viernes, 1 de marzo de 2024

REENCUENTRO CON LA NOSTALGIA

Recuperar el tiempo pasado es una tarea inútil, absurda o de resultados irreales. Ese tiempo pretérito ya no existe, en modo alguno puede volver, por el avance inexorable del minutero. Aquello de nosotros que más duele su pérdida es, obviamente, la juventud. Por supuesto, física, pero también anímica. Podemos mantener algunos hábitos y formas de vida, pero la realidad física “castiga", con impasible severidad, nuestros cuerpos y capacidades. En este lúcido contexto se acomoda parte de nuestra historia.

CLAUDIO Altea Milar, 66, “disfruta” la etapa de su jubilación, tras haber ejercido como profesor de Secundaria, durante treinta y cinco cursos, en diversos centros pertenecientes a la administración educativa. Permanece casado con CLAMIA Ventura Almeida, 63, también jubilada, que ejerció como profesional de la recuperación estética en un centro de belleza de la capital malacitana. Tienen dos hijos, RUBEN y MARIAN, ambos ya emancipados con parejas estables. La relación entre los dos cónyuges es “sosegada”, pero un tanto cansina, rutinaria, aburrida. La calificación más oportuna para esa relación matrimonial sería la de “sobrellevada”, por el paso de los muchos años de convivencia.

Este antiguo profesor, en su nueva vida de amplio horario libre, suele desarrollar su entretenimiento haciendo algo de ejercicio, asistiendo a las salas cinematográficas, disfrutando también con la lectura y ayudando en casa, en lo que puede y sabe. Una vez al mes se reúne con entrañables compañeros de la docencia, para compartir ese almuerzo de “hermandad”, casi siempre en el restaurante La Jábega, ubicado en el centro de la ciudad, en la conocida calle Strachan. Ese punto de encuentro es cómodo para los amigos comensales, por la facilidad de desplazamiento al mismo. Además de degustar algún suculento menú, los antiguos compas entablan densas tertulias, sobre todo tipo de temas, chismes y rumores, aunque siempre dejan esos minutos terapéuticos para hablar y explicar, con todo detalle en la narrativa, sus dolencias, sus achaques y demás grietas en el “fuselaje”, sin olvidar esas “numerosas” pruebas radiológicas que van sumando a su historial de “personas mayores”. En definitiva, todo tan normal, tan apacible y tan rutinariamente aburrido, en esta fase avanzada de sus prolongadas existencias.

Una noche de sábado, Claudio se había quedado “navegando virtualmente” al timón de su querido MAC de sobremesa, mientras Clamia ya dormía, a tenor de los acústicos y rítmicos ronquidos que llegaban desde la cercana alcoba matrimonial. Se estaba “bajando” una interesante película, que aún permanecía en cartel y que le había recomendado Fausto, el vecino del 4º, con la garantía de que no era violenta, ni física ni mentalmente, y tampoco potenciaba el masoquismo de las crudas enfermedades. Entonces sonó una señal, aplicación que le indicaba la entrada de un nuevo correo en su ordenador. Pasaban veinticinco minutos de la medianoche. Para su extrañeza, al abrir su buzón, comprobó con satisfacción que ¡no era un correo publicitario! de los que se escapan de las redes del spam. Era de tipo personal y lo remitía alguien cuyo nombre era CECILIA. El título del mensaje lo componía una sola palabra: Reencuentro.

Claudio tenía por costumbre, en los últimos tiempos, no abrir e-mails de origen desconocido, pues es su mayoría eran aburridas ofertas publicitarias, que en principio parecían atrayentes, pero casi siempre resultaban “engañosas” según su experiencia. Aún así, repasó mentalmente, pero no caía en personas “inmediatas” con ese nombre. Por esos porqués de difícil respuesta, se animó a la apertura del mensaje.  

