viernes, 28 de julio de 2017

UN POSTRERO Y ENTUSIASTA HOMENAJE, INSTITUCIONAL Y POPULAR, AL "HIJO DEL CABRERO".


Se trata de una desafortunada realidad que periódicamente nos llega a través de las redes mediáticas para la comunicación. Y es que ese injusto comportamiento social se repite una y otra vez, a pesar de que surgen voces en la sensatez que denuncian su errónea realización, clamando por el inteligente y necesario cambio en nuestros hábitos y respuestas. El hecho, objeto de controversia, posee una fácil exposición: hay personas que merecerían en vida un público reconocimiento y sin embargo sólo acceden a ese elogio social cuando les llega la hora en que nos abandonan para siempre. Son ciudadanos ejemplares que sufren en vida la falta o indiferencia de reconocimiento social e incluso la acerba crítica sobre sus esfuerzos y méritos profesionales. Sin embargo, cuando les llega su último y postrero viaje, surgen voces de aquí y de allá, hermosas palabras escritas y pronunciadas que, incluso de forma exagerada, potencian y ensalzan todas esas bellas cualidades y valores que adornaban en vida a la persona, reconocimientos que ahora ya no puede lamentablemente escuchar y considerar.

Esos emocionados gestos y laudatorias se materializan a través de vibrantes discursos, cálidos homenajes, celebración de congresos para la memoria, concesión de placas, monolitos y otros elementos en las calles y plazas de nuestras ciudades. También hay recintos públicos y privados que comienzan a lucir sus nombres, convocándose premios y concursos artísticos bajo su advocación. Se publican también libros que glosan y magnifican la figura y trayectoria de estas personas, se les erigen esculturas que muestran su imagen más o menos realista o idealizada y no faltarán películas u obras teatrales argumentalmente centrados en todos estos, ahora ya, “venerados y añorados personajes”…  Pero todo ese homenaje y aplauso social casi siempre les llega tarde, cuando ellos que son los verdaderos protagonistas de los honores ya no los pueden apreciar. Sí lo harán sus familiares y descendientes, que se preguntarán con tristeza por qué ahora sí y antes no. Vayamos, hora es ya, a una significativa historia, ambientada en este realista, absurdo y teatralizado contexto.

Sandro Barcala Palanca nació en el seno de una muy humilde familia de campesinos castellanos, residentes en un pueblecito llamado VILLA ALEGRE DEL MONTE que apenas supera en la actualidad los cuatro mil habitantes. Su padre, Eusebio, que mezclaba su dedicación como pastor de cabras y ovejas con trabajos esporádicos en la agricultura, se había casado en tiempos de la posguerra civil española con Trinidad, que se ocupaba de atender las labores del hogar y la educación de su único hijo.

La infancia de Sandro estuvo centrada en la ayuda a su padre con el cuidado del rebaño, por lo que desde esa corta edad fue conocido en el pueblo como “el hijo del cabrero”. Su maestro en la escuela unitaria, don Remigio, vio desde pronto en su callado e introvertido alumno unas dotes innatas para el dibujo. Este artístico don lo expresaba en cualquier oportunidad que se le presentaba: siendo muy pequeño, pintaba figuras incluso en las paredes de su caserón (con los castigos correspondientes de su madre) y aprovechaba las libretas escolares para mezclar en sus páginas bellos e inocentes dibujos que compartían el espacio con esos ejercicios y deberes  de aritmética y caligrafía realizados en la escuela. Desde siempre Eusebio quería para su hijo un oficio seguro, haciéndole ilusión verlo vestido algún día con el uniforme de la guardia civil, pero en todo caso siempre podría seguir su propio  oficio con el que mantenía a su corta familia: el ejercicio del pastoreo por el campo.  

Con el paso a la adolescencia, las cualidades del chico para la expresión artística se iban acrecentando, mejorando los trazos y las mezclas cromáticas, que revelaban una predisposición autodidacta asombrosa, pues de nadie recibió enseñanza alguna para avanzar en su estética y plástica capacidad. A poco de cumplir la mayoría de edad y cansado de soportar la rígida disciplina paterna, decidió poner en marcha un cambio profundo en su vida, cambiando el oficio de pastor por aquello que más le satisfacía: la pintura en los lienzos y tablas. En la madrugada de una noche de enero y habiendo dejado una breve nota de despedida para sus padres sobre el aparador del comedor, salió de su casa con una modesta maleta, en la que guardaba unas prendas de ropa básica. Se dirigió con presteza hacia la estación, con la intención de tomar el tren correo que pasaba por ese punto ferroviario a las 6:45 del amanecer. Su destino era Madrid, en la estación de Chamartín, a donde llegó a las 11:45 del mediodía, con cuarenta minutos de retraso. En su cartera el ilusionado pintor guardaba unos limitados ahorros, que superaban en poco las 300 pesetas.

Fueron unos meses muy duros en el frío invierno de la capital española, donde sobrevivió trabajando de camarero en un bar de la calle de Esparteros, próximo a la Plaza Mayor. El dueño del negocio, don Ignacio, le permitió ocupar una pequeña habitación en el ático del viejo edificio, a cambio de ampliar su horario de trabajo con la inclusión en el mismo de los fines de semana. A pesar de la limitación espacial, invertía lo poco que ganaba en la compra de tubos de pintura, pinceles, lienzos y cartulinas, material utilizado para hacer aquello que más le satisfacía en sus ratos libres disponibles.

Una noche, mientras servía en el bar a unos jóvenes gallegos con los que había entablado amistad, éstos le hablaron de sus proyectos para emigrar a tierras de América, concretamente a Buenos Aires. Le animaron a que se uniera a ellos, pues pensaban embarcar en el puerto de Algeciras una semana después. Le explicaron las gestiones que habría de realizar al efecto y ya, en el mes de Marzo, tras una dura travesía, pudo pisar el suelo argentino. Allí trabajó en oficios muy diversos (limpieza, restauración, fontanería, vigilancia nocturna…) sin dejar el ejercicio de la pintura, en todos esos momentos que le dejaban libre sus obligaciones laborales.

Por esos azares de la fortuna, alguien le habló de un pintor ya muy mayor, llamado Mateo, que solía dar clases de pintura a chicos jóvenes aficionados a esta destreza. Acudió a visitarle, llevándole una gruesa carpeta repleta de láminas con dibujos, acuarelas e incluso algunas pinturas de lienzos al óleo. El veterano artista y profesor quedó entusiasmado al ver esas muestras de un autodidacta que lograba dibujar con tal estilo, perfección, e imaginación. Le permitió utilizar el local del viejo estudio de su propiedad. Allí Sandro fue puliendo su capacidad plástica, con los sabios consejos de su protector. No abandonaba los pinceles ni un solo día, aunque fuera restándole horas al descanso.

