viernes, 28 de abril de 2023

UNA EXTRAÑA RELACION, EN TIERRAS NAZARÍES.

Anselmo Villalba estudia tercer curso del grado de Ciencias Políticas, en la facultad del mismo título vinculada a la prestigiosa Universidad de Granada. Reside, con su amigo Irineo, en un muy antiguo pero confortable apartamento reformado, ubicado en la tradicional calle Puentezuelas, muy cerca de la Plaza de la Trinidad, en el centro antiguo de la capital nazarí de los naturales y aromáticos “cármenes”. Su compañero de piso, natural de Orihuela, es alumno de segundo curso en el grado de expresión, interpretación y declamación. Tiene un carácter bien diferente al de Anselmo. Lo que en éste es todo prudencia, racionalidad y equilibrio, como estilo de vida, en Irineo destaca lo ácrata y contracultural más apasionante y diverso. Tal vez por ese natural y divertido contraste de identidades se llevan tan bien, con una convivencia estudiantil de caracteres complementarios y enriquecedores.

Cuando llegó el momento en el que tuvo que trasladarse a Granada para iniciar sus estudios, este buen estudiante de ciencias políticas recibió de su padre un estupendo regalo: un coche Citröen A3, de segunda o tercera mano, a fin de facilitarle los desplazamientos a la ciudad hermana, viajes que realizaba alrededor de una vez al mes y también en los períodos vacacionales. Además de reunirse con su familia, aprovechaba para renovar alguna ropa, perfectamente lavada y planchada, que su madre, doña Herminia le preparaba. Además, volvía de casa con esos paquetes “repletos” de comida, que las madres saben tan bien preparar “para que comas bien, que te veo más delgado que cuando estabas en casa con nosotros”. En la ciudad de la Alhambra, Anselmo sale, especialmente durante los fines de semana, con muchos amigos, pero no tiene una pareja fija, pues considera que estos son tiempos para centrarse en el estudio y en ese expediente académico que algún día puede abrirle diferentes puertas para el ejercicio laboral.

Físicamente, Anselmo es bien parecido de cara y está dotado de un cuerpo atlético, ayudado por esas dos horas y media de gimnasio que realiza un par de veces a la semana, en el centro Atlantis, en la esquina de Recogidas. Una de sus grandes aficiones es la asistencia al cine. Suele frecuentar, también en los “findes”, el cine Príncipe, gozando con esas películas clásicas o de cinematografía “indie”, proyectadas en VOS. Sus géneros favoritos son los thrillers, por las intrigas argumentales que contienen y también las obras dramáticas, con trasfondo sociopolítico. Durante el mediodía suele almorzar en el bar de la facultad, mientras que por las noches se prepara algo, haciendo sus compras en un buen súper, regidos por un comerciante oriental y su abundante familia, establecimiento que tiene relativamente cerca de casa, en el Carril del Picón.

Pasó las vacaciones de Semana Santa junto con sus padres, Teodoro y Herminia, además de con su única hermana Esther, dos años menor que él, que también estudiaba fuera de Málaga, concretamente cursaba 1º de veterinaria, dado su amor hacia los animales, en la facultad de Córdoba. Tras esos días de descanso, en los que además de ver alguna procesión, no descuidó trabajos pendientes para el estudio, llegó el día de la vuelta a Granada. Aprovechó la tarde del lunes de gloria para realizar el desplazamiento, dado que en la región ese lunes del año no es lectivo. Dispuso su salida para las cinco y media de la tarde, ya que no quería llegar muy tarde a su destino, a fin de hacer una cena ligera (pensaba que iba sobrado de calorías, por los afanes cuidadosos de su madre) a la hora apropiada. Tenía clase de Estrategia Electoral, a las 8 de la mañana del martes.

Tras zafarse, como pudo, de los arrechuchos y cariños maternales de doña Herminia, se despidió de su padre, funcionario de la administración civil del Estado, quien en el abrazo le introdujo un sobre con algunos billetes en el bolsillo de su cazadora vaquera “para esos gastos imprevistos y necesarios, que tenéis la juventud. Y también los caprichitos propios de la edad”. Introdujo el trolley en el asiento trasero de su coche partiendo camino de la autovía de las Pedrizas, con la música acústica de su altavoz bluetooth a buen volumen. El viaje transcurría a plena normalidad, aunque a poco de haber recorrido una decena de km se puso a chispear. Nada preocupante, pues la visibilidad era perfecta. Al paso del tiempo, la lluvia fue arreciando, mezclándose con un viento que, sin duda fuera del coche, sería desapacible, muy típica de los equinoccios de primavera y otoño en la región. Después de pasar por Riofrío y Loja, en el trayecto hacia Granada, pensó que dada la inclemencia del día y a que no había merendado, le vendría bien tomar algo caliente, pues la temperatura había descendido notablemente, a medida que avanzaba hacia la ciudad nazarí.

Detuvo el vehículo, aparcando en un lugar ya frecuentado por él en sus repetidos viajes. El Restaurante/cafetería La Parada, ubicada junto a la estación de servicio, en el término municipal de Huétor Tájar, muy cerca de la autovía. En realidad, no hacía viaje para Granada sin hacer una parada en este bien organizado lugar para “repostar” algo alegrando su estómago. Seguía chispeando y el viento incrementaba su potencia eólica. No era muy tarde, pues faltaban unos minutos para las 18:30, pero el cielo entoldado, y esa fina lluvia, hacía que pareciese una hora más avanzada. Pensaba que sería el único viajero que iba a entrar en la bien organizada cafetería, en esa tarde que se había tornado en tan desapacible meteorología. Sin embargo, cuando llegó a la puerta de entrada, se encontró a una joven que podría ser, más o menos, de su edad. Se saludaron con un ¡hola! mientras la chica descansaba su mano derecha en el asa de un trolley bien decorado con numerosas pegatinas. Con gran espontaneidad, la joven se le acercó un poco más, mostrando un semblante que no ocultaba un cierto cansancio y comenzó a comentarle brevemente su situación.

