viernes, 29 de noviembre de 2013

EL MISTERIOSO AMANTE DEL GABÁN AZULADO Y UN SOMBRERO GRIS.


El otoño estaba metido en agua y el frío de aquel día calaba hasta los huesos. Diversos asuntos en la agencia me habían tenido ocupado toda la mañana. Cuando el reloj marcaba las tres, sobre el mediodía, al fin pude tomarme un bocadillo de tortilla, que me supo a gloria, con una copa de Rioja. De postre, café solo y bien cargado con un muy generoso chorreón de coñac. Y ya, con este “suculento” menú en el cuerpo, hice de tripas corazón y a las cuatro menos cuarto me encontraba, dentro de mi viejo y entrañable Ford, ante la puerta de un bloque con pisos de lujo. Los datos que me habían facilitado en el dossier hablaban de que, como cada miércoles, sobre las cuatro, saldría puntual de su domicilio la persona a quien se me había encargado de vigilar. Efectivamente, a un par de minutos de la hora prevista, la vi aparecer bien enfundada en un elegante abrigo de tono oscuro, entre gris plomo y morado. Esta señora, que rondaría los cuarenta y tantos en su calendario, peinaba una cabellera bien trabajada en peluquería, cubriendo sus ojos con unas gafas de sol de montura plateada (a pesar de que no teníamos ni un pequeño rastro de sol). Soportábamos una fina agua nieve, con un nublado que entristecía esa circulación rutinaria y pesarosa de aquellos que tienen que volver al trabajo, tras el almuerzo tomado en el domicilio o en ese bar cercano, útil para las prisas.

Adela Santacana es la esposa de un dinámico y adinerado empresario que controla el importante sector de la restauración, en tres importantes provincias del sur peninsular. Se trata de una pareja, vinculada a una muy acomodada burguesía local, sin hijos en su matrimonio. Esta mujer no ha ejercido profesionalmente su titulación en Historia del Arte, por lo dispone de mucho tiempo libre, a fin de distraer su rutinaria agenda diaria. Su marido, Secundino Páez, ha acudido recientemente a nuestra agencia, ya que se muestra preocupado por algunos movimientos que realiza su esposa, a fin de cubrir los huecos de cada jornada. Se confiesa como una persona que sufre de los celos. Especialmente le inquieta esa salida que su mujer realiza todos los miércoles por la tarde y de la que no vuelve a casa hasta cerca de las diez de la noche. Ella le ha comentado que es un día que dedica a estar con unas amigas, conocidas de la familia y que fueron compañeras de estudio en la facultad. Pero esta aparente normalidad ha quedado desmontada cuando, hace precisamente un par de semanas, supo que esas dos íntimas amigas de cafetería y compras, Fina y Dorita, estaban disfrutando con sus maridos de un crucero por el Mediterráneo. Encargó a nuestro departamento de investigación privada la mayor información sobre esos movimientos que hacía su pareja, en esos miércoles tarde.

Seguí, con una prudente discreción, el taxi que ella tomó (parece ser, según los datos de su marido, que es una persona condicionada en su equilibrio nervioso, por lo que dejó de conducir hace ya algunos años) hasta que ella bajó del vehículo, entrando en un lujoso bloque de apartamentos, edificado en la zona oeste de la ciudad. Me ubiqué en una cafetería cercana, frente a la puerta de entrada del coqueto edificio y, en aquella hora de la tarde, con una día tan desapacible, comprobé el escaso movimiento de personas que cruzaban el umbral de la puerta. Pero entre esos pocos visitantes o residentes en el edificio, me fijé en uno determinado. Era un hombre que rondaría los cincuenta, muy bien trajeado y abrigado, curiosamente también con gafas oscuras y con un elegante sombrero gris que la calaba su fornida cabeza. Llegó unos quince minutos después de Adela, caminando con cierta presteza. Sentado ante otra taza de café, me dispuse a esperar preparando, con especial esmero, la cámara fotográfica de precisión y alcance en su objetivo que siempre llevo habilitada para estos menesteres profesionales.

Las horas se me hicieron muy largas, pero no olvido que uno de los valores inexcusables de mi trabajo es el de la paciencia. Tuve tiempo para pensar y trabajar con un sudoku, calmando también mi necesidad estomacal con un sándwich completo de queso con sabor a plástico, regado con otra confortable (por la incómoda temperatura del local) copa de tinto. Por supuesto, no le quitaba ojo a la puerta del edificio aunque, según la información de mi jefe, la elegante dama no lo abandonaría hasta pasadas las nueve de la noche. Efectivamente, tras esas interminables horas de espera, Adela salió a la calle, bien abrigada, acompañada esta vez por el misterioso Sr. del abrigo marrón oscuro con su sombrero gris. Continuaban llevando sus gafas oscuras. Se despidieron con un lento y cariñoso beso, tierna escena que quedó inmortalizada y bien grabada en mi versátil cámara de vídeo y fotos.

Toda esta escenografía se repitió milimétricamente el miércoles siguiente, también lluvioso por un otoño o “fall” que seguía regalándonos ese agua tan necesaria para la vida. En esta ocasión supe aprovechar el tiempo que sabía iba a disponer. Con decisión, me acerqué a “negociar” con el portero de la finca. Entre mi necesidad y su afán por conseguir algún dinerillo extra, me informó que el piso al que subía la señora y el caballero era el 5º D. Se trataba de una lujosa vivienda amueblada, que había sido alquilada hacía dos meses. Su coste rondaba los 1800 euros mensuales. Efectivamente, el nombre de la inquilina (que sólo acudía a ella los miércoles por la tarde y algún que otro día perdido en la semana) correspondía al de la Sra. Santacana. Mi fuente de información se prestó a comentar que eran dos personas muy reservadas pero generosas con las propinas. Para el día de la semana, en el que habitaban la vivienda, solían hacerse traer una buena merienda/cena desde un afamado cátering. Y que poco más podía ampliarme, en este mes y medio en el que allí pasaban la tarde los nuevos residentes. Generalmente llegaban separados, aunque abandonaban juntos el edificio.

Adela había dejado una llave a Cleofás, por si en su ausencia se producía algún problema en el acomodado apartamento. Una vez más el interés del dinero venció los escrúpulos de este solícito, pícaro y ambicioso portero. Una importante cantidad en su mano me permitió visitar el interior de la vivienda, travieso escondrijo donde se reunía esta mujer con su enigmático amante. Y este calificativo lo aporto, tras poder visualizar y fotografiar el dormitorio que había acogido, en uno de esos miércoles, a los dos acurrucados tórtolos para el amor. Allí, en medio de todo el desorden, se había escenificado algo más que un sencillo o agradable diálogo. Fue suculento, artísticamente hablando, el reportaje que pude realizar, ante la mirada asombrada de Cleo, al que le brillaban los ojos junto a una malévola sonrisa por el divertido espectáculo.

Todo este esfuerzo investigador iba haciendo posible la formación de un documentado dossier informativo que, cíclicamente, mi jefe, iba entregando al cliente que lo había encargado: el frustrado y engañado marido de Adela. Mi gran problema es que al galante compañero (eran preciosas las flores que algunas semanas traía junto a sí) en los adúlteros devaneos de esta mujer no era fácil identificarle pues, ayudándose de este otoño tan crispado en la temperatura ambiente, iba prácticamente embozado para hacer muy complicado su reconocimiento. Era la pieza que me faltaba para poner fin a mi bien documentado trabajo. Desde luego sí me extrañó que, en el tercer miércoles de las citas, apareciera aquella tarde sin el usual bigote, muy poblado y entrecano, que solía llevar desde mi primer conocimiento.  Tomé la decisión de seguirle y averiguar algo más de su persona pues, al engañado y cornudo D. Secundino, ese concluyente dato le sería de suma utilidad en la dolorosa decisión que, sin duda, se vería obligado adoptar.

Un inesperado y fuerte catarro con fiebre, que me hizo guardar cama durante un par de días, impidió que el siguiente miércoles pudiera completar el ya voluminoso e ilustrado informe. Pero a la semana siguiente me dispuse a seguir al misterioso amante de la aburguesada señora. Tenía su vehículo aparcado en una calle colateral a esa gran avenida arbolada, junto al río. Como mi Ford lo había dejado en el otro paseo paralelo a  la arteria fluvial, aproveché el paso de un taxi y, como en las buenas películas del mejor cine clásico, ordené al profesional del volante esas emblemáticas palabras que podían haber sido pronunciadas por Grant, Douglas o el mismísimo Connery. ¡Siga a ese BMW azul. No lo pierda de vista. Habrá una buena propina! 

El taxista, sintiéndose divertido protagonista de una movida película de acción, metió todo el gas que pudo a su envejecida berlina. El coche al que seguíamos llegó a una zona residencial de bellos chalets individuales, deteniéndose ante uno de ellos, mientras se abría el portón del garaje. Pagué la carrera al hábil taxista, con una generosa sobretasa, por su demostrada eficacia conductora, y me bajé del vehículo. “No se preocupe, que lo voy a esperar. Vd tiene que ser detective o policía”. Este operario del taxi se sentía divertidamente protagonista de una película de espionaje. Tomé mis fotos, fijándome especialmente en el nombre de esta lujosa residencia enclavada, junto a otras, en medio de la naturaleza: “Villa sonrisa”. Mientras hacía mis tomas fotográficas, sentí abrirse la puerta principal. Mi enigmático personaje abandonaba la residencia, con un maletín en la mano. Sacó su vehículo del garaje, disponiéndose de nuevo a continuar su viaje.

Pedro, el conductor, y yo le seguimos, intrigados a fin de conocer el siguiente destino de su desplazamiento. Mi sorpresa fue de campeonato. Llegamos al bloque de pisos, en el que precisamente residía Adela. Entró con su vehículo en el garaje comunitario y ya no volvió a salir. ¿Qué estaba pasando? ¿Era todo una desafortunada broma? El taxista me llevó a mi domicilio. Le facilité el número de mi móvil, pues el buen hombre quería conocer el final de esta historia. Cené algo que encontré en mi huérfano y anticuado frigorífico. Y estuve hasta altas horas de la madrugada completando un nuevo informe que, bien temprano, dejé en la mesa de Marco Fargón, el director de la agencia.

Dos días más tarde me llamó a su despacho. Tras pedirme que me sentara, comenzó su exposición, manteniendo una burlona mirada:

“Quiero felicitarte por todo el esfuerzo y eficacia que has estado demostrando en este caso. Todo está aclarado y… bien pagado. Como sospechabas, el misterioso amante de la Sra. Adela es su propio marido, el tal Secundino. Gente con mucho dinero y aburrimiento, que trata de distraerse con gestos insospechados por lo extraño de su naturaleza. Han  querido escenificar un engaño de amor, cada uno de los miércoles. Incluso se han alquilado un nidito, para potenciar sus aventuras eróticas, ya que dinero no les falta precisamente. Parece ser que eso de  tener un detective vigilándolos, le daba más morbo y emoción a sus aventuras y exploraciones íntimas. En el mundo de las emociones, dentro del sexo, hay muchas páginas curiosas e increíbles, hasta que llegan directamente a nuestro conocimiento. Cuando te sobra el dinero y no sabes ya en qué emplearlo, llegas a estos extremos. Haces, al tiempo, de amante ilícito y marido legal de tu propia mujer. Un doble juego para esta ralea de burgueses decadentes y pacientes necesarios de una clínica psiquiátrica ¡Menuda gentuza! Pero bueno, siempre que paguen y lo han hecho bastante bien, allá ellos. Tendrás este mes una gratificación por todas las horas extras que has dedicado a esta peculiar investigación. Por supuesto ya conoces que la discreción en éste y en todos los temas investigados, la mantenemos a hierro ardiente”.

Pedro, el intrigado taxista, me llamó a los pocos días. Le prometí hacer una buena comida juntos. Pero que se olvidara completamente de este incómodo asunto. Camino de casa, entre siluetas autómatas y luces aburridas, iba recordando a la “traviesa Adela” y a su misterioso “caballero amante”, con el gabán azulado y el sombrero gris.- 

José L. Casado Toro (viernes, 29 noviembre, 2013)
Profesor

viernes, 22 de noviembre de 2013

CONJUGAR TAMBIEN, EN SEGUNDA Y TERCERA PERSONA.


Me encontraba en una sala dedicada a la difusión de actividades culturales, vinculada a un importante complejo comercial de la localidad. La programación de esa tarde iba a estar centrada en la video-proyección de una interesante película, enmarcada en el más puro género clásico: Rain (Lluvia) 1932, dirigida por Lewis Milestone. Como ya es usual en las actividades que este departamento puntualmente desarrolla, en un plausible esfuerzo de propagación sociocultural, fueron dedicados unos breves minutos, previos al visionado, para la correspondiente presentación del film.

En un momento concreto de la explicación, una señora mayor interrumpe a la joven coordinadora del acto. Le manifiesta, a viva voz, su intención de marcharse de la sala ya que, en su opinión, considera que estaba narrando el argumento de la película. En absoluto esa era intención de la presentadora, pues esta cualificada especialista en arte y cinematografía se limitaba a trazar unos rasgos generales de la trama, a fin de hacer más comprensible la estructura conceptual y escénica de la misma. La actitud imperativa de esta ineducada espectadora provocó unos minutos de cierta tensión entre los asistentes al acto, situación que la introductora del acto trató de atajar finalizando de forma acelerada su intervención. De inmediato comenzó la proyección del DVD. Precisamente esa misma impulsiva señora, durante varios momento de la trama y, de forma especial, antes de su finalización, no se recató en hacer comentarios anticipatorios acerca de lo que iba a suceder en pantalla. Incluso no le importó molestar a sus compañeros de asiento más cercanos (entre los que yo me encontraba) explicando a una amiga su propia interpretación sobre aspectos de la historia que estábamos presenciando.

El ejemplo de esta imprudente señora es uno más de los muchos que tenemos que soportar por ese ego que tantas veces, y de manera desacertada, nos domina. Con su insolidaria actitud, impidió que el global de los espectadores pudiéramos conocer el resto del mensaje de la titulada especialista en cinematografía, si así lo considerase oportuna.. Bien es verdad que la presentadora pudo responder a la nerviosa asistente al acto con la necesaria firmeza, aconsejándola que volviese a entrar en la sala cuando ella finalizase de hablar, si así lo considerase oportuno. Debió continuar con su interesante intervención explicativa, para la ilustración del resto de los asistentes. Sin embargo, ahí queda la escena de un “yo” que trata de imponer su voluntad a todo el colectivo en el que, temporalmente, se halla integrado.

Cuando llegué a mi domicilio, tras una frugal cena, me dispuse a ver uno de los escasos programas de televisión que motivan mi tiempo, al margen de los cinematográficos. Se trata de ese interesante espacio social, en la cadena Tele 5, de Mediaset, titulado “Hay una cosa que te quiero decir”. Destaco el valor de su significación mediática ya que, en el desarrollo del mismo, pueden analizarse y valorarse no pocos comportamientos y reacciones entre las personas que acuden al programa. También, por supuesto, distrae. En este caso, la primera de las siete u ocho historias que suelen presentarse durante el tiempo de emisión estaba centrada en una madre que había enviudado hacía ya dieciséis meses. Recientemente había conocido a un hombre, separado desde hacía varias décadas que, a sus setenta y tres años, había aportado ilusión y compañía a esta señora de cincuenta y ocho años (muy bien llevados). A ambos se les veía, a través de sus manifestaciones y gestos, profundamente enamorados. ¿Dónde estaba entonces el problema que nublaba su necesaria felicidad?

La dificultad para esta fructífera convivencia se encontraba en la única hija de la señora protagonista. Esta joven, ya con treinta años, estaba felizmente casada y en estado de buena esperanza para una fecha perceptiblemente próxima. En la actualidad, madre e hija residían a muchos kilómetros de distancia (Burgos-Valencia), durante la mayor parte del año. Pero la hija no aceptaba ver a su madre con otro hombre, pues consideraba que esos dieciséis meses, desde el fallecimiento de su padre, es un escaso tiempo para que aquélla rehiciera la ilusión por la vida. Se negó, con firmeza a ver siquiera la cara de ese buen hombre que tanto estaba ayudando a su madre. Por supuesto, tampoco a intercambiar palabra alguna con el mismo. Con un egoísmo, digno de tratamiento psicológico, pensaba más en sus propias y difícilmente comprensibles razones (según ella, el escaso tiempo desde la viudez de su madre) que en la recuperación de la felicidad de quien la había traído al mundo. En un momento concreto del diálogo manifestó que si ella viviera en la provincia, donde se halla la residencia familiar de su madre, iría todos los días a la tumba donde reposan los restos del que fue su padre. Ese detalle o propósito explica bastante acerca del equilibrio mental de la joven.

Fueron dos imágenes, escenificadas en el corto espacio de unas horas, que ponen, una vez más, de manifiesto la pandemia absorbente del ego que nos domina y aísla. ¡Cuántas son las ocasiones en que tras hablar largamente con tu interlocutor, nos damos cuenta, para nuestro desasosiego, que éste ha monopolizado el yo sobre el tú, de una forma descarada, inelegante y absorbente! Incluso llegas a preguntarte si esos minutos han estado revestidos más con la categoría del monólogo que con la de un equilibrado diálogo. Por supuesto que toda generalización es peligrosamente errónea. Y no se me oculta que nosotros mismos también pecamos de ese defecto. Pero, desde luego, en este erial de valores, en que hoy día nos movemos por la selva existencial, el sentido de la egolatría, en general, tiene una poderosa carta de naturaleza sobre las respuestas solidarias, igualitarias y humildes. No, no es ese el buen camino. Todos, deberíamos estar abiertos y receptivos a otras respuestas más generosas. Al menos, tratando de hallar el tiempo y lugar más apropiado para una inexcusable reflexión.

Y ya, para ir finalizando este grato recorrido comunicativo, por entre la senda de las palabras y las ideas, recuerdo un sencillo ejercicio que solía proponer a muchos de los que fueron mis compañeros de aprendizaje (alumnos), por esas aulas que deben preparar y educar, junto a otros importantes factores, para caminar por la vida. En esas horas para la tutoría, se convive, se aporta y, cómo no, también se aprende. 

“Profe, me veo desorientada, sin fuerzas, sin ganas, para casi nada. Creo que todo lo hago mal. Es la aburrida cantinela que, también, siempre estoy escuchando en casa. Y me entra una depre de ansiedad y tristeza, que me hace muy infeliz, Y tampoco me gusta mi cuerpo. Esa es la verdad. Para colmo, mis padres….”. 

Cuando escuchas estas dura confidencias, procedente de una chica que no ha llegado a los quince años de edad, te replanteas la atmósfera viciada que se respira en algunos ámbitos familiares o sociales. Y no hay un consejo único para estos adolescentes en situación de bloqueo. Cada uno puede estar condicionado por unas circunstancias específicas según el contexto en el que se vive.

“Bueno, para mí tú eres importante. Estoy dispuesto a quedarme aquí, escuchando y dialogando, todo el tiempo que sea necesario. Y, desde luego, la decisión que has tomado pienso que está muy bien. Has actuado con inteligencia y sensatez. Compartiendo los problemas que te afectan. Primero debes hacerlo con las personas más próximas de tu familia. A pesar de esos comentarios, en mi opinión muy desafortunados que, tal vez sin querer, te han tenido que doler. Pero seguro que no faltan compañeras y amigos que, también, van a estar muy cerca de ti. Suelo aconsejar un buen hábito. Que cada una de las noches, antes de irte a descansar, dediques unos minutos a resumir, a escribir, aquello que mejor has hecho durante ese día. Y también, aquello en lo que consideras te has equivocado o que puedes hacerlo mejor. Proponte en ese momento algún objetivo, alguna pequeña meta, para el día siguiente. Encerrarte en ti misma no conduce a ningún sitio. Sobre todo, intenta ayudar a los demás. Especialmente, a los que están más cerca de ti. Hablándoles, sonriéndoles, escuchándoles en sus problemas….. Cuando realices algún bien a los demás, puedo asegúrate que te sentirás algo, mucho mejor. Más feliz. Y mantente ocupada todo el tiempo que puedas. Sentarte, no hacer nada y darle vueltas a la cabeza, no te va a hacer mucho bien. En absoluto. Evita la “pobreza” del egoísmo. Es mucho más inteligente… ser generoso con los demás. Aunque ellos no lo sean contigo, te sentirás más feliz, porque estás haciendo el bien. Te aseguro que no pensaba que ibas a ser tan sincera conmigo. Me has dado una grata sorpresa. Eso es una muestra de que eres valiente. ¿Ves como sí que tienes cualidades y valores?”

Ambos escuchamos el timbre que nos marcaba el final del recreo. Vanesa me confesó, ante mi insistencia, que no había desayunado. Tampoco lo había hecho su amiga Charo, que la estaba esperado en la puerta de la sala de visitas. “Bueno, pues ahora las dos vais a ser invitadas por vuestro tutor a tomar algo en el bar, ya que tenéis que trabajar hasta las tres de la tarde. No os preocupéis por la hora. Cuando hayáis terminado os venís para el aula de clase. Que en pocos minutos os pongo al día de lo que haya explicado a vuestros compas”.

Efectivamente, además del yo existe, en la estructura gramatical, y él. Pero algunos interlocutores, esa segunda y tercera persona la tienen olvidada, aletargada o dormida en el uso de su lenguaje comunicativo. Y, de manera desacertada, no sólo en las atalayas o plataformas de la comunicación. Hablo, específicamente, de esos otros comportamientos presididos por el ego. Pudo suceder. A tenía una amiga B. Cuando ésta le llamaba, a través del móvil, el “monólogo” solía durar largos e interminables minutos. En no pocas ocasiones, A despegaba el oído del auricular. Reposaba algunos segundos prestando atención a otra cosa. Posteriormente, se acercaba de nuevo a su teléfono, comprobando que B continuaba con su exposición, en la que predominaba, de manera absorbente y compulsiva, la primera persona. Es la dura realidad de este tiempo. Por cierto, no es que “pudo suceder”. Efectivamente, esa escena se repitió en más de una ocasión.-



José L. Casado Toro (viernes, 22 noviembre, 2013)
Profesor

viernes, 15 de noviembre de 2013

LOS OTROS CHICOS DE LA CALLE.


A través de esa maravillosa ventana, casi infinita para la comunicación compartida, que es Internet, tuve conocimiento de un inmediato pre-estreno cinematográfico. Éste  iba a tener lugar en uno de los multicines que pueblan el tejido urbano que sustenta nuestras relaciones y vivencias. Ofertaban sólo veinticinco localidades dobles, para una película que se estrenaría en pantalla unos días más tarde. Me desplacé con la suficiente antelación, a fin de ser uno de esos puntuales afortunados que podrían conseguir las entradas de un film propuesto para competir en los próximos premios Oscar de Hollywood. Es cierto que hacer cola en taquilla puede ser molesto pero, sin embargo, no resulta aburrido por todo aquello que se contempla, desde la espera, en ese lugar. A poco que muestres interés por la observación del entorno, disfrutas con imágenes y escenas que no se representan precisamente en las pantallas interiores del establecimiento, sino ante la ventanilla comercial del mismo.

Cubría los minutos de espera, ojeando un pequeño libro para el aprendizaje. En un momento dado, desde el murmullo de una calle lúdicamente abarrotada para el paseo y el consumo de copas, comidas y meriendas, observé a dos adolescentes, uno de ellos guitarra en mano. Trataban, con dificultad, de entonar algunas canciones populares, insertas en el género de la copla, a fin de recaudar, de entre los viandantes y comensales, esas monedas necesarias para el sustento. Poco caso era el que se les hacía desde las numerosas mesas ubicadas en la vía pública, casi todas ellas abarrotadas por un público relajado, conversador y sediento en la placidez de la tarde. Refrescos, “cañas o pintas” bien apetecibles de cerveza, infusiones y alguna que otra materia suculenta para el picoteo de la merienda, acompañaban a todas esas  personas que gozaban de una temperatura cálidamente primaveral. Tras finalizar su breve actuación, los dos chicos pasaron el platillo recaudador, en este caso transformado en un vasito de plástico blanco, prestado desde alguna alacena amiga. La generosidad de los distraídos consumidores fue más bien parca, aunque algunas monedillas sí se dejaron caer en esa peculiar alcancía para el ahorro.

Tanto el “tocaor” como el cantante, apenas superarían los 15-16 años de edad. Muy morenos, de piel y cabello, apenas les escuché hablar entre ellos comprobé su pertenencia a la etnia gitana. Discutían, delante de los carteles anunciadores, acerca de la película que iban a elegir para pasar el resto de la tarde. Al fin se acercaron a la taquilla indicándo a la señorita, que allí se encontraba para vender las entradas, su deseo de ver BAJARÍ (2012), un documental musical sobre flamenco, ambientado en Barcelona, ciudad cuyo nombre en caló (la lengua de los gitanos) es precisamente la que da el título a la película. Preguntaron cuánto costaban las dos localidades. De inmediato vaciaron las monedas que llevaban en el modesto vasito de plástico, muy fraccionadas en su valor, por entre la amplia rendija de la ventanilla. La encargada de los tickets contó, aplicando la necesaria paciencia, las piezas de la numismática aportada. Pronto, el rostro de los críos se pobló con la desilusión de la realidad. El valor de las monedas aportadas no alcanzaba para su objetivo. Sólo tenían 8,30 euros, cuando cada entrada costaba 6,5 €.

Viendo la cara de desilusión que ambos mostraban, saqué de mi monedero los cuatro euros y pico que les faltaban, poniéndolos junto a sus monedas. Ya con las entradas en la mano, el chico de la guitarra y las zapatillas negras, me regaló un “vale, tío”, mientras que el otro, vestido con un atuendo deportivo (en el que destacaban sus deportivas amarillas, intensamente fosforescentes) me miró con cara de extrañeza, sin pronunciar palabra alguna. Rápidamente se dirigieron a ver su película, portando esa guitarra hermanada al vasito recaudador para su arte.

Unos días más tarde, pasaba por esa misma zona monumental de la historia de Málaga, cuando me volví a encontrar con Pali “el Trinqui” y a Seba “el Chupa”, los nombres reales de ambos chicos. Estaban en un lateral de El Pimpi, entonando algunas estrofas amables que hablaban de amores, besos robados y ojos bonitos. Me reconocieron de inmediato. Nada más acercarme, fue Seba, el guitarrista, quien me dedicó el esfuerzo de su trabajo diciendo “y ésta va por el “míster”. Y en unos minutos cantaron o “destrozaron” una canción, de la que me agradó especialmente el detalle de su voluntad. Eran ya sobre las diez, de una noche húmeda pero de temperatura agradable, cuando reparé en su anémica “alcancía”. Apenas habían recaudado unas escasa monedas, casi todas con el valor de los céntimos, tras una tarde de canto. ¿Habéis cenado? les comenté. “No, míster, pero algo caerá, de aquí a la noche”.

Y en un  kebab cercano, de nuevo les invité.  Ambos engulleron, o mejor devoraron (tal era la necesidad de sus estómagos) una comida rápida con la que poder calmar sus hambrientas anatomías. Entre bocado y bocado, me contaron algo del abandono familiar en sus vidas. Son compañeros de clase, en un Instituto al que acuden por las mañanas. Me confiesan que no les gustan los libros, por lo que a veces hacen sus “piardas”, “rabonas” o correrías, por el poliedro anónimo de la ciudad. Quieren dedicarse al cante, pues el abuelo del Seba se ganaba la vida por esos tablaos del flamenco y la copla. Hay días en que apenas toman alimento, pues en sus casas suele predominar el abandono y la ausencia de estabilidad. El Trinqui vive con su madre y tres hermanos. Me dice que no conoce a su padre pero su “mare” limpia por las casas, para sacarlos adelante. Por su parte, los padres del Chupa van de aquí para allá, por los mercadillos ambulantes. Esos puestos, en los que casi todo se vende que, semanalmente, adornan con modestia el latido económico de las barriadas.

“¿Y tú eres misionero, cura o algo así?” me pregunta el Seba.