“Buenas noches, querido e inolvidable Claudio. Tal vez ya no te acuerdes de mí, es natural. Fuimos compañeros de facultad, en Granada, hace más de cuarenta años. Tuvimos una gran amistad, plena de afecto y cariño (no creo equivocarme). Incluso nuestra relación íntima podría considerarse como una forma de noviazgo, aunque uno y otro evitamos utilizar ese concepto. Finalizaste la carrera un año antes que yo. En el verano de tu graduación, te escribí una escueta carta en la que te pedía que nuestra relación afectiva debía finalizar. No te ofrecí más razones, acerca de mis motivos. Fuiste muy elegante, todo un señor, aceptando mi “extraña” decisión. Entiendo que eran también meses muy difíciles o complicados, porque estabas entregado en la búsqueda de una salida profesional. Lo cierto es que desde entonces no hemos tenido contacto alguno. He localizado en Internet tu correo electrónico. En las redes, hoy casi todo es posible. Por eso me he animado a escribirte. Me agradaría saber algo de ti. Si alguna vez tiene un ratito, me haría feliz recibir algunas letras por tu parte. En todo caso, cuídate, en la circunstancia y lugar en donde estés. Te deseo lo mejor. Mis mejores recuerdos son para tu persona. Un beso. Cecilia”.

Al veterano profesor jubilado le dio un vuelco el corazón. De inmediato se le hicieron presentes muchos recuerdos, de esa persona que, por supuesto conocía y que estuvo tan cercano a él hacía más de cuatro décadas. ¡Cómo no había caído antes en reconocer el nombre de Cecilia! Apagó el ordenador y fue a la cocina para hacerse un aromático café. Sentado en un cómodo sillón de su sala de estar, con sólo la luz lunar que entraba por la cristalera, fue sorbiendo lentamente la sabrosa infusión, recomponiendo mentalmente unos años muy importantes de su lejana juventud. Ante todo, se preguntaba de ¿por qué ahora, aquella importante y muy querida compañera, había decidido contactar con él, haciendo renacer muy sensibles e importantes vivencias?

Efectivamente, Cecilia Avilés había sido una entrañable y querida compañera, en la facultad de Filosofía y Letras, cuando ambos cursaban la licenciatura de GH. Ella lo hacía en un curso menor que el suyo. Si en la actualidad él sumaba los 66, Cecilia tendría ahora 65 o tal vez uno menos. Se conocieron o entablaron amistad una tarde, por cierto, bastante fría y lluviosa, en la biblioteca de la facultad de “Puentezuelas”. Había olvidado los bolígrafos para tomar apuntes de un libro que consultaba, por lo que pidió a su compañera de asiento si podía prestarle algo para escribir. Era Cecilia. A partir de este simple y natural gesto, fueron intimando en sucesivos encuentros vespertinos para el estudio. Durante los pequeños descansos que hacían en el estudio (poco a poco, esos intervalos se hicieron más largos), compartían el café de la media tarde, con algo de merienda, en el bar de facultad que dirigía, Juan “el brujo”, apelativo en modo alguno ofensivo, sino cariñoso o divertido, local situado junto al salón de estudio o “ligoteca”.

Esas gratas conversaciones entre los dos alumnos fueron casi habituales de lunes a viernes, ya que ambos tenían las clases en horario matinal. También aprovechaban los sábados por la tarde, para quedar citados en esa Plaza de la Trinidad que les venía muy bien para “quedar”. Comenzaron a salir como amigos, cada vez más próximos en la intimidad y en el afecto. Aficionados al cine, no se perdían la sesión de las siete para acudir al cine Príncipe, en donde proyectaban densas y reflexivas películas de ”Arte y Ensayo”, generalmente cine alternativo y normalmente rodado en las maravillosas tonalidades del blanco y negro. Cuando la sesión finalizaba, disfrutaban, con buen apetito, de la muy “sociológica” ruta de las tapas. No pasaban de la “tercera”, porque la cerveza o el tinto ya se hacía notar y podía nublar la visión, a pesar de las suculentas tapas que acompañaban a los vasos. Les gustaban mucho las de carne con tomate, las de morcilla alpujarreña bien frita, las sabrosas ensaladillas y las papas a lo pobre o las papas bravas ¡Cómo picaban estas papas aliñadas, en el tugurio de Venancio el motrileño! Le gustaba ir cogidos de la mano subiendo las empedradas calles del Albaycin, sentirse juntos en los atardeceres de San Nicolás o en el Campo de los Mártires, con el embriagador aroma nazarí que tan bien está repartido por todos esos rincones llenos de poesía, flores y romanticismo, de esta ciudad singular, mágica y soñadora. Hacían también divertidas excursiones, especialmente a la Sierra, gozando de ese romántico tranvía que a poco iba a dejar de funcionar.

Ella, como granadina, vivía en casa de sus padres. Claudio, malagueño, residía durante el curso en un Colegio Mayor Universitario. Durante las vacaciones, intercambiaban cartas manuscritas, recuerdos y alguna que otra llamada telefónica, gestos que mantenían la unión entre dos jóvenes que se necesitaban, comprendían e ilusionaban con esa cariñosa amistad que tan bien los unía. Desde luego, si lo de ellos era un lógico noviazgo entre dos personas que tan bien se llevaban, uno y otro evitaban el comportamiento “acaramelado” que ridiculizaban viéndolo en el quehacer de otras parejas. Lo importante era estar juntos, pensar y estudiar juntos y disfrutar la ilusión también juntos.

Pero de manera harto extraña, en los últimos meses de carrera para Claudio, algo difícil de explicar ocurrió. Durante mayo/junio percibió en Cecilia un cambio en su carácter o trato, difícil de explicar o entender. Veía como si la relación se fuera “enfriando”, sin que hubiese motivo o razón justificada para ello. En todo caso, él lo achacó al estrés y a los nervios por la llegada de los exámenes de final de curso. Ante el final de su carrera, fue pensando para el futuro en preparar oposiciones a profesor de secundaria o entrar en esas listas para ejercer como profesorado interino. Por supuesto entendía que su situación como residente en el Colegio Mayor finalizaba, por lo que tendría que buscar acomodo en alguna casa compartida con otros estudiantes y opositores. Sin embargo, estando ya en Málaga, recibió en su domicilio familiar una carta, verdaderamente extraña en su contenido. Era de Cecilia (era granadina y vivía con sus padres y hermano). En esa críptica carta, ella le decía, que consideraba mejor para los dos poner fin a su relación.

Le preguntó a su muy querida amiga y compañera, por “activa y pasiva”, el motivo de esta ruptura “unilateral”, pero Cecilia le respondió que lo mejor para ambos era el silencio y conservar el afecto de los buenos recuerdos, rogándole que no se volvieran a ver, a fin de evitar sufrimientos inútiles y dolorosos. Claudio pensó con racionalidad que quizá ella había puesto sus ojos afectivos y su corazón en alguna otra persona. Como buen deportista, tendría que admitir el resultado de una decisión humana que, con responsabilidad, debería respetar en su totalidad.

Fue en su ciudad, la bella Málaga, en donde encontró acomodo laboral en la docencia privada. También consiguió “entrar” en esa lista, siempre complicada, de los aspirantes a interinidad en los institutos, esperando le llegara su oportunidad. Siguió preparando oposiciones que en una segunda oportunidad consiguió aprobarlas y obtener plaza en su ciudad, aunque antes tuvo que recorrer como itinerante algunos institutos de la geografía andaluza. Ya para entonces, Clamia se había cruzado en su vida y con ella formó una unida familia que en la actualidad aún mantiene.