“Disculpa, mi nombre es Virginia. Hice auto stop a la salida de Málaga, en Ciudad Jardín y un señor que parecía muy serio y responsable se ofreció, amablemente, a traerme hasta este punto, pues él se dirigía a Huétor pueblo. Este hombre parecía ser un representante, pues llevaba algunas carpetas con anuncios de utensilios de cocina en sus portadas, archivos que yo coloqué en el asiento trasero. Todo parecía muy normal y propio del conductor que ayuda a una joven autoestopista.

Pero durante el viaje este hombre se me ha ido insinuando e incluso cerca de Loja me comenta que podríamos parar para tomar alguna cosa. Y que no tenía reparos en alquilar una habitación de hostal … Sus intenciones eran más que evidentes. Yo le adivinaba superando ampliamente el medio siglo de vida. Como yo me negué a sus insinuaciones, desde el primer momento, su dulce actitud inicial fue cambiando, poniéndose como un basilisco, cada vez más nervioso. Yo le rogué que detuviese el vehículo, un Opel Astra, marrón oscuro, pero él no parecía muy por la labor. Sentía mucho miedo, aunque he tratado de mantener la calma, mientras él conducía, cada vez a una mayor velocidad. Al final y sin decir palabra alguna, detuvo el coche aquí en la Parada, dejando que me bajara, aunque en los primeros momentos se había ofrecido a llevarme incluso hasta la misma entrada de Granada. Llevo aquí esperando, casi por espacio de una hora.

Entiendo que estas cosas ocurren. Son los riesgos del auto stop, en un u otro sentido. Tal y como se ha puesto la tarde, pues sigo pidiendo ayuda … No me queda otra”

Un tanto asombrado, por el contenido y la locuacidad de su interlocutora, Anselmo “procesó” rápidamente la situación. Le pareció convincente la explicación que estaba recibiendo de su solitaria y joven compañera, físicamente de aspecto agradable. De una forma cortés, le indicó que podría llevarla a Granada, a donde él se dirigía, en esa corta distancia de unos cuarenta y tantos km. que aún restaban. También le pareció correcto invitarla a que compartiera con él un café o similar, dada la ruda incomodidad meteorológica que se había presentado en esa tarde del lunes de gloria.

Esos veinte o más minutos de merienda fueron curiosamente rentables para conocer e intercambiar datos básicos, entre dos jóvenes que acababan inesperadamente de encontrarse. Virginia era natural de la localidad jienense de Úbeda, hija única de padres labriegos. Estudiaba Expresión, declamación e interpretación en la ciudad de la Alhambra, estudios curiosamente iguales que los que cursaba su compañero de apartamento Irineo. La chica había pasado unos días vacacionales en Málaga, en el domicilio de Selena, una amiga de medicina. Residía también en un piso compartido, en una transversal de Alhóndiga, no lejos de Puentezuelas, domicilio de Anselmo. Cabello moreno, ojos marrones, rostro “afilado” de incuestionable belleza, agilidad corporal, usaba lentes de fina montura plateada. Vestía ropa vaquera y calzaba zapatos de trekking, marca Quechua. A través de algún movimiento, pudo comprobar que tenía al menos los brazos tatuados.

De esta sencilla y espontánea forma se había iniciado la amistad entre Anselmo y Virginia, en La Parada de Huétor Tájar, durante una tarde algo desapacible de lluvia primaveral. Pero en un momento concreto de ese grato y franco diálogo que ambos mantenían, la joven solitaria de la cafetería restaurante insinuó un complicado y grave problema con su padre Liberto, conflicto de naturaleza sexual, cuando ella alcanzaba los 16 años. Esta insostenible situación era la que había provocado el abandono del hogar, para irse a vivir junto a su tía Andrea, hermana de su madre, que residía en Cazorla. Allí dirigía con buen rendimiento un taller de costura. Confesó que no visitaba la casa de sus padres desde hacía años. Esa tía, llamada Vega, era viuda, considerando a su sobrina como a una hija. En este viciado contexto, Virginia vivía sumida en un miedo absorbente y continuo, pue Liberto, en su opinión, era una persona muy “primaria”. No se fiaba “un pelo” de su padre y muchas eran las noches en que sufría alucinaciones, ya que temía que se le apariera por la ventana para proseguir con sus execrables actos incestuosos, pues su tía reside en una casita “mata”, en las afueras de la localidad jienense. Allí mismo tiene instalado el taller, siendo muy conocida por sus perfectos arreglos de ropa.

Llegando ya a la capital granadina la chica aludió, también en un acto de franqueza, que se sentía bisexual, situación de la que fue consciente desde su adolescencia, lo que Anselmo “admitió” con sencilla naturalidad, aunque pensaba en su interior que le estaba acompañando una compleja autoestopista, en su vuelta a la muy bella capital nazarí. Una vez aparcado el vehículo, en un terrizo sin edificar, por la zona del carril del Picón, se despidieron con cierto afecto, dirigiéndose ella al piso que compartía en Alhóndiga y él al de Puentezuelas. Tras darse una ducha, comprobó que Irineo seguía sin aparecer. Desde luego tenía un compañero con esa simpática originalidad de lo imprevisto y lo sorprendente. Igual estaba varios días fuera de casa y cuando aparecía, ante la pregunta de su amigo se limitaba a responderle “viviendo intensamente”, claridad expresiva a la que Anselmo ya estaba habituado y comprendía, no sin cierta “sana envidia”.

El estado del tiempo había mejorado, por lo que se animó a dar una vuelta por la zona centro y buscar algún “chiringuito” en el que tomar algo para la cena. Subió por Tablas y al llegar a la Plaza de la Trinidad observó que Virginia estaba sentada sola en uno de los bancos. Por deferencia se acercó a su nueva amiga, quien sin mediar palabras por parte suya le dijo con una abierta sonrisa “¿Me invitas a unas tapas? Ando mal de pasta y ya me he gastado casi toda la asignación del mes que me envía mi tía Vega. Le hizo gracia la salida de esa joven recién conocida, en el descanso habitual de La Parada de Huétor. La temperatura era fresca pero soportable, siempre que se llevara alguna cazadora vaquera o similar bajo el brazo. Decidieron subir hacia el Albayzin, para hacer algo de “ruta de tapas”. La noche prometía estar distraída. Llegaron hasta el tercer vino, con unas tapas muy “nutritivas” que daban para bien cenar. En esas íntimas conversaciones, Virginia fue añadiendo algunas confidencias de su azarosa vida familiar, a lo que Anselmo tuvo que “cortar” con paternal amistad, aconsejándole que no pensara más en el pasado, pues el fututo estaba lleno de encantos por descubrir y mejor disfrutar. Aún no habían dado las doce, cuando Anselmo sugirió que era aconsejable volver, pues necesitaba descansar después del viaje y teniendo en cuenta que habría de madrugar para esa clase de las ocho, la primera de las tres que iba a recibir en el día.

Cuando entraban por Mesones, camino de sus respectivos apartamentos, Virginia se quedó mirándole fijamente a los ojos diciéndole “de sopetón” y sin mediar sugerencia o comentario alguno lo que él no se hubiera imaginado siquiera escuchar: “Cuando quieras, Ansel, nos vamos a la cama”. Frase a la que él, sin mostrar exteriormente enfado o extrañeza y con un autocontrol muy característico en su carácter, respondió con una sensata respuesta, adornada con una fraternal sonrisa: “Mejor otro día, amiga Virginia. Ahora es bueno que tú también descanses. Entiende que para mí este día ha estado repleto o improvisado de sorpresas”.

Unos días más adelante, sobre las seis de la tarde cuando los dos inquilinos de Puentezuelas estaban en casa, Ansel estudiando e Irineo haciendo prácticas de declamación, llamaron a la puerta. “Soy Virginia, “porfi”, ábreme”. La veía muy asustada y nerviosa. “Me ha parecido ver a mi padre Liberto por calle Recogidas.” Trató de calmarla con serenidad y afecto: “tranquilízate. Creo estás un tanto obsesionada. Si te esperas unos minutos, termino de teclear un correo y podemos dar una vuelta. Verás como nada te ocurre. En todo caso, si realmente tu padre se hubiera desplazado a Granada, y conociera la dirección en que te alojas (lo que no es probable) al verte conmigo no se atrevería a acercarse”. Irineo, que se había sumado al diálogo, saludó con un par de besos a la atribulada joven, al serle presentada por Ansel. “No, si en realidad ya nos conocemos de vista. Somos “compas” de la facultad, aunque en distintos cursos”.

Callejearon por todo el núcleo centro granadino. En Puerta Real tomaron un vino y como ya había anochecido, ella se prestó a invitarlo a compartir una pizza, en el Pomodoro del Paseo de las Titas. Esa tarde noche, ella no se le insinuó, aunque en momentos se mostró algo “acaramelada”, como esperando una posición más activa por parte de su amigo, el estudiante de Políticas. La acompañó a la puerta de su bloque de pisos y allí se despidieron, intercambiando besos de amistad.

Pasaron días y semanas y de la extraña Virginia nada más supo el muy estudioso Anselmo. En parte suspiraba aliviado, porque una persona de comportamientos y vivencias tan extrañas parecía haber desaparecido de su vida. Ya en junio, después de un viernes de examen, Ansel se mostró decidido a preguntar por esa joven conocida en la Parada de Huétor. Se armó de valor y fue a su piso compartido. Allí le comentaron que Virginia hacía semanas que había dejado su habitación. Dos compañeras que lo atendieron le explicaron que no había dejado dirección. “Es que es una persona … un tanto rarita”. Con el trajín del final del curso, Virginia y sus problemas fueron pasando de la memoria de Ansel. Lo curioso del caso es que no hubo encuentros callejeros entre ambos, en una ciudad tan relacional como Granada, especialmente en el ámbito estudiantil. En alguna ocasión preguntó por ella a su compañero Irineo quien se encogió de hombros y sólo acertó a decir “Bueno… a veces la he visto por los pasillos de la facultad, pero sin pararnos apenas, después del ¡hola y adiós!”

Un cálido jueves, antes de la próxima vuelta para Málaga, en vacaciones veraniegas, Anselmo dedicó la tarde avanzada para pasear por las calles y jardines de la entrañable ciudad que lo acogía para sus estudios. Caminando de aquí para allá, pasó por delante del Teatro Isabel La Católica, en Puerta Real. Observó que la cartelería anunciaba la representación de Yerma, la inmortal obra de Federico García Lorca. Se entretuvo mirando los fotogramas y carteles anunciadores y en una de las láminas expuestas creyó reconocer a una de las figurantes. Repasó detenidamente la fotografía y aunque los actores estaban ataviados y arreglados para la temática escénica, no cabía duda. En el elenco interpretativo se encontraba ¡la “misteriosa” Virginia!, formando parte del amplio grupo escénico de La Tesela. No lo dudó ni un instante. Sacó en la taquilla una entrada para la representación del viernes, a las 19:30. Y ese día, aunque no había podido conseguir una buena localidad, desde el 2º piso puso seguir las breves apariciones como figurante de Virginia, la cual potenciaba sus escasos minutos en el escenario actuando con una gran naturalidad. Al terminar la obra, esperó en la calle lateral la salida de los actores. Cuando éstos abandonaban el recinto, Virginia apareció cogida de la mano de un joven, posiblemente también actor. Cuando vio al asombrado Ansel, se limitó a sonreírle y decirle “adiós” con la mano. Era evidente que no tenía intención de pararse, pues siguió con diligencia su camino, acompañada de ese otro intérprete con el que probablemente mantenía algún tipo de relación.  

 

Esa misma noche, hubo un diálogo telefónico muy ilustrativo y del que Ansel no tuvo conocimiento.

“Era más que probable, Virginia, que algún día te lo tenías que reencontrar. Te pedí el favor que le echaras un cable, para ver si este compa maduraba y salía del cascarón en lo sexual. Y a ti te vino muy bien para escenificar la práctica de una chica sola en un restaurante de la carretera, el tema que habías elegido en la clase de improvisación. No creo que le hayas provocado ningún conflicto sentimental de gravedad. Pues lo conozco bien y es persona muy equilibrada y cerebral para con todo. Si él me dice algo de vuestro encuentro o si más adelante sale la conversación, le explicaré que todo fue una trama urdida por mí, para ayudarle a que buscara más vida que la que encuentra en sus libros. Desde luego hace unos minutos que ha vuelto a casa y no me ha dicho palabra alguna de su “curioso descubrimiento”. Parecía muy pensativo Tal vez mañana o más adelante me comente algo. Este tipo de personas, que rebosan intelecto, son bastante "complicadillas". Pero conmigo se lleva muy bien. Ya está habituado a mis “insólitas” ocurrencias”. -

 

UNA EXTRAÑA RELACIÓN,

EN TIERRAS NAZARÍES

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 28 abril 2023

                                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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viernes, 21 de abril de 2023

TIEMPOS TARDÍOS DE SOLEDAD Y AMISTAD.


En muchos de los viajes organizados por las empresas turísticas, además de las parejas matrimoniales o de amigos, con o sin hijos, suelen participar personas de ambos sexos que viajan solas.  Los motivos de esta individualidad vacacional pueden obedecer a variadas causas: personas solteras, divorciadas, separadas y viudas. También podríamos añadir aquellos ciudadanos que desean visitar un determinado lugar y carecen de la compañía necesaria, ya sean familiares, amigos o conocidos. Estos viajeros “solitarios” tienen un doble tipo de respuesta en sus relaciones sociales: aquéllos que aprovechan cualquier oportunidad para entablar conversaciones o hacer amistades de continuo y aquéllos otros que hacen gala de su independencia, silencio o comportamiento escasamente social o relacional. En este sociológico contexto insertamos el interesante relato de esta semana.

Un grupo de 48 viajeros adultos, la mayoría en situación de jubilación (salvo cuatro más jóvenes, familiares acompañantes de personas mayores) todos ellos vinculados al programa IMSERSO, parten a las nueve de la mañana de un domingo de Ramos desde la Estación Municipal de Autobuses de la capital malacitana, camino del Hotel Resort Barceló, en la zona turística de Punta Umbría, en la costa onubense. Todos ellos forman parejas, excepto dos que viajan solos. Precisamente, un hombre y una mujer. Ambos participantes tienen caracteres bien opuestos. Mientras JULIÁN CABRERIZO, 70 años, es persona bastante reservada, ajeno a cualquier protagonismo y tratando de pasar desapercibido en lo posible, FELISA SALVATIERRA, 66, es en extremo extrovertida e intensamente locuaz.

El encargado de Mundi Plan, con buen criterio (ya que no iban acompañados) los había “sentado” juntos en el bus. Desde el inicio del viaje, Felisa no dejó de “contactar” aplicando cualquier motivación con su compañero de asiento. Primero, fue “necesidad” de ir en el asiento junto a la ventana, cuando por su número en el listado la ubicación que le correspondía era la del pasillo. A continuación, fue la colocación de su maletín de mano en el altillo superior de la ventana, aduciendo que por su estatura y por el peso del maletín no podía elevarlo, teniendo que hacerlo el “servicial” Julián. Más tarde, la necesidad imperiosa de ir comprar un botellón de agua, pidiéndole el favor a su compañero de asiento si tenía cambio suelto para la máquina expendedora. Otro problema, la pérdida de sus gafas de sol (cuando las tenía en el bolsillo de su rebeca). Y, en todas estas y otras oportunidades, no se reprimía en llamar al sufrido viajero “don Julián” lo que provocaba que el pobre viajero se sintiera más mayor de lo que en realidad marcaba los datos de su DNI. Todos estos breves episodios se iban intercalando en un continuo de expresividad, que nunca finalizaba, para desesperación de un hombre tranquilo y silencioso con la compañera que le había tocado en suerte. ¡Y la perspectiva era un trayecto que duraría unas 3 horas y media hasta llegar a su destino hotelero!

Julián aprovechó entonces una cómica posibilidad, cuando Felisa al fin comenzó a dormitar, emitiendo acústicos ronquidos que percutían en la tranquilidad ambiental. Se levantó de su plaza, dirigiéndose con suma presteza y sin hacer ruido a uno de los seis asientos que habían quedado libres en las últimas filas del autobús. Se decía el atribulado participante “al menos podré estar tranquilo, durante el resto del viaje”.

Llegados al magno hotel Barceló, en la localidad de Punta Umbría, comenzaron a repartirse las habitaciones. A los viajeros individuales les adjudicaron dos habitaciones dobles, pero de uso individual. Realmente eran algo más pequeñas de lo habitual. El temor de Julián se confirmó plenamente: esas dos habitaciones estaban ubicadas, una a continuación de la otra. La 2/15 era para Felisa y la 2/16 para su atribulado compañero de asiento. Así comenzaron en el hotel y sus espléndidas instalaciones esas merecidas y atrayentes vacaciones, de 8 días, siete noches, todo ello en un espectacular y encantador paisaje de naturaleza y mar, salpicado de centenares de dunas y pinos piñoneros, un atractivo pueblo cercano y entrañable vinculado a esa gran ría del Guadiana, en donde “paseaban y navegaban” decenas de pequeñas embarcaciones, para la ilusión, el deleite, amén el descanso. Los viajes al sur de Portugal, al pueblo comercial de Vila Real de Sao Antonio, se sumaban a las visitas realizadas a la capital onubense, a la villa del Rocío, sede templaria de la afamada y objeto de profunda devoción con la virgen del mismo nombre, sin olvidar los lúdicos viajes/excursionistas en esos rígidos y potentes vehículos verdes que recorrían múltiples caminos y sendas arenosas por las espectaculares hectáreas del Coto de Doñana.

Para “desesperación” de Julián, su también vecina de habitación casi siempre estaba cerca, pidiéndole ayuda y colaboración ante cualquier necesidad. Pero ¿quiénes eran estos dos viajeros individuales, en el programa del Imserso durante la Semana Santa?

Julián Cabrerizo era un trabajador jubilado, septuagenario, que en el corto espacio de meses no sólo había perdido a su madre, una señora bastante mayor, sino también a su esposa Mariana, con la que había convivido en matrimonio por espacio de cuatro décadas. Su unión conyugal no había recibido la visita de la “cigüeña”, pero ante la carencia de hijos actuaban como tales unos sobrinos muy afectos, hijos de su hermano Nemesio, mucho más joven que él.  Comentaba con orgullo que había sido un gran “blanqueador”, es decir, pintor de fachadas y paredes de viviendas, con esa “brocha gorda” que limpia y enluce las tonalidades oscuras que el paso del tiempo y la incuria cívica va dejando en la epidermis inmaculada de los edificios. Ya jubilado, desde hacía cuatro años, le había quedado una modesta, pero suficiente, pensión por la cotización como y trabajador autónomo que, con racional lucidez, nunca había dejado de pagar. Cuando pensaba disfrutar plenamente de esa cuarta y postrera etapa de su existencia, tuvo que afrontar, sin acritud y con fortaleza, el duro trauma de la soledad. Este viaje del Imserso era el primero que realizaba, con la esperanza de que el atractivo desplazamiento le ayudara a sentirse mejor de sus pesares sentimentales. Pero en modo alguno adivinaba que en esta fase de su vida se iba a cruzar con una señora, de la que nada sabía, pero que el destino había querido poner en su camino, para un viaje de jubilados a tierras onubenses.  

Felisa Salvatierra era una híper activa mujer, soltera, que no dudaba en proclamar su estado civil, debido “a que no había bicho viviente que la soportara”. Durante su vida laboral, muy prolongada, había trabajado en una panadería - pastelería hasta los 65 años. Ahora, un año después, continuaba viajando, poniendo en práctica su gran pasión: conocer mil y un rincones de los pueblos andaluces y de otras regiones españolas. En Málaga se le veía mucho por las dependencias municipales, en el departamento o concejalía de Cultura, Fiestas y deportes. También en Acción Social. Esta simpática señora se autodefinía, aplicando una admirable sinceridad, como esa piedra en el zapato que se nos mete, cuando vamos por el campo o la playa y que no podemos expulsar hasta que no nos descalzamos y la extraemos, para no seguir sufriendo su incómoda y árida presencia al caminar. Algunas de sus amigas, “por lo bajini” la describían o calificaban como “liosa, metomentodo, chismosa, “correveidile”, egocéntrica” junto a otros lindos epítetos. Pero a Felisa nada de eso le importaba. Siempre tenía en boca una versátil y útil expresión: “si una puerta se me cierra, siempre habrá otra para abrir”. Ahora le había tocado a Julián. Pero más tarde o temprano tendría a otro a quien conocer, importunar y desequilibrar, con sus variadas y numerosas ocurrencias y continuas necesidades.

Pero el destino tiene muchos “ases en su manga”. Cuando menos lo esperamos, aparece su mano azarosa para tejer y destejer la estabilidad rutinaria de nuestras vidas, imponiendo “cambios de carretera” que nos hacen mejorar, disfrutar, preocupar o empeorar. Al tercer día vacacional, cuando Julián volvía de una de las excursiones ofertadas por Mundi Plan (navegación por la desembocadura del Guadiana) al bajar del autocar para un breve descanso resbaló, cayendo bruscamente al asfalto, haciéndose notable daño en el brazo diestro. Una muy inoportuna fractura abierta de radio. Los servicios del seguro Imserso lo trasladaron de inmediato al Hospital Universitario Juan Ramón Jiménez, situado en la Ronda Norte de la capital onubense, para que le redujeran su fractura y cosieran su espectacular herida. Le pusieron un fuerte calmante para sedarlo. Cuando despertó de la anestesia, la primera persona que vio a su lado fue una imagen muy conocida ¡doña Felisa Salvatierra!  Julián estuvo a punto de volver a dormirse. ¡Aquello era demasiado!

Por fortuna los médicos habían hecho un excelente trabajo. Le aplicaron un sistema especial de sujeción, vendaje y estabilidad, que le iba a permitir seguir con las vacaciones, aunque con revisión sanitaria diaria, por medio de un enfermero que se desplazaba al Barceló Resort. Para sorpresa de los compañeros viajeros y del propio lesionado, Felisa, bien conocida por el colectivo, comenzó a desarrollar un comportamiento verdaderamente ejemplar con su vecino de habitación, actuando de “compañera, amiga, madre o hermana”. En el comedor buffet acompañaba a Julián, ayudándole a recoger los alimentos que éste apetecía. Cuando lo elegido era un plato de carne, Felisa se la partía en trocitos. También le pelaba y preparaba la fruta. Con desenfado y generosidad, le ayudaba a vestirse y calzarse, atándole los correspondientes cordones. Hasta se prestó a afeitarlo, para que luciera “bien guapo” en los paseos y las excursiones a las que estaban apuntados.

El resto de los viajeros estaban asombrados al ver la disponibilidad y eficacia de la “denostada” señora, de las que todos había huido hasta el momento y que ahora demostraba una hermosa solidaridad y hermandad, digna del mayor encomio. Los dos viajeros individuales iban a ahora a desayunar juntos, paseaban juntos, viajaban juntos. El propio Julián se sentía halagado, compensado, ayudado, “querido” ante una persona a la que había menospreciado y evitado. La misma que ahora le devolvía ayuda, comprensión, paciencia y una muy valiosa amistad, valores de los que estaba, lógicamente, muy necesitado. La siempre locuaz señora le seguía distrayendo con sus ocurrencias, contándole mil y un detalles de su vida anterior, como pastelera y panadera. Recordemos algunas de esas sabrosas y divertidas anécdotas.

Como aquella vez que la pastelera, en vez de echar azúcar glas en los pasteles, se equivocó de frasco y los roció con bicarbonato. Los comentarios, no especialmente agradables, de algunos clientes, le hicieron tomar conciencia de su cómico error. O aquella vez en que otros clientes forasteros, le pedían repetidamente una “pistola”, en vez de utilizar la expresión “barra de pan”. Recordaba también con fervoroso cariño al clérigo don Eufemiano, sacerdote gordinflón, que sentía una verdadera debilidad por los dulces. Cada sábado se acercaba a la pastelería La Española, para comprar los “irresistibles” y golosos soplillos de San Isidro, elaborados con chocolate, almendra picada y bizcocho integral, con “celestial” cabello de ángel. El venerable sacerdote siempre justificaba su apetitosa compra indicando que era para llevarlos como regalo a una familia muy necesitada con niños pequeños … Las lecciones acerca de cómo elaboraba los piononos o las rosquillas de aceite eran muy distraídas, además de suculentas, pues siempre estaban enriquecidas por esas anécdotas que le ponen sol a la vida.

Cuando volvían ya para Málaga, compartiendo nuevamente asientos en el autobús, ambos eran conscientes de que entre ellos había nacido una sana y valiosa amistad, que uno y otro prometieron no romper, sino incrementar. Felisa y Julián necesitaban mucho amor, a fin de enfrentarse a la soledad que siempre suele traer la cruel ancianidad. Durante los meses siguientes los dos íntimos amigos solían citarse dos o tres veces por semana, dedicando un par de horas por las tardes para compartir la merienda, hacer algunas compras o simplemente para disfrutar el placer de conversar y pasear. También algunos fines de semana buscaban la lúdica oportunidad para ir al cine, al teatro, a los conciertos u espectáculos o incluso para hacer atrayentes excursiones organizadas de uno o dos días en su duración.

También en lo personal, esa gran amistad trajo aires de cambio positivo en los “defectos” arraigados en ambos amigos inseparables. Julián fue corrigiendo esa peculiar forma de ser que antes destacaba y soportaba en el comportamiento diario de Felisa. Le rogaba, con dulzura y sonrisas, que fuese menos entrometida, respetara más la privacidad de los demás, cuidara y limitara con prudencia su exorbitante locuacidad, etc. Mientras que ella se fue esforzando para conseguir que Julián fuera más abierto hacia el entorno, lo que era en realidad una muestra de su arraigada timidez, que el antiguo blanqueador disimulaba con más o menos habilidad. Todo parecía un maravilloso cuento de hadas, en honor a la verdadera amistad, la solidaridad y el afecto, incluso el cariño mutuo, que los humanos deben con entrega profesarse.

Pero un “aciago día” para Julián, Felisa apareció con una expresión facial un tanto misteriosa y diferente. En realidad, hacía días que la notaba algo cambiada en su forma habitual de ser. Le dijo, con palabras, pronunciadas muy lentamente, que la escuchara, con paciencia y aceptación, pues tenía algo muy importante que transmitirle.

“Mi querido Julián. El destino hizo que nos conociéramos en un inolvidable viaje del Imserso. Recuerdo cuando evitabas, tal vez con razón, en aquellos primeros compases. Te sentías razonablemente “acosado”, lo sé. Pero cuando comencé a ayudarte, me veía muy feliz y tú me correspondiste con la generosidad de tu valiosa amistad. Supimos acercarnos, para compartir ese afecto, respeto y, por supuesto, cariño, que ahora tanto valoramos. Somos como hermanos, buenos hermanos en esa mágica gran sociología de la amistad. Con la confianza que te tengo, debo contarte algo muy importante que me ha surgido, por primera vez en la vida. Hacerte partícipe de mi nueva situación emocional. Tengo un pretendiente. Una muy buena persona, que tiene por nombre Anselmo Batalla y que me ha despertado la llama, para mí incompresible pero maravillosa, del amor. Tú y yo seguiremos siendo buenos amigos. Como íntimos hermanos. Ahora me debo a esa persona que también me necesita y de la que me he enamorado. Ha sido músico, cantautor, viajero y aventurero. Ahora, al final de su periplo, con 81 años, mantiene una excelente forma física. Y no ha perdido un ápice de su afición por vivir con intensidad cada segundo de su existencia”.

Aquella templada noche de junio, en la intimidad de su balcón y mirando al suelo estrellado, Julián Cabrerizo necesitaba llorar su nublada amargura, la acre soledad que le embargaba y la dulce generosidad de su buen corazón. -

 

 

TIEMPOS TARDÍOS DE

SOLEDAD Y AMISTAD

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 21 abril 2023

                                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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viernes, 14 de abril de 2023

ILUSIONES PERMANENTES EN TIEMPOS POSTREROS.

Las tardes se hacían cansinamente alargadas, en el sosiego aletargado de una importante localidad de la Andalucía interior, especialmente para tres veteranos amigos que, en la sucesión de los días, se reunían con el noble objetivo de endulzar o disimular su vital aburrimiento, teñido de soledad. ¿Cuáles eran sus nombres?  TOBÍAS, un antiguo y ya menos fornido leñador, MAURICIO, toda una vida laboral ejerciendo como camarero de bar y, finalmente, ARSENIO, que había sido trabajador “de lo que saliera”, ya fuese la labranza, la albañilería o incluso la limpieza urbana de calles y plazas. Eran tres respetados vecinos del municipio accitano de Guadix, que acordaban encontrarse, a eso de las cinco o cinco y media en las tardes, bajo uno de los soportales municipales de la Plaza de la Constitución, no lejos de la grandiosa Catedral de la Encarnación. Tras el saludo respetuoso entre ellos, comenzaban de manera pausada y tranquila a caminar, eligiendo uno de los cuatro puntos cardinales para hacer tiempo hasta las seis y media, cuando se acercarían al bar “del Jenaro”. Allí compartirían el disfrute del café con leche (en los meses del frío) o la cerveza y el refresco (durante los días tórridos del verano) y siempre el grato valor de la palabra, el chascarrillo o ese silencio templado de los recuerdos de toda una vida.

A medida que avanzaban los minutos, la intensidad solar iba lentamente decreciendo, mientras el cromatismo anaranjado solar se incrementaba, camino de ese anochecer necesario para la cena y el descanso, si el insomnio lo permitía. Los tres septuagenarios, con los achaques propios de la edad, limitaciones que asumían y disimulaban con elegante resignación, compartían ese caudal de recuerdos y añoranzas, haciendo fáciles sus dudas y más complicadas unas agendas en blanco, vacías de contenido y proyectos. En todo caso siempre buscaban ese motivo que les distrajera de la árida rutina de los años tardíos. En esa tarde de un lunes en julio, mes que estaba cumpliendo con intensa largueza la sequedad propia del duro estío térmico en unas tierras alejadas del mar, uno de los tres (no importaba quien fuese) tuvo la ocurrencia de sugerir un “divertido e interesante” juego, que los liberase de la siempre recurrente partida de dominó, el tablero del parchís o de ese tabaco maligno, que los tres se esforzaban en abandonar con desigual suerte.

“Qué os parece si elegimos a ese amigo que desde siempre nos hubiera gustado tener, con el que hubiéramos podido aprender y disfrutar de su “interesante” y habilidosa profesión? Puede ser divertido que cada uno se sincere, comentando acerca del amigo que no ha tenido la suerte de tener y que, casi seguro, nunca lo vamos a poder disfrutar. Pero lo más importante es que además de compartir ese deseo. Apliquemos la razón a la confidencia que hagamos, explicando el por qué o los motivos que cada uno tiene para esa determinada elección u ocurrencia”.  

Tras un cómico (por la expresión de sus rostros) silencio de un par de minutos, dos de los presentes centraron o fijaron sus miradas en Mauricio, que había sido el autor de la ocurrente e ingeniosa idea o propuesta. El antiguo camarero no se amilanó, ante las miradas determinantes de sus amigos. “Bueno, ya que os empeñáis, os cuento uno de mis frustrados objetivos en la amistad”.

“Os confieso que yo siempre he envidiado a los pájaros. A cualquiera de las aves que vuelan. Eso de volar y no gastar motores ni gasolina es una pasada. Además, el poder ir a cualquier parte, sin problemas de carreteras o fronteras, es algo que desde siempre he admirado y “añorado”. Cuando veo el vuelo de los pájaros, me asombra la facilidad con la que ascienden en el aire, pareciendo como si no soportaran peso alguno u otras inconveniencias. Lo hacen incluso bajo la lluvia, con el ambiente gélido y tempestuoso, del invierno o con la templanza y la intensidad de los rayos solares, en los meses sosegados del estío.

A partir de esta explicación, os comento que me hubiese gustado tener un buen amigo que “volara” como los pájaros de la naturaleza. Es decir, un amigo aviador. No tengo la menor dura de que este profesional me habría invitado, en más de una ocasión, a disfrutar de sus vuelos, en unos de esos “paratos” que viajan por los cielos, como los pájaros de la naturaleza, abreviando las distancias para los destinos que hayan elegido. Os digo la verdad, nunca me he montado en uno de esos aviones que, vistos desde aquí abajo parecen gaviotas, vencejos, o águilas imperiales. Ese habría sido mi deseo. A pesar de mis muchos años de vida, sería estupendo disfrutar con ese buen amigo aviador que imita a las aves de la naturaleza”.

La “confesión” o idea propuesta por el antiguo camarero de bar, y su convincente explicación posterior, fue muy bien recibida y “aplaudida por sus dos compañeros y amigos de mesa. Les agradó mucho el razonamiento que Mauricio había aportado a sus palabras.

Y tú, Arsenio ¿Qué nos tienes que contar?

“Bueno, amigos míos, pues nací y he vivido larga vida en una tierra del interior. En muchos momentos he sentido en mi conciencia la falta del mar. Esa inmensidad de agua salada y con peces es para mí la aventura, la inmensidad, el frescor, la humedad. En una gran “carretera sin marcas” o un” gran cultivo” que alimenta a las nubes. El aroma de la marisma embriaga nuestros sentidos, las olas y el balanceo armónico de las aguas saladas acaricia la estabilidad de las embarcaciones, con sus remos, sus velas, los motores, el timón para mantener la trayectoria elegida. Y qué decir de las redes cargadas de peces para el alimento … y ese horizonte o superficies plateadas que nos marca las distancias.

Ya podéis imaginarlo. No os vais a equivocar. Me hubiera ilusionado sobremanera tener un amigo marino, capitán de barco mercante o simple percador por ocio o necesidad. Sin duda que me habría invitado a subirme a su barco y hubiéramos navegado hasta esas islas perdidas, en medio de los océanos. Igual yo habría encontrado, en ese viajar por los mares a una hermosa sirena, de ojos color turquesa, como el color de las aguas a través del espejo celestial. A buen seguro que me habría enamorado de ese su cuerpo tan sensual y sobre su lomo, limpio y fino como la pureza, habríamos visitado los reinos y paraísos infinitos de los mares. Creo que así hubiera sido más feliz, pero en cambio he tenido que soportar en mi existencia los caprichosos cambios de humor de mi Leonora, que en más de una ocasión me ha tirado los platos y las sartenes a la cabeza.

Volviendo al barco, al que yo habría puesto el nombre de Ulises o la Odisea, yo que sólo he estado un par de veces en mi vida junto al mar, me habría comprado una buena gorra de marino y manejando el timón habríamos podido llegar allende los mares”.

“No sabíamos que tenías tanto amor por los mares, amigo Arsenio. Aquí como no vayas a la piscina municipal, en los meses del verano, no hay otra forma de nadar a no ser que caminemos al río Verde, cuando el cauce venga crecido, aunque con aguas muy frías de la Sierra Nevada”.

El atardecer avanzaba, con ese anaranjado áureo que se reflejaba en las hojas verdes de los árboles, que servían de dóciles espejos para difundir mágicos y ya tardíos rayos solares que tanto y bien acompañan y confortan. Se había levantado una suave brisa que percutía con suavidad en la hojarasca forestal componiendo, con acierto y delicadeza, bellas melodías silvestres con el instrumental polifónico de la naturaleza, bien acompañadas por la sutil acústica coral de las alegres aves cantoras.

En este divertido ejercicio de compartir ilusiones frustradas o ya imposibles, sólo quedaban las confidencias de Tobías que pícaramente se iba haciendo el remolón, pero señalado al tiempo con las divertidas sonrisas de sus dos amigos de toda la vida.   

“Sí, ya sé que me toca y no me voy a hacer de rogar. Me he pasado media o más tiempo de mi vida entre los árboles de la naturaleza, que me han entregado con generosidad admirable esa leña necesaria para el horno, la construcción, los muebles y para negociar con el fuego el gélido frío invernal. Con confianza, yo también una ilusión oculta. Bien sabéis lo mucho que me gusta el cine. Cada semana, cuando está abierta la sala, no me pierdo la película que ponen en pantalla. Y por la tele disfruto con todo el cine que programan. Desde siempre he valorado mucho el trabajo de los que inventan y escriben historias para el cine. También aprecio mucho el trabajo de los actores y actrices. Pero lo que más me emociona y valoro por su difícil y mágico quehacer es el trabajo que realiza el director, que sabe organizar el movimiento de los actores en las sucesivas escenas.

Yo hubiera sido inmensamente feliz si hubiera tenido un director de películas amigo, quien me hubiera permitido estar presente en el rodaje de muchas de sus interesantes películas. Cuando sale el FIN o el The END en las pantallas, aparecen largas listas de nombres, que son los especialistas que han intervenido en el rodaje de la cinta. Me apasiona toda esa trastienda humana que hay detrás de cada rodaje. Cincuenta o cien personas obedeciendo las indicaciones de ese “director de orquesta” que no permite que nadie “desafine”. Claro que me hubiera ilusionado tener un amigo como el mago del suspense, el gran Alfred Hitchcock, o ese otro gran mago del oeste que fue John Ford. Y también, el genio de la vida que significó Billy Wilder con toda su gran e impresionante obra cinematográfica. No me olvido de Buñuel, Chaplin, Cukor, Allen, Kurosawa, de Sica, Kubrick, Coppola … 

Por cierto, asistiendo a esos rodajes a los que hubiera sido invitado, igual me habría enamorado de alguna belleza de Hollywood y nos habríamos felizmente casado”.

“Pero Tobías, tú tienes a la Braulia, que te aguanta cada día. La pobre es una santa mujer …”

Los tres veteranos amigos rieron sanamente, con esas ilusiones fallidas en sus vidas que se resistían en abandonar. Eran humildes hombres del campo, de piel bien curtida por la intensidad de la exposición solar, con unos cuerpos ya algo encorvados por la edad y por la dureza del trabajo con la tierra y sus cultivos, sirviendo mesas o cortando los fustes arbóreos. Gente noble, sencilla, supersticiosa, solidaria y, a su manera, feliz, pues sabían aceptar y gozar con lo muy poco que el destino les había proporcionado.

Y con esas añoradas ilusiones, que siempre han sabido mantener en sus corazones, ahora compartidas en la más sana amistad, ven como una vez más el día se despide, para dejar paso a esa noche de estrellas, luna y luceros que antecede a otro nuevo día que, para ellos, será muy parecido al de ayer. Y también al de mañana. Los tres buenos amigos abandonaron el café de Jenaro, con el educado “buenas noches, nos dé Dio y hasta la mañana”, caminando hermanados por las calles adoquinadas de su realidad vital con dirección a sus hogares. Allí serían recibidos con ese ¡hola! y el “te pongo enseguida la cena”. Venancia, Leonora y Braulia, tres sencillas y buenas mujeres, tres compañeras de unas vidas que también se atardecen, para recordar, sentir y soñar. Para sus maridos, la ilusión ha sido hoy el milagro del aire, el embrujo del mar y la magia del cine. Y, como siempre, el sublime alimento o “maná” de la amistad. –

 

 

ILUSIONES PERMANENTES EN

TIEMPOS POSTREROS

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 14 abril 2023

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