“No, hombre. Es que durante muchos años he trabajado de maestro en las aulas. Y he conocido a no pocos jóvenes, como vosotros, con sus problemas y realidades del cada día. Hay que saber ayudar a los demás, con lo que cada uno pueda y sepa. Hoy os he invitado a cenar. El otro día pudisteis ir al cine. Bueno, algo es mejor que nada. Pero son vuestros padres, los que tienen que ayudaros y educaros a crecer como personas responsables. Aunque no os guste la obligación del cole, estáis en la edad de formaros, porque mañana no todo va a ser cantar por calles. Cuando dejáis de ir a clase, os estáis haciendo daño. Aunque ahora os cueste trabajo aceptarlo. Por cierto ¿os agradó ese documental de flamenco que visteis en el cine? Muchos de los que allí cantan y bailan no dejaron de ir al Instituto. Incluso han podido ir a otros coles, donde enseñan muy bien ese arte que tanto os gusta. Hoy se ganan la vida en los tablaos y escenarios. Pero cuando eran más jóvenes, asistían a clase a clase. El estudio y la educación les ha ayudado a ser mejores en sus vidas”.

Pasaron algunos meses y no volví a toparme con el Trinqui o el Chupa (como ellos apetecen que se les llame). A veces solía preguntarme si habrían seguido alguno de mis consejos. La verdad es que cuando les hablaba, en el Doner Kebak, parecían estar atentos y respetuosos a mis palabras. Con el paso del tiempo, sus famélicas imágenes se me fueron haciendo cada vez más borrosas y lejanas. Pero la suerte quiso que otra tarde, ya en el nuevo curso escolar, me encontrara, en una de las calles del centro, con Pali, el propietario de la guitarra y, a veces, también cantante. Supo él también reconocerme y con esa franqueza que le caracterizaba, me confesó que había sentado la cabeza. Al fin puso matricularse en un ciclo formativo de iniciación musical. Que le gustaba mucho lo que había aprendido en esos escasos meses de clase, en su nuevo Instituto. “Mister, mi “hermano”  er Chupa va cada día mal. A lo peor. Se ha juntao con gente de mal vivir y seguro que acaba en chirona o “rajao”. Si lo viera en este momento, se iba Vd. asustá de la cara a muerto que se le ha puesto. Se está metiendo “casi de tó”. Me da pena, pero que le puedo yo hacé”. Cuando nos despedíamos supo prometerme que llamaría al número que le facilité. No sólo cuando necesitase ayuda, sino en alguna feliz ocasión cuando estuviera actuando en un escenario con su guitarra.

En estos momentos para el recuerdo, reflexiono especialmente acerca de esos padres que, por muy diversos avatares en la existencia, incumplen o no atienden, de forma debida, la educación de sus hijos, que se pierden, de manera lamentable, en el caos del abandono. Chicos y chicas que contrastan, en la suerte, con esos otros a los que el destino ha querido depararles un camino menos turbado para su existencia. Éstos jóvenes poseen el patrimonio de la abundancia, la seguridad, el cariño y la responsabilidad,  frente a esos otros que malviven en medio de las carencias, la soledad, el abandono y la irresponsabilidad de los mayores, en una orfandad que discrimina su suerte. Amanece cada día igual para todos, pero no son pocos los niños y jóvenes para los que la noche aún les impide ver el sol transparente de la mañana. Seba, el Chupa, no supo distinguir esa luz que sí orientó a Pali, el Trinqui, para un más sensato caminar. 

“Sí, desde luego has hecho muy bien en llamarme. Entre otras necesidades, para eso te dejé el número de mi móvil. No pierdas los nervios. Ahora mismo estoy en una consulta médica. Pero en cuanto finalice, me llego a comisaría para estar junto a ti y ver lo que podemos hacer. Analizaremos juntos la situación. Veremos si le podemos echar un cable al Chupa. Tengo un compañero de trabajo que es abogado. Él nos puede aconsejar el mejor camino que hemos de tomar, a fin de ayudar a tu amigo y hermano. Por lo que me cuentas es muy, muy grave el problemón en que se ha metido. Pero como todavía no es mayor de edad, la cosa irá por la fiscalía de menores. Pali, confieso nunca te había oído llorar, pero ahora hay que ser fuerte. Y tú estás en un terreno limpio. Ejemplar. No te muevas de comisaría, que a poco que pueda voy para allá”.



José L. Casado Toro (viernes, 15 noviembre, 2013)
Profesor