pero al tiempo inquietantes por el riesgo que conllevaban. A pesar de las palabras tranquilizantes que sabía transmitirle  la incisiva autora de la propuesta. Aún con estos antecedentes decidió hablar con sus padres, quienes mostraron sus recelos y dudas a invertir parte de su patrimonio económico en unas operaciones que veían poco claras. “Documéntate lo mejor que puedas, pues podemos darnos un buen resbalón, perdiendo un capital que nos ha costado años y esfuerzos poder acumular”.

En este contexto, los acontecimientos se “dispararon” en el camino neblinoso de la incertidumbre. De la noche a la mañana, la enigmática Elena “desapareció” de su vida. inexplicablemente casi por encanto. Dejó de llamarle. Su teléfono tampoco respondía. Al igual que el whatsaap y el correo electrónico. Verdaderamente todo lo relativo a esta mujer había estado envuelto en la nebulosa del misterio, desde aquella tarde lluviosa, en que “apareció” con el protagonismo de los recuerdos. Pasaron semanas y meses, sin que su contagiosa sonrisa volviera a llamar en la puerta amistosa de su confusión. Algunas de las noches, en los incómodos momentos de insomnio, llegaba a preguntarse si había existido realmente la persona de Elena o todo era un desvarío críptico de su poderosa imaginación.

Una azulada y gélida mañana de Noviembre, mientras que entregaba un curioso reportaje fotográfico sobre los cierros de antiguos edificios en los más tradicionales barrios del Madrid decimonónico, Wenceslao, encargado de la sección financiera en la agencia, se le acercó portando un libro en su mano.

“Álvaro, te traigo un interesante libro que compré el pasado verano. Lo debes leer pues en él puedes hallar muchas respuestas a la curiosa y misteriosa historia que me contaste, mientras desayunábamos hace un par días en la cafetería de Callao. El título es bastante sugerente y explicativo: LA PRIVACIDAD VULNERADA. EL SEGUIMIENTO CLIENTELAR A TRAVÉS DE INTERNET. Lo tenía en casa y me acordé de su contenido al conocer la historia de tu “desconocida” compañera Elena. Básicamente, en sus páginas se explica cómo hay empresas especializadas en acumular una rica y poderosa información sociológica, acerca de determinadas personas. Esta detallada información la van ofertando a grupos de inversión, que operan a nivel mundial, para utilizar sus datos en la captación de  posibles clientes a los que vender, estafar o incluso extorsionar.

Por alguna razón que desconocemos, tú has podido estar en el objetivo de estas sociedades de acción globalizada, a fin de poder atraparte en su malla delictiva, utilizando los medios personales y tecnológicos más sofisticados. La propia Elena ha podido ser un elemento más de esa maquiavélica operatividad. En un momento concreto dejaste de estar en el interés focal y preferente de estas mafias, y se apartaron de ti con la misma rapidez como se te acercaron. Operan con muy buenos contactos y olfatean el peligro para sus intereses con acelerada presteza. La propia Elena estará, en estos momentos, cumpliendo otra misión, quizás a cientos de kilómetros de este despacho. Tampoco olvides que utilizando un buen programa informático, se puede añadir la imagen falseada de una persona en una fotografía digital.  A buen seguro, la persuasiva y sonriente Elena nunca fue tu compañera de facultad”.-

José L. Casado Toro (viernes, 15 Septiembre 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga