viernes, 26 de febrero de 2021

CELESTE Y AZUL. LA SEÑORA DEL PAÑUELO BLANCO.


Entre los numerosos y contrastados espacios urbanos, hay una zona que recibe todo el aprecio y la valoración por parte de la ciudadanía. Este preciado y más o menos amplio territorio está compuesto por la suma de todas aquellas áreas dedicadas de manera especifica a zonas verdes. Esta muy necesaria (imprescindible, habría que decir) masa vegetal está integrada por el gran o principal parque que existe en casi todos los municipios, al que hay que sumar todos aquellos jardines que, con desigual tamaño, se hallan repartidos por las distintas barriadas. Este saludable conjunto natural, además de aportar valores cromáticos y de lúdico esparcimiento, tanto a niños como a mayores, constituye el gran pulmón natural que limpia y purifica la atmósfera (normalmente contaminada o viciada por la densidad del tráfico viario) que los habitantes de esas ciudades respiran. Aunque puede haber algún tipo de titularidad privada en estas zonas verdes, en su amplia mayoría son bienes comunales, que pertenecen lógicamente a la colectividad municipal.

Centrándonos de manera específica en el gran Parque de la ciudad, vemos en él distintas zonas puntualmente señalizadas. Entre todas ellas, la que generalmente resulta más apetecible, concurrida y alegre es aquella dedicada a la infancia. En el interior de la misma podemos ver a los niños y niñas de la primera edad, que utilizan para su esparcimiento el conjunto de juegos instalados por el Ayuntamiento (columpios, casitas construidas de madera, metal y plástico con distintas dependencias, toboganes, caballitos que se cimbrean con el movimiento, artilugios que cuando son girados producen sonidos musicales, etc.  Todos estos elementos instalados para la diversión infantil se encuentran pintados de vistosos colores y han sido construidos siguiendo estrictas normas de seguridad. Los críos también juegan en la arena o en la tierra de albero, aunque hay espacios que tienen suelos cubiertos con planchas de caucho o goma, procedentes de neumáticos triturados y reciclados, evitándose así que los niños puedan hacerse daño en sus carreras o caídas. Normalmente, suele haber en un ángulo de ese parque infantil una fuentecilla o grifo que, mediante la pulsación de una tecla, emana agua potable, a fin de que los usuarios puedan beber.

Resulta imprescindible que estos parques infantiles tengan “anclados” varios árboles en su perímetro, para la necesaria y agradecida sombra en las estaciones o días de intensidad térmica, además de las masas florales que esparcen el aroma, el color y las formas vegetales, que tanto valoran los usuarios de estos recintos. Las madres, padres, abuelos u otros familiares vigilan y controlan los juegos y actividades de los más pequeños, que corren, saltan y utilizan algunos de los juguetes que han llevado consigo, como bicicletas, patinetas, pelotas de goma y todo tipo de muñecos y peluches. Estos familiares, además de controlar los movimientos de los pequeños, se ocupan de repasar los periódicos, gozar un buen rato de lectura, hacer punto, completar crucigramas y por supuesto mantener conversaciones con otros adultos que también pueblan el espacio infantil.    

Un personaje que no suele faltar, dentro o en los aledaños de estas alegres zonas, es la muy agradecida figura del vendedor de chucherías. Suele ser un hombre o mujer, generalmente de avanzada edad, que pone a disposición de los niños y sus familiares caramelos, pipas de girasol, cacahuetes, regaliz, gusanitos,  barquillos de dulce y, además de todas esas suculentas  golosinas, bolsillas con alimento para las aves, como el alpiste o los granos de trigo. Por supuesto que en la época en que el calor arrecía, no falta tampoco el puesto muy demandado de los sabrosos y variados helados.

Para los usuarios de uno de estos parques infantiles, resultaba familiar la imagen de una señora, probablemente anclada en su quinta década vital, que acudía sola todas  las tardes al jardín de los niños y que cubría su cabeza con un pañuelo de seda blanco. En invierno llegaba a eso de las cuatro, mientras que en verano su “esperada” aparición se producía un par de horas después.

La buena y sonriente señora permanecía en esta lúdica  zona  entre dos y tres horas, pues parecía no tener prisa u otros asuntos que hacer. ¿Por qué los pequeños aguardaban con impaciencia la llegada de Celeste (así era también el color de sus ojos) un día tras otro? El motivo de esta espera era porque, nada más entrar en la zona de los juegos, acudía aplicando un paso lento y casi majestuoso al puestecito de los caramelos, a fin de comprar algunas chucherías que, una vez sentada en su banco preferido (a la sombra de un viejo roble) se prestaba a ir repartiendo entre los numerosos niños que se le acercasen. Cada tarde solía elegir una chuche diferente, ya fuese el gran paquete de palomitas de maíz, las bolitas de caramelos o ese gran cartucho de pipas tostadas de girasol, por supuesto de aquéllas que no teni﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽adida. ho de pipas, por supuesto de aqu un viejo roble, se prestaba a repartir entre los niños que se le acercasen. Fuían sal añadida.

Además de repartir las dulces golosinas, gustaba de dialogar con los pequeños, entre las miradas complacidas de sus madres o padres, haciéndoles algunas sencillas preguntas: “¿Y tú cómo te llamas? ¿Tienes muchos hermanitos? ¿cuál es el juego que más te divierte? ¿Sabes ya leer? ¿Te gustan los dibujos animados? ¿Te has portado bien hoy o te han tenido que regañar? Muéstrame con los dedos ¿cuántos añitos tienes? ¿serías capaz de enseñarme, mañana u otra tarde, algún dibujo que hayas hecho tú con los lápices de colores? El resto del amplio tiempo que disfrutaba en el parque lo dedicaba a observar, con una amplia sonrisa que siempre llevaba expresa en su rostro, los incansables juegos y ocurrencias de los más pequeños, a lo largo de cada tarde. 

Entre los asiduos visitantes del parque infantil, también había un “abuelo” con apariencia de ser bastante mayor que, siempre cubierto con su sombrero azul oscuro, se sentaba en uno de los bancos de madera a gozar de ese espacio para la tranquilidad. Se llamaba Amaro y alguna vez comentó que en sus años de actividad había sido soldado de infantería. Ya en su viudez vivía en el domicilio de Alicia, la única hija que habían tenido y quien recientemente había decidido romper con un marido que la hacía infeliz. Tenía tres nietos, en plena adolescencia, que cursaban respectivamente el último año de la ESO, el bachillerato y el primer año en la Facultad de Derecho. Alicia estaba siempre muy ocupada con su trabajo, pues era miembro de un importante taller de diseño gráfico, que colaboraba con diversas empresas publicitarias así como con grupos editoriales locales y regionales. Él mismo, en sus tiempos de milicia, había sido una persona en extremo activa, pero ahora en su vejez y con todos esos achaques que surgen en las canalizaciones de la estructura corporal, trataba de combatir esa pasividad del sillón ante la televisión, echándose a la calle, para hacer un poco de ejercicio al caminar y para conocer otras personas de diferentes caracteres. Su gran esfuerzo, ciertamente algo obsesivo, era el de molestar lo menos posible en casa, pues comprendía que los “mayores” no deben interrumpir o alterar esa vitalidad desbordante que irradian los jóvenes, con sus ilusiones y proyectos inmaculados. Salía temprano de la vivienda, echaba algún rato en la biblioteca del barrio con los periódicos del día, recorría la longitud del Parque más de una vez y ya volvía a casa, en donde más de un día almorzaba solo o preparaba algo de comer para aquellos que estuvieran en casa. Por las tardes era frecuente que acudiera a la zona infantil del parque, pues reconocía que el despreocupado y sano comportamiento de los más pequeños le vitalizaba profundamente.

Amaro Balbiana tenía previsto, desde hacía unos días, acercarse a la señora de las chuches (como muchos la conocían) pues estaba interesado en conocer algo más de la vida que atesorada aquella generosa señora, que tan bien se llevaba con los niños. Aprovechó una de las tardes para acercarse hacia donde ella estaba y tras presentarse le expuso con toda sencillez el objetivo de su pregunta.

No, no se preocupe, buen hombre. En realidad ese interrogante que Vd. me hace ya me la han planteado otras personas. Unos y otros quieren conocer el por qué actúo de esta manera. Y la explicación no es difícil de entender, siempre que se conozcan algunos retazos de mi vida.

Fui hija única de unos padres exageradamente estrictos en su mentalidad. Tenían antecedentes de una lejana nobleza, de la que al llegar a su generación no quedaba nada. Ni títulos, ni poder económico alguno. Paro había que aparentar. Mi padre era un simple auxiliar administrativo en el Ministerio de Justicia. Mi madre una señora muy religiosa, siempre con sus ínfulas y vanaglorias. Pensaban que eran superiores a los demás, sin el menor fundamento para esa soberbia actitud. Y esa forma de ser y actuar también la aplicaban en mí, con una muy estricta educación. No querían, en mi infancia que me relacionara con los “otros niños de la calle”, pues vivíamos en un modesto piso inserto en una barriada obrara. No me dejaban jugar con los niños que yo veía desde mi balcón y eso me hacía sentirme mal, pues yo quería jugar y correr con esos otros vecinos que tanto disfrutaban. Para colmo no tuve hermanos, con los que podía haber compensado esa forma absurda de comportamiento que me era impuesta.

De esta forma, los meses y años fueron pasando y pude salir de aquel “encierro” aunque tampoco el destino se mostró propicio con la pareja que tuve. Era una persona que cuidaba mucho la mirada externa, celoso hasta la médula y autoritario en su proceder sobre mi persona. No tuve hijos con él, entre otros motivos porque en su ego tampoco le gustaban los niños. Tampoco lo permitía la naturaleza de mi cuerpo, parece ser. Y no eran tiempos como los de ahora, en que la ciencia médica hace maravillas en un laboratorio. Lo único que este hombre me dejó, cuando se fue al otro mundo, no hace muchos años, es una modesta pensión que me permite ir tirando, sin dilapidar los gastos.

Una tarde me di una vuelta por estos jardines y me sentí muy feliz con lo que veía. Madres y familiares con sus retoños, viéndoles jugar con esa sana y santa inocencia que sólo los niños atesoran. Necesitaba establecer empatía con ellos, compartir su alegría, sus ocurrencias, sus movimientos y juegos. Entonces pensé que una bella forma de acercarme a los pequeños era repartiéndoles estas pequeñas golosinas, que ellos sinceramente agradecen. El poder hablar con ellos y recibir sus respuestas, además de sus miradas y sonrisas, me vitalizaba. Y aquí sigo. Muy contenta y feliz. Compensando muchas de las absurdas carencias que he sufrido en mi vida.

Tal vez esté preguntándose si he podido ser malinterpretada, por esa relación que establezco con los pequeños a través de las golosinas. Ha habido algunos casos de progenitores que no veían bien o dudaban de mis intenciones con sus hijos. Pero han sido los menos. En general, no ha sido así. Yo no presiono a los niños. Son ellos los que se acercan a mi. Para ellos soy como la “mamá de las chuches”. La señora del pañuelo blanco en la cabeza, que reparte golosinas”.

Amaro quedó maravillado de la triste y preciosa historia, que su interlocutora había aceptado transmitirle. Entonces él se sintió también “obligado” como correspondencia y generosidad, a narrarle algunos de los retazos, a modo de pinceladas significativas, que habían ido conformando su ya larga existencia. Celeste escuchó con suma atención todo lo que le transmitía aquel hombre que, habiendo tenidos muchas experiencias en su larga vida, ahora gozaba con ese clima vitalista y sano que unos niños jugando proporcionaban a su cansada vista, alegrando vitalmente su corazón.

Han transcurrido unos meses, después de estos hechos. Una tarde, con latido y aroma primaveral, Amaro Balbiana paseaba sin rumbo fijo por una calle eminentemente comercial, en la zona del nuevo centro de la ciudad. Había ya tomado su café con leche de las cinco, acompañado de ese pequeña ensaimada, cuyo sabor y forma tan golosamente disfrutaba. A pasar junto a unos grandes almacenes, se fijó en uno de los escaparates que estaba bien decorado con muchos libros apilados, todos con el mismo título y edición. PLACER Y GLORIA, EN UNO DE LOS JARDINES DE LA CIUDAD. Le resultaba curioso ver apiñados tantos ejemplares de una misma novela. En un lateral del escaparate había un cartel que con grandes letras anunciaba la celebración ese mismo día, a las 19:30, de una conferencia en el departamento de cultura del establecimiento, con la asistencia libre de los interesados. Tras la exposición, la conferenciante firmaría los libros de la obra que había escrito y que ese día presentaba. Para su asombro y sorpresa, había una foto de la conferenciante y autora que, aunque mucho más “arreglada” Amaro reconoció sin dificultad.  Esa escritora no era otra sino Celeste, la señora del pañuelo blanco, la “mamá de las chucherías”.

El corazón le latía a un buen ritmo, pues hacía algunos meses que aquella buena mujer había dejado de aparecer por los jardines del Parque ¡Era la misma de la foto, la autora del libro! Miró su reloj de pulsera y comprobó que faltaba media hora para el inicio del acto. Hizo tiempo hasta que a la hora fijada entró en el departamento de cultura del establecimiento. El salón estaba abarrotado de asistentes, por lo que se tuvo de conformar con ocupar uno de los asientos traseros del espacioso recinto. Allá a lo lejos, flanqueada por un afamado escritor local y el director de publicaciones de la editorial, estaba Celeste. Parecía tener muchos años menos de la veterana imagen que ofrecía en el parque, con la gran bolsa de gusanitos en las manos y rodeada de niños sonrientes.

Tras la presentación de los compañeros de mesa, la escritora estuvo explicando muchos de las causas que le habían llevado a escribir su nueva investigación, en forma novelada, acerca de la sociología de las respuestas y los comportamientos en los jardines y parques urbanos. Porque en el libro no se hablaba solo de los niños y sus padres, sino también de los mendigos, los vagabundo, los ancianos, las personas solitarias y las jóvenes parejas que iniciaban el camino del amor. Y también esa acre figura que nubla y eclipsa la bondad natural, la de algunos pervertidos.

Cuando finalizó la interesante presentación, en medio de una salva de aplausos, se formó una gran fila de lectores, que con el libro recién comprado, esperaban su turno para la dedicatoria. Amaro observaba el “espectáculo” desde lejos. En un momento determinado, sus ojos se cruzaron con los de Celeste, quien nerviosamente sonrió y continuó con sus firmas. Amaro decidió abandonar el salón, caminando lentamente entre los numerosos volúmenes expuestos en el departamento de librería.

Poco antes de tomar el bus, quiso pasarse una vez más por el gran Parque de la ciudad, ese sosegado espacio que tan bien conocía. Se dirigió al jardín de los niños, a esa hora ya casi vacío de visitantes. Durante unos breves minutos estuvo recordando a las dos Celestes. La apacible y generosa señora del pañuelo blanco, con sus chuches para los críos. Y también a la dinámica escritora, que firmaba su última publicación en el departamento de librería de un gran centro comercial. ¿Dos identidades en una misma persona? Camino ya de casa, se prometió acudir algún día a la biblioteca pública de su barrio, con la esperanza de poder sacar en préstamo el libro de Azul Candial, el nombre que firmaba el novedoso volumen presentado comercialmente esa misma tarde.-


 

CELESTE Y AZUL.

LA SEÑORA DEL PAÑUELO BLANCO

 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

26 Febrero 2021

 

 Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal:http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 




 

viernes, 19 de febrero de 2021

LA INESPERADA RESPUESTA DE ALEXIA.


La forma de comportarse en muchas personas confirma la afirmación de que es un “arte” saber distraerse, organizando con inteligencia e imaginación el mayor o menor número de horas para el ocio disponible. La realidad es que no todos saben cómo entretenerse. Si esta incómoda realidad afecta a personas jubiladas o que afrontan el trauma de la viudez, la situación se complica, pues han de abordar su abundante tiempo libre asumiendo además el trauma de la soledad. Y no siempre hay amigos cercanos, dispuestos a echar una mano para la ayuda.

En general, las personas que acceden a la jubilación, especialmente si carecen de una equilibrada y adecuada formación, suficiente voluntad y dinámica imaginación, aplican gran parte de su “nueva vida” a diversas actividades, aburridamente repetitivas. Sinteticemos algunas de las más usuales: los hay quienes pasan horas y horas con un sedentarismo pasivo, delante del monitor de televisión; otros dedican su tiempo ocupando esos bancos en los parques, “actividad” que les permite descansar y observar el caminar de los demás viandantes; pensamos en aquéllos que se sientan en una mesa de las cafeterías o bares, extendiendo el tiempo de la consumición todo lo que pueden y más; los bancos de las iglesias y la asistencia a las ceremonias religiosas supone también un recurso habitual en el tiempo vespertino de muchas personas mayores; muchos se entregan a esos repetitivos paseos, sin la menor prisa, recorriendo lugares en un ida y vuelta continuo sin la menor motivación, como no sea el desear que tiempo avance; y aquel otro grupo de los que visitan, una y otra vez, al médico de familia en el ambulatorio, planteando al galeno todo tipo de dolencias, reales o imaginadas en su mentes “calenturientas” y obsesivas.  

Ciertamente, en las ciudades son mayores las posibilidades lúdicas para las personas “retiradas”, después de una larga vida laboral: los jardines para su descanso suelen ser numerosos, al igual que las asociaciones de jubilados. En esos núcleos urbanos las ofertas culturales y de espectáculos gratuitos (conciertos, proyecciones de cine, conferencias, museos, exposiciones, etc.) son más frecuentes en su desarrollo. Pero en las zonas rurales, especialmente en los pueblos pequeños, la oferta se limita porque los recursos oficiales y privados para la distracción de los mayores se reducen (con respecto a los disponibles en las ciudades) o son prácticamente inexistentes. Este es el caso que afecta al protagonista de nuestra interesante y muy entrañable historia.

Gervasio Barranco había estado, durante toda su vida laboral, trabajando como peón agrícola por cuenta ajena. Desde hace aproximadamente un año, con sesenta y tantos “abriles” acumulados sobre su ajado cuerpo, goza ya de un merecido retiro, cobrando una modesta pensión. Esta modestia económica es debida a que sus desleales patronos no habían cotizado de manera adecuada por su persona. En realidad, este apacible campesino manifiesta que no necesita mucho para mantenerse, porque vive solo en su casita “mata” de toda la vida, tras haber enviudado, hace ya más de un lustro, de su mujer Bernarda, con la que convivió “dios sabe los años”, pues se casaron cuando él volvió del servicio militar.

Comparte cierta amistad con el “tío Jonás,” un carpintero también jubilado con el que algunos días de la semana suele echar algunos ratos. No se ven más a menudo pues entre ellos surge pronto la discusión, ya que este vecino piensa en lo político de una forma muy opuesta a la suya, que es claramente conservadora, muy de “derechas”. Tiene una vecina, Candela, que cada medio día le lleva un plato de comida caliente a su casa y le lava periódicamente la ropa, dedicación que Gervasio compensa con una pequeña aportación económica, dada su corta disponibilidad de renta. En general, ahora que ya no trabaja, se aburre “como las ostras”. Heliodoro, el único hijo que Bernarda y él trajeron al mundo, se afincó en su juventud por tierras catalanas, a donde emigró para trabajar en una filial de la SEAT, como tornero fresador, fabricando piezas para motores. Está casado y con hijos, pero la relación con su padre es más bien fría: algunas llamadas telefónicas, de tarde en tarde, y poco más. En definitiva, el jubilado Gervasio mantiene una vida básicamente solitaria, tranquila y sosegada, aunque especialmente cansina y sin apenas alicientes para la novedad.

Desde hace unas semanas, Gervasio se ha “aficionado” en acudir con excesiva e injustificada frecuencia al ambulatorio de su pueblo, Villanueva de la Almazara, perteneciente a la provincia de Jaén y que no supera los 600 habitantes. En este centro asistencial pasa visita su veterano y conocido médico de familia, don Efraín de la Ménsula, quien sólo puede dedicar dos días a la semana a este municipio, pues ha de atender también a otros dos núcleos más de población, ubicados por la zona. El anciano campesino agradece con esmero esos minutos que puede “echar” con don Efraín, exponiéndole la consabida y repetida cantinela del “me duele aquí”, “me duele allí”, “duermo muy mal por las noches” “obro mal desde hace unos días”…etc. Siempre hay algún motivo para ir semanalmente a la consulta del doctor y sacar unas medicinas, recetadas por el facultativo, en la farmacia de don Liborio, que también se halla situada, al igual que el centro médico, en la plaza principal de la localidad.

Una tarde de consulta, en la que el aburrido vecino le exponía sus supuestas dolencias al bueno y paciente galeno, éste quiso hablarle claramente, a fin de enderezar la línea repetitiva que cada semana tenía que representar, a modo de psicólogo de la conducta, con su obsesivo paciente:

“Mi buen amigo Gervasio, nos conocemos desde hace ya muchos años y te he de hablar con afecto, no exento de claridad. En verdad, no te ocurre nada. No te voy a recetar más medicinas, para curar algo que no tienes. La única enfermedad que te afecta profundamente es el aburrimiento, en este pueblo donde no abundan precisamente los motivos para la diversión. Como tienes mucho tiempo libre y no sabes en qué ocuparlo, le das repetidas vueltas a la cabeza, inventándote dolencias imaginarias y ese recurso peligroso del “pastillaje”. La toma innecesaria de comprimidos puede perjudicar, según tu edad, a muchos órganos importantes del cuerpo. Por todo ello me gustaría preguntarte. ¿Qué te gustaba hacer o en qué destacabas, en aquellos lejanos tiempos de tu infancia o adolescencia?” 

“Mire Vd. don Efraín, mis padres me pusieron muy pronto a trabajar, pues apenas había cumplido los doce o catorce años. Eran tiempos de gran necesidad y toda entrada de dinero en casa era muy bienvenida. Como creo que ya sabe, trabajar la tierra ha sido mi única y gran dedicación, durante una “pila” de años. Es lo único que he sabido hacer y creo que bien. Pero de más pequeño recuerdo que, cuando ando iba a la escuela con aquellos buenos maestros que eran don Remigio y la Srta. Marcela, a los que recuerdo con veneración y respeto, me gustaba mucho escribir. Se me daba bastante bien, pues esos santos maestros me enseñaron no sólo las cuatro reglas, sino también a tener buena letra en la escritura y … a no sacar errores de ortografía en las palabras. Buenos palmetazos me ganaba, si me pasaba en las faltas, además de tener que copiar esas palabras mal escritas 100  o  200 veces”.

El buen médico vio una “válvula de escape” en esta infantil y sencilla confidencia, manifestada por su pertinaz y aburrido paciente semanal. Se incorporó lentamente de su asiento, dirigiéndose a un vetusto armario de madera, color caoba. De una carpeta, que reposaba en uno de los estantes, extrajo unas cuartillas blancas, que permanecían sin escribir. Hizo lo mismo con algunos sobres, también blancos, aunque algo amarillentos, debido a la oxidación del paso del tiempo. Cuartillas y sobres, los introdujo en una pequeña carpeta de cartón celeste, entregándosela a su desconcertado interlocutor.

“Gervasio, te entrego papel y sobre. Cada semana me vas a traer una larga carta, escrita por ti con esa buena letra que dices conservas. La vas a dirigir a una mujer con la que deseas contactar en amistad y a la que, desde luego, no conoces. Te inventas un nombre  y una dirección, en la provincia que desees. En el sobre, pones solo el nombre de esa mujer y la dirección que hayas imaginado. Después de que me la leas, procederemos a cerrar el sobre y yo me encargaré de echarla al buzón de correos, con el franqueo correspondiente. Cada semana, recuerda, me traes una carta. A ver si tenemos suerte y recibes una respuesta de esa persona “soñada” en tu bien poblada cabeza. Después de las consultas con los otros pacientes, nos iremos a tomar un café, cada una de esas tardes, que buena falta nos hace, para merendar. Y también tomaremos un buen hojaldre, para mantener a tino nuestros cuerpos”.

“Pero, don Efraín, y qué le cuento yo a esas mujeres, a las que no conozco …?”

“Pues le hablas de ti, de tu vida, del trabajo que has desempeñado, del pueblo en donde tienes tu casa, de qué haces ahora en el transcurrir de los días, de algunas cosas bonitas que te hayan ocurrido a lo largo de tu prolongada vida… Y les dices que por supuesto te gustaría mantener correspondencia con ellas, para generar una sana amistad y la necesaria distracción. Seguro que tienes cabeza y buen corazón para escribir textos e historias interesantes”.

El generoso facultativo pensaba que todo ese montaje era un buen método para mantener entretenido a su obsesivo e hipocondriaco paciente. De todas formas deseaba comprobar si era cierta esa capacidad para la escritura que Gervasio aseguraba mantener. Así que cada lunes, el aburrido campesino se desplazaba a la consulta y en vez de relatarle sus supuestas  dolencias, leía a su amigo el médico las cuartillas que traía primorosamente escritas, párrafos que estaban dirigidos a una imaginaria mujer, a la que había adjudicado un bello nombre. En el texto le contaba, a su manera, sencillas experiencias y aventuras, que había protagonizada a través de su ruralizada existencia. Esa lectura siempre se hacía ya cuando los demás pacientes habían sido atendidos y se marchaban a casa con sus respectivas recetas.

Al finalizar las divertidas lecturas, Efraín valora siempre, de manera expresivamente positiva, tanto el contenido y la calidad expresiva del texto, como el esfuerzo y confianza que le dispensaba el confiado paisano, con la narración de sus modestas y sencillas aventuras. Posteriormente cerraba el sobre, con un nombre de mujer (sin apellidos) inventado y guardaba el “valioso cargamento” en el cajón derecho de su mesa, no sin prometerle al confiado interlocutor que a la mañana siguiente echaría el sobre al buzón de correos, tras ponerle el franqueo correspondiente (en esos años finales del franquismo, 20 céntimos de peseta). En realidad no tenía intención alguna de hacerlo, sólo provocar la distracción ilusionada del buen y confiado Gervasio.

Así transcurrieron unas semanas, acumulándose los sobres (con las cuartillas caligrafiadas) en el cajón de la mesa del “convincente” galeno. Médico y paciente, unidos en franca amistad y tras las lecturas de los lunes, se desplazaban al bar/cafetería/pastelería de Blasa, en donde compartían sendas tazas de café, golosamente acompañadas con un par de buenos hojaldres caseros, elaborados por la muy hábil confitera, dulces muy afamados y consumidos en la comarca. Efraín nunca dejaba pagar a su amigo, aunque éste periódicamente le llevaba a la consulta un pañil con algunas frutas u hortalizas, cultivadas en un pequeño terreno que tenía en la parte trasera de su casa.

Una tarde de escasos pacientes, Efraín consideró necesario ordenar un poco carpetas y papeles, que se iban acumulando en su mesa y cajones del escritorio. Tras hacer una buena limpieza, dejó olvidadas en una esquina de la ya ordenada superficie las cuatro cartas de Gervasio, ya acumuladas en otras tantas semanas de redacción. A la mañana siguiente, Herminia, la limpiadora del ambulatorio, mujer bien dispuesta con su trabajo, entendió que esos sobres eran para echar al correo (como a veces le mandaba el médico). Así lo hizo, por lo que las cuatro cartas “viajaron” a cuatro puntos de la geografía española: Valencia, Burgos, La Coruña y Tenerife.

Cuando el médico se enteró de los envíos, en modo alguno reprendió a la eficaz limpiadora. Había sido un error suyo haberlos dejado en el mismo lugar que en otras ocasiones utilizaba, a fin de que la correspondencia preparada fuera enviada al correo. Tres de los cuatro sobres fueron, semanas después, lógicamente devueltos al domicilio de Gervasio, utilizando para ello los datos del remitente. Pero quiso la magia del destino, aliada con la casualidad, que una mañana de abril, Colás el cartero entregara una carta en el domicilio del confiado campesino. Con sorpresa observó el remite de la misiva. Era una mujer, que firmaba con el nombre de Alexia. Procedía de Tenerife, destino a donde había enviado precisamente uno de sus últimos escritos. Le temblaban las manos cuando nerviosamente abrió el sobre, que veía con su dirección perfectamente anotada en el anverso. En su interior aparecían dos pequeñas cuartillas, escritas a mano con una letra muy bien conformada. Alexia, la firmante de la comunicación en respuesta, tenía que ser una persona con estudios, tanto por la caligrafía , como por la redacción del texto, según pudo comprobar de inmediato.

“Estimado, nuevo amigo, Gervasio.

He sentido una gran alegría y sorpresa al recibir tu, totalmente, inesperada y cariñosa carta. Aunque utilizas en la misma ese simpático “tuteo” andaluz, mezclándolo con el respetuoso Vd.  yo voy a emplear la primera de las formas, para alcanzar una mayor familiaridad y proximidad. Aunque dirigías el texto a una mujer llamada Alejandra, el cartero amigo, que lleva décadas trayéndome la correspondencia, tiene experiencia y sabe que algunas personas utilizan indistintamente ambos nombres. Acertaste con el nombre de la calle (faltaban las palabras Avenida de…) y en cuanto al número de mi también casita “mata” es el 22 y no el 5 que anotabas en la dirección, pero la veteranía de Adriano, el buen cartero, también acertó en traerme el sobre a mi buzón. Tengo que confesarte que, al igual que tú, también yo enviudé, hace ya unos nueve años. Según algunos datos que aportas, tenemos que tener una edad bastante paralela (me faltan muy escasas semanas para convertirme en una persona septuagenaria).

He dedicado una parte importante de mi vida al creativo trabajo de la costura. Como modista particular, he “vestido” a muchas personas, la mayoría mujeres, pero también a hombres y a niños. Esta importante habilidad la debo agradecer a mi querida y entrañable abuela, la noble persona que realmente me crió y me enseñó a manejar con destreza las tijeras, la aguja, el hilo y el dedal. Mi difunto marido, Calixto, se ocupaba de llevar, con admirable esfuerzo, nuestro ventorrillo (creo que ahí en el sur lo llamáis chiringuito) de la playa, aunque cuando yo podía le ayudaba, preferentemente en la cocina y en la ordenación del local donde se atendían a los clientes. No tuvimos hijos en nuestro bien avenido matrimonio, por lo que recibir una carta, tan sincera y hermosa como la tuya, me ha hecho un gran y estupendo bien para ayudarme en tantas horas de soledad.

Soy muy aficionada a la jardinería. Me agrada plantar semillas o esquejes y verlos crecer, en todas esas macetas que lucen sus preciosas flores, alegres, cromáticas y olorosas que pueblan casi todo los rincones de mi casita. Te enviaré, más adelante, algunas fotos de mi patio lleno de flores y, cuando tu lo desees y consideres oportuno, intercambiaremos algunas fotos personales, a fin de conocernos un poquito mejor. 

Mucho me agradaría, te confieso me haría una gran ilusión, que me continuaras escribiendo, narrándome, con esa sinceridad y limpieza humana que es todo bondad, cómo transcurren y organizas las horas en cada uno de los días, desde el siempre alegre amanecer, hasta que el sol se oculta despidiéndose tras la quebrada línea de las montañas. Seguro que va “buscando e iluminando” nuevas aventuras en su exacto y cíclico recorrido. Sería ocioso añadir mi promesa de responder a todas tus cartas. Lo haré con decidida ilusión. La alegría de escribirlas sólo se ve superada con la emoción que se siente al recibirlas. Con infantil impaciencia espero tu pronta y valorada respuesta. Resulta emocionante tener un buen amigo, que ha llegado de esta forma mágica a tu vida y que vive en un encantador pueblecito de Andalucía. Aún no me lo puedo creer.

Con todo mi afecto. Alexia Alejandra.

Cuando el Dr. Efraín Ménsula conoció esta asombrosa historia,  sólo acertó a decir una frase que provocó las risas en el bueno de Gervasio: “desde luego tengo que incluir este nuevo y maravilloso fármaco, que con mis consejos has sabido crear, en mi Vademécum profesional.”

 

 LA INESPERADA RESPUESTA

DE ALEXIA.

 

 

José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

19 Febrero 2021

 

 Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal:http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 




 

viernes, 12 de febrero de 2021

PALABRAS Y GESTOS, PARA LA NECESIDAD.


El comportamiento de las personas se disfraza, con excesiva y preocupante frecuencia, aplicando ese ropaje absurdo, vacío y sin alma, que ausenta las sonrisas y ensombrece las ilusiones. Hombres y mujeres se empeñan, aplicando una ilógica necedad, en hacer difícil lo necesario, cuando lo inteligente sería practicar exactamente lo contrario: “modelar” y convertir, con inteligente racionalidad, aquello que puede parecer complicado en sencillo y útil para el disfrute.

Echamos muchas veces en falta, durante tantas oportunidades en los días, esos “dones” que suponen una palabra amable, una mirada cariñosa, un gesto fraternal o el tibio y siempre necesario calor de la proximidad. Por el contrario nos vamos habituando, errónea y peligrosamente, a esas carencias que, con su positiva presencia, tanto bien generarían en un mundo necesitado de valores, de racionalidad, de sosiego y por supuesto de generosa bondad.

Y así comprobamos, en esos cada vez más espaciados minutos para la reflexión, cómo la humanidad va construyendo, con asombrosa insensatez, un mundo para las generaciones futuras, intensamente materializado, prosaico, egoísta y envidioso, en el que el rival es considerado como enemigo, el diálogo se torna en intolerancia, la generosidad en posesión, la verdad en manipulación y el odio puede tantas veces con el amor. Obviamente, esa desacertada y alocada trayectoria vital, en los unos y en los otros, también en nosotros mismos, debemos transformarla con firmeza y presteza, aplicando para ello cerebro y corazón, inteligencia y sencillez, comprensión y cariño. En definitiva, se trata de ir cambiando este desconcertado y atribulado mundo, con la ineludible terapéutica del mucho bien y el abundante  amor. Sin embargo, en la mayoría de nosotros, sigue testarudamente permaneciendo sin respuesta ese tortuoso interrogante. ¿Por qué nos resulta tan complicado transformar en fácil lo difícil?

Laura y Daniel se habían conocido en el ambiente académico, alegre y vitalizado, del campus universitario de Teatinos. Esta jovial chica había recién cumplido esa cronología o fase de la mayoría de edad, que tanto conforta a los jóvenes.. Desde los años de su adolescencia esta bien parecida joven había querido ser maestra de niños difíciles, a fin de ayudarles para su mejor integración en esta atolondrada sociedad que los mayores vamos absurdamente construyendo. Una vez superada la prueba de acceso a los estudios universitarios, coloquialmente denominada “Selectividad”, pudo matricularse en la facultad que mejor se acomodaba a esa sublime vocación y línea profesional. Era el primer curso de Laura en Ciencias de la Educación y todo marchaba bastante bien para sus aspiraciones formativas y profesionales, valorando la utilidad del aprendizaje y la motivación para el estudio que recibía en las horas de clase por parte de sus profesores. Se sentía bien apreciada por sus compañeros de grupo, quienes reconocían la disponibilidad, simpatía y buen corazón de su agradable compañera, que lucía unos preciosos ojos azules, el cabello castaño y mostraba una apetecible delgadez, no exenta de fortaleza, en su estructura corporal.

Laura Illana procedía de una familia modesta en lo sociológico. Su padre, Roberto, trabajaba en el reparto de mensajería y paquetería urgente. Su madre Dora, además de atender a las tareas del hogar, sabía multiplicar el tiempo para trabajar algunas horas, especialmente durante las tardes, en un establecimiento de arreglos de ropa, llamado “La aguja y el dedal”. La “niña pequeña de la casa” (su único hermano, Efrén, era tres años mayor) se mostraba respetuosa con sus padres y laboriosa para con sus obligaciones, añadiendo a su positivo carácter el ser bastante soñadora, idealista y también, hay que decirlo, un tanto coqueta y presumida, cosas de la edad. En ese estable hogar de cuatro miembros existían las naturales carencias propias de una familia humilde, aunque no faltaba lo materialmente necesario y el buen talante para llevarse bien entre todos ellos. El padre, como tantos otros, era algo autoritario y testarudo, aunque en lo más hondo de su ser ocultaba un bondadoso y tierno corazón. Dora, su fiel compañera, era el cariño y la comprensión hecho persona. El hermano mayor, Efrén, un “manojillo” de nervios que apreciaba y protegía en todo momento a su hermana pequeña, a la que nominaba con el apelativo cariñoso de “la flacucha” (Laura tenía la suerte de poder saciar sus momentos de glotonería, sin que se le notaran los gramos para su esbelta suerte corporal).

El destino, aliado con el azar, determinó que Daniel naciera en el seno de una “familia bien” o acomodada en lo económico. Su padre, Raimundo Laviana era apoderado bancario en una entidad financiera afamada en la región. En cuanto a su madre, Isabela, era nieta de un prestigioso apellido con título nobiliario, “dignidad” que ahora ostentaba la tía Ivana, un personaje con muchas ínfulas y no menos “tonteos”. El chico era el único descendiente del matrimonio, tal vez porque Isabela estaba plenamente entregada al mantenimiento de las relaciones sociales, resultándole la vida y obligaciones hogareñas un tanto aburridas y cansinas. La buena señora pertenecía a varios círculos de caridad y beneficencia, muy apropiados para el “renombre” público y la banal ostentación. Entre el protagonismo social de su madre y el multiempleo de su padre (Raimundo era copropietario de una pequeña empresa que gestionaba inversiones en la bolsa de valores) Dani eligió el camino de los estudios humanísticos, matriculándose en la Facultad de Letras, a fin de cursar Filosofía pura. Esta valiente decisión originó, de inmediato, la desaprobación paterna, por los escasos incentivos económicos que auguraba para el idealista aprendiz del pensamiento, junto a la indiferencia materna, más preocupada por los asuntos benéficos de su elitista y “teatral” círculo social.

El primer encuentro entre ambos jóvenes tuvo lugar en la Fiesta universitaria de la Primavera, que ese curso le correspondió organizar a la Facultad de Ciencias de la Educación, precisamente el centro en donde Laura estudiaba el primer curso de carrera. En realidad no fueron presentados por ningún otro compañero, sino que ellos mismos intercambiaron esas palabras que lo dicen todo y abren tantas puertas para la amistad:

“Compa, esto está resultando un tanto rollo. No sé si tú piensas igual que yo, pero si te parece nos la piramos y acudimos a una tasquita que han abierto recientemente en la zona de la movida por el Cónsul. Tiene un ambiente muy “chuli” y allí podemos echar un buen rato de tapas, cervezas e intercambiar esas palabras para el diálogo que ayuden a conocernos”.

A Dani le había entusiasmado la mirada angelical de Laura, con esos ojos azules similares a cuando el cielo se refleja en el espejo salino de la bahía malacitana. No menos le gustaba en su nueva amiga esa forma de sonreír que mimetizaba la alegría transmitida por el jardín de la naturaleza. Tras dos horas de ruido festivo, jolgorio y “cubatas”, en la fiesta universitaria, a la chica le hizo gracia el desparpajo inteligente y simpático de su bien parecido interlocutor, que difícilmente podía disimular su oficio de intelectual y voraz lector. En pocos minutos “huyeron” del abigarrado ambiente lúdico organizado en los espaciosos salones del académico recinto, para acabar esa tarde /noche de mediados de Marzo en un establecimiento de tapas y copas llamado “El Laboratorio”. Se trataba de una tabernita con encanto recientemente inaugurada, punto de reunión y diálogo para gente joven, con rostros barbudos y gafas identificadoras del buen uso para la lectura. Muchos de los presentes lucían atrevidos piercings y tatuajes, vistiendo la mayoría de los clientes con esa ropa sobada en la que queda excluida de manera radical el complemento clásico de la chaqueta con la corbata.

La magia y el capricho del destino había unido a dos jóvenes universitarios que, cuatro años más tarde, decidieron irse a vivir juntos, formando esa pareja a la que ellos renunciaron a denominar familia. Cierto fue que Dani prometió a su ofendida mamá, en esos duros momentos para abandonar su acomodado hogar familiar y con el ánimo de tranquilizarla, que algún día pensarían en la posibilidad de pasar por la vicaría o el registro civil. En ese momento de su unión en pareja, los dos habían ya finalizado sus estudios. Consideraban que no tenía ya sentido seguir esperando más, a fin de formar esa peculiar unión afectiva que ambos tenían en mente. Eligieron para su “nido hogareño” un alquiler de “cuarta o quinta mano”, en un vetusto bloque de viviendas del que, a través de un pasaje viario habilitado entre otros dos “gastados” macizos constructivos, podía avistarse algún trozo de la más romántica plaza malacitana: aquella que llaman “de la Merced”.

Además del gozoso vínculo afectivo y sexual, tenían que habilitar los fondos necesarios para los gastos básicos de cada día. Comprensivo al fin don Raimundo, aceptó pagar los 550 euros del alquiler, por un 3º C de 45 metros cuadrados, porque “… son cosas del tontaina de mi hijo, que se ha juntado con esa jovencita que parece buena persona, desde luego, aunque no me cabe duda que le ha metido muchos pájaros en la cabeza. Dani se las da de filósofo idealista, estando convencido de su capacidad para arreglar el mundo con sus teorías, construyendo, un día sí y el otro también, “maravillosos” castillos de naipes.  Estos niños de papá no son conscientes de que cada mes hay que hacer frente a ineludibles facturas, cuyos pagos exigen ese dinero que hay que saber ganar y no con el “maná” celestial que imaginan viene del firmamento”.

El proyecto profesional de Dani era ponerse a preparar oposiciones para el profesorado de centros públicos en la educación secundaria. Con fortuna, la materia de Filosofía aún se seguía impartiendo en los institutos, aunque estaba convencido de que con su cultura y conocimientos estaba capacitado para impartir cualquier otra materia de naturaleza humanística, cuando llegara la hora de la docencia directa. Para sacar esos “cuartos” necesarios que les permitiera “sobrevivir” en su atractiva y sentimental unión, afrontó el desempeño de diversos trabajos, especialmente dedicándose por las tardes a prestar servicios auxiliares en un gimnasio al que acudían usuarios de muy variada edad. Allí fue reconocido por la viuda de Montepiciano, que formaba parte del circulo de amigas de su madre,  acartonada señora que estaba convencida de poder rebajar el sobrepeso que acumulaba en su ya maduro y ajado organismo. Cuando llegó a oídos de Isabela que su único hijo era la comidilla de las tardes en el café, ya que doña Clotilde se había encargado de difundir la realidad laboral del hijo de Isa (comentando que el chico tenía que colaborar en diversas tareas de naturaleza “plebeya”, incluso en la limpieza diaria del gimnasio) tuvo que ir a su médico particular para que le recetara unos fuertes calmantes. El humillante sofoco le había provocado largas horas de insomnio y “angustia” en su pretendido y frustrado descanso nocturno.

Laura, que igualmente preparaba sus oposiciones para ganar una plaza de maestra en colegios públicos, también colaboraba modestamente en lo económico a los gastos comunes de la pareja.  Realizaba labores de “cuidadora de niños”, durante las horas de la semana en que era contratada. Esta actividad de “canguro” (como ella llamaba a su dedicación con algunas familias) le hacía también sentirse feliz, pues atendía a niños pequeños y le permitía aprender de sus reacciones y caprichos, gozando al tiempo de sus indudables encantos. Tanto de Roberto como de Dora, sus padres, continuaba recibiendo consejos, pues éstos le seguían considerando como su niña pequeña. En lo material también le ayudaban, especialmente su madre, pues siempre que podía le llevaba a casa una bolsa con alimentos. La buena señora pensaba que así estaba “sosteniendo” en lo posible a dos jóvenes que comenzaban su andadura vital, independizados ya totalmente del cobijo protector de sus respectivas familias.

Tenemos que dar un nuevo salto en el tiempo, para conocer la evolución de estas dos vidas, a las que el destino y la suerte unió en una tarde de fiesta, contando lógicamente con la aquiescencia de sus personales voluntades. Ha transcurrido ya un nuevo lustro, desde que la pareja decidió afrontar la unión familiar en pareja. Continúan conviviendo en ese pequeño piso alquilado en la zona de las Lagunillas, zona urbana que ambos aprecian por su cómoda y dinámica centralidad. Aún así están sopesando la posibilidad de embarcarse en la aventura de comprar una propiedad, en algunas de las nuevas promociones que están edificándose por la zona de Teatinos o adquirir una vivienda de segunda mano, por la zona del centro antiguo, procediendo poco a poco a realizar en la misma las necesarias reformas.

Dani trabaja en la actualidad como profesor contratado en un I.E.S. ubicado en una turística localidad costera provincial, a la que se desplaza cada una de las mañanas en el muy útil y cómodo, pero también algo lento, tren de cercanías. Acumula dos intentos, hasta ahora fallidos, en las difíciles por competitivas pruebas de oposiciones a las que se ha presentado. Laura, convertida ya con el paso de los años en una bella mujer, todo esfuerzo y tesón, obtuvo esa plaza de maestra de educación especial que anhelaba desde antaño. Aún no tiene destino o puesto definitivo, pero presta cada día servicio educativo en un centro público de integración social para hijos de familias desfavorecidas, con problemas de desestructuración o maltrato entre sus miembros.

El fulgor afectivo de los primeros años se ha ido debilitando en el seno de la joven pareja. Tal vez ha sido por el pathos de la rutina diaria y la acomodación “aburguesada” de sus ideales, a modo de esos focos luminosos que pierden intensidad por el uso continuado de su “ignición”. Lo cierto es que ese cariño idealizado, dibujado con trazos intensamente románticos, que pensaban no iba a desaparecer o a enmudecer de sus vidas, ha ido penosamente languideciendo. En realidad … Dani y Laura han tenido algún que otro “asuntillo afectivo” particular, a modo de oxígeno para el aire viciado de la convivencia repetitiva, aunque ambos han sabido representar, con tacto y prudencia, el silencio escénico respectivo, con el loable fin de no herir a su pareja. A pesar de estas travesuras afectivas, no renuncian a sus proyectos de andadura en común, tal vez debido a esa fidelidad básica a la que temen romper y destruir, sin tener clara la metodología adecuada y arriesgada para su sustitución. A pesar de esos silencios en los días, que ganan a las palabras; a pesar de las excusas, que eclipsan al valor; a pesar de esa pantalla de plasma o esas máquinas informáticas, que sustituyen a las recíprocas miradas; a pesar de esa íntima privacidad, que se blinda ante la solidaridad; a pesar de los egos obsesivos, que en tantas ocasiones superan al tú… Laura y Dani continúan juntos.   

En una noche de febrero, con aliento y temperatura malacitana casi primaveral y mientras ambos cenaban, Dani levantó al fin los ojos del plato de sopa, que con parsimonia consumía, interfiriendo con sus palabras el monocorde sonido del monitor televisivo que les “acompañaba”. El profesor de filosofía y compañero de Laura expresó una “terrible” y corta frase que inevitablemente “hirió” la frágil sensibilidad de su compañera de mesa.

“Lauri, la semana que viene es San Valentín, el Día de los Enamorados ¿Por qué no vas pensando en algo que yo te pueda regalar?”

El sentido de esa natural pero “hueca” petición desarboló el sosiego contenido de Laura. Siendo incapaz la joven de disimular la triste expresión de su rostro, de sus ojos comenzaron a brotar pequeñas lágrimas, a modo de gotas de lluvia en la aridez de un terreno hostil para el cultivo. Aunque no supo responder con la acústica de las palabras, por su fino y suave rostro corría un mensaje “hídrico” de lágrimas que resumía no sólo el hecho puntual de aquella escena, sino las vivencias y recuerdos de otros muchos días, con sus correspondientes noches.

“No necesito, mi querido Dani, regalo material alguno. Sólo te pido que me susurres, con tu mirada y tus actos, esa convicción de que aún me sigues queriendo. Dime que me quieres. Dímelo, una y otras vez. Es una frase balsámica para la esperanza, que yo necesito, con ansiedad y añoranza, escuchar, creer y sentir. Ese sería mi mejor y único presente para el día 14, festividad de San Valentín. Pero también, para los restantes días de nuestras vidas.”

 

 

PALABRAS Y GESTOS,

PARA LA NECESIDAD.

 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

12 Febrero 2021

 

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