Fueron años de avance continuo en la perfección de su estilo, comenzando una prometedora trayectoria de exposiciones y muestras que le permitió comenzar a vender cuadros, grabados, acuarelas y bocetos que le reportaron esos ingresos tan necesarios para subsistir e incluso para poder adquirir un estudio propio, con mayor luminosidad, espacio y proyección social, por su céntrica ubicación. Su nombre se fue consolidando en el mundo del arte local y nacional, pues comenzó a exponer en las galerías más importantes del país e incluso viajar con este mismo fin a muchas ciudades del extranjero, actividad y estilo que acrisolaba su nombre en el mercado artístico internacional. Trabajó mucho y ello le fue reportando sustanciosos ingresos, aunque lo que más apreciaba y valoraba era el prestigio de su nombre en los circuitos del arte mundial.

Nunca le apeteció volver o visitar a su pueblo natal. La relación con sus padres era casi inexistente, pues estos progenitores, recios castellanos, nunca asumieron su “huida” aquella noche de invierno en los albores de los años sesenta. Trinidad fue algo más compresiva y de tarde en tarde cruzaba algunas misivas con su afamado hijo, mientras Eusebio prácticamente renegó de quien era parte de su sangre, entregándose en sus últimos años de vida al silencio de las mañanas y a la bebida embriagadora de los atardeceres, práctica que le ayudaba a sobrellevar su avanzada y deteriorada vejez. Sólo los más antiguos del lugar recordaban que  el Eusebio y la Trini eran los padres de aquel “callado” e introvertido joven a quien todos llamaban “el hijo del cabrero” y que hacía años había emigrado para las Américas.  

Sólo una vez decidió tomar el avión y con un coche de alquiler desplazarse a Villa Alegre del Monte. El motivo de este viaje fue el fallecimiento de Trinidad, su madre, a los casi noventa años de edad. Su padre se había ido hacía ya unos tres lustros. En el momento de volver a pisar tierra española la edad de Sandro superaba ampliamente su media centuria, siendo un afamado artista de los pinceles, reconocido y ensalzado por la más especializada crítica mundial. Ahora residía de manera permanente en un caro ático de Manhattan, en el Estado de Nueva York, con espectaculares vistas al río Hudson. Sus inversiones y cuenta corriente sumaba muchos dígitos de dólares. Sus exposiciones y conferencias eran celebradas y aplaudidas por un público que veía en él a un nuevo genio de la plástica pictórica. Sin embargo, en aquel sencillo sepelio de su madre (al que acudió un reducido número de vecinos) nadie supo reconocerle. Habían pasado ya treinta y siete años desde aquella lejana noche en que, siendo muy joven, abandonó el recinto familiar con el objetivo de tomar el tren con destino a una nueva e incierta forma de vida.  

Una mañana de julio 2015, Isaac, el joven concejal del Ayuntamiento de Villa Alegre del Monte, encargado de las áreas de cultura, fiestas, deporte y salubridad, con el grado universitario de Historia del Arte en su currículum académico, pide permiso para entrar en el despacho de su compañero de Corporación, el Ilmo. Sr. Alcalde del municipio, Bernardo Barrientos.

“Buenos días, Bernardo. Anoche, mientras “navegaba” por Internet, llegué a unas páginas de arte, en las que pude conocer el fallecimiento, a sus 75 años, de un pintor muy prestigioso en el ámbito culto del arte contemporáneo. Se llamaba Sandro Barcala y era español de nacimiento, aunque hace unos años logró la ciudadanía norteamericana. El gobierno de Washington accedió a su petición, por sus grandes  méritos en el ámbito de la pintura y a su fijada residencia en ese país. Pero, leyendo esa información e investigando al efecto, descubrí un dato que te puede asombrar. Este gran personaje, premiado por las más selectos círculos del arte mundial había nacido precisamente aquí, en nuestro pueblo, del que emigró a los diecinueve años de edad. Era hijo de unos humildes labriegos y en su infancia y juventud era conocido por el apodo de “EL HIJO DEL CABRERO”, actividad que desempeñó ayudando a su padre. Se están celebrando grandes homenajes en honor de este genio de los pinceles, por lo que he pensado que también nosotros podríamos hacer algo interesante y aprovechar el tirón y el lustre mediático que ese homenaje, en su pueblo natal, nos pueda reportar”.  
El Sr. Alcalde de la Villa, quien por cierto era el propietario de las dos panaderías /confiterías existentes en el pueblo, se mostró entusiasmado ante la “suculenta” oportunidad que le estaba transmitiendo su inteligente concejal de cultura, a fin de organizar una espectacular fiesta para su lucimiento como primer edil. Isaac dispuso desde ese preciso momento con toda la confianza del compañero alcalde, a fin de organizar unos lúdicos actos festivos en memoria del “ilustre hijo de la villa”.

Ambos políticos pensaron en la conveniencia de levantar una gran escultura que se ubicaría en la porticada plaza principal del pueblo, enfrente precisamente del edificio que ocupaba la remodelada Casa Consistorial. Habría ¡como no! que preparar la correspondiente y sentimental placa conmemorativa, los emocionados discursos, invitar a las autoridades de la capital y se escucharía el Himno Nacional bajo acordes de la Banda Municipal. “Podemos organizar toda una gran paella popular para ese día ¿no te parece compañero Barrientos? “Eres un lince, en esto de darle lustre a la corporación. No te olvides tampoco, Isaac, del  baile popular, la orquestina y el montaje de una gran gincana para el juego de los niños. Daré orden al obrador de mi pastelería, a fin de que preparen una monumental tarta, con la figura de Sandro bajo un dosel, digna de figurar en el libro Guinness de los records, que será degustada por todos los asistentes”.

Se arbitraron fondos de aquí y de allá, a fin de que todo estuviera a punto para la celebración del gran día.  Villa Alegre del Monte, ese modesto y perdido pueblecito castellano de poco más de cuatro mil habitantes, iba a tributar un cálido, merecido y festivo homenaje al preclaro hijo del pueblo, el genial artista de los pinceles Sandro Barcala, aunque hubiera fallecido siendo ciudadano del coloso norteamericano, tras haber cambiado hacía años su nacionalidad.

Aquel tórrido domingo de agosto, la gran Plaza del pueblo estaba llena “a rebozar” completamente ocupada por los lugareños del municipio y otras muchas autoridades que se habían desplazado desde la capital de la provincia. Entre estas personalidades se hallaba el propio Ministro de Cultura del Gobierno, La Presidenta Autonómica y el Consejero de Cultura, el delegado del gobierno en la Comunidad, la mayoría de alcaldes de toda la comarca, autoridades civiles y militares de la provincia, representantes de la Universidad y, ocupando un lugar destacado del protocolo en la tribuna del acto, el venerable y orondo prelado de la diócesis, luciendo el ceremonioso y caluroso atuendo representativo de su dignidad eclesiástica. Los goterones de sudor, en tan ilustre dignidad y en las demás autoridades asistentes, corrían con mesura por sus respectivos rostros, La monumental escultura del ínclito homenajeado permanecía cubierta por un gran telón de seda beige, en cuyo frontal destacaba impreso el escudo de la ciudad sobre un gran rótulo cuyo texto con letras azules decía:
“A NUESTRO MEJOR HIJO PREDILECTO: SANDRO BARCALA.
AYUNTAMIENTO DE VILLA ALEGRE DEL MONTE”.

A la hora fijada para el comienzo del acto, siete de la tarde en el cálido estío veraniego de la Castilla más profunda, el Ilmo. Sr. Alcalde de la localidad se disponía a proceder a la apertura oficial del acto. La banda Municipal aguardaba para entonar el Himno Nacional, al final de los discursos con el descubrimiento de la gran escultura (3,25 m de altura) fundida en bronce, que descansaba apoyada sobre un gran dosel del más recio granito. La expectación ante un acto de magnitud inusual en el pueblo (ni los más veteranos ciudadanos podían encontrar entre sus experimentadas memorias algún evento parecido) era por completo excepcional. Ya situado en el atril de los intervinientes, Barrientos desplegó un par de hojas que tenía guardadas en el bolsillo derecho de su chaqueta color azul plomo.

“Respetadas autoridades que nos honran con su institucional presencia…” palabras que en ese preciso momento fueron interrumpidas por una estentórea voz procedente de la primera fila de invitados, que decía “por favor, tengo que hacer una muy importante aclaración”. Quién esto manifestaba, a viva voz, era un señor de mediana edad, cabello cano, ridículo bigotillo, traje gris y zapatos negros muy brillantes, el cual se dirigió hacia la tribuna de autoridades, portando un gran sobre blanco en su mano izquierda. Los tres policías locales que se hallaban delante de la tribuna, confundidos por el inesperado y osado gesto del visitante, no hicieron ademán alguno de frenar las diligentes pisadas del espontáneo interviniente que ya subía los cuatro escalones del gran estrado de madera montado al efecto.

“Le ruego que me perdone, Sr. Alcalde, por interrumpir el inicio de su intervención. Soy miembro del ilustre Colegio de Notarios de Madrid. En calidad de mi función notarial recibí, hace exactamente catorce meses una carta, que veía firmada por la persona a la que hoy quieren tributar un institucional y popular homenaje. Se me facultaba, en dicha misiva, para que, en el ejercicio de mis responsabilidades delegadas por esta persona, le hiciera entrega de otra carta adjunta, a fin de que fuese leída públicamente, si en algún momento iba a tener lugar un evento como el que ahora nos ocupa. Esta carta está dirigida, con el visado notarial, al Ilmo. Sr. Alcalde de Villa Alegre del Monte y  remitida por  D. Alejandro Barcala”.

El Alcalde, presa de los nervios y aturdido ante lo que debía de hacer en tan confusa situación, tomó el sobre en sus manos, lo rasgó y extrajo una cuartilla manuscrita, que se dispuso a leer ante la sorpresa de todos. El silencio era absoluto entre las miradas de asombro de los presentes, intrigado auditorio que se preguntaba en su intimidad acerca del contenido de aquella tan misteriosa misiva.

“Sr. Alcalde. Si el contenido de esta carta se hace público, será una evidente muestra de que mi persona ya no estará en el mundo de los vivos. Y también de que se me va a realizar un homenaje, póstumo, en el que yo sería el principal protagonista. Antes de que dicho acto se lleve a cabo, quiero expresarle mi firme deseo de renunciar a este homenaje. En vida, mi pueblo natal nunca lo hizo. En ningún momento se ocupó de recordar a un humilde joven, que en los ya lejanos años sesenta decidió emigrar hacia el extranjero, buscando esa fortuna profesional y económica que aquí se me negaba. Con mucho sacrificio y esfuerzo, logré alcanzar mi más preciado objetivo vocacional: convertirme en un artista profesional de los pinceles que, al paso de los años, he llevado con orgullo el nombre de mi patria por todos los rincones del mundo. Pero la indiferencia y olvido de mis gentes me llevó, desanimado ya, a buscar la cobertura política, económica y social de otro gran pueblo que tuvo a bien concederme su nacionalidad.

Sr. Alcalde: los homenajes y reconocimientos han de hacerse en la vida, de quien así los hayan merecido. Ahora, en este incierto momento de la lejanía, es tarde. Personalmente no creo ya en ellos y, por consiguiente, renuncio racionalmente a los mismos. Dediquen sus esfuerzos a conseguir una ciudadanía más solidaria y generosa, con aquellas personas que se esfuerzan por llevar y difundir el nombre de sus raíces por esas otras sociedades que se han prestado generosamente a acogerles. Repito, Sr. Alcalde: los homenajes, las placas y el verdadero afecto ha de mostrarse y realizarse en vida.

Con el respeto hacia el cargo que representa, reciba el saludo de Sandro Barcala, aunque algunos tal vez me puedan recordar como “el hijo del Cabrero”.-


José L. Casado Toro (viernes, 28 de Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga






viernes, 21 de julio de 2017

UN PECULIAR PERSONAJE, EN LOS JARDINES AL SUR DE GIBRALFARO.


Cuando el tiempo atmosférico es favorable, resulta bastante grato desplazarse a esos espacios vegetales que están repartidos por las distintas zonas que articulan la ciudad. Además del reconfortante y sencillo ejercicio que supone caminar para nuestra salud, puedes pasar un buen rato de lectura en estos espacios llenos de árboles, setos y parterres con flores y, en algunos casos, con esas artísticas fuentes donde a través de sus caños mana el ritmo hídrico del agua. El aroma de las flores, junto el sonido y frescor emanados por las fuentes, son excelentes compañeros para ese rato de sosiego, reflexión y descanso que tanto agradece y necesita nuestro ánimo y toda la estructura corporal que orgánicamente lo sustenta.

La tranquilidad de estas “paradisiacos” espacios sólo se ve levemente “sacudida” por la vitalidad infantil, muy propio de la edad, especialmente en aquellos jardines donde hay dispuestas zonas específicas, enriquecidas con el mobiliario adecuado para el ejercicio y el divertimento de los niños, que juegan con alegría bajo las miradas atentas de sus progenitores u otros familiares. Pero, en general, el sosiego suele reinar en estas valiosas islas vegetales que contrastan con el stress acústico y el cemento mayoritario de las manzanas de viviendas construidas por todo el laberinto urbano de la ciudad. El simple hecho de poder pisar un suelo de tierra, albero o pedregal contrasta favorablemente con ese asfalto petrolífero que cubre las arterias dispuestas para el trasiego circulatorio de tan numerosos vehículos que facilitan la movilidad de los ciudadanos.

También es frecuente que esa paciente lectura que deseas llevar a cabo se vea alterada por la llegada de otros paseantes, generalmente personas ya jubiladas laboralmente, que apetecen “echar” un ratito de charla con cualquier persona  que les preste atención. En general, son hombres mayores que sienten la vital necesidad de intercambiar esa conversación que les distraiga y compense en algo la manifiesta soledad en la que están sumidas sus vidas. Escuchar y poder expresarse es un gran aliciente para aquellos seres que sufren esa percepción de que nadie parece querer atenderles y compartir el juego mágico de las palabras. Se busca cualquier motivo de conversación al respecto: el tema siempre recurrente del tiempo atmosférico, alguna novedad publicada en los medios de comunicación, preguntar por la hora o pedir fuego para ese cigarrillo que insensatamente tienen en sus labios, etc. Cualquier motivo sirve o es útil para “romper el hielo” del silencio y la desvitalizada incomunicación.

Me hallaba plenamente concentrado en el libro que tenía en mis manos, cuando percibo que un señor mayor se acerca al banco de hierro y madera que yo ocupaba. En realidad esta persona había estado trazando en sus paseos caminos de ida y vuelta, pero cada vez más próximos hacia el lugar donde yo me encontraba sentado. Su rostro me resultaba totalmente desconocido. Tanto por su aspecto físico como por la conversación que posteriormente mantuvimos, se trataba de una persona jubilada que estaría entre los sesenta y cinco y setenta años de vida. Al ser época veraniega vestía con una camisa blanca, mojada por el efecto del sudor, fuera o liberada de ese pantalón bermuda azul pero no de marca o “hechura vaquera”.  Calzaba unas muy “trabajadas” sandalias marroquías. Sin duda era una persona que apetecía y gustaba caminar con patente generosidad. Ofrecía una epidermis muy tostada y curtida a causa, posiblemente, de haber desempeñado algún trabajo que exigiría la exposición abundante al sol (albañilería, pesca, agricultura…)

Evelio (como después se presentó) hombre de franqueza primaria y algo rudo en sus modales, rompió de inmediato el silencio entre nosotros. Tras el saludo cortés del “buena tardes” me pidió si se podía sentar junto a mi, pues se sentía algo cansado. Además nuestra banqueta  estaba protegido en aquél momento por una grata sombra, mientras los vientos de terral y de levante estaban en continua disputa por ver cuál de ellos establecía su reinado en aquel atardecer luminoso de Julio. De inmediato fui consciente de que mi rato de plácida lectura había llegado a su fin, pues mi inesperado compañero de banco venía dispuesto a hacer uso de toda su expresiva espontaneidad: a todas luces necesitaba que alguien le escuchara, previsiblemente durante bastante tiempo, como efectivamente así sucedió.

El tema central de su “muy enfadada” exposición estaba centrado en las desventuras que sufría, a consecuencia de las numerosas visitas que tenía que realizar al centro de salud en su distrito y al trato o desatenta atención que encontraba en los facultativos correspondientes. Se mantuvo no menos de unos diez minutos desgranando, en continuo, anécdotas y sinsabores que a su juicio recibía en estas consultas para su desconsuelo. Era evidente que mi lectura había quedado infortunadamente interrumpida una vez más, pues no era la primera vez que esta situación me ocurría. Tampoco me parecía elegante aducir cualquier excusa, como motivo más o menos convincente para levantarme y abandonar mi privilegiada ubicación en el jardín. Así que, pacientemente, me dispuse a escucharlo, con movimientos de cabeza afirmativos, entremezclados con cortos monosílabos que avalaban la inevitable atención que mostraba ante los mensajes de mi “interlocutor”. Éste, en realidad, monopolizaba de manera absorbente el tiempo y el uso de las palabras.

Para mi suerte Evelio cambió, de manera imprevista, la monotemática de su exposición. Ya estaba bien de seguir con la cantinela de médicos, padecimientos y productos farmacéuticos. 

“Mie asted. Es que me ha queao mu poca pensión por mi trabajo. Yo no sé ná de letras. He sio carpintero de la construcción toa la via. Cuarenta y dos años, que no son pocos. Aunque he estao en plantilla de empresas constructoras, también  yo tenía mi propio tallé, con el que completaba los “cuartos” pa podé llega a final de ca mes. Ya sabes… la parienta pide y pide, como si yo sacara las monedillas del horno cuando ella quisiera”.

Pronto comenzó el tuteo, gesto que en verdad agradecí. Ahora la retahíla de quejas siguieron acerca de los engaños y mal trato de sus jefes en las constructoras, todo ello adobado con una serie de “tacos” coloquiales expresados, eso sí, con ese sentido “primario” de la cercana familiaridad. 

Las manecillas del reloj seguían avanzando y ya di por perdida mi intención de completar una buena tarde de lectura. Intenté hacer algunos comentarios acerca de los temas que mi inesperado compañero de banco iba desgranando. Pero, en un momento concreto, se puso de pie, dispuesto a seguir realizando esos paseos que parece le hacían bien para sus problemas articulares. Con un escueto “a la pa de dio” lo vi alejarse, caminando muy lentamente hacia la parte este de la superficie ajardinada. El sol ya había completado prácticamente su fuga, ocultándose por la vertiente occidental de la fortaleza musulmana de la Alcazaba.  Estos no programados encuentros, con personas que sufren la soledad de sus años avanzados y que necesitan comunicar y que se les atienda, suelen ser frecuentes en los espacios ajardinados que articulan cualquiera de nuestras grandes y más pequeñas ciudades.

El azar es muy travieso y caprichoso en sus misteriosas decisiones. Probablemente habría transcurrido una semana larga, tal vez dos, desde aquella tarde en que conocí por vez primera a este hombre jubilado que “disfrutaba” su tarde en los jardines situados frente a Puerta Oscura, en las laderas de Gibralfaro. Pues bien, aquella mañana tuve que desplazarme a un gran centro comercial a fin de realizar diversas compras. Mientras me dirigía a la zona de alimentación, tuve que pasar por la sección de productos electrónicos e informática. Eran aproximadamente las once/ once y media y ya a esa hora había un concurrido público frente a los numerosos expositores y estanterías de estos versátiles productos para el ordenador. De inmediato reconocí a Evelio. Allí se encontraba. Iba mucho mejor vestido que la otra tarde en los jardines. Se mostraba muy concentrado, comprobando productos periféricos para los portátiles y ordenadores fijos de sobremesa e incluso leía con avidez las informaciones técnicas expuestas en las correspondientes etiquetas. Creo que no me vio o si lo hizo no creería oportuno interrumpir sus “comprobaciones técnicas” con otro rato de charla. Desde luego me extrañó su actitud e interés tecnológico, por la imagen que me había dado aquella tarde en los jardines, su cambio de look y atención “ejecutiva” por productos verdaderamente sofisticados. Quiero reiterar que su imagen ofrecida en los jardines (persona de escasa cualificación cultural, muy limitado en sus argumentaciones y expresividad, excesivamente abierto los términos soeces y apariencia muy “acatetada”) no casaba bien con  esta otra, en la que mostraba gran interés hacia los productos usados por una persona muy versada y experta en la más avanzada y costosa tecnología.  

Le estuve dando vueltas a estas dos imágenes de la misma persona y esa misma tarde volví con mis lecturas al mismo jardín donde lo conocí por vez primera. Tenía el presentimiento o tal vez la sospecha de que podía encontrármelo de nuevo, como efectivamente así sucedió. En esta ocasión venía ataviado con su look de las tardes: un modestísimo ropaje junto a esa falta de aseo agudizaba por la elevada temperatura en cuanto al olor y el sudor corporal. Tras unos chascarrillos y comentarios insustanciales, le comenté de forma directa mi visión de esa misma mañana en el complejo comercial. Me regaló una respuesta muy “pillina” en la expresión de sus ojos y pronto continuó con una gran carcajada.

“Amigo, no le des má al “coco” que tó tié explicación en la via. Ya te conté que estoy mas “tieso” que esa catedrá que tenemos ahí detrá ¿Tú sabes la miseria y porquería de pensión que me dan cada mes? Con ea limosna no llegamos a fina de mes, mi “parienta” y yo. Un día, hice conversación con un señó de letras, más pobre también que un espárrago, que me contó como se ganaba unas pesetillas, bueno, unos euros, que le venían mu bien pa podé tomarse unas cervezas y disimulá la puñetera vida que le tocaba tené a la vejé.  Hay tiendas gordas,  centros comerciales, que contratan (sin papeles de po medio) a gente mayó pa que hagan como si estuvieran viendo alguna cosa de las estanteria, pero con el rabillo del ojo están vigilando a los que se meten cosa en sus bolsillo. Nos dan un parato o chivato, como medio paquete de cigarro, pa que digamos a los vigilante quié se ha llevao o orviao algo, en lo bolsillo del pantaló o chaqueta. A muchos los cogen y le hacen pagá lo que han afanao. Si son conocio, incluso llaman a la poli. A finá de me, nos dan un sobre en blanco, sin que ponga ná escrito, con tre o cuatro  billete dentro. Dineo negro, más negro que un batusi que se ha dormio al sol depué duna buena borrachera o cogorza”.

Hecha esta descriptiva y completa aclaración para mi pregunta, Evelio quiso compartir conmigo otra información pensando que su contenido me podría interesar. Por supuesto no era la de los cauces que yo debería seguir para vigilar con el rabillo del ojo los pequeños hurtos comerciales, sino que por el contrario me habló de una Asociación de jubilados, cuya sede estaba radicada en una barriada de la zona oeste de la ciudad. Esta organización para la tercera edad atendía por el alegre nombre de EL JILGUERO y entre sus fines estaba, como objetivo prioritario, distraer a todas esas personas que les sobra y les falta la dimensión del tiempo, aunque ello parezca un contrasentido. Excursiones, películas, bar/cafetería, juegos de mesa, prensa diaria, meriendas y fiestas, celebraciones e incluso algunos descuentos en comercios y en servicios prestados en el hogar. Curiosamente también tenían acceso a un practicante que ejercía también con diplomado en pedicura. Todo ello “sonaba bastante bien”.

Evelio se empleó a fondo y en pocos minutos logró convencerme. Había que pagar una “matrícula” de veinte euros, sólo por una vez. Una vez inscrito, la cuota mensual para sufragar los gastos sería de sólo tres euros al mes, con derecho a una merienda y desayuno gratis. Me comentó que la inscripción estaba en estos momentos cerrada, por el exceso en el número de afiliados; unos seiscientos, en la actualidad. Pero que él tenía “buena mano” con el tesorero, y podría abrirme camino para mi incorporación a la sociedad. Total, que lo vi alejarse con mis veintitrés euros, llevando consigo una tarjeta con todos mis datos, pues mi peculiar amigo se iba a encargar de hacer las gestiones correspondientes. Quedamos en vernos la semana próxima en este mismo jardín. El se iba a encargar de traerme el correspondiente carné de nuevo asociado.

Pero en el día fijado para nuestro reencuentro, Evelio no apareció. Pensé que algún problema podría haberle ocurrido, por lo que marqué su número de teléfono. La respuesta que encontré en el otro extremo de la línea provocó mi sorpresa: ese número pertenecía a la atención al cliente de una fábrica de embutidos, sita en el pueblo de Pizarra. Me atendió una señorita “robotizada” que, apenas sin dejarme hablar, se adelantó a mis interrogantes, indicándome que hasta dentro de quince días no habría disponibilidad para atender las peticiones de chacinas. Pero sí podía ofrecerme cajas de morcillas, pues habían elaborado una nueva partida del tan suculento porcino manjar. Un tanto abrumado, le di las gracias a la compulsiva señorita, un tanto obsesiva con la atención a los demandantes de productos procedentes del cerdo. Me disculpé aclarándole que el número marcado no correspondía, obviamente, a la persona que me lo había confiado.

¿Podría ser una broma de tan especial personaje? Parece que lo más inmediato era contactar con la Asociación el Jilguero, más en Internet no había respuesta para localizar a la susodicha agrupación de personas jubiladas. Pero yo tenía su dirección en la agenda, dato que Evelio me había facilitado. Así que un par de días más tarde, tenía libre la tarde, me dirigí a estas señas concretas, pues en el número de teléfono que también poseía aparecía un contestador que pertenecía a un maestro gurú que resolvía problemas de salud y complicados desencuentros matrimoniales. Ya en la barriada del oeste malacitano, me dirigí a las correspondientes señas postales. Efectivamente la calle Jazmín existía en esa zona, que ofrecía un aspecto muy descuidado y de cierta marginalidad social. Ya en el número correspondiente, buscaba y rebuscaba inútilmente, en el portal de un sucio, tenebroso y cutre inmueble de tres plantas, alguna placa que aludiera a la Asociación El Jilguero. Aún así subí hasta el tercer piso, pues el pequeño bloque carecía de elevador.

Pulsé en el timbre de la puerta 3º B en la que estaba clavada una pequeña placa que ponía EL PARAÍSO.  Lo hice no sin un cierto recelo, pues temía encontrarme con algo no especialmente agradable. Me abrió la puerta una señora mayor, que se identificó como Iris, que estaba vestida con llamativos ropajes juveniles, calzando una chanclas rosas y doradas. Mostraba un bien enjoyado y pintado muy deteriorado rostro.

“Pase Vd. buen hombre ¿Es la primera vez que viene? No se preocupe que en seguida le proporciono toda la información al respecto. Le aseguro que no va a encontrar en otro relax  nada igual con el material que tenemos en este Paraíso para la felicidad y goce de la clientela. Mi nombre es Iris, la madame del negocio, con diecisiete años de acreditación. Dígame sus preferencias y le aclaro las tarifas para cada uno de los servicios; normal, completo, parejas, triples, africano, asiático, turco … Hemos integrado unos paquetes especiales, algo más costosos, para los amantes del más endiablado y travieso fetichismo. Puede abonar con tarjeta: Master Card y Visa. Ah, se me olvidaba, cada cinco servicios tendrá derecho a un descuento del 25 % en el siguiente. Somos un grupo muy afamado y consolidado en el sector. Aquí la aventura nunca finaliza…”

No la dejé continuar. Me disculpé con la “acartonada” y teatralizada señora, no sin antes preguntarle si tenía que abonarle algo por la breve atención que me había prestado. Estuve a punto de resbalarme bajando los altos escalones de madera que conducían hasta el portal. En ese preciso momento entraba por la puerta una escultural mujer de gran estatura, que difícilmente podía ocultar su carácter travesti.

Pasaron los meses. Por ahora, no he vuelto a toparme con la persona de Evelio, sin duda un farandulero, imaginativo y muy cachondo paseante del tiempo libre. Sin embargo, suelo repetir mis visitas por estos agradables jardines que miran gratamente hacia el mar, bien resguardados por las sosegadas y suaves colinas de Gibralfaro, en las que laten secretos y misterios llenos de ensueños, naturaleza e Historia.-

 
José L. Casado Toro (viernes, 21 de Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

viernes, 14 de julio de 2017

LA INESPERADA Y URGENTE LLAMADA TELEFONICA DE LA MADRINA ELO.



En tiempos de contracción económica los grandes problemas, junto a las anecdóticas y pequeñas contrariedades de la vida diaria, tienden generalmente a magnificarse en su real significación. Esta a veces radicalizada actitud probablemente es debida a los nervios y preocupaciones que a todos afecta, de una u otra forma, acerca de tener que soportar y sobrellevar un estado o situación depresiva en los tres factores básicos para el bienestar material: la estabilidad del empleo, el poder adquisitivo de las familias y esa fluidez en los intercambios comerciales que hace posible la creación y dinamización de la riqueza.  

Abel, junto a los demás compañeros que trabajan en una empresa privada de reparto urgente de mensajería y paquetería, se siente inquieto ante los rumores, que proceden de aquí y de allá, con respecto a un posible cierre empresarial por parte de los propietarios del negocio en el que prestan servicio. Aunque su mujer Sara le transmite, de manera repetida, ese sabio consejo de que ha de aprender a relativizar los problemas, especialmente ahora que sólo es un desagradable rumor, él se muestra un tanto abrumado ante esta incierta situación.

Ambos cónyuges han formado un matrimonio joven, con numerosos gastos incrementados ahora por el reciente nacimiento de Estrella, la hija que han deseado traer al mundo. “… No te atormentes más, que esa amenaza aún no se ha producido. Y si llega, trata de relativizar la situación, por grave que parezca. No te voy a ocultar que sería complicada y difícil, pero no extrema. Buscarás, con más o menos suerte, otro trabajo. Yo también continuaré, aplicando más fuerza aún si cabe, con mis tareas de costura, qué algún necesario ingreso siempre nos reporta”. Palabras muy sensatas de su mujer, pero que difícilmente compensaban esa intranquilidad económica ante su incierto futuro laboral.

En este contexto, un hecho inesperado vino a incrementar ese convulso estado de ánimo en que este padre de familia se hallaba inmerso desde hacía algunas semanas. Un viernes de Febrero, ya en la madrugada (las manecillas del despertador habían pasado de las dos en la noche) suena en el dormitorio de la pareja el móvil de Abel. Un tanto sobresaltado, atiende la inoportuna (por la hora en que se efectúa) llamada. Al otro lado de la línea estaba su madrina Elo. Esta compulsiva señora, de manera angustiada y con aires imperativos, le dice lo siguiente:

“Sobrino, no sé si ya estaréis en la cama. Pero debo pedirte que, a la mayor urgencia, vengas a verme. Te quiero explicar un asunto sobre el que anhelo tener tu opinión y consejo. Lo que voy a transmitirte, de manera personal, también de alguna forma te puede afectar. Además me gustaría veros, pues la última vez que lo hice fue en el verano pasado. Vente mañana para acá y os pasáis el fin de semana conmigo. Sé que no me vas a defraudar”.

Conociendo bien como era el carácter de su tía, no era de extrañar este indelicado y extraño comportamiento. ¿Qué cosa tan urgente tendría que comentarle? ¿Era normal toda esa prisa, a fin de mantener un diálogo aunque éste fuese importante? Hacerle ir a SALAMANCA, a más de seiscientos km. por carretera desde la capital malacitana suponía una petición motivada por algo de extremada gravedad. Las perspectivas suponían casi siete horas de viaje, y eso no realizando demasiadas paradas en la ruta. Desde luego, sería algo sumamente importante lo que quería transmitirle. Pero, antes de avanzar en la historia ¿quién era Elo y qué influencia tenía sobre la persona de su único sobrino? 

Eloisa de la Romaleda hizo, siendo bastante joven, un atractivo matrimonio con un veterano bodeguero, por cierto, dos veces viudo. Para ello tuvo que trasladar su residencia a la capital salmantina. Dada la notable diferencia de edad entre ambos cónyuges, él falleció cuando ella apenas había superado la treintena. Le quedó, para su goce y seguridad, una saneada herencia. A poco de estos hechos, su única hermana menor Miriam (tras un desafortunado accidente en una carretera secundaria) dejó huérfano a un niño de sólo siete años. Al ser madre soltera, Elo se encargó de su cuidado y educación. Para Abel, su tía fue una verdadera madre aunque, bien es verdad, con el paso de los años, esta mujer fue potenciado en su carácter ese estilo de las decisiones insospechadas e incluso “pecando” de excentricidad. A pesar de que facilitó buenos colegios a su sobrino, éste nunca se caracterizó por su amor a la cultura, por lo que a su mayoría de edad dejó de convivir con su madre/tía en la capital salmantina, volviendo a Málaga, ciudad de origen de ambas hermanas.

A pesar de tener una situación desahogada en lo económico, Elo siempre se caracterizó por ser muy celosa de su dinero, accediendo con “cuentagotas” a las necesidades y peticiones de Abel que, incluso en la hora de su matrimonio, tuvo que “hacer muchos números” ante la escasa generosidad económica de quien mejor le podía ayudar. De todas formas, siempre trató a su tía con afecto y delicadeza pues, aparte de agradecerle su atención en la infancia y adolescencia, no en balde sabía que algún día sería el único heredero de los bienes que aquélla bien guardaba y enfermizamente atesoraba.

Apenas había amanecido, Abel se dispuso a emprender un largo y cansado viaje, camino de la ciudad castellana. Sara se negó a acompañarle, aduciendo varios motivos. Consideraba una pasada más (no había sido la primera) la urgente petición de su tía política. En Febrero el tiempo agudizaba su temperatura y por aquellas tierras la Aemet (Agencia española de meteorología) prevenía acerca de la caída de fuertes lluvias durante el fin de semana. Además, su hija Estrella estaba algo acatarrada. Abel comprendió las razones de su mujer y tras un frugal desayuno tomó un pequeño maletín donde Sara había introducido alguna ropa de abrigo, muda y un neceser con lo básico para la limpieza corporal. Y emprendió la larga marcha (eran las 8:15 de una mañana nublada) en su “veterano” Peugeot, comprado en  una oferta de ocasión y con antigüedad de casi nueve años.
Mientras conducía, iba pensando en que tal vez tía Elo había decidido ayudarle (le había hecho conocer el previsible cierre empresarial de la empresa donde trabajaba) o generosamente discutir con él aspectos relativos al testamento que habría decidido firmar, pues ya no era una jovencita. Todo lo contrario, su carnet de identidad marcaba la edad de los sesenta avanzados. En estos pensamientos se encontraba, mientras escuchaba en su conducción varios atractivos CDs con canciones de Lionel Richie, Roxette y Joe Dassin.

Dos horas y media ya de conducción. Era necesario estirar un poco las piernas y al tiempo reportar algo de combustible, pues la aguja del nivel de gasolina estaba presta a entrar en la zona roja. En una GALP, además del combustible aprovechó para tomar un nuevo café (siempre bien cargado y prácticamente sin azúcar) emprendiendo de nuevo la marcha.  Haciendo el stop de salida en la Estación de Servicio, a fin incorporarse a la carretera general, vio a una chica joven con cara “angelical” que estaba haciendo autostop con un cartel a sus pies en el que sólo aparecía la palabra CÁCERES.  Vestía su frágil cuerpo con un abrigo beige, vaqueros muy gastados al igual que también estaban unas botas Quechua de las que se utilizan para las marchas senderistas. Cubría su cabeza con un gorrito de lana color rojo, blanco y franjas verdes. También se protegía con una gruesa bufanda. Bajó la ventanilla y le hizo una señal para que subiera. La joven puso la mochila que llevaba en el asiento trasero, ocupando después el asiento junto al conductor. Abel pensaba que tantos km para recorrer iban a serle muy aburridos, por lo que un buen ratito de conversación con la chica le ayudaría a hacerlos más llevaderos. Además ayudaba a una persona que por alguna razón necesitaba desplazarse, en un día en el que el frío agudizaba y las posibilidades de lluvia eran ciertas.

Silvia tenía 18 años cumplidos. Hacía un par de meses que se había ido de casa con su pareja, un rockero, hábil en la palabrería, que le había llenado la cabeza de proyectos e historias para el encanto. Esa decisión la había tomado en contra de la opinión de sus padres, unos labriegos que nunca vieron con buenos ojos los “pájaros” y las fantasías del destartalado y escasamente aseado personaje. Habían convivido en varias ciudades de Andalucía, cantando por las plazas y zonas de paso a fin de recoger algunas monedas. El chico estaba enganchado a las drogas y cuando se metía todo ese veneno en sus venas, entraba en un estado de catarsis y gestos violentos, cuyos golpes iban todos dirigidos al delicado cuerpo de su asustada y hambrienta compañera. Una noche, mientras el joven dormía bajo unos soportales de la capital granadina, ella tomó su mochila y salió literalmente huyendo hacia el Camino de Ronda, donde un camionero la recogió llevándola hasta la salida de Sevilla oeste, camino de Extremadura. Su intención era volver a casa de sus padres, unos labriegos que tenían su casa familiar en JARANDILLA DE LA VERA. No sabía como la iban a recibir, pero cualquier cosa era mejor que esa vida trashumante de hippy que “Robert” le ofrecía, con sus sueños, violencias y desequilibrios.

En Mérida hicieron una nueva parada, donde Abel se ofreció a invitarla a un bocadillo. La chica no había comido desde la tarde del día anterior (un “suculento” menú Kebash, de 4 euros). Ya en la entrada de Cáceres se despidió de esta temporal acompañante que, de manera espontánea, le dio un par de besos, pidiéndole que viniera alguna vez con su mujer e hija a esta ciudad monumental. Le aseguró que en la casa de sus padres, en pleno terruño extremeño, serían muy bien recibidos.  
Aún restaban más de doscientos km. por recorrer hasta la ciudad salmantina, donde pensaba llegar más o menos sobre las tres de la tarde. Pero aún iba a tener una nueva sorpresa en su ruta. A medio camino entre las dos capitales, una vez superada Plasencia, vio a lo lejos un Renault blanco parado en el arcén de la carretera y fuera del mismo un hombre joven que le hacía señales. Aminoró la velocidad y, ya muy cerca del vehículo averiado, distinguió que junto al muchacho de las señales había un hombre de mayor edad que con el capó abierto trasteaba el motor del que brotaba una densa humareda.

Era su innata forma de ser. Se trataba de dos personas que necesitaban ayuda, allí detenidas en el lateral de una carretera, sin que los que coches que circulaban le hicieran el menor caso. Se apeó de su “agradecido” Peugeot y dirigiéndose al hombre mayor (el chico joven mostraba un cierto nerviosismo) le preguntó si había localizado el problema. “Parece que el coche se ha calentado y ahora sale mucho humo del radiador. Además he mirado el suelo y veo que estoy perdiendo aceite. Esto es complicado. Trabajo para los mecánicos”. Abel entonces volvió hacia su vehículo y consultando su GPS comprobó que el punto habitado más cercano era el pueblo de Hervás, situado a unos veintitantos km de distancia. Mucho más lejos quedaba Béjar, una población más importante. Se prestó a llevarlos para que allí pudieran contactar con una grúa, que les trasladara el coche para su reparación.

Gonzalo, persona más experimentada y serena, agradeció vivamente el ofrecimiento de su generoso interlocutor. Flavio, el chico joven, algo más calmado, sonreía y tomaba la mano de su pareja. Era evidente la naturaleza gay de ambas personas. Los tres viajeros hicieron juntos ese corto trayecto, llevando también las dos maletas de la pareja, ya que éstos temían perderlas si las dejaban dentro de un coche averiado en el arcén de una transitada carretera. Comentaron que dentro de las mismas llevaban muchos productos de belleza, ya que trabajaban representando a una conocida marca de cosméticos. Las manos de Flavio y Gonzalo, sentados en el asiento trasero, continuaban con ternura entrelazadas.

Pronto llegaron al pequeño pueblo de HERVÁS, donde localizaron un taller para la reparación de automóviles. Al no tener en ese momento el coche grúa disponible, el mecánico se prestó a desplazarse al lugar de la avería en su vehículo. Mientras tanto, realizaron una llamada a Béjar, a fin de conseguir una grúa para trasladar el vehículo a Hervás. Abel se despidió de sus nuevos amigos, comentándoles que tenía urgencia en llegar a Salamanca. Gonzalo y Flavio, en señal de agradecimiento, abrieron uno de los maletines, de donde sacaron un bote de perfume para entregarlo como regalo a su generoso benefactor. Abel se sintió obligado a corresponderles con su número de teléfono, para cuando pasasen por Málaga. Los ojos de Flavio se mostraban emocionalmente brillantes ante la persona de Abel, en una despedida a la que ninguno de los tres sabían como ponerle fin.

El reloj marcaba las 3:50 cuando sonó el timbre de una vivienda, próxima a la Plaza Mayor de Salamanca,  propiedad de Elo de la Romaleda. Cuando esta bien conservada señora vio a su sobrino, se abrazó al recién llegado con unos besos muy afectivos, no sin antes persignarse (gesto que también practicaba al pasar por delante de algún espacio religioso).

“¡Cuánta alegría tengo de verte! Sabía que no me ibas a defraudar.  Voy a prepararte algo para comer. Me hubiera gustado que hubiera venido contigo Sara y, por supuesto, la pequeña Estrella. Ya estará muy crecidita, desde la última foto que me enviaste. Siéntate tranquilo, que en unos minutos te organizo algo en la cocina”.  

Tras reponer fuerzas (habían sido muchas las horas de conducción) tía y sobrino se reunieron en un coqueto y barroco salón (que parecía un comercio de objetos antiguos) alrededor de una mesita de época con dos tazas de café bien caliente. Elo difícilmente podía disimular los nervios que la embargaban, ante la información que deseaba transmitir a ese sobrino que ella prácticamente había criado. Abel, por su parte, también mostraba una tensión emocional pues sospechaba que el asunto que le había obligado a desplazarse urgentemente a tantos km desde su hogar familiar no podía ser otro que el relacionado con la voluntad testamentaria de su tía que, en los próximos meses, iba a convertirse en septuagenaria. Era el lógico heredero de una mujer, que gozaba de una situación económica visiblemente muy acomodada. El beneficiario de tantos apetecidos bienes no podía ser otro sino él, su sobrino o el “ahijado” carnal.

“Sobri, te agradezco en el alma que te hayas echado al cuerpo toda esta cantidad de km. Tú me conoces, ya sabes como soy. Algo alocadilla. Te llamé cuando ya estabas en la cama, pero es que la inmensa alegría que sentía ayer noche la tenía que compartir contigo. Y estas cosas no se pueden decir a través de un teléfono. Es algo muy grande lo que me está pasando. Tantos años de mi vida asumiendo y llevando tan bien la viudez y ahora, cuando estoy a punto de cumplir los setenta, me siento plena e ilusionadamente enamorada. Es algo tan grande y tan hermoso que no quepo, en todo lo grande de mi cuerpo, con tanta felicidad. Pensarás que el afortunado es un señor mayor, tal vez también viudo, que busca amistad y compañía para sosegar su soledad. Todo lo contrario, sobri. El afortunado es mucho más joven que yo. Pero esa diferencia de años entre nosotros ¡qué son veintinueve abriles! no supone obstáculo para dos “tortolitos” que suspiran en cada momento por estar juntos, sintiendo la llamada irrefrenable del amor. “Milo” me ha hecho nacer de nuevo. Y es muy trabajador. Cuida los jardines de algunas casas “bien”. Cuando es necesario, Camilo hace esas chapuzas y arreglos que  surgen en todas las viviendas. Así le conocí, en un bendito y santo día que el buen destino quiso que llamara a mi puerta. Me siento como una chiquilla, en la edad de merecer, con esos zapatos nuevos para lucir los domingos ¡Nunca pude imaginar sentir y gozar tanta felicidad!”

Son las diez de la mañana, de un domingo nublado de invierno. Abel termina su desayuno, dispuesto a tomar de nuevo el volante para la vuelta a MÁLAGA. Le ha razonado varias veces a tía Elo de que el lunes ha de estar en su trabajo (mientras dure) a las 8 en punto. Que necesita tiempo para asimilar la contundente noticia que ella le ha transmitido, por lo que prefiere dejar el encuentro con el tal Milo para otra ocasión. Apenas ha dormido durante la noche, por las preocupaciones que le embargan y por el frío ambiental que preside la vivienda de su tía, con una avería en la calefacción, de costosa reparación. Tras una nerviosa y escénica despedida, sale del señorial portal de la casa y agradece ese aire, gélido pero limpio, que acaricia y tonifica sanamente su rostro. Ante la insistencia de Elo, lleva una bolsa con un paquete de perrunillas y otro de chochos charros, como regalo. Durante el largo camino de vuelta a casa tendrá amplia oportunidad para reflexionar y recomponer ideas acerca de un complicado fin de semana, rico en contrastadas experiencias, que probablemente van a permanecer latentes en la proximidad recurrente de su memoria.-


José L. Casado Toro (viernes, 14 de Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga