viernes, 18 de octubre de 2019

ESA LEJANA INFANCIA, QUE NUNCA NOS ABANDONA.


Esta insistente realidad, con la que intentamos recuperar banalmente algunos de los beneficios disfrutados durante la infancia, podemos observarla con manifiesta frecuencia en muchos de las personas con quienes nos relacionamos en el día a día. Se trata de aquellos hombres y mujeres, con cuerpo de adultos pero con la mentalidad y reacciones de los niños, que se comportan como éstos en no pocos de sus actos y respuestas. Y es que, como avanza el título de este relato ¡es tan difícil abandonar el “paraíso” de la infancia!

En alguna ocasión nos sinceramos con reflexiones que reflejan esa añoranza de nuestros tiempos y vivencias pretéritas: “Cuando era niño, los problemas eran para otros, mis padres y los familiares mayores. Yo sólo me preocupaba en jugar y en disfrutar con todo lo que podía. Aquellas dificultades e incómodas experiencias, por graves o nimias que fuesen, eran asumidas por nuestros padres, cuya obligación era, por supuesto, afrontarlas y tratar de resolverlas. De manera inexorable, los años van pasando por nuestras vidas y vemos con irrefrenable nostalgia que aquel niño, cuya mayor o única obligación eran los juegos y sentirse ajeno a los problemas, se va haciendo mayor. Y, a su pesar, se convierte en el protagonista a quien llegan las dificultades y los problemas que, obviamente, ha de esforzarse en superar.”

Es probable que muchos de los que pacientemente estén leyendo estas líneas argumenten que ese supuesto “estado de felicidad e inconsciencia infantil” no es tan universal como a priori pueda parecer, pues hay miles y miles de niños para los cuales su infancia soporta abundantes “nublados” de infelicidad y dolor, debido a múltiples motivos y complejas circunstancias. Por supuesto, esa también triste realidad es cierta, injusta y absurdamente soportada por los que menos o ninguna culpa tienen en su origen, desarrollo y consecuencias. Pero, en general, aquella etapa de nuestros primeros años, a pesar de las carencias y de los  comportamientos de nuestros mayores, se recuerda con gratitud, cariño y una muy indisimulable nostalgia.

No, no suele olvidarse esa etapa vital de cuando éramos niños. Incluso tratamos de asumirla o rememorarle desarrollando comportamientos que práctica y sentimentalmente nos la recuerda. Por ejemplo, en las festividades de Reyes, Navidad, cumpleaños y santorales, vemos a muchos de los adultos, padres consolidados de familia, jugando felizmente con los juguetes de sus hijos, como si la niñez hubiese vuelto milagrosamente a sus vidas. ”Arrebatan o se apropian literalmente”, casi sin darse cuenta, esos juguetes que han recibido sus hijos, ante el asombro sonriente o protestón de los pequeños. Esos mismos papás y mamás disfrutan sorbiendo los helados y “chupando” los caramelos o comiendo los frutos secos, incluso con más intensidad y desparpajo que los pequeños. En muchas de las salas de cines, donde se proyectan cintas de dibujos animados (con añoranza, también asumimos que el mítico y rancio celuloide hoy ya ha desaparecido) muchos de los mayores consumen más “palomitas” y exteriorizan más las emociones ante la trama proyectada en pantalla que sus propios hijos “a los que han llevado al cine”. Los ejemplos y detalles al respecto serían abundantes y variados en su peculiar naturaleza de esta “imposible o medio imposible” vuelta a tiempos lejanos, en la vida de cada cual.

Tanto es así que esos adultos con alma de niños, que “se han tenido que hacer y comportarse como mayores” ya en las décadas más avanzadas de su existencia, durante los años postreros de sus vidas vuelven psicológicamente a su feliz remota infancia, generando unos comportamientos y acciones que bien podrían ser firmadas por aquellos niños que fueron hace cincuenta, sesenta o más años en sus respectivas biografías.  “Se comporta como un niño, a pesar de sus muchos años”.  Es verdad, si nos detenemos a observar las actitudes de muchas personas mayores, destacamos en las mismas respuestas de naturaleza caprichosa, egocéntrica, envidiosa, terca, susceptible, pusilánime, quisquillosa, antojadiza o simplemente “infantil”. A veces no tenemos que mirar hacia los demás, sino propiamente hacia nosotros mismos para detectar, con objetividad y equilibrio, esos comportamientos “inadecuados”, debido a su edad, de quienes neciamente los protagonizan. Aquéllos que lloraban en su infancia, por motivos nimios, ahora ya en la “3 edad” de sus vidas, vuelven a hacerlo, mimetizando esos sentimientos de cuando gemían siendo niños porque algo no salía a tenor de sus gustos, caprichos o preferencias. Volvemos al punto de origen en el recorrido circular e inevitable de nuestras existencias.

Son tres antiguas amigas, llamadas ÁGUEDA, BERTA y TATIANA que ahora, en sus respectivas etapas de jubilación, han recuperado aquella intensa amistad que mantuvieron cuando eran niñas que iban al mismo colegio y jugaban cada una de las tardes en la plazuela del barrio donde vivían, junto a sus padres y hermanos. 

La pequeña historia de cada una de estas tres mujeres, prácticamente coetáneas en su edades, ha sido lógicamente diferente. Pero ya en esta tercera fase de su prolongada existencia se acercan en su identificación, con sus todavía pequeños o grandes achaques físicos, los gratos recuerdos de un pasado fugaz y esa triste coincidencia sentimental por su situación de viudedad familiar.

Águeda siguió la misma estela profesional y vocacional de su padre: la arquitectura, aunque no ha ejercido su titulación en el ámbito privado. En su momento prefirió concurrir a una convocatoria de plazas municipales, en la concejalía de urbanismo de su ciudad, pruebas que superó con la suficiente brillantez. Ha permanecido trabajando como arquitecta municipal 36 años ininterrumpidos, vinculada al macrodepartamento de Obras Públicas y Ordenación del Territorio en el Ayuntamiento de la capital.

El destino laboral de Berta ha sido diferente, aunque también tuvo la fortuna de pasar por las aulas universitarias, precisamente en una época en la que acudir a los campus y clases de la Universidad era una oportunidad menos frecuente de lo que es hoy para la mujer. Con ímprobo esfuerzo económico (sus padres eran unos modestos y honrados trabajadores de panadería) pudo cursar sus estudios de medicina. Siempre guardará un fervoroso agradecimiento al propietario de la tahona, persona que ayudó generosamente a sus padres para que la única hija que pudieron traer a la vida lograra alcanzar la licenciatura de médico pediatra, especialidad que ha ejercido con eficiencia hasta cumplir los setenta años de edad.

La tercera de las amigas tiene por nombre Tatiana. Incluso desde antes de la adolescencia  tenía una muy positiva predisposición al buen trato con los niños. Cursó sus estudio de magisterio en la Escuela Normal de su ciudad, ejerciendo la profesión vocacional de maestra en distintos destinos de la geografía nacional y regional. Esta mujer de carácter dulce y generoso, que tanto amaba la educación y enseñanza a los más pequeños, nunca pudo tener el hijo propio que tanto anhelaba. En aquellas ya lejanas década del siglo XX, el sistema de reproducción asistida estaba en sus orígenes investigativos, no como hoy en que abundan las clínicas preparadas al efecto.

Las tres amigas, ahora en la madurez avanzada de sus vidas, han sabido recuperar la amistad relacional que practicaban cuando jugaban en la plazuela y calles adyacentes de ese barrio entrañable, ubicado en la parte oeste /norte de la ciudad. A consecuencia de esa fructífera proximidad que con inteligencia cultivan, cada tres tardes a la semana comparten varias horas  del amplio tiempo libre del que disponen actualmente en sus sosegadas agendas. A las 18 horas de esas tres tardes, los lunes, miércoles y viernes, se reúnen para pasear, conversar y, por supuesto, también para merendar. Martes y jueves son días que suelen dedicar a sus nietos, en el caso de Berta y Águeda, mientras que Tatiana dedica esas tardes a la acción social de su parroquia. En ocasiones, también aprovechan horas del fin de semana para estar juntas en paseos o en asistencias a eventos culturales.

En general las tres señoras suelen llevarse relativamente bien, existiendo entre ellas una positiva y global armonía, aunque el avance de los años en sus dilatadas biografía hacen que afloren con intermitencia diversos comportamientos desafortunados que enturbian la apertura relacional que saben alcanzar en otros más afortunados momentos. Veamos algunos divertidos y “reflexivos” ejemplos.

Para comenzar, son bastante aficionadas a practicar ese peligroso e inadecuado “cotilleo o critiqueo” sobre la compañera o amiga que en ese instante no está presente en la conversación. Les cuesta trabajo evitar esos enfados nimios y cargados de escenificación “infantil”, por los motivos más banales, aunque después todo suele volver a la calma de las aguas en remanso. El tema de la ropa es otro de las cuestiones que hace sobrevenir rencillas y actitudes envidiosas, como las que adoptan los niños pequeños con las prendas de vestir y calzar, que sus madres y padres les han aplicado. Cuando son conscientes de que una de ellas ha encontrado una oportunidad de saldo en las tiendas de ropa, comienzan los enfados mal disimulados, porque las otras dos han llegado tarde o no han sabido hacerse con la misma oportunidad. Otro ejemplo de esas niñerías aparece cuando van al cine a disfrutar de una película. Las tres quieren el asiento más centralizado y libre que da al pasillo entre las filas de butacas, discutiendo por aquello de que “hoy no te toca a ti. Siempre quieres tener el mejor sitio. Pero hoy no te voy a dejar pasar”. Y qué decir acerca de los gramos y la grasa corporal, con los sofocos y disimulos subsiguientes. La cuestión de sus respectivas apariencias original  “ridículas” rivalidades, más propias de chicas adolescentes y en verdadera “edad de merecer”, expresión muy utilizada en tiempos pretéritos, que de señoras negociando con decoro su saludable ancianidad.

También esas diferencias “seniles” van generándose cuando llega el momento de pagar por las meriendas o alguna comida de las que juntas realizan. “Hoy te toca pagar a ti, que siempre te haces la remolona. Ya te conocemos. Y no sé por qué te enfadas. Todo porque yo he pedido un trozo de tarta de zanahoria y tu has preferido un croissant”. El verano pasado hicieron un pequeño crucero por el mediterráneo en un camarote para tres, pues les salía más económico. Las discusiones y enfados, acerca de quien tenía que ocupar la parte alta de la litera para dormir, daba lugar a cómicas situaciones, especialmente por los peculiares argumentos esgrimidos, acerca de la intensidad acústica de los ronquidos, los movimiento nerviosos en la cama y también … por los fétidos aromas ambientales derivados de organismos estomacales ya no bien controlados. 
 
Sin embargo, a pesar de todos esos roces, discusiones, y egocentrismos infantiles, saben estar cada una de ellas en su puesto de responsabilidad personal, cuando la situación así lo demanda. Hubo un hecho bastante reciente que hizo renacer entre ellas esa vuelta a la infancia, en el ámbito más positivo y bondadoso del hecho.

Una noche de sábado otoñal Tatiana volvía a su domicilio, tras haber estado en una reunión parroquial con fines caritativos. Al llegar al envejecido bloque de pisos donde vivía, ubicado en un barrio hoy muy degradado en su abandono, pero a dos pasos del centro antiguo de la capital, observó varios corrillos de personas delante del mismo. También se hallaban presentes miembros uniformados de la policía nacional y local, además de alguna ambulancia del 061 y dos vehículos del Real Cuerpo de Bomberos y de Protección Civil. Preguntó sobresaltada a algunos conocidos qué estaba ocurriendo, informándole estos convecinos (con lágrimas en los ojos) que hacía unas horas se habían escuchado ruidos extraños en el pequeño bloque de tres plantas, más la basal. Algunos de los nueve vecinos que estaban en sus casas comprobaron con estupor la aparición de una serie de grandes grietas en tabiques y muros de separación de las viviendas. Alertadas de inmediato las fuerzas de seguridad, se presentaron en el inmueble y realizaron una exploración visual de urgencia. A los pocos minutos se habían presentado en el lugar técnicos de los servicios municipales de urbanismo y de los bomberos. Las primeras impresiones habían sido desgraciadamente pesimistas. Coincidían en que el inmueble se hallaba en inminente estado de ruina. Probablemente, algunas capas freáticas que circulaban bajo el subsuelo de la zona y los no muy contundentes materiales que conformaban la antigua edificación estaban cediendo, fallando la sustentación del rancio y entrañable bloque de vecinos, todos ellos personas de avanzada edad. 

En opinión de los técnicos municipales, el riesgo de derrumbe de todo el inmueble, bloque exento pues sus laterales daban a dos estrechos pasajes o callejones, era fundado y desgraciadamente previsible. De las nueve familias que lo habitaban, seis habían sido ya desalojadas. Otra familia estaba de viaje. Las dos restantes (una de ellas era la propia maestra jubilada)  habían vuelto a casa, encontrándose con la tan desagradable e inesperada situación. Pasaban unos minutos de las 22 horas y Tatiana estaba literalmente en la calle, con su bolso y la ropa ya de abrigo sobre su cuerpo, pues hacía un par de días que el tiempo cálido había sido sustituido por una apreciable bajada de la temperatura. No se les autorizaba el acceso a los domicilios, por su propia seguridad personal. Por lo tanto no podía subir a su 3º A (para recoger lo imprescindible) lugar en donde había nacido y vivido junto a sus padres y posteriormente con su fallecido marido, Adriano, que había fallecido hacía un lustro. Los Servicios Sociales del Ayuntamiento habilitaron rápidamente contratos en un hostal relativamente cercano a la zona del inmueble siniestrado, para que los vecinos que así lo deseasen pudieran pasar, en principio, las siete próximas noches.

En estas circunstancias de  crisis y desconcierto, Tatiana realizó sendas llamadas telefónicas a sus dos íntimas amigas, es un estado de crisis nerviosa y sumida en un “mar de lágrimas”. Con la mayor fortuna, tanto Berta como Águeda supieron estar a la altura de las penosas circunstancias que incidían en su desafortunada amiga y no la dejaron abandonada, en la crítica situación que tan sorprendente se había visto sumida.

Ha pasado ya casi un mes y medio de esa noche luctuosa en la vida de Tatiana. Águeda y Berta habilitaron de inmediato sendas habitaciones en sus respectivas viviendas, para que cada quince días Tatiana conviviera con una de sus dos amigas. La maestra jubilada se siente acogida y apoyada en todo lo necesario, para esta fase de imperiosa necesidad en su vida. El viejo inmueble ya ha sido derribado por los servicios operativos del Ayuntamiento, a fin de evitar riesgos personales por el estado precario en que se encontraba su debilitada estructura constructiva. De los nueve propietarios e inquilinos, más el comerciante de una carnicería en la planta baja, seis tenían firmado diversos seguros multirriesgos del hogar. Pero el proceso de compensación económica es lento, pues aún están en la fase de peritos y responsables técnicos de las empresas aseguradoras. El caso es que la póliza suscrita por los padres de Fernanda no estaba suficiente valorada (o bien contratada) por lo que respecta a los daños al continente y al contenido del inmueble. En consecuencia la indemnización para la antigua maestra no va a ser especialmente elevada. Eso sí, con los ahorros bancarios de que dispone y con la previsible compensación que habrá de recibir de la compañía aseguradora, está buscando un pequeño apartamento, incluso de segunda mano, que no esté excesivamente alejado de la zona en la que siempre ha residido.

“Os agradezco en el alma la inmensa generosidad que habéis tenido con mi persona. Me habéis abierto vuestras casas, a fin de ofrecerme compartir todo lo que tenéis. Estoy emocionada y profundamente agradecida. Pero llevo conviviendo con vosotras casi mes y medio y como bien conocéis, estoy en negociación con una inmobiliaria para la adquisición de un pequeño apartamento que, para una sola persona sola como yo, es más que suficiente. Repito que vuestra generosidad ha quedado bien demostrada, pero debo dar este paso, pues ambas tenéis derecho a vuestra privacidad e intimidad. Difícilmente tengo palabras para expresar el agradecimiento que me embarga ante vuestro buen corazón”.

Fue Águeda la que primero respondió a la intención de su amiga de buscar un alquiler, hasta el momento de que pudiera disponer de ese nuevo apartamento, con las reformas imprescindibles que habría que aportarle.

“Querida Tatia. Hay detalles y respuestas que no se olvidan, pese al paso de los años. Cuando éramos niñas nos enfadábamos neciamente por chiquilladas y tonterías. Cosas de la niñez. Pero hubo momentos en que la amistad florecía entre nosotras, con todo su admirable esplendor. Recuerdo que una vez, cuando tenía 13 años, sufrí una grave varicela, ciertamente bastante agresiva. Me vi obligada a quedarme encerrada en casa, por ineludible prescripción médica casi un mes completo (tuve alguna recaída). Además, con esa edad, no podía soportar que las demás amigas y amigos me vieran el rostro, los brazos y resto del cuerpo, con tantas cicatrices y “pupas” desagradables. Fue una experiencia muy dura, sólo endulzada y aliviada por un ángel que todas las tardes, después del cole, venía a mi casa, para hacerme compañía y jugar en lo posible. Me traías tebeos, libros, y algunas que otras chuches. Así se comportó mi buena amiga Tatia, que aun habiendo ya pasado la varicela, no le importaba estar conmigo a pesar de la penosa imagen que ofrecía mi cuerpo. Esos detalles, en una niña de doce años, nunca se olvidan, para saber agradecerlos”.

En cuanto a Berta, también tenía un precioso recuerdo que narrar.

“Tati, tu hiciste la primera comunión un año antes que yo, lo recordarás. Tus padres afrontaron un gran esfuerzo para comprarte un maravilloso traje, con el que ese feliz día parecías una princesa con rostro de ángel. He de confesarte que al verte tan linda, no podía reprimir mi envidia de niña. Cuando al año siguiente me correspondió hacer la primera comunión, yo quería un traje igual o parecido al que tu luciste un año antes. Pero mis padres no estaban pasando por un buen momento en aquella época, pues el obrador en el que estaban trabajando tuvo que cerrar por dificultades económicas. Ello nos afectaba, pues con dos varones y una hembra y sin trabajo, lo prioritario era el alimento y la ropa imprescindible, aparta de pagar el alquiler de la casa. No podían hacer grandes dispendios para ese día de la comunión de su hija. Tú hablaste con tu madre, para que se pusiera en contacto con la mía. Así que gracias a ti pude lucir, con algunos "arreglillos", aquel precioso traje, que generosamente tu madre nos cedió. Aquel día de mi Primera Comunión , con el traje de “princesa” que me había prestado mi amiguita, fue un día inmensamente feliz, para una niña de tan solo 10 años de edad. ¿Recuerdas cómo nos pusimos el estómago, tomando hasta tres tazas de chocolate con las pastas y los sabrosos churros? Tuvimos que estar a dieta algunos días, hasta que superamos el atracón. Aquel bonito gesto que me regalaste, nunca lo he olvidado”.

Son tres mujeres adultas, muy veteranas en la edad y en la intensa amistad que las vincula. A veces se comportan como niñas “traviesas” en sus nimiedades y rencillas. Pero también saben volver a esa infancia generosa, cuando el cariño y la necesidad les exige dar lo mejor, en los valores atesorados en sus respectivos corazones. También en ellas florece esa lejana y “cercana” infancia que, con fortuna, nunca nos abandona.-  



ESA LEJANA INFANCIA,
QUE NUNCA NOS ABANDONA


José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
18 Octubre 2019


viernes, 11 de octubre de 2019

CIELOS DE TORMENTA, EN LA CASTILLA PROFUNDA.


Un joven malagueño licenciado en medicina se está preparando con tenacidad en el estudio, pues quiere presentarse a las exigentes pruebas del M.I.R (médico interno residente) que se desarrollarán en el transcurso del año próximo. Desde hace ya tres meses, viene asistiendo diariamente a las clases teórico-prácticas que dirige un afamado “preparador de oposiciones” en la ciudad asturiana de Oviedo. Dicho especialista, a pesar del elevado coste mensual que supone el intenso entrenamiento que realiza, está avalado por los excelentes resultados que obtienen sus alumnos (hasta un 82 % de aprobados, en la última convocatoria) esfuerzo económico al que hay que unir la propia estancia en una pensión y el mantenimiento alimenticio en una localidad bien alejada de la capital malacitana.

Eran ya inminentes las fechas navideñas, por lo que Ramio Lence Marial decidió volver a su ciudad natal, a fin de celebrar junto a su familia estos entrañables eventos de Pascua. A tal fin preparó su “sufrido” utilitario, un modesto coche Citröen 2 CV de segunda mano, que pudo comprarse con gran esfuerzo para su disponibilidad económica. Se trataba de un vehículo muy bien cuidado y con excelentes servicios en el kilometraje recorrido, durante los 16 años de rodadura que ya acumulaba en su prolongado historial. Aquellos años 70, de la centuria pasada, eran tiempos en que los aparatos GPS apenas estaban comenzando en su difusión, por lo que los conductores tenían que utilizar necesariamente para su desplazamiento los mapas de carreteras, junto a la señalización física vertical  que visualmente podían controlar en las arterias para el tráfico viario. Así lo hizo este joven opositor, partiendo muy de mañana desde el domicilio de la pensión en que residía (habitación con derecho a cocina y aseos) ubicado en la calle de las Tenderinas, con dirección sur peninsular, a la añorada casa de sus padres.

Después de “devorar” muchos kilómetros, durante la mañana del 21 de diciembre, Ramio llegó un tanto cansado a Palencia. Allí hizo un frugal almuerzo en un vetusto, pero no excesivamente caro, restaurante de carretera, reposando después un buen rato durante la sobremesa a fin de no dormirse peligrosamente con las manos al volante. El cielo estaba en su totalidad “encapotado” al norte del territorio español, aunque todavía sus limpiaparabrisas no habían tenido de arrastrar gota alguna de agua sobre el cristal delantero de su coche. Se detuvo unos minutos para echar gasolina, hasta llenar el limitado depósito del utilitario en una estación de servicio de la Campsa. El operario que dispensó el combustible le advirtió que sopesara la posibilidad de no continuar el viaje, pues el servicio meteorológico estaba anunciando una tromba de tormenta y lluvia para el resto de la jornada. Aunque agradeció el buen consejo que le estaban dando, prefirió continuar su camino. El cielo estaba bastante plomizo y oscurecido, aunque todavía no había llovido ni se escuchaban tormentas o aparato eléctrico a una media distancia. Eso sí, había una “calma tensa” en la atmósfera, situación  que suele anteceder a la descarga de intensos aguaceros, con mayor o menor intensidad en el aparato eléctrico subsiguiente. 

No habían transcurrido más de 15 minutos, desde su paso por la gasolinera palentina, cuando desde ese cielo cada vez más ennegrecido comenzó a descargar el previsto y denso aguacero. La tormenta fue aumentando en intensidad y riesgo de manera acelerada, debido a esas inquietantes chispas eléctricas que tronaban y que dejaban el firmamento cromatizado de color blanco por los espectaculares resplandores de rayos y relámpagos. Era de tal calibre la “nube o manta de agua” que caía por la zona, que apenas se podía ver casi nada a unos metros de distancia.  Paradójicamente el continuo relampaguear del cielo “ayudaba” a visionar algo de las líneas blancas trazadas sobre el asfalto de la carretera provincial, por la que circulaba nuestro aguerrido conductor. El voluntarioso utilitario de Ramio no se cruzaba con otros coches, circulando por una carreterita cada vez más estrecha y sinuosa, probablemente porque en algún momento Ramio había tomado alguna dirección errada y la grave inestabilidad de la tarde había aconsejado desistir de la circulación a otros más prudentes conductores.

Ese “diluvio” de agua y granizos que estaba cayendo y el progresivo oscurecer a poco más de las seis de la tarde, hacía verdaderamente inviable distinguir con un mínimo de seguridad la dirección correcta a tomar. Especialmente en los cruces o bifurcaciones de caminos, cuya señalización era además muy deficiente por estas pequeñas y vacías carreteritas locales de la “Castilla profunda” abiertas a la imaginación de los misterios y los porqués.

Era natural que Ramio sintiera una mezcla de preocupación, dudas e incluso miedo, ante la experiencia que estaba protagonizando. Su primer objetivo, en estos no fáciles momentos, era llegar a algún núcleo poblacional o vivienda diseminada, en donde dejar pasar la tormenta y descansar durante la inminente noche, hasta que en la mañana siguiente pudiera reemprender el camino (siempre que el estado del tiempo mejorase). En esas peligrosas circunstancias la seguridad personal era perentoria, pues el modesto 2CV hacía lo que podía pero desde luego no era el vehículo más idóneo para realizar un desplazamiento con el complicado estado que ofrecía la atmósfera. El techo de su Citröen beige era una muy gastada capota de lona plastificada que por algunas rendijas dejaba pasar gruesos goterones que añadían más frío, humedad y suspense al “peligroso” viaje de vuelta a casa.

Ya sobre las 20 horas la plomiza y tormentosa oscuridad se había enseñoreado totalmente del paisaje, haciendo muy patético el avance del “bien intencionado” pero “débil” vehículo utilizado para el trayecto. Miraba y buscaba, pero no encontraba, núcleo habitado alguno donde poder detenerse y cobijarse. Sólo arbolado, grandes masas vegetales y algunas pequeñas colinas eran semivisibles y eso gracias a los dos faros delanteros del coche que aportaban algo de luz a la pantalla vegetal circundante. El “telón hídrico” por supuesto provocaba una peculiar percusión sobre la capota y el capot delantero del utilitario. Pensaba su ansiado conductor que la humedad relativa exterior no se alejara﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ 40 kms por hora.  de "crucero" que no superarconductor que la humedad relativa exterior no se alejars del coche que aía en mucho del 100% mientras avanzaba a una velocidad de "crucero" que no superaría los 30 o 40 km. por hora.

Al salir de una curva bastante cerrada, las ruedas derraparon por el barro acumulado en la zona y el agua-planing que se había formado sobre un firme muy deteriorado. Cada vez estaba más convencido de que se había equivocado de camino, pues la carreterita por la que con dificultad circulaba (a tenor de su cada vez más reducida anchura) se había convertido en un camino o vía local. Sin embargo esa parada o frenada tuvo sus frutos, pues permitió que Ramio avistara a lo lejos algo de luz. Sin dudarlo un momento se dirigió con la mayor presteza que podía hacia ese foco “mortecinamente” luminoso, con el ansiado ánimo de encontrar alguna vivienda habitada en donde poder detenerse, pues las condiciones de marcha eran, de forma evidente, peligrosamente arriesgadas. Tomando una línea vertical hacia la zona desde donde provenía esa pálida luz, tardó unos 10-12 minutos en acercarse a la misma circulando por un suelo enfangado y horadado de baches.

La luz “somnolienta” provenía de un farol colgado encima de la puerta de un gran caserón, construido en madera y piedra, que sobre la planta basal sumaba otra, cubierta por una enlazado de tejas a dos aguas que dejaba bajo la zona más triangular de la techumbre una buhardilla, todo ello en función de las ventanas que aparecían en la muy descuidada fachada. Tras detener la conducción, Ramio dio una rápida carrera hasta llegar al zaguán de la entrada, porque la lluvia seguía cayendo con intensidad y en esos escasos segundos no pudo evitar de empapar su cuerpo y abrigo. Golpeó con los nudillos de la mano sobre la recia puerta de madera, pero nadie respondía.  Al fin escuchó algún movimiento desde el interior, lentas pisadas que se aproximaban a la puerta. Una vez abierta, ante él apareció un hombre de robusta fortaleza, que rondaría el medio siglo de vida. Su denso cabello (le cubría incluso parte de la frente) era de color negro, al igual que el iris de sus ojos resguardados por dos poderosas cejas, nariz algo aguileña y un muy descuidado bigote. Dos grandes orejas completaban la arquitectura facial. A esas avanzadas horas del día, su rostro mostraba una incipiente barba, como de no haberse rasurado la cara en el espacio de un día o más.

“Buenas noches. Mi nombre es Ramio y le ruego me perdone por molestarle en estas horas de descanso. Sé que por estas tierras castellanas, los vecinos suelen irse pronto a la cama. Llevo conduciendo ya varias horas, dirigiéndome hacia el sur, exactamente a Málaga, en donde viven mis padres. Pero me temo que he perdido la ruta, con estas extremas condiciones atmosféricas que estamos soportando. Ir por la carretera, con lo que está cayendo, es verdaderamente peligroso y asusta. Le confieso que no sé exactamente donde me hallo. No me atrevo a seguir al volante, pues se me ha echado la noche encima y la tormenta arrecia. Si me permitiera descansar aquí algunas horas, se lo agradecería en el alma. Por supuesto, me indica lo que tengo que pagarle por esta hospitalidad. O en todo caso, le rogaría me indicara por favor si por aquí cerca hay algún hostal o motel en donde me pueda resguardar”.

El fornido propietario del caserón, parecía ser un agricultor, leñador o criador de animales. Tras un rictus de duda inicial, hizo una señal al joven para que entrara en la vivienda. Desde luego era persona de no muy abundantes palabras, de arraigada austeridad comunicativa y que en ocasiones utilizaba la mímica de sus manos.

“Joven, en varios km. a la redonda no vas a encontrar vivienda alguna. Has tenido mucha suerte. Moverse con ese “buen trasto” en medio de la tormenta supone jugarse el pellejo. La carretera comarcal está a una hora de carro. Bueno, no te vamos a dejar en la estacada, aunque estábamos acostados desde hacía un rato. Tendrás hambre y estás empapado. Mi mujer Alfonsa te calentará unas gachas que sobraron anoche. No te faltará una hogaza de pan con cecina de vaca. Y un buen vaso de vino te quitará ese frio que te está haciendo temblar el esqueleto. Acércate al fuego, que aún quedan rescoldos para templar la casa. Pondré algún leño más”.

Clamio mostraba ser buena gente, con la austeridad propia del castellano, pero ofreciendo una generosa hospitalidad al inesperado viajero que había llamado a su puerta. A los pocos segundos entró su mujer en la gran habitación de la chimenea, acomodándose la toquilla gris perla que llevaba sobre los hombros, acompañada de una chica joven, que no llegaría a los treinta años y que tenía por nombre Lena. Sin duda era la hija del matrimonio. Era también morena, pero con los ojos celestes. Ramio se fijó de inmediato en las manos tan desarrolladas y mal cuidadas de esta chica. Dedujo que estaría habituada a desarrollar un exigente trabajo agropecuario, desde su adolescencia o incluso desde la niñez. Mientras Alfonsa le calentaba algo de alimento, Lena ponía un tapete sobre la mesa, sin quitarle los ojos de encima a ese apuesto y mojado muchacho que había llegado a su casa. Parecía que esta familia de campesinos estaba compuesta por tres personas, pero había un cuarto miembro. Era un niño pequeño, que aún no llegaría a los cinco o seis años de edad y que se ocultaba con cara asustada tras los barrotes de la escalera que subía al piso de los dormitorios. Cuando al fin superó su vergüenza inicial y entró en el salón juntando su mano a la de su madre Lena, Clamio lo presentó como Defín, su único nieto.

Pasaban algunos minutos de las 22 horas cuando el opositor Ramio, una vez que templó su cuerpo y secó junto al fuego del hogar las prendas mojadas que llevaba, comenzó a dar buena cuenta de las gachas y otros alimentos que le había servido Alfonsa, ante la mirada seria pero tranquila de Clamio, que había encendido su pipa de tabaco y pacientemente “disfrutaba” de la misma. Lena había vuelto a acostar al pequeño Delfín y se sentó junto a los leños ardientes, observando todos los movimientos que hacía el hambriento invitado. Un vaso de leche caliente fue el postre que puso colofón a una estupenda cena, en palabras agradecidas del satisfecho comensal. De inmediato, Alfonsa dispuso unas mantas y cojines, habilitando un destartalado sofá como lecho, en el que iba a pasar la noche un cada vez más cansado Ramio. En pocos minutos, el matrimonio y su hija dieron las buenas noches y el joven, cada vez más adormilado por la cena y el calor de los leños, alcanzó ese sueño reparador que tanto necesitaba.

No sabría concretar la hora de la madrugada en que se despertó sobresaltado. Dudaba, totalmente somnoliento si era un sueño o realidad. Lo cierto es que una mano le había movido su hombro, rompiendo la continuidad onírica de su descanso. Fuera del caserón continuaba el tronar y los juegos de luces de una noche tempestuosa, pero al lado de su improvisado camastro estaba la figura de Lena, sentada en un taburete y abrigada con una bata de franela a cuadros. Quien le había despertado, moviéndole su hombro, ahora le hacía una señal, llevándose el dedo índice a su boca para pedirle que no hablara en voz alta y despertara a los otros miembros de la familia.

“¿Ocurre algo, Lena? Me has despertado en pleno sueño. Debes de tener una motivación importante para hacerlo ¿Qué es lo que me quieres decir, chiquilla?”

En voz baja y recuperándose del susto inicial, Ramio trataba de razonar qué estaba haciendo junto a él aquella joven, para despertarle a las 4:25 de la madrugada (ahora ya había mirado su reloj de pulsera, a fin de concretar la hora que marcaba). Los leños aún estaban incandescentes y ello le permitía ver los cambios de rostro que hacía Lena, en los que mezclaba las sonrisas con los rictus de seriedad y un perceptible temor. Al fin y en voz baja, para evitar despertar a sus familiares que estarían sumidos en un profundo sueño, se atrevió a explicar el motivo de su extraña o insólita actitud.

“Sr. Ramiro, por estos parajes no pasa casi nadie. Vivimos como aislados, en medio de esta zona boscosa. Nos autoabastecemos con lo que podemos criar y plantar. Yo quiero salir de esta forma de prisión, a que nos tiene sometidos Clamio. Necesito huir de aquí, llevándome a mi hijo. Antes de que amanezca y se despierten, podemos alejarnos en tu coche. Yo te enseñaría caminos para poder llegar pronto a la carretera. Una vez a salvos, mi padre no nos perseguirá, pues él bien sabe que tengo pruebas de su acción continuamente vergonzosa sobre mi persona. Es un depravado. Eso no se le hace a una hija. Delfín es mi hijo y quiero alejarlo de una malvada persona que no es su abuelo, sino su padre”.

En ese preciso momento rompió a llorar, poniendo su descuidada cabeza entre sus rudas y grandes manos.

Profundamente confundido en un mar de desconcierto, por todas las revelaciones que le estaba transmitiendo la desgraciada muchacha, Ramio trató de poner un poco en orden sus ideas.

“Lena, aunque eres mayor de edad, por lo que me estás contando, cuya gravedad es indudable, no me atrevo a pensar cuál sería la reacción de tu padre si decidieras venirte conmigo y huir de esta prisión a la que me dices te tiene sometida. La prudencia aconseja que cuando amanezca, confiemos en que el tiempo ya haya mejorado, prosiga yo mi camino y en el primer pueblo o localidad que encuentre, ponga en conocimiento de la Guardia Civil la dura confidencia que acabas de hacerme y tu firme propósito de alejarte con tu hijo de la persona que te esclaviza y ensucia de una forma tan repugnante tu intimidad. Le daré a la guardia civil todos los datos que poseo y ellos actuarán en consecuencia. No debes tener miedo en declarar contra el hombre, por muy padre que sea, que se comporta de una forma tan deleznable e incestuosa contra su propia hija de sangre”.  

Ya en la mañana siguiente el cielo, aún densamente nublado, había frenado la lluvia y el aparato eléctrico que le acompañaba la tempestuosa tarde-noche anterior. Aunque no tenía mucho apetito, Ramio aceptó tomar como desayuno un vaso de leche y una loncha de pan con aceite que le ofreció Alfonsa. Repasó a su 2CV comprobó que no tenía daños importantes. Entonces se despidió del matrimonio, agradeciendo la hospitalidad recibida, poniendo en las manos de Clamio una pequeña compensación económica que éste no rehusó. Ni Lena ni Delfín estuvieron presentes en su “fría” despedida de unos seres tan extraños y misteriosos en su aislamiento.

Tras conducir durante casi cincuenta minutos, por una abigarrada zona de árboles que le había señalado el propietario del caserón, accedió al fin a la carretera nacional, por la que siguió su camino hacia el sur. Pocos minutos más tarde, atravesaba la vía principal de un pueblo calle denominado Gamonal de la Yegua. En una placita, para su suerte, vio un puesto de la Benemérita, en donde explicó a un miembro con uniforme de la misma la experiencia que había tenido durante la noche anterior. El cabo de la guardia civil, llamado Pitán, tomó todos los datos que le transmitía el joven licenciado en medicina, detalles necesarias para la mejor localización e investigación de ese caserón perdido y aislado en la Castilla profunda. Firmó la denuncia o declaración que había realizado y prosiguió su azaroso desplazamiento. Precisamente ese día era 22 de diciembre, sábado: la fecha del sorteo de la lotería anual de Navidad. ¿Habría en el futuro un poco de suerte, en el sorteo de la vida, para la tan desgraciada Lena?





CIELOS DE TORMENTA,
EN LA CASTILLA PROFUNDA



José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
11 Octubre 2019