viernes, 26 de agosto de 2011

POR LOS CAMINOS DE INGRID.

Llevaba ya un par de meses viviendo en mi nueva casa, un piso más bien pequeño pero confortable, en la zona universitaria de Teatinos. Tras una complicada ruptura familiar, encontré acomodo en una barriada, mayoritariamente urbanizada con edificaciones recientes, por el área de expansión oeste de la ciudad. La proximidad de los centros universitarios permite gozar de un alegre ambiente estudiantil, a todos los residentes en la misma. Sociológicamente residen en ella una mayoría de matrimonios jóvenes, que disponen de un rápido desplazamiento viario a otros puntos distantes de la ciudad. A corto plazo esa comunicación se verá favorecida por el inicio de una de las dos líneas del Metro, cuyas obras se hallan muy avanzadas en esta populosa zona, que incrementa año tras año la densidad de su población. Así pues, alquilé, una vivienda acogedora, en la planta cuarta de un bloque de nueva construcción, dotado con los servicios comunitarios básicos para uso y disfrute de todos los vecinos del inmueble. Emprendía una nueva forma de vida, en esas edades intermedias que aún permiten fundamentos para la esperanza.

He de manifestar que mi trabajo, en una delegación local de la Administración Autonómica, me permite disponer de un horario de tarde libre para dedicarlo a diversas actividades que atienden el interés personal. Entre aquéllas, presto atención a lo más interesante que se proyecta en cartelera, asisto a conferencias, debates y actuaciones musicales, en el terreno de lo cultural y, también, participo algo en la práctica deportiva, que siempre ayuda a mantener mejor la estructura orgánica de nuestro cuerpo. Por supuesto, dos de esas tardes las dedico a estar con mis hijos. Tengo una niña, Laura, de nueve años y un chico de siete, Javi, ejemplares en su comportamiento y saber estar, con la naturalidad y espontaneidad propia que ofrece la edad. Esas tardes son enriquecedoras para todos nosotros y, casi siempre, se nos hacen cortas en el contenido que le aplicamos.

Éramos, en mi nueva vivienda, veinticuatro las familias que habitábamos el bloque. Lógicamente, por el poco tiempo que aún llevaba conviviendo con ellas, apenas había podido conocer, y profundizar, en el conocimiento de estas personas. Sólo aquellos saludos cordiales en el ascensor, los cruces en el portal y una sociable reunión ordinaria de comunidad, casi al comienzo de mi nueva residencia. Sin embargo, un día coincidí con una agradable señora que representaba una elevada cronología, años muy bien llevados en su carácter y en su imagen física. Aún ofrecía rasgos de lo que tuvo que ser una atrayente belleza en su juventud. Volvía de hacer esas compras para la Navidad y, materialmente, no podía organizarse con tantas bolsas y paquetes. Me ofrecí para ayudarla, con el trasiego del ascensor. Casualmente era la vecina del 5º C, por lo que teníamos la misma letra de puerta, ella una planta más arriba que la mía. Me indicó que eran regalos que había adquirido para llevarlos a una Asociación de Ayuda a personas necesitadas, pues en este momento carecía de familiares directos a los que atender. Vivía sola. Por el acento de su voz, comprendí que era de nacionalidad extranjera, probablemente inglesa o de la parte norte europea. Me identifiqué brevemente, ofreciéndome para lo que, como buenos vecinos, pudiese necesitar.

Coincidimos en varias ocasiones, en esos intervalos para la espera del ascensor y también una comunicativa tarde, en la que aprovechábamos un ratito de sol en el jardín anejo a nuestro bloque. Le agradaba mucho el diálogo y algunas de mis ocurrencias, con mi deje expresivo andaluz. Me confesó que había enviudado, hacía ya muchos años, en su Birmingham natal. Tomó la decisión de venir a vivir a un país mediterráneo, por lo agradable del clima, optando por España y Málaga, frente a otros incentivos que también le ofrecía Italia. Se mostraba agradecida y feliz de su decisión pues, aquí en el Sur, había encontrado esa tranquilidad, hospitalidad y alegría que tanto necesitaba para la última fase de su calendario. No había tenido hijos con su buen marido, al que permanente admiraba, piloto de aviación civil. En su juventud, había sido bailarina y, ya de casada, tuvo una modesta, pero bien organizada, academia de baile, cerca de su domicilio, a la que asistían chicos y chicas que deseaban practicar y mejorar en ese noble y luminoso arte de la danza en la música. Ahora disponía de una cómoda pensión, por el trabajo su esposo, y de algunos ahorros que le permitían vivir sin problemas, para los gastos del día. Gustaba de practicar la solidaridad con las familias necesitadas, colaborando con algunas asociaciones y una parroquia próxima a casa, aunque ella no practicaba la religión católica. Ingrid, ese era su bello nombre, sólo tenía algunos familiares lejanos, tanto en el parentesco como en la residencia física por tierras británicas.

Conociendo la actual situación que, en lo personal, yo estaba atravesando, se mostró siempre afectiva con mi persona, actuando como esa madre que conoce los tiempos nublados que oscurecen la vida de un hijo. Encontrábamos algún ratito, en las tardes o en los fines de semana, para intercambiar ese nutritivo diálogo que ambos necesitábamos, por las carencias actuales que presidían nuestras vidas. Fueron muchos los días en que, preguntándome si era posible, aparecía con su elegante tetera, a fin de compartir un tiempo para el diálogo cuando avanzaba la tarde. Así me aficioné a consumir esa agradable infusión que yo calificaba como de “the tea at five ó clock”, el té de las cinco en punto, junto a unas suculentas pastas, cuya equilibrada y mágica fórmula ella me comentaba como secreta, entre las risas de una buena e imaginativa artista de la cocina.

En la confianza de los días, una tarde se me sinceró. En una fase intermedia de su matrimonio, tuvo un corto, pero intenso, romance afectivo con un joven inscrito en su academia de baile. Me aseguró que sólo fueron un par de meses en que la soledad, ante una fase laboral de su esposo muy intensa, pudo más que el equilibrio de la fidelidad. Pero que supo reconducir la situación, recuperando la fidelidad a las raíces de su responsabilidad. Lo que más le impresionó fue la generosa e inteligente actitud de su marido, Peter, que, detectando la anormalidad de la situación, quiso esperar y recuperar el amor que ella le había deparado, hasta esa fase enferma para sus vidas. Mostrándome los retratos de ambas personas, significadas en su existencia, pensé la noble y ansiada lucha de dos hombre por alcanzar y gozar del amor en una gran mujer. “Mira, vecino, a veces hacemos cosas, adoptamos respuestas, de las que después habremos de arrepentirnos. Pero, en esos aciagos momentos, estamos un tanto ciegos en la cordura y en el equilibrio que presiden nuestros actos. Yo tuve la gran suerte de contar con dos grandes personas que supieron entender y responder con la grandeza del amor. Uno, se esforzó y logró, con inteligencia y paciencia, recuperarlo mientras el otro, con la caballerosidad del respeto, lo sublimó en una renuncia que, también, fue para él muy dolorosa. Los dos me demostraron el cariño que subyace en nuestras almas y que, tan neciamente, en muchas ocasiones, nos empeñamos en ignorar”.

Rara era la semana en que no compartíamos una buena conversación, en esa hora temprana para la merienda en la tarde. A veces, incluso en más de una ocasión, durante ese ciclo de siete días en el calendario. En otro de los momentos, quiso narrarme su ilusión, frustrada, para la adopción de un hijo que le diera proyección a su matrimonio. La naturaleza, el destino, el funcionamiento corporal de él o ella (nunca supieron o quisieron conocer la causa concreta del fracaso para el embarazo; eran otros tiempos, para estas investigaciones) impedía esta prolongación personal en la genética de las personas. Iniciaron el trámite burocrático pero, ante la intensa lentitud del proceso, renunciaron, en una de las etapas de su convivencia en la que ambos estaban muy entregados a la responsabilidad de sus respectivos trabajos. Me confesó, con una serena tristeza en el rostro, que fue un error la decisión que ambos adoptaron, en una desafortunada tarde para la renuncia. Debo añadir que, aquellas días en que me acompañó junto a mis hijos, la observé feliz y entregada en hacerles, en hacernos, grata esas horas para la convivencia. En esas preciadas oportunidades, representaba el papel, creo yo que sincero, de una abuela que juega y comparte las ilusiones de sus nietos. Obviamente, yo representaba para ella el valor de ese hijo que no ha tenido suerte en su matrimonio.

Y, una desafortunada mañana, viajó, sin previsión o dato indicativo, a ese enigmático destino para el que no existen remites u otras señas concretas. Me avisaron de la dura noticia (estaba en mi trabajo) ya que Ingrid llevaba en su documentación el número de mi teléfono móvil. Realizaba ese paseo matinal por los jardines del Parque, cuando los servicios de asistencia nada pudieron hacer por recuperar su desvanecimiento. Entre varios vecinos (uno de ellos ejerce la abogacía) pudimos realizar los trámites necesarios. Incluso tuvimos la suerte de contactar con una sobrina lejana, a fin de que pudiera disponer, como mejor estimase, de sus pertenencias.

Fue otro cruel mazazo para la recuperación de esa estabilidad que trataba de conseguir en los últimos tiempos. Ella había tenido para con su vecino la generosidad y la amistad que tanto necesitaba. Y lo supo hacer con delicadeza, tacto y optimismo. Fue un año y medio, más o menos, en el que sentí la proximidad de una madre y amiga, con sus comentarios, bromas, confidencias y ese sabroso y confortable té de la media tarde. Quiso y consiguió ayudarme haciéndome notar que era ella quien necesitaba de mi amistad. Probablemente, ambas carencias eran ciertas en su reciprocidad.