El recuerdo de Cecilia, su primer amor, se fue difuminando, en su mente y corazón. Ninguno de los dos “movió ficha” para mantener al menos un correcto y cordial contacto. Incluso en las navidades no hubo comunicación alguna entre los dos grandes y afectivos compañeros de carrera. Aquel noviazgo, definitivamente había desaparecido. Y ya en plena jubilación de los años de docencia, a los 66 le llegaba este mensaje de Cecilia, verdaderamente difícil de explicar.

Por educación y añoranza en aquel cariño juvenil, también hay que decirlo, Claudio respondió aquella misma noche, con esa cordialidad que siempre se agradece, aunque hubiera “miles” de preguntas que plantear y responder. Le narró, a grandes rasgos, lo que había sido su vida, profesional y también familiar. Ante de finalizar esa misiva (en la que hubo instantes un tanto emocionales, en los recuerdos de hacía cuarenta y tantos años) no pudo reprimir esa pregunta que tantas veces se había hecho, sin poder obtener respuesta para el sosiego o la esperanza: “tendrás que perdonarme, pero nunca logré hallar respuesta o suficiente explicación, a tu “misteriosa despedida para nuestra muy íntima amistad y encariñada relación. Han pasado más de cuatro décadas. ¿Por qué no decirme ahora lo que realmente ocurrió en aquel mi final de carrera, para que hayamos estado en silencio tan largo período de tiempo?”. Tras la despedida, pulsó la tecla de enviar.

Pasaron los días y la respuesta no llegaba. En realidad, Cecilia se caracterizaba por ser persona llena de atractivos misterios y nebulosas respuestas.  “¿Cómo habría sido mi vida con Cecilia? Pregunta que en esos días se hacía una y otra vez. La verdad es que no le había ido mal con Clamia, pero esa ilusión de juventud universitaria, con aquella siempre misteriosa, pero agradable, cariñosa y a ratos divertida compañera, ahora no le era fácil de olvidad. Con su correo habían renacido recuerdos, gestos, palabras, ocurrencias, risas, travesuras y dulces palabras.  ¿Qué ocurrió? Solo ella tenía la respuesta que con celo y silencio había guardado en tan largo periodo de tiempo.

El destino quiso ser condescendiente. Una tarde de jueves, Claudio recibió una llamada. Al otro lado de la comunicación estaba Cecilia, con una voz algo más grave, de como él la recordaba. Le temblaba el pulso, cuando de inmediato, tras los saludos, ella le propuso una muy interesante posibilidad. “¿Qué te parece si haces unos km y nos reunimos el sábado en Granada para compartir un almuerzo? También te invitaré a merendar en la calle de las teterías, antes de tu vuelta para Málaga. Total, el viaje lo haces en poco más de una hora”. Claudio no lo dudó ni un instante. Quedaron citados en la mañana del sábado, a las 12, en la emblemática Plaza de Bib-rambla, en pleno centro antiguo de la ciudad nazarí, a dos pasos de la catedral. Era junio, al igual que cuando hacía 43 años se despidieron y vieron por última vez.

Se excusó con Clamia, comentándole que iba a tener un encuentro con viejos amigos de estudio. “No te preocupes, pues tenía previsto pasar un día de playa con unas amigas, ya que el tiempo ha mejorado mucho, adelantando el inminente verano”. Dos días más tarde, muy de mañana, Claudio partió hacia su querida y añorada ciudad de Granada. Marchaba con tiempo suficiente para recorrer algunas calles llenas de recuerdos y vivencias, de sus años de estudio. Hacía unos seis años que no había vuelto a la ciudad nazarí. En una hora y quince minutos, tras hacer un breve descanso en el restaurante La Parada, en el término municipal de Huétor Vega, entró en Granada, por la carretera de la circunvalación.

