viernes, 29 de marzo de 2024

EL PADRE ARTEMIO

 

Hay personas que, por su genética, educación recibida, ambiente familiar, carácter y otras circunstancias, mantienen un recorrido vital uniforme, en función de la actividad profesional que hayan elegido y para la que se han preparado. Sin embargo, también hay otras vidas que, por estos mismos factores cambian “drásticamente”, en un momento concreto, esa imagen estable que protagonizaban ante el entorno social. Supuestamente, no lo hacen sólo por gusto o capricho, sino por razones que su voluntad y racionalidad deciden, en función de una historia personal que pertenece a su legítima y absoluta privacidad.

El Padre ARTEMIO Suárez Ledesma había sido ordenado sacerdote en 1954, después de prepararse durante muchos años, en el Seminario Conciliar de Málaga. Había nacido en 1930, en el pueblo de Casabermeja, situado hacia el norte de la capitalidad malacitana, en el seno de una modesta familia de panaderos y carecía de otros hermanos. Vivió en sus años de infancia el trágico episodio de la Guerra Civil, quedando anclados en sus infantiles recuerdos las “terribles” acciones violentas, el miedo y el rencor de unos contra otros, como hechos imborrables de una infancia desgraciada. Sus propios padres, Amaro y Fuensanta, eran personas de “izquierda” en sus ideologías, por lo que al final de la contienda, tras ser señalados y acusados por vecinos rencorosos, fueron detenidos y tuvieron que pasar unos años en prisión.

En estas duras circunstancias, la tía Herminia, hermana de su madre, se hizo cargo de su único sobrino. Esta señora, dedicada a la costura, permanecía soltera, siendo persona en extremo religiosa y muy de “derechas”. Trataba, de manera constante, de inducir en su pequeño sobrino la doctrina y los comportamientos propios del nacionalcatolicismo. Entendía esta “obsesiva” señora que para Artemi, como solía llamarle, la mejor educación que podría recibir, en esos primeros años cuarenta y como otros muchos niños de la época, era la que proporcionaba el SEMINARIO DIOCESANO, construido en los años 20, zona de los Almendrales, en la salida de Málaga por el camino de los Montes. Gracias a la influencia y contactos del Padre Doroteo, sacerdote párroco del municipio bermejo, a petición de la muy devota feligresa doña Herminia, este niño de la posguerra pudo ingresar como alumno en el malacitano y clerical centro formativo. Tenía entonces 11 años y era un chico muy obediente con respecto a ese único familiar que ejercía como tutora.

Tres años más tarde, Artemi fue integrado, a petición propia (con el criterio afirmativo de sus educadores) en el grupo escolar específico de los seminaristas. La disciplina del religioso centro educativo era austera y exigente con el comportamiento de los jóvenes que allí se formaban, pero esa dureza se toleraba gracias a la habilidad de los profesores, todos ellos vinculados al sacerdocio católico. Los sábados por la tarde, los grupos de seminaristas, vestidos con sus sotanas y llevando la beca blanca sobre sus hombros, bajaban caminando por la calle Cristo de la Epidemia, siguiendo hasta la Plaza de los Monos y desde allí por Victoria y calle Alcazabilla, llegaban al gran Parque de la ciudad, para disfrutar de ese grato ambiente forestal y seguir caminando, en sus disciplinados y ordenados grupos, por el paralelo “Paseo de los Curas” junto a las verjas del Puerto. Las personas que por allí paseaban comentaban sonrientes ¡Ya llegan los seminaristas!

A finales de los años 40, sus padres ya estaban liberados del régimen penitenciario. Comprendían, a pesar de sus intensas ideas socialistas, que la decisión de tía Herminia había estado en consonancia con la ideología triunfante en la contienda y que había tratado de hacer lo más conveniente para la mejor educación de su sobrino. Era una “oscura” época de intensas carestías materiales y potente ideologización en el nacional catolicismo para todos los ámbitos de la vida.