Fue terrible, de impacto, el sobresalto. Una tarde, también en otoño, cuando me disponía a trabajar con el portátil, veo, en la mesa de la salita, su tetera de fina cerámica, con un té humeante que aromatizaba la habitación. Dos tazas y un plato, en el que descansaban las pastas que ella, con tanto esmero, sabía elaborar para compartir. Un profundo miedo me embargo. Quedé como petrificado, junto a la puerta. Sólo acertaba a preguntarme ¿qué es lo que está ocurriendo? ¿Era verdad lo que veía o todo consistía en un sueño para la imaginación? No son pocas las ocasiones en que los deseos desvanecen las ausencias y éstas se convierten en el milagro de la realidad. Nunca creemos en su veracidad... hasta cuando el absurdo de la ilógica nos convierte en protagonistas de aquello que dibujamos en la memoria de nuestra razón. Cuando volví a casa, tras un largo paseo entre árboles y convivencia por la naturaleza, ya no había nada sobre nuestra mesa para las reuniones, aquéllas donde fluían las palabras, los afectos y una profunda confianza. Todavía hoy me pregunto, si fue el deseo o la necesidad; si fue el sueño o la vida. ¿Era una señal para mi confianza o una transparente sonrisa para el continuar?


José L. Casado Toro (viernes 26 agosto 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/


viernes, 19 de agosto de 2011

VIDAS Y ALMAS CERCANAS.

Un día más amanece, para una aventura aún sin concretar. Exacto, en su regularidad, escucho su llamada, un tanto indelicada, para el despertar de mi conciencia, entre la rutina y la sorpresa del hoy. Son las 7 a.m. y, aunque aprovecho unos minutos para relajarme en las sábanas, pronto me veo bajo una ducha caliente, previa a un desayuno más que básico. Tan temprano, apenas me apetece tomar nada. No, no me importa deciros la edad. En marzo llegué a los veintinueve, una cronología oportuna para hacer esos cambios que marcarán nuevos itinerarios en la trayectoria regular de tu vida. Seis años hace ya… ¡cómo ha pasado el tiempo! que finalicé la licenciatura de Filología Hispánica. Hoy ya se habla del grado, pero ¿qué más dará?. Sí, claro, dos años los dediqué a prepararme para opositar a la Enseñanza Pública. Nunca llegué a tener especial fe en esta parafernalia administrativa de sainete, por lo cual asumí, sin el mayor deterioro anímico, los fracasos en las listas informativas a finales de julio. Mi nombre, en las bolsas de trabajo para ejercer la docencia, sólo recibió la respuesta enmudecida del silencio. Y vuelta otra vez a empezar, como ayer, como siempre.

Me llamo Elena y soy la hija mayor de una familia de tipo medio. Tengo un hermano, Toño, cinco años más joven, que acaba de terminar Derecho. Se ve que en mi casa la cultura, esto de las letras y la humanística, es algo muy arraigado. Se halla ahora en la fase de enviar currículos, tanto a empresas variopintas en su función profesional, como a diversos bufetes de abogados, confiando que alguna vez llegue la suerte “milagrera” en la respuesta. Él si tiene novia o pareja, Cristi, una preciosa y buena chica, compañera de curso. Los dos vivimos con mi madre, Clara, de ideas muy diferentes a las nuestras. Nunca trabajó, fuera de casa, pero, eso sí, tiene un amplio círculo de amigas, un tanto beatas, impertinentes y criticonas, con las que se reúne no pocas tardes en el mes. Ya ha superado, con largueza, su medio siglo de existencia. Y vive relativamente bien. La pensión que le pasa nuestro padre nos permite tener una tranquilidad económica. Es propietario de dos grandes talleres de mecánica para el automóvil, en la costa, que parece dan rentabilidad y comodidad laboral. Nueve años ya que se prendó en una jovencita que le llevaba la contabilidad, además de otros desahogos menos aritméticos. Está cerquita, a las puertas de los sesenta, y Margari, así se llama nuestra “mami” no genética, creo que tiene un par de abriles más que yo. La verdad es que se les ve muy enamorados, todavía. El otro día me invitaron a cenar y, con toda una ceremonia de tortolitos, me confesaron que esperan un bebé. Parece que voy a tener una hermana, a la que tendré que ayudar en eso de los pañales y las papillas. La verdad es que siempre me han gustado los críos pequeños.

Como dije antes, mi existencia transcurre como una aburrida y previsible rutina. Poseo un empleo temporal, de auxiliar en una biblioteca pública, perteneciente a la Junta. Aunque sólo tengo la categoría de contratada, me han renovado el vínculo laboral por otros seis meses. Las horas que paso en el trabajo son un tanto aburridas, al margen de alguna que otra anécdota para diferenciar la jornada. Catalogación y distribución. Recogida y entrega de libros. Y poco más. Precisamente, ahora vivo una fase de mi vida en la que necesito, con imperativa terapéutica, comunicar, dialogar y transmitir. Paradógicamente cuando las siete horas, que he de estar en la biblioteca, exigen que extreme el silencio, a fin de no molestar a los lectores y estudiantes que la utilizan. Tengo un horario partido, cuatro horas por la mañana y tres por la tarde, de lunes a viernes. Al salir de ese recinto poblado de libros, suelo reunirme con una buena amiga, Lourdes, que, como yo, tampoco tiene pareja. Damos una vuelta y tomamos alguna cosilla que, en realidad, nos sirve para la cena. Son muchas las tardes en que nos gusta ir a ver alguna película, de esas que resultan distraídas y románticas. Y es que así es parte de mi carácter. Por recomendación e insistencia de mi madre, participé, no hace muchos meses, en las actividades de un grupo parroquial, cercano a casa. El problema es que estaba formado por gente mucho más joven que yo, la mayoría muy teñidos de clerecía. La verdad es que a mi no me van estas prácticas, ya que me siento incómoda deambulando por sacristías, arrodillada en confesionarios y ceremonias de golpes en el pecho. Las percibo un tanto vacías, hipócritas y de cara a la galería social. Duré poco allí, ya que percibí un ambiente clerical bastante falso y políticamente ultraconservador. Fábrica o crisol para la formación de parejas y noviazgos. Y sobre este último aspecto, quiero añadir algo de lo que pienso y siento.

No sé por qué otras chicas tienen encarrilada o normalizada sus relaciones de pareja. Yo no lo he conseguido. Tal vez, no he sabido hacerlo. Igual he carecido de la suerte necesaria para encontrar a esa persona que tanto necesito. Tampoco es que me bloquee con la situación. Pero, con veintinueve años, no me parece normal que ningún chico se haya fijado en mí. O yo no me he dado cuenta o no ofrezco los incentivos adecuados para romper ese muro que le impiden acercarse a mi persona. Físicamente no soy gran cosa, lo entiendo. Podría calificarme, en este aspecto de lo externo, como de persona normalita. No me considero especialmente guapa, pero tampoco fea. Aparte la imagen, creo tener una buena conversación, siendo mi carácter un poco tímido, aunque me esfuerzo en aparentar un temperamento agradable y cordial. Pero, la verdad, es que me siento un tanto rara. Sí, bastante sola.

Sobre la sexualidad…. No voy a ocultar que, para mí, va resultando un problema, Y bastante importante. Pero aún es más duro no tener, en perspectiva, esa compañía, ese afecto, esa pareja, con la que poder dibujar un proyecto en familia para mi vida. Tal vez a otras personas no, pero a mí sí que me limita y condiciona ese término de solterona. Hoy día puede resultar un tanto ridículo que, el no tener novio, pueda ser una tara para sentirte frustrada en la vida. Pero miras y observas a tu alrededor y te haces la siempre misma pregunta. ¿por qué yo no he encontrado a esa persona o compañero al que tanto necesito? Aunque disimulo, con bromas y otras expresiones, me hieren esos comentarios y frases, un tanto insidiosas y crueles, de familiares, vecinos y conocidos. “Para cuando…… te vas a echar un novio” “Se te están pasando los años de la oportunidad para encontrar tu media naranja” “Me extraña que no tengas pareja” “Pues no estás tan mal, para que alguien se fije en ti” ¿Y yo que puedo hacer? ¿Meterme en la locura y riesgo de Internet o poner anuncios pagados en las páginas de un periódico?

Y ahora voy a lo más duro de esa sinceridad ante vosotros. Sí, estaba muy deprimida. Ahora, a toro pasado, te das cuenta de las tonterías que se hacen en esos momentos en los que el nublado te impide creer en el sol. Reconozco como una cobardía esa decisión, terrible, de tomarte esas pastillas para hacer un daño irreparable a tu cuerpo, querer poner fin a una vida que, para mi, es un comienzo, un inicio en ese largo o breve camino que debe contemplar tu existencia. Ahora me avergüenzo y arrepiento. Y menos mal que el destino hizo que mi madre entrara en el cuarto, a las dos y cuarto, para dejarme el abrigo que me había dejado encima de su sofá. Fue rápida en sus reflejos, cuando vio encima de la mesilla ese maldito bote vacío y dos o tres píldoras caídas por la mesilla de noche. Las urgencias, a esa hora de la madrugada. El lavado de estómago. Sentirme tal mal, durante esos dos malditos días…. Y el chorreo de visitas ante mi cama de la residencia, con ese bombardeo de sonrisas, disimulos y frases de consuelo, para una jovencita que acaba de cometer la traviesa necedad de no querer seguir luchando por encontrar lo hermoso y bueno que tiene la vida. ¿Por qué lo hice? La verdad es que le he dado muchas vueltas y todavía no me explico como tuve el valor o la cobardía de protagonizar esa gran tontería. Una barbaridad de hacerle tamaño daño a mi cuerpo, a mi corazón y a un alma que, igual es verdad, la tenemos por ahí, cerca de nuestra identidad.

¡Cuánto tiempo llevo hablando! Y todos tan atentos y cariñosos. Un tío mío, me habló de vuestra Asociación de Ayuda Grupal. Desde el primer día que llamé a vuestra puerta, me acogisteis como una amiga más, ofreciéndome calor humano y apoyo anímico, niveles que tenía bajo mínimos. Y en la reunión de hoy jueves, me ha tocado ser un mucho protagonista. Minutos y minutos, narrando un resumen de mi vida, y me regaláis apoyo, atención y confianza. Me siento, ahora mismo, como ese naúfrago que, sin avistar tierra en largo tiempo, divisa un navío amigo que le ayuda a reintegrarse, de nuevo, en la normalidad social, para aceptar y valorar la existencia. Bueno, ahora creo que debo corresponder a las preguntas que consideréis necesario hacerme. Trataré de ser breve en las respuestas, a fin de no extender mi protagonismo ya que también vosotros tenéis graves dificultades en lo personal. Y lo más importante que, hasta hoy, he aprendido en vosotros es el valor de la solidaridad. Entregarme a esa ayuda generosa, es una buena terapia. La mejor medicina para mis obsesiones, que con tanta rudeza y desamor me han degradado.

Toño compartía un trocito de la tarde con Cristi, su novia. Les acompañaba Lourdes, que supo dar esa nota de sensibilidad amiga a una reunión en la que todo fueron recuerdos, en medio de la nostalgia. Un par de tazas, con humeantes descafeinados, y un té de color anaranjado fuego, acompañaban, con su acogedora templaza, a tres desconsoladas personas reunidas en torno a una mesa, en el café de la plaza. En su íntima rebeldía, dibujaban una puerta que se abría y, tras ella, aparecía la sonrisa humilde de Elena que, aún tarde, había sabido llegar a esa cita concertada para la amistad. Y, una vez más, la imaginación pudo hacerse realidad. En esa dialéctica cruel, protagonizada por unos ojos cerrados y los sentimientos vitales de la luz, sólo existe un corto sendero. Aquél que dibuja el fiel voluntarismo de la esperanza.-

José L. Casado Toro (viernes 19 agosto 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/

viernes, 12 de agosto de 2011

EN LA NOCHE Y EL DÍA, PARA EL ENSUEÑO.

Un tercio del tiempo, en nuestra impredecible existencia, lo pasamos durmiendo. Es cierto que algunas personas, dicen que cada día más, aumentan ese ejército para la insumisión onírica, y se afanan por arrebatar trozos de vida a esa otra, en la que permanecemos tendidos en la cama y con los ojos cerrados. Ocho, siete, seis horas, en cada uno de los días, para vivir durmiendo, para soñar la vida. La ciencia médica afirma que es necesario e indispensable y la naturaleza orgánica lo confirma. Hay que recuperar el desgaste físico y psíquico de nuestro cuerpo, resulta insoslayable atender a esa exigencia de la naturaleza, pero…. es un tercio de toda nuestra vida.

Lidia dialogaba, cada una de las noches, con el fantasma hostil del insomnio. Hoy, al igual que ayer, sus días estaban presididos por la rutina, por el sopor de los numerosos gestos reflejos que marcan esa aprendida agenda, iniciada desde la ducha y completada por una cena, televisión y alcoba, repetitiva en los hechos de sus páginas aburridas. Y mientras, él, su compañero de cama, duerme placentero, ajeno a esa angustia que a ella, penosamente, le embarga y que la oscuridad acrecienta y atemoriza.

Sin embargo, esta mañana había sido protagonista de un hecho singular, para la diferencia. Durante esos minutos matinales liberados para hacer el desayuno, salió de la gestoría donde trabaja y se acomodó en una de las mesas callejeras, que ocupan un buen trozo de la acera en la vía. Su amiga Nuria no le había acompañado hoy, pues tenía que atender a un pesado cliente que polemizaba por una nimiedad administrativa de su incumbencia. Tenía fijados sus ojos sobre la mesa del bar, superficie en la que aguardaban una tostada con tomate y aceite junto a un café descafeinado para templar la jornada. Percibe como que alguien se le acerca. Es un muchacho joven y bien parecido. Éste, sin mediar palabra alguna, le entrega un sobre de color crema, en cuya portada sólo iba escrita la siguiente frase: “por favor, lea el contenido”.

Una situación insólita pero, en la novedad, atrayente. Una persona, a la que no cree conocer, le transmite algo que desea sea leído en su intimidad. Ese joven había dado media vuelta, alejándose a paso ligero. Una estatura media, más bien alta, delgado de cuerpo, cabello de un color castaño claro, camisa blanca, pantalones beiges y unos naúticos marrones que agilizaban su andar atlético. Un tanto pasmada ante el hecho, guardó el sobre en su bolso, volviendo a la oficina. Encontraría algún hueco, en sus obligaciones de trámite, para conocer el contenido de la extraña misiva. A pesar de su intriga, no pudo hacerlo en toda la mañana. El trasiego laboral resultó inapropiado para poder aclarar el descubrimiento matinal.

Ya en la tarde, cuando su hija Carmen había ido a la clase de baile, sentada en la coqueta terraza del piso familiar, acompañada sólo de esa soledad que ya era su fiel compañera, lee una hoja impresa de ordenador, firmada por estas cinco palabras “un admirador de su persona” y un nombre. Curiosamente, el mismo que tiene su marido. Juan. Le decía que, desde hacía semanas, se había fijado en ella, ya que habían coincidido en esos largos minutos para el desayuno. Que le había generado una intensa atracción, ya no sólo por su agradable físico, sino que además percibía en ella un trasfondo de tristeza que potenciaba la creatividad de su belleza. Reconocía dirigirse a una persona algo mayor que él, disculpándose por la travesura en la forma y en el hecho. Simplemente, le pedía poder dialogar un ratito con ella.

Su compañero de cama continuaba agarrado al disfrute del sueño. Egoístamente ajeno a los pensamientos y angustias, generados por ese insomnio que, a ella, la visitaba cada noche en la oscuridad de las horas. ¿Iría, también mañana, a su bar de la Alameda, o cambiaría el destino de su breve descanso en las horas repetidas de impresos y ordenador? ¿Continuaría con esa atrayente travesura del joven admirador del que apenas conocía algo más que su silueta, junto a unas palabras escritas que parecían nobles y sinceras?

Nuria ¿qué te parece esta historia de la carta que te acabo de narrar? ¿Crees que le debo dar la oportunidad de una conversación? Su íntima amiga le aconsejó extrema prudencia ante el curioso hecho del que había sido partícipe. Debía olvidar a ese misterioso joven de la carta y, en modo alguno, entablar conversación privada con él, pues era imprevisible lo que podía esconderse tras esa persona. Como es más que frecuente, los consejos se regalan para no llevarlos a la práctica. Y Lidia no iba a ser una excepción en esta patente realidad entre las personas. Se propuso ir a desayunar esa mañana, también sola, pues estaba dispuesta a conocer, más a fondo, al misterioso autor de la misiva.

Hacía algo de fresco, por lo que esta vez entró en el interior de la cafetería. Ocupó una de las mesas, en el fondo del local, desde donde se divisan bien todos los espacios en el ajetreo de la mañana. Pensando en el curioso encuentro que iba a tener, se había arreglado un poco sobre su habitual sencillez a la hora de vestir. Buscaba una imagen más juvenil, pero sin descuidar la elegancia formal. Y él ya estaba allí. Cruzaron sus miradas y unas sonrisas como muestra de agrado. Juan trabaja en un despacho de abogados. Lleva en ese gabinete seis años, desde que finalizó su licenciatura en derecho. Con veintinueve años, no ha tenido aún suerte u oportunidad para encontrar a una compañera con la que compartir parte de su vida. Educado, amable, reflexivo y con cierto aire melancólico que denota una arraigada soledad que le viene condicionando desde hace tiempo. Le dice que, posiblemente, ha sido un flechazo el que le ha movido a su infantil comportamiento. La venía observando, desde hacía semanas, cuando coincidían en el desayuno matinal de la jornada. Le ruega, puntualmente, que no malinterprete su gesto. Que solo desea conocerla y, avanzar, si fuese posible, en la amistad. De forma abierta le expresa la soledad que preside su vida.

Lidia se ha mostrado muy atenta a las palabras, expresadas con la cadencia de la lentitud, por parte de su interlocutor. En pocos minutos le pone en situación. No le confiesa claramente su matrimonio pero, en un momento de sus palabras, alude a la persona de su hija Carmen. Y que se encuentra dispuesta a conocerle, un poco mejor. No le asegura nada acerca de avanzar en la amistad, pero que le agradece la actitud respetuosa que ha mostrado en sus gestos y palabras. Se despiden con sendas sonrisas, estrechándose la mano. Al caminar, de vuelta a la oficina, lo hace un tanto ensimismada, pero feliz. Ella tiene siete años más que su joven admirador. Se siente halagada y como viviendo en un nuevo mundo que le hace sentir una ilusionada terapéutica en contra de la letal monotonía y vacío que, hasta ese momento, le aturde y desvitaliza.

Aquella noche, ese compañero indeseado, llamado insomnio, tampoco dejó de aparecer. Pero, al menos, lo pudo encarar con una mejor disposición anímica, tras esa novedosa y breve charla matinal. Su marido resoplaba entregado al misterio insondable de los sueños, mientras ella dibujaba en la oscuridad de la alcoba alguna que otra aventura y diálogo, pero con otra persona de compañero. Al fin pudo conciliar ese descanso reparador, con un travieso semblante que denotaba ilusión y necesidad frente al tedio.

Durante las semanas y meses posteriores, ambas soledades profundizaron en su secreta aventura. Supieron encontrar momentos y oportunidades para compartir vivencias y sensaciones que dieron sentido y luz a la oquedad de muchas tardes señaladas en el almanaque. Hablaron, sintieron y amaron. Por su formación y carácter, nunca se imaginó protagonista en el osado escenario de la doble vida. Pero Lidia, ahora, había podido recuperar esa pícara fuerza e infantil entusiasmo, que le transformaba en una renovada persona. Un nuevo tiempo que, implementando latidos y sensaciones diferentes, transformaba su rutinaria y ocre existencia anterior.

Su otro Juan, el inscrito en el Libro de Familia, no fue ajeno a esta transformación de su cónyuge. Captó y entendió ese cambio. Pero, con astucia e interés, dejó hacer. Disimuló el fluir de unos aconteceres que, también, a su egoísmo beneficiaban. Desde hacía más o menos un año, mantenía una relación con una joven que había conocido en sus horas de gimnasio. Por tanto, de una manera tácita, ambos personajes complementaban, con la astucia de la necesidad, unas vidas que adolecían del lastre aburrido de la acomodación y el vacío. Y también, cómo no, estaba, y contaba para ambos, la edad en la persona de su hija Carmen. A sus once años, la prudencia aconsejaba mantener esas formas simuladas que tan bien saben representar una educación no exenta de prudencia y habilidad.

Para Lidia, esas noches de lunas, reflejos y estrellas, en la inmensidad de su imaginación, fueron ya sentidas con otro ánimo, con otra valentía, para justificar y florecer los anhelos. El insomnio continuaba agazapado bajo el manto de la nocturnidad. Pero ella había conseguido su antídoto frente al temor o el miedo. Era ese espacio, regalado a la tarde, en el que las palabras, los gestos y los sentimientos vitalizaban el cultivo de una profunda ilusión.-

José L. Casado Toro (viernes 12 agosto 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/

viernes, 5 de agosto de 2011

SEMBRAR.

Desde siempre, he admirado la profesión, el admirable trabajo que, con tanta fe y constancia, ejerce el agricultor. Muy cercana a esta necesaria y noble actividad, se encuentra, también, el lúdico y hermoso oficio de la jardinería. Pero ¿cuáles son las actividades principales que hay que aplicar en su creativo proceso? Básicamente, arar y remover la tierra, para facilitar su química oxigenación; sembrar, en ella, simientes de buena calidad; aportarle la humedad conveniente que sirva para compensar su sed; facilitarle los nutrientes imprescindibles, a fin de vitalizar su potencial generativo; y recoger, con actitud ilusionada, el fruto conseguido, tras una paciente espera para su desarrollo. Todas estas fases, pueden ser simplificadas con una mágica fórmula cuyos componentes factoriales para el “milagro” rural son: tierra, semillas, nutrientes, agua y sol. Habría que añadir a estos cinco elementos, imprescindibles para su nutriente labor, la dedicación y el trabajo de aquél que ama la tierra, con el esfuerzo de sus manos y con la ayuda de unos aperos o instrumental mecánico al efecto. Los animales también colaboran en ese objetivo que nos ha de fructificar para ese alimento que todos, absolutamente todos, necesitamos.

Viene esta reflexión, en tiempos de estío, como oportuna metáfora en su aplicación para nuestras vidas. No podemos, no debemos, dejar de sembrar. Hay que hacerlo, con esa fe tan necesaria y vital en el dinamismo de la naturaleza. Tanto en el plano estrictamente material, como en aquél referido al trascendente muestrario de los valores para el espíritu. La racionalidad, y la experiencia de los años, nos aconseja actuar de esta forma en lo positivo. Vienen ahora a mis recuerdos algunas espontáneas preguntas de aquéllos que han sido mis queridos alumnos en Secundaria. Planteaban, a su Profe, esa frase que ya se me hacía “cariñosamente” familiar, por lo repetitivo del caso. ¿Sirve para algo esto que tenemos que estudiar y, después, examinarnos? Les explicaba que, más pronto o tarde, ese conocimiento, que hoy debían integrar en sus mentes, les iba a ser útil, rentable, para la vida En algún caso, en no pocos casos, hablando en confianza con alumnos que finalizaban su bachillerato, me confiaban la decisión de no presentarse a las Pruebas de Acceso a la Universidad. “Voy a hacer un Ciclo superior, para el que no se necesita la Selectividad”. Les argumentaba acerca del error en el que estaban incurriendo. Algún día podrían valorar disponer de ese “salvoconducto” para la Enseñanza Superior. En todo caso, sería un documento o aval más para enriquecer y completar el listado de su currículo, cosa hoy día tan necesaria a la hora de competir en el densificado mundo de la oportunidad laboral. Al igual que hablamos de esa Prueba administrativa, en el ámbito de lo escolar, podríamos aludir a otras enseñanzas o actividades que repercuten, de manera interesante, en la formación integral de esos escolares: el útil aprendizaje en las Escuelas Oficiales de Idiomas: la obtención del Carnet de conducir (en función de la cronología legal establecida); la destreza en el campo de lo informático; las experiencias y prácticas deportivas; la asistencia a conferencias, museos y exposiciones puntuales. Y, por supuesto, las experiencias derivadas de la realización de viajes y visitas, dentro y fuera de su habitual lugar de residencia.

Pasando al plano de la sociedad extraescolar, yendo al microcosmos de nuestras vidas, vemos que, en el transcurso de los días, podemos hacer, aportar, participar. O permanecer pasivos, ausentes, ante la voluntad de esas acciones. Me refiero a esas pequeñas o grandes cosas que, a la hora de la opción para su desarrollo, parecen superfluas en nuestro interés. Daría igual hacerlas o no. Para lo que van a servir..... Pero eso, obviamente, no es así. Sustenta este posicionamiento un planteamiento lastimosamente equivocado. Desaprovechado. Por el contrario, con la limpia mentalidad de agricultor, es necesario ir sembrando en el recorrido existencial para, en fecha posterior, recoger el fruto de nuestro esfuerzo o dedicación. Es entonces, cuando solemos encontrar justificación o virtud a mucho de aquello para lo que no hallábamos argumentos consolidados que sustentaran su puesta en acción. Y nos alegra haber evitado el equívoco de perder la oportunidad inteligente de su acertada acción. Haberlo hecho, haber “sembrado”, con la serenidad y confianza de su bondad.