Dejó el coche en los aparcamientos de San Antón, junto al rio Genil y comenzó ese dulce y sentimental paseo por una hermosa ciudad, no muy diferente a la que recordaba de sus años juveniles. Recorrió un buen trozo del Paseo del Violón, tras cruzar el Genil, con sus frías aguas procedentes del deshielo primaveral desde Sierra Nevada. En la Carrera del Genil, se detuvo unos minutos en el templo de las Angustias, la patrona de la ciudad. Y de allí, a Puerta Real, siempre muy transitada, alegre y romántica, con el antiguo teatro-cine, Isabel la Católica, hoy sólo teatro. Observó el muy buen estado de conservación del edificio, desde su construcción en 1950. ¡Cuántas obras de teatro compartió allí, desde las alturas del segundo piso, con su “amor de juventud”, Cecilia Avilés! Giró en su caminar hacia Reyes Católicos, hasta la Plaza Isabel la Católica y desde ese punto bajó hacia la Capilla Real y desde allí a la plaza de Bib-rambla. Le agradó mucho ver los puestos de flores, que daban buen aroma y color a la plaza. Podía divisar un trozo de la Catedral y en el lateral izquierdo, el restaurante El Áncora, punto de encuentro con su antigua amiga. Faltaban unos diez minutos para que sonaran las campanadas musicales del sacro monumento catedralicio.  

Ya sentado en la terraza exterior, vio acercarse a dos señoras (una parecía algo más joven) que lo miraban con insistente fijeza. De inmediato captó que una de ellas era Cecilia quien, al igual que él, mostraban un cuerpo “castigado” por el paso del tiempo. La pareja de señoras lo habían reconocido sin dificultad, pues él había indicado como iría vestido. Se levantó de inmediato e intercambiando sonrisas besó a su viejo amor.

“Querido Claudio, te he reconocido sin tener que fijarme en tu vestimenta. Te conservas muy bien. Pareces un chaval … Quiero presentarte a mi pareja, amiga o esposa: ANABELLA. Ha compartido felizmente mi vida, durante los últimos cuarenta y dos años”.

Claudio comprendió, sin mayores deducciones, la respuesta que le estaba dando Cecilia a su insistente pregunta. Los interrogantes de cuarenta y tantos años habían quedado desvelados. Por supuesto, saludo con un cariñoso respeto a esta señora, que efectivamente parecía algo más joven que su compañera. Se le notaba en sus expresiones, siempre llenas de alegría y desenfado, un castellano algo italianizado. A los pocos minutos se excusó amablemente, ya que tenía que acudir a un asunto de cierta urgencia. Era una forma educada de dejar solos a los dos “tortolitos” de Universidad. Anabella seguía ejerciendo de fotógrafa profesional, vinculada a diversas agencias de noticias.

La jornada transcurrió como ambos antiguos compañeros habían previsto. Hubo el lógico intercambio de regalos: un gran ramo de flores, con una elegante esclava de oro, para ella, mientras que él recibió una cajita de siete Cds, conteniendo una recopilación de las mejores piezas orquestales interpretados en los conciertos anuales celebrados en los veranos del Generalife. Abundante diálogo en el almuerzo y la sobremesa. El té lo tomaron en un bien decorado local en la calle de las teterías, en la subida al Albaycín. Ninguno de los dos tuvo la indelicadeza de referirse a los motivos de ruptura en aquel verano del 75. La habilidad de Cecilia, presentando a su compañera de vida era digna de aplauso. “Me alegro de que hayas sido muy feliz. Me ha parecido una persona capaz de llenar de alegría y amor los minutos y las horas que sustentan vuestras vidas”. Cecilia no respondió, sólo sonrió, asintiendo con la cabeza. El sol se iba despidiendo, con ese color anaranjado de los susurros y misterios, tras la colina de la Alhambra. Como en los viejos tiempos, Claudio y Cecilia disfrutaban, en silencio y cogidos de la mano, contemplando ese dulce y romántico atardecer, desde el Mirador de san Nicolás. –

 

 

REENCUENTRO

CON LA NOSTALGIA

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 01 marzo 2024

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