viernes, 30 de enero de 2015

TENSIÓN Y OPORTUNIDAD. EL AUTOCONTROL EN TIEMPOS DIFÍCILES.


En la mayoría de los días, nuestro equilibrio anímico se ve sometido a una poderosa serie de impactos, elementos de muy heterogénea naturaleza, que acaban por desestabilizarnos, provocando respuestas muy contrastadas e imprevisibles en nuestro comportamiento. Esas inesperadas y descontroladas acciones pueden generar asombro en el circulo social de nuestro entorno. Pero también nosotros sentimos y sufrimos el triste desaliento al no haberlas podido frenar o encauzar. Tal vez los demás desconozcan el origen de aquello que nos ha inducido a esas desacomodadas acciones, sin embargo nosotros sí somos partícipes en el  todo o parte del proceso que las ha ido originando.

Normalmente el proceso de su configuración puede resumirse en el siguiente esquema. Iniciamos, cada amanecer, la construcción de un nuevo día, con la renovación mental y física que las horas de descanso nos han proporcionado. Pasan las horas, con el ejercicio de todas esas actividades, simples o complejas, que nos identifican e individualizan como personas. En el transcurso de ese proceso, nuestro cuerpo y, de manera específica, nuestra mente van soportando esos pequeños o grandes impactos que, con fuerza acumulativa, van tensionando el sosiego y la serenidad que, racionalmente, anhelamos conservar. En la mayoría de los casos podemos controlar esa tensión in crescendo, pero en otros desafortunados momentos perdemos la riendas del equilibrio y estallamos con respuestas crispadas o violentas. No hemos llegado a tiempo a ese nuevo descanso que, de manera normalizada, restablece el equilibrio perdido. Vayamos pues a una historia que sustenta el espíritu básico de esta reflexión inicial.

Aunque en la pila eclesial sus padres le bautizaron como Teodoro, desde pequeño fue llamado Teo por sus familiares y amigos. Tras una infancia muy normalizada, desde su adolescencia se sintió especialmente atraído por el mundo de la informática. Al llegar a la fase universitaria, optó por matricularse en la Facultad de Económicas, gracias al esfuerzo de unos padres de naturaleza modesta que se entregaron con sacrificio a que su único hijo pudiera ejercer profesionalmente en aquello que más le agradaba. Tras la licenciatura correspondiente, tuvo la suerte y oportunidad de entrar a formar parte de una macroempresa comercial, con sede en todas las provincias españolas y que opera también en la capital lisboeta. Dada la estabilidad laboral de que disponían, Teo y su pareja de siempre, Rosa, decidieron contraer matrimonio, con la lógicas buenas expectativas de dos jóvenes profundamente enamorados.

En este proceso vivencial, la ilusionada pareja se embarcó en la compra de un piso de nueva construcción, ubicado en la zona de expansión urbana por el oeste malacitano, en el entorno de la Universidad y la barriada del Cónsul. Era la época del “boom del ladrillo”, por lo que tuvieron que firmar una gravosa hipoteca, que pensaban afrontar con el producto de sus respectivas ocupaciones. Rosa precisamente trabajaba como comercial en una inmobiliaria de las muchas que habían poblado la ciudad, dada la intensa oferta y demanda constructiva, allá por los inicios de este última centuria.

A los años de bonanza económica sucedieron otros en los que las estructuras económicas se fueron penosamente debilitando, hasta generarse una terrible crisis económica que afectó a la mayor parte de la geografía mundial. El efecto positivo de la globalización tiene, a la par, otras derivaciones que también difunden la generalización de la pobreza por las regiones más contrastadas de nuestro planeta. Y en el caso concreto de esta joven familia (incrementada con el nacimiento de un niño y una niña, en un corto espacio de tiempo) la crisis global del mundo capitalista repercutió de manera irremediable en su estabilidad. Rosa acabó perdiendo el trabajo inmobiliario, mientras que Teo se mantuvo en la misma empresa, donde trabajaba en la sección de informática, pero ya con una situación laboral más degradada, por la temporalidad contractual que finalmente hubo de aceptar. Con un solo sueldo familiar, severamente debilitado por la reducción horaria que le fue impuesta, la dificultad para hacer frente al pago de la fuerte hipoteca del piso, junto a los gastos propios de una familia con hijos, generó tensiones, crispaciones y desencuentros en la armonía convivencial de estas cuatro personas.

Era un sábado de enero, en plena época de rebajas. Teo había tenido un día especialmente complicado, por la continua atención a esa clientela nerviosa, exigente y, a ratos, impertinente, que agota hasta lo imposible. Tuvo que ayudar en una sección que no era la de su especialidad. Uno de los jefes le indicó que ese día habría de desplazarse a la planta de ropa de señoras, mucho más visitada que el departamento de informática y telefonía, donde usualmente trabajaba como vendedor. Su horario comenzó a las dos de la tarde y cuando el reloj marcaba las nueve y quince de la noche se sentía profundamente agotado, dada la continuidad en la atención a una populosa clientela. Además, llevaba durmiendo mal desde hacía semanas. Rosa le había aconsejado la visita a su médico de cabecera, para que le prescribiera algún relajante que facilitara el necesario descanso en las horas del sueño. En un determinado momento, el jefe de la sección, hombre de fuerte carácter, se dirigió hacia él con modales imperativos, llamándole la atención por no preparar unos expositores de rebecas femeninas, profundamente desordenadas, dado el manoseo de mil y unas manos. Para mayor inri lo hizo usando formas desabridas, delante de unas clientas que miraban otro expositor de complementos.

En ese crítico momento, el autocontrol de Teo lastimosamente se desbordó. Había ido acumulando tensión, día tras día, hasta llegar a un nivel de evidente crispación explosiva. El trato despectivo e inapropiado del jefe de planta le hizo finalmente estallar, respondiendo también a este señor con exagerada rigidez, tanto en lo acústico como en lo conceptual. Pudo más en este joven la fuerza de la tensión que el aguante táctico de la racionalidad. Fue una situación violenta, ante los todavía muchos clientes que contemplaban atónitos la desagradable escena. Aunque, tras unos segundos, intentó arreglar en lo posible su reacción, su superior comercial le indicó con calculada frialdad que abandonara la planta y se fuera a su domicilio. Y que no dudara que daría parte a la dirección de este grave gesto de indisciplina. Y que no volviera al centro comercial hasta recibir la comunicación correspondiente.

Fue un domingo verdaderamente duro para una familia en situación de evidente inestabilidad. El único sueldo que entraba en la casa, probablemente iba a perderse. Y el asunto de la deuda bancaría permanecía sin resolver. Todos estos factores habían ensombrecido un panorama que se había teñido de gravedad y desaliento. Mientras los niños jugaban en su cuarto, la joven pareja se miraban en silencio, sentados frente a un televisor que hablaba y participaba, sin  que ninguno de ambos cónyuges le hiciera el menor caso.

“Cómo he podido ser tan inconsciente. En la delicada realidad económica en que nos hallamos, lo peor que podía haber hecho es tirar por la borda un comportamiento ejemplar de casi cuatro años ya en la empresa. Y este trabajo nos permitía seguir tirando, a duras penas, ahora que perdimos el sueldo que tú conseguías en la inmobiliaria. Sé que estoy despedido. Por muy cansado, por muy nervioso, por muy abrumado que uno se encuentre, hay que saber mantener el equilibrio. Enfrentarte, como yo lo hice, a tu jefe, ha sido una reacción inconsecuente, infantil y terriblemente equivocada ¡Como unos segundos de error …. Puede hacerte cambiar tan desafortunadamente la vida! Pero la botella se va llenando de presión y al fin acaba por estallar. No sabes lo arrepentido que estoy. Lo que os he hecho no tiene nombre. He sido un irresponsable ante la tensión … ¿y que puedo hacer ahora? Ponte ahora a buscar un trabajo  …. Con el terrible y árido panorama que tenemos ahí afuera…..”

Rosa le escuchaba en silencio. Tomó las manos de su marido y las apretó con fuerza. Con la mirada y una sonrisa, trataba de animarle y transmitirle esas palabras de confianza y cariño que tanto su marido necesitaba.
“No te preocupes. Deja ya de sufrir. Saldremos de ésta. Lo importante es que estamos juntos”·
Lunes y martes pasaron, sin que Teo recibiera esa llamada de su empresa, comunicación anhelada pero, al tiempo, también temida. Fue el miércoles, cuando a eso de las cuatro de la tarde, la secretaria del jefe de personal, se puso en contacto con este empleado, temporalmente suspendido de empleo. Se le citaba para que, en la mañana del jueves, a las nueve en punto, acudiera al despacho del jefe de recursos humanos, a fin de informarle de la decisión que la empresa había acordado con respecto a su caso. Cual sería la sorpresa de Teo cuando, puntual a su cita, se le comunica que debe acudir al despacho del director general. El Sr. Montera, un hombre que rondaba la sexta década de su vida, le indica con un gesto, serio pero elegante, que tome asiento.

“Mire, Agüera, yo también tuve sus veintinueve años. Soy de León. Comencé en esta gran empresa, como mozo de almacén, en Madrid. Este dato no es muy conocido, pero yo se lo quiero transmitir. Con lealtad, esfuerzo, trabajo, paciencia y muchísima ilusión, dejé el trasiego de los paquetes y hoy he llegado a ocupar un puesto de jefatura, dirigiendo todo el proyecto comercial del grupo en esta gran ciudad. En Málaga he pasado los veinte, posiblemente, más felices años de mi vida. Quiero decirle que yo también he cometido errores. Alguno, tal vez parecido al suyo. Y, de manera afortunada, pude gozar de la comprensión y generosidad de mis superiores, que fueron puliendo mis defectos para hacerme un buen profesional, en este complicado sector del comercio.

Tengo aquí, encima de la mesa, el informe del conflicto que protagonizó. En noche del sábado último, no supo controlar los nervios. El día había sido muy duro, lo comprendo, pero tenemos que estar preparados para reconducir y encauzar nuestro estado anímico.

La decisión, con respecto a su despido, estaba tomada desde el mismo lunes por la mañana. Pero ese mismo día, a eso de las doce, una mujer, una valiente y gran mujer, solicitó hablar con el director general en Málaga. Quiso la casualidad que yo había bajado a la sección de personal. Cuando esta joven se identificó, me pareció de gran interés quise hablar con ella. Y mantuvimos una entrevista de superó los treinta minutos en mi despacho. Pude conocer datos importantes de su vida, a fin de enriquecer y completar el contenido de este informe. Me he tomado casi dos días de reflexión y al fin he decidido darle una nueva oportunidad. Sin duda, Vd. es un buen profesional. Hasta esa infausta noche, ejemplar con su desempeño laboral. Dentro de unos minutos vamos abrir las puertas al público. Vd volverá a su puesto en la sección de telefonía e informática. Aprenda esta lección y no la desaproveche.
En cuanto al grave problema que tiene con su hipoteca, la empresa le va a ayudar a renegociar las condiciones contractuales con la entidad bancaria. Fíjese, algo así también hicieron conmigo, en mis años de juventud.

Por cierto. Quiero felicitarle por la suerte que tiene, al contar con una mujer tan admirable como es su señora. Puedo dar fe de ello”.  


José L. Casado Toro (viernes, 30 enero, 2015)
Profesor

jueves, 22 de enero de 2015

EL ÚLTIMO TREN DE LAS SEIS, EN LA ESTACION MADRILEÑA DE ATOCHA.


El reloj de la estación ferroviaria de Atocha, en Madrid, marcaba diez minutos sobre las seis de la tarde. El trasiego de viajeros era muy intenso, en ese último día del año. Grupos familiares y personas individuales iban de acá para allá, con sus maletas, bolsas, mochilas, ilusiones y realidades, caminando de forma apresurada hacia los andenes con los destinos señalados en sus respetivos billetes. Allí esperaban los trenes, dispuestos a transportarles a ese lugar especialmente anhelado, en una fecha tan señalada para el reencuentro afectivo y la transición de la anualidad. Es el día 31, de un frío y festivo diciembre. En ese preciso momento un hombre de mediana edad se acerca, visiblemente nervioso, a la ventanilla ocupada por uno de los funcionarios ferroviarios que expenden los diversos tickets de viaje.

“Buenas tardes.  Deseo plantearle un problema que me afecta y confío pueda ayudarme. Como verá en la reserva, tenía que viajar en el tren que ya ha partido para Valencia, hace unos diez minutos. Por una serie de dificultades en el tráfico, a lo que se une una imprevista circunstancia en la gestión empresarial que me ha traído a Madrid, he llegado tarde a la estación. He comprobado en el panel informativo que mi tren ya ha partido para ese destino. ¿Sería muy complicado hacerme un hueco en el siguiente viaje, que parece sale a las siete en punto?”

Ramiro, un veterano empleado de Renfe, recibe el billete que le muestra el preocupado y nervioso viajero que tiene ante sí.  Comprueba detenidamente en pantalla la disponibilidad de plazas y trayectos para lo que resta del día. Mario observa a su vez el semblante del funcionario, en el que percibe un movimiento de cabeza negativo para la necesidad que le está afectando.

“Tengo que indicarle, y lo digo con preocupación, que no va a ser posible atender aquello que me está solicitando. Comprenderá que estamos en un día un tanto especial. En este última fecha del año, casi todas las líneas adelantan, o mejor dicho, suprimen algunos viajes a partir del horario de tarde. Concretamente, ese último viaje de las siete hacia Valencia es uno de los suprimidos. Aquellos viajeros que habían sacado sus billetes con antelación, han sido reubicados en otros trenes, especialmente en el que ha partido hace ya unos quince minutos. Tratándose de un día festivo, con la circunstancia propia del fin del año, el siguiente viaje hacia Valencia no saldrá hasta mañana, a las diez en punto. Lo lamento de veras pero, en este momento, ya no hay otra combinación posible.”

Mario, mostrando una serena preocupación, insiste ante el paciente funcionario ferroviario. Le ruega hable con sus superiores para ver si existe alguna otra solución que le permita pasar la última noche del año en casa, junto a su familia. Ramiro le aclara que no es cuestión de jefes o jerarquías. Con delicadeza le indica que ha llegado tarde para tomar el último viaje hacia la ciudad levantina. Y que hasta la mañana siguiente, la pantalla del ordenador muestra con claridad que no habrá un nuevo desplazamiento hacia ese destino.

“Marta, te llamo desde la estación de Atocha. He llegado tarde al tren y hasta mañana no sale otro hasta Valencia. Aquí, en la taquilla, están hablando con la dirección, pero me temo que no habrá solución hasta mañana a las diez. Por ser el día que es, han quitado el tren de las siete y me veo aquí, solo, esta noche tan especial en la que íbamos a celebrar el tercer aniversario de nuestro compromiso, con las doce campanadas. El contrato inmobiliario con ese cliente inglés se fue complicando y el reloj avanzaba. Pero ¿qué podía hacer? Esa venta al galés era muy importante para la empresa y tuve que convencerle de muchos detalles que no estaban claros para él. Total que aquí me veo, triste y con el ánimo alicaído, sin poder estar contigo y la niña. Ahora después te vuelvo a llamar, que parece quieren decirme algo. Un beso”.

Efectivamente Ramiro había realizado dos llamadas telefónicas, a fin de localizar y consultar al interventor jefe. Le había explicado el caso, por si veía alguna solución que aliviara el grave problema en que se hallaba el cliente, por haber llegado tarde a la hora de salida de su viaje. La circunstancia del día y la calidad humana de este trabajador explicaba el interés y el largo esfuerzo negociador que el funcionario en taquilla había estado realizando. Al fin hizo una señal a Mario para explicarle cuál era la disposición u oferta por parte de Renfe.

“Sr Celdrán. He estado hablando con mi superior, exponiéndole su caso. Debe entender que nuestra empresa no es responsable de que no pueda estar esta noche en su ciudad. Vd. ha llegado tarde a la hora de tomar el tren y este ha partido a la hora fijada. Pero no hay más viajes hasta mañana, como ya le he explicado. De todas formas, considerando la situación del día en el que estamos, el departamento de atención al cliente quiere ser especialmente generoso con su persona y le ofrecemos la posibilidad de que pueda pasar la noche en un hotel concertado con Renfe. El coste de la habitación será a cuenta de nuestra compañía. Le cambio también su billete, a fin de que pueda viajar mañana a su casa. El tren saldrá a las diez en punto. Es todo lo que podemos hacer por Vd.”

Mario agradeció efusivamente el esfuerzo que su interlocutor estaba realizando, a fin de aliviar, en lo posible, la desagradable situación en que se hallaba, por mor de una serie de circunstancias. Demasiado bien estaba respondiendo la compañía ferroviaria antes unos hechos derivados, fundamentalmente, de la significación cronológica y por su retraso a la hora de subir al tren. Recogió un documento que le permitía pasar esa noche en un pequeño hostal, ubicado dos manzanas más allá de la gran estación madrileña.  Cariacontecido, abandonó la taquilla y con su trolley y maletín de mano, se desplazó hacia ese el hostal, donde tendría que pasar la Noche de fin de Año. Cuando entró en su aposento, comprobó la frialdad decorativa de aquel desangelado espacio, cuya única ventana daba a un patio interior. Faltaban escasos minutos para las siete y ya la noche se había enseñoreado de un cielo limpio de nubes. La temperatura ambiente en la calle era de tres grados. En su habitación al menos tenía calefacción, lo que haría menos ingrata esa peculiar noche.

Volvió a telefonear una vez más a Marta, explicándole la realidad en que se hallaba. Ese aniversario de compromiso lo iban a pasar separados, y sin confetis, canciones o una mesa bien organizada para una entrañable familia de a tres. La pequeña Sylvia al menos acompañaría la soledad de su mujer que, razonablemente, comprendió el necesario sacrificio laboral de su marido, en un día tan particular.

El hostal no servía comidas esa noche, por lo que Mario salió del edificio buscando un lugar donde poder tomar algo. No era un día apropiado, pues casi todos los establecimientos de restauración en la zona estaban ya cerrados. Tampoco era el caso de desplazarse a largas distancias, para buscar cenas con cotillón. Verdaderamente su ánimo no se hallaba predispuesto para fiestas y jolgorios.

Quiso la fortuna que ya cerca de las ocho, andando por las calles aledañas a la estación, encontrara un espacioso comercio chino abierto. Además de vender productos de bazar, tenía una parte dedicada para productos alimenticios. Compró un par de persimmons, una botella de agua y una lata de cerveza. El comerciante oriental le preparó un bocadillo de queso con sobrasada. Al pagar el importe, el propietario del negocio, mostrando una amplia sonrisa, añadió como regalo dos mantecados navideños. Este iba a ser el ‘suculento’ menú que un esforzado trabajador, vinculado a una afamada inmobiliaria levantina, iba a tener para celebrar la entrada del nuevo año.

Al volver al hostal, de nuevo tuvo que encontrarse con una persona que desde un principio le incomodó. Era el encargado de entregar las llaves y hacer las reservas de habitaciones. Se trataba de un personaje verdaderamente sacado de alguna película del cine negro. Era bajo de cuerpo y mostraba una obesidad mórbida, pues siempre estaba masticando algo en su boca. Su cabeza grandota estaba totalmente rapada, aunque la sombra del pelo mostraba un perímetro que hablaba de su mayoritaria escasez. Ojos pequeños, pero saltones e incisivos. Tenía varios dientes frontales revestidos de color dorado, y la barba crecida de veinticuatro horas. Lo descuidado de su aseo, especialmente las uñas de las manos y los poblados espacios interdentales, daban a la figura de ese gerente un misterioso y siniestro aspecto. Parco en palabras, mostraba una sonrisa entre sádica y burlona. Tras recibir la llave 204, subió andando los tramos de escaleras hasta la segunda planta porque, con el frio que hacía en el exterior, le apetecía hacer ese pequeño ejercicio a fin de coger algo de calor.

La calefacción estaba baja de intensidad, pero al menos atemperaba la temperatura madrileña que ya estaría por debajo de cero grados, a esa hora de las nueve menos cuarto. El panorama para esa noche ‘festiva’ no ofrecía mayores dudas. Tomaría ese suculento menú que había conseguido en el bazar chino, vería algo de televisión e iría pronto a la cama. Las doce uvas y el cava estarían en la Puerta del Sol y en millones de hogares de todo el mundo. Pero Mario carecía en esos momentos del ánimo y la fuerza necesaria para acercarse, dentro de tres horas, al kilómetro cero peninsular. Él no dejaba de pensar en Marta y en su pequeña Sylvia. Lamentaba una y otra vez el retraso de esos diez o quince minutos, provocados por un minucioso y complicado cliente galés, que había firmado al fin la compra de un apartamento en Altea…….. un 31 de diciembre. Desde luego había sido una laboriosa y esforzada venta.   Gajes “traviesos” de la profesión.

Tomó una toalla del lavabo y la colocó sobre la mesita de noche, espacio que iba a servir como bandeja para disponer su cena de Nochevieja. En eso estaba cuando sonó el timbre de la puerta. Mario, un tanto intrigado, abrió la puerta, encontrándose con la oronda figura del conserje o gerente, que con su inquietante sonrisa habitual le decía que, abajo en la entrada, había alguien que preguntaba por él.  Cerró la puerta y ambos bajaron los dos tramos de escaleras. En el pequeño espacio del hall en la entrada, aunque iba sin el uniforme reglamentario, reconoció de inmediato a la persona que le esperaba.

“Buenas noches, Sr. Cerdán. Soy Ramiro, me reconocerá pues hemos estado hablando esta tarde en la taquilla. Le he estado dando vueltas en la cabeza a su situación y he decidido venir a verle. Me hago cargo de lo que supone pasar esta noche aquí, por un desagradable retraso de unos minutos. Vivo con mi madre, una persona ya muy mayor. Tengo alguna familia, pero está repartida en distintos puntos de España. Le ofrezco compartir nuestra cena. Así se sentirá menos solo y juntos elevaremos el ánimo. No hemos hecho un extraordinario, pero la comida será muy grata y en un ambiente acogedor. Pasar aquí la entrada del año…. no resulta plato apetecible. Se preguntará por qu. ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ue hicieramn algo astaredor.  pero la comida serfamilia, pero en distintos puntos de lña Pené hago esto. Básicamente porque, poniéndome en su lugar, me haría feliz que alguna persona tuviese ese detalle o gesto hacia mí”.

Mario nunca olvidaría la bondad de esta noble y generosa persona.-

José L. Casado Toro (viernes, 23 enero, 2015)
Profesor

jueves, 15 de enero de 2015

LA EXTRAÑA IMAGEN DE AQUEL HOMBRE, DE LAS LINEAS Y LETRAS INVERTIDAS.



Tras las vacaciones de Navidad, volví a utilizar los servicios de una biblioteca pública que se halla ubicada muy próxima a mi domicilio. Hacía tiempo que no visitaba ese sosegado y culto lugar, para la práctica del estudio o la lectura. En este atrayente espacio existen, a disposición del usuario, numerosas publicaciones de periódicos y revistas de actualidad; una interesante videoteca para el préstamo domiciliario, además de un importante fondo bibliográfico, con libros de toda naturaleza y especie. No falta tampoco una sala habilitada con ordenadores conectados a Internet. La gratuidad de este buen servicio municipal para la ciudadanía supone un importante incentivo, para todos aquellos que nos animamos a utilizar algunas de sus apetecibles prestaciones.

El perfil de los usuarios de una biblioteca es muy heterogéneo: vemos en sus salas desde jóvenes estudiantes, hasta personas adultas a quienes les gusta la lectura de libros y la prensa diaria o semanal. También acuden a sus dependencias no pocos opositores, que dan muestra de su admirable voluntad de lucha a fin de conseguir la ansiada plaza laboral. Dedican a ello muchas horas del día para preparar esa batería de temas que tendrán que defender ante el tribunal correspondiente a sus respectivas especialidades académicas. En todo el recinto bibliotecario reina la ley del silencio y el respeto hacia aquellos que están estudiando o disfrutando con el valioso placer de los libros. Mi vuelta a este atrayente espacio para el ejercicio intelectual obedecía a que, de forma periódica, me agrada cambiar de escenario en la preparación de mis clases. Así mejoro mi concentración y aprovecho mejor el tiempo. Es cuestión de carácter o necesidad: a muchos les gusta utilizar siempre el mismo lugar de estudio, mientras que a otros les viene mejor ese cambio “escénico” a fin de rentabilizar mejor los minutos dedicados para la lectura.

Rodeado de apuntes, libros, diccionarios de consulta, cuadernos, bolígrafos, rotuladores de diversos colores, descansaba la vista y la mente observando, durante unos minutos, a otras personas que me acompañaban en la espaciosa y funcional sala. En un angular de la misma, próximo a la puerta de entrada, observé la figura de un hombre cuya apariencia mostraba inequívocamente el paso de los años. Era una persona más bien delgada, con la piel intensamente curtida por el sol, tenía el cabello encanecido y parecía mantener la mirada fija en el ventanal por donde penetraba un tenue rayo de sol. Vestía con humildad, incluso con escasa ropa si consideramos el tiempo exterior, que en esas semanas de enero había hecho bajar notablemente las temperaturas. Después de ese saludable descanso mental, continué con mis trabajos y repasos necesarios para el autoaprendizaje.

Cerca ya de las dos en la tarde, hora del cierre al mediodía, comencé a guardar todo el material que tenía encima de la mesa en el interior de mi mochila. Sólo quedábamos él y yo en la sala. Cuando me levanté de la silla, a fin de devolver a su lugar un manual que había tomado de la estantería, tuve que pasar por detrás de ese compañero de estudio. Cuál no sería mi sorpresa al advertir que el libro que tenía ante sí este hombre se encontraba invertido. ¿Cómo iba a poder leer las letras y fotos de un libro puesto al revés?  Realmente era una imagen que no resultaba fácil de explicar, aunque no le quise dar más importancia al hecho. Cuando abandonaba la biblioteca, este señor también lo hizo tras de mí. La señorita encargada del servicio dijo, con potente voz, que había llegado la hora de cierre.

Pasaron un par de días de aquel hecho curioso, cuando volví a la biblioteca. En esta ocasión fue durante el horario de tarde. Dada la hora que era y la proximidad de los exámenes cuatrimestrales, prácticamente todas los asientos se encontraban ocupados. Por suerte, localicé una silla perdida cerca de la estantería dedicada a libros de literatura hispánica. Busqué un hueco en las diversas mesas, pero sin suerte. Sin embargo, ese extraño hombre en el que me fijé el otro día, me hizo una señal con la mano, indicándome que me aproximara. Me ofrecía un pequeño hueco en su mesa, gesto generoso que le agradecí con una sonrisa.

Aunque me hallaba ya enfrascado en el trabajo que tenía que realizar, analizaba a ratos la actitud que mostraba este solidario compañero de mesa. Apenas miraba el libro que tenía delante de su vista. Estaba más atento fijándose en lo que ocurría por el resto de la sala. Mi sorpresa fue mayúscula cuando observé el volumen que mi compañero tenía frente a sí. No me tenía que acercar en demasía para comprobar que, al igual que hacía dos días, el libro permanecía invertido para una lógica lectura. Por supuesto que este supuesto lector no fijaba su vista en esas páginas abiertas del libro ¡Qué actitud más extraña! Parecía distraído observando como trabajaban y leían los demás o, también, siguiendo los desplazamientos hacia las estanterías, repletas de manuales, que realizaban algunos de los lectores. Pasaron casi dos horas y su actitud fue prácticamente la misma. Ni leía ni pasaba las páginas de este curioso libro invertido a su vista.

Faltaban unos pocos minutos para las ocho, hora del cierre y ya sólo estábamos en la mesa él y yo. Pronto llegó la hora de levantarnos a fin de abandonar el edificio. Cuando bajábamos hacia la calle, no pude reprimir el impulso de preguntarle acerca de su extraña actitud.

“Discúlpeme Sr. por la pregunta. Ante todo, agradecerle el buen gesto que ha tenido abriéndome un hueco en su mesa de estudio. En modo alguno pretendo ser impertinente, pero me he fijado en que no lee el libro que ha elegido y tiene al frente. Han pasado casi un par de horas y lo ha mantenido abierto por las mismas páginas. Pero sobre todo es que …… lo ha tenido invertido ante sus ojos. Tal vez peque de curioso, pero es que me extraña esa forma de acudir a una biblioteca”.

Marcelo (nombre que conocí minutos más tarde) pareció no incomodarse ante la pregunta que yo le planteaba. Se mostró dispuesto a responderme. No puso el menor reparo a que ambos compartiéramos una cerveza en un bar cercano.

“Todo es más sencillo y fácil de lo que parece. Te tendría que contar (utilizó el tuteo) un poco de mi vida y no sé si tienes tiempo para escucharme. Tú pones el freno cuando quieras. Habrás supuesto también que soy una persona jubilada. Sólo tengo una pensión asistencial. Toda mi vida la he pasado trabajando en el campo. A veces preparando la tierra, pero en otras y cuidando los animales. He sido pastor de rebaños de cabras. He arado la tierra, de sol a sol. He recogido la aceituna, por toda Andalucía e incluso he ido varias veces a la vendimia, allá a la Francia. He trabajado como una mula y al final ya vez, apenas quinientos y pico de euros con los que me pago una habitación y me dan un plato de comida para el almuerzo. Por la noche me hago un bocata, comprando un bollo en el Mercadona. Algunas veces, sobre todo en los finales de mes, ya no me queda nada y voy a Santo Domingo, donde esa buena gente no me dejan sin comer aunque me sigue dando vergüenza ponerme en la cola. Es que uno es así”.

Fui a la barra y le traje otra cerveza. Esta vez acompañada de un bocadillo de tortilla y jamón cocido. Me miró agradecido, con sus ojos cansados (había cumplido ya los sesenta y siete años, según me confesó) y no puso reparos a mi invitación. Continuó con su historia para responder a mi curiosidad.

“Ahora en invierno lo paso bastante mal. El frío y la lluvia es algo que me supera. Encerrado en mi habitación me aburro y me siento muy solo ¡Qué hija de puta es la soledad! Si me meto en un centro comercial, a las segundas de cambio el guarda de seguridad se fija en mí y me dice ¡puerta! Echándome sin más contemplaciones. Pero un día paseé por delante de la biblioteca y entré. El ambiente era muy tranquilo y, sobre todo, se estaba muy calentito en su interior. Tenían la calor encendida, como hacen todos los días. Por eso cogí un libro y me lo puse encima de la mesa. Así paso las horas, distrayéndome viendo lo que hacen los demás. Se está muy calentito ahCierto legencia ... examenes de un hombre í dentro y, sobre todo, me veo rodeado de personas, que deben ser muy listas y andar muy bien de la cabeza. La inteligencia …. como dicen los que han estudiado. Yo no sé leer ni escribir. Nunca me enseñaron. No fui a la escuela. Me pusieron a cuidar animales desde muy pequeño. Sólo sé hacer un garabato con la firma y poco más. Pero cojo un libro de los estantes para que no me vayan a decir algo y me pongan en la calle. Eso no lo deseo. Durante el verano es diferente. Me voy por la playa y allí me encuentro mejor, pues la temperatura es más agradable. Pienso que aquí en la biblioteca pondrán la refrigeración. Ya lo veremos en el verano. Con los libros, a veces me fijo en las fotos, pero no entiendo lo que dicen tantas letras. Me aburre mirar un papel en el que no comprendo lo que pone. Pues así es mi vida. No es muy alegre ¿verdad? Pero eso es lo que hay”.

Cierto es que me sentí intensamente emocionado al escuchar tan nobles y sinceras  palabras. Le ofrecí mi ayuda, como no podía ser de otra forma. “¿Te parece que los sábados, por la mañana, los dediquemos a trabajar un poquito eso de la lectura? Yo creo que poco a poco podemos avanzar para que tu reconozcas lo que dicen esas letras y palabras. Y cada sábado, cuando terminemos nuestras clases, te invitaré a comer. Verás como cuando pasen los meses ya no estarás en la biblioteca con los libros al revés, sino reconociendo gran parte de aquello que contienen en sus páginas”. Vi a mi interlocutor visiblemente emocionado. Nos despedimos y quedamos en vernos a las 10 de la mañana del próximo sábado, junto a la puerta de la Biblioteca. a fin de comenzar nuestras prácticas lectoras.

Pasaron dos días en los que no pude ir por la biblioteca. Sin embargo, ya en el sábado, no falté a esa primera cita para nuestra clase. Puntualmente, en la hora que habíamos fijado, me encontraba esperando a Marcelo. Me había provisto de unos cuadernos, bolígrafos y stabylos, además de unos diagramas con figuras y palabras, valioso material  veo utos antes de que dieran lñlñas diezdicada a estos aprenbdixzajes. rando a Marcelo, con unos  que tu reconopcaz lo que diceéste que había bajado desde una website en Internet, dedicada al aprendizaje lector. Dos minutos antes de que dieran las diez veo aparecer a un grupo de jóvenes, en edad universitaria. Entre los mismos, reconozco a una persona que muestra un profundo cambio en la apariencia que me era usual. Se trataba de Marcelo. Ahora vestía con abrigo, chaqueta y corbata. Venía profundamente aseado y muy elegante.

La primera impresión que sentí fue de profundo impacto. Me resultaba difícil articular palabra aunque, muy pronto, esta persona “transformada” me sacó del breve estado de shock en que me hallaba. ¿Qué estaba ocurriendo?

Marcelo, en realidad, es un profesor de psicología social en la Universidad. Tras saludarme de manera efusiva, me explicó lo básico para saciar mi lógica sorpresa. Yo había sido uno de los participantes involuntarios en un estudio que ese departamento estaba realizando sobre diversos sectores de la sociedad. Se trataba de medir, muestrear y analizar la actitud de las personas frente a hechos que no son usuales o lógicos en sus vidas. En este caso el profesor actuó con gran convicción ante unos alumnos que estaban (sin yo darme cuenta) muy cerca de mí en la biblioteca. Ahora venía rodeado de esos alumnos, con los que compartía el estudio, para agradecerme, con la comprensión de una sonrisa, mi participación involuntaria en el rol del hombre analfabeto que tan bien supo representar. Con esta singular experiencia, he conocido a un gran investigador pero, al tiempo, a un convincente y magistral actor. –


José L. Casado Toro (viernes, 16 enero, 2015)
Profesor