A lo largo de los días, de los meses y las circunstancias, son numerosísimos los gestos y respuestas que nos sitúan en la coyuntura del hacer o en la pasividad del renunciar. Habría que ir por la senda abierta del sí, más que por el bosque tenebroso de la inacción o la negatividad. Tanto en las grandes opciones, como en aquellas que parecen poseer una menor significación o relevancia vital. Veamos algunos ejemplos, elegidos al azar.

Pensando en la formativa, y trascendente, acción educativa, hay que saber encontrar más tiempo para dedicarlo a dialogar con aquellos que están en su edad escolar. Es cierto que, cada día más, aumentan las responsabilidades que afectan al Profesor. Llega un momento en que, si cumples puntualmente las obligaciones que te impone la Administración educativa, apenas te queda tiempo libre para atender con desahogo a tu propia privacidad. Sin embargo, el supuesto sacrificio que supone dedicar minutos del recreo, u horas fuera de la estructura escolar, para hablar con aquellos que están bajo tu responsabilidad educativa, verás que lo rentabilizas a fin de obtener un preciado fruto: conocer, entender, ayudar y enriquecer a esos jóvenes que tanto, tanto necesitan de ti. En no pocas ocasiones, ellos encuentran en tus consejos o sugerencias mucha de la ayuda de la que carecen en el ámbito estricto de la comunidad familiar. El simple hecho de hablar, de dialogar con ellos, de forma directa o, incluso, a través de la comunicación electrónica, supone un alivio en esa orfandad no explícita, o manifiesta, que algunos sufren en su intima privacidad. Dedicas, inviertes, tiempo y esfuerzo. Pero te compensa comprobar sus gestos y respuestas. Son referentes que denotan y reflejan algo valioso: que la ayuda que estás aportando no cae en el saco roto de la vaciedad. Es mucho más importante para ellos de lo que uno mismo puede llegar a suponer o detectar. Es una de las más hermosas formas que justifican el placer de nuestro sembrar.

En otros muchos órdenes de la vida, existen innumerables oportunidades para ir dejando caer en la fértil tierra de las vivencias otra mucha sembradura que, algún día, pueda generar el fruto de esos valores que aguardan en la órbita de nuestros anhelos. Hoy le he escrito unas líneas a un antiguo amigo que, a buen seguro, no las espera. No tengo certeza acerca de cómo le vaya afectar su contenido. Sin embargo, pienso que esta decisión para la comunicación puede tener efectos positivos de manera recíproca. Especialmente, para el destinatario. Pero, también, para el remitente. He compartido una sonrisa, unas palabras amables o una disposición para la ayuda. Y ese paseo en bicicleta, ese rato de nado en el agua, salada o dulce de nuestro ejercicio, o ese caminar cíclico de todas las tardes o mañanas, son respuestas a necesidades orgánicas que facilitan mejorías dinamizadoras para la salud. Nos sentimos mucho mejor. De eso no cabe la menor duda.

En casi todos los cursos, siempre dediqué alguna de las horas de acción tutorial en recomendar, a todos aquellos que compartían mi trabajo, saber poner un poco de orden en nuestras cosas. Fuesen los apuntes, los estantes de nuestra habitación o la agenda de las amistades. El desorden siempre abruma, desconcierta y desanima. Y claro que exige tiempo, y esfuerzo, dedicar unas horas de la tarde, o en el alba de la mañana, a eliminar lo superfluo (en el terreno material) y a reubicar lo valioso (de ese otro espacio que se manifiesta en valores). Todo es “ponerse”. Cuando llevas un buen rato, compruebas con agrado que una composición ordenada es más versátil y eficaz para funcionar, acústica y visualmente, en los compases y acordes rítmicos del tiempo escénico.

Cada uno de nosotros debe saber practicar esa inteligente jardinería que posibilita milagros desde la tierra. Y la magia, espiritual o material, que genera esa tierra fértil para nuestro asombro, justifica y avala una decisión bien adoptada. Cualquier día, en cualquier esquina de la andadura, va a nacer una flor, una respuesta, una mirada o una sonrisa, que nos hace avanzar en humildad, en equilibrio y en humanidad. Es bueno sembrar, a fin de poder recoger, en una estación propicia para la siega, el grano alimenticio de nuestra noble intención. No siempre la respuesta de la tierra o las voluntades es rápida, manifiesta o, supuestamente, compensadora. Hay que saber esperar, pero es necesario sembrar. Aunque la tierra parezca mostrarse sorda a nuestro requerimiento, algún día ofrecerá su respuesta generosa a la noble intencionalidad de nuestro deseo.-

José L. Casado Toro (viernes 5 agosto 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/