Para alegría de todos, el seminarista Artemio pudo ordenarse sacerdote y celebrar su primera misa (cantar misa) en 1954, cuando alcanzaba los 24 años. A partir de entonces, fue siendo destinado a diversas parroquias de la provincia malacitana, como sacerdote coadjutor, ayudante del párroco titular. La feligresía lo valoraba como un cura joven, que cumplía muy bien con sus obligaciones pastorales, para también satisfacción de su superior parroquial. Las dos obligaciones que más le agradaban e influían en su carácter, eran las clases de catequesis, que impartía dos veces a la semana a los niños del barrio parroquial. Disfrutaba mucho con la sana y bondadosa espontaneidad de los pequeños. La otra función a la que también se entregaba con gran dedicación, afectándole sentimental y psicológicamente era la hora y media diaria (a veces tenía que ampliar este horario) que pasaba sentado en el confesionario, escuchando y aconsejando sobre los pecados y faltas que los feligreses manifestaban con profunda humildad. Muchos de estos católicos practicantes eran bien explícitos en sus comportamientos y faltas a los diez mandamientos de la Ley de Dios, que confesaban al joven sacerdote. Algunos de esos feligreses repetían, semana tras semana, ese arrodillarse ante la rejilla o celosía del confesionario, o bien hacerlo (como los hombres) sin rejilla de por medio ante el sacerdote confesor. Todas estas horas de confesionario iba creando en la mentalidad de Artemio un denso cuerpo temático, acerca de la forma de comportarse las personas, tanto en lo privado como en el ámbito de la relación social. Al ir cambiando periódicamente de parroquia, esos feligreses, que de manera continua confesaban sus pecados, antes de ir a comulgar, también iban cambiando, exponiendo sus debilidades y miserias, como personas humanas y por consiguiente imperfectas.

Ya en 1962, con 32 años, el padre Artemio fue nombrado por el obispo de la diócesis párroco titular de la iglesia de Casarabonela. Sus funciones pastorales prácticamente no habían cambiado, aunque ahora las desempeñaba siendo el Sr. Cura del pueblo. Esas funciones eran la celebración de la misa diaria, las horas de catequesis semanales, la visita a los parroquianos enfermos y la celebración de los bautizos, bodas y sepelios, etc. Pero continuaba impactándole todo aquello que escuchaba a través de la celosía del confesionario, ese rígido, austero y gran mueble de madera pintada de oscuro, por parte de las mujeres y hombres que confesaban sus faltas, cumpliendo la penitencia impuesta para el perdón de esos pecados contra la Ley de Dios. Como ya se ha comentado, algunos feligreses extendían su confesión durante muchos minutos, pues además de narrar sus faltas, con todo lujo de detalles, rogaban al padre confesor que les diera consejos para sus debilidades, escuchando la palabra docta del Sr. Cura del pueblo. Algunos de esos feligreses ocupaban casi la media hora arrodillados ante el sacerdote confesor. Para una persona como él, que desde los doce años había crecido en el microcosmos de un seminario, en muchos aspectos ajeno a la vida real en la que estaba inmerso, esas confidencias que recibía a través de las confesiones le iba proporcionando la otra imagen de un mundo sufriente, de las grandes miserias y las rudas realidades para el sosiego espiritual.

Y así fueron transcurriendo los años, los meses y los días. Pero en los años 70, El padre Artemio comenzó a sentir inseguridad y desazón en la firmeza de su vocación. Se llegaba a preguntar si esa necesaria fe vocacional para el ministerio sacerdotal la estaba perdiendo o si alguna vez realmente la había tenido. Era un niño de la guerra que con apenas doce años ingresó en el seminario, condicionado por la influencia de su tía, quien consideraba que en este centro religioso recibiría la mejor educación posible, en esos áridos y carenciales momentos posteriores a una guerra fratricida en la que habían muerto y seguían muriendo cientos de miles españoles. Comenzó a rondarle por la cabeza la posibilidad o necesidad de iniciar una nueva vida. No era sólo por la opción de formar una familia, sino porque cuando predicaba y confesaba se sentía representando o teatralizando un papel o rol que su corazón y conciencia ya no asumían.

Fueron semanas y meses muy duros ante la crucial decisión que debería adoptar. Habló con algunos compañeros e incluso con la autoridad episcopal, El prelado de la diócesis le sugirió la posibilidad de enviarlo a “misiones” por tierras de Sudamérica o África, a fin de que recuperara el fervor vocacional sacerdotal. Muchos de sus compañeros pensaban y comentaban que tenía de haber una mujer en este delicado contexto, pero El P. Artemio aseguraba que el asunto de la sexualidad lo tenía bien controlado. Desde luego no lo descartaba si llegase el caso a producirse. Afirmaba que su problema era básicamente vocacional.

Tras sufrir graves problemas de insomnio y depresión, el 2 de enero de 1982. Presentó en las oficinas del Palacio Episcopal la documentación requerida para solicitar su pase al estado secular. Esta delicada secularización fue gestionada rápidamente, pues el sacerdote que la solicitaba era bien conocido no solo en su parroquia de Casarabonela, sino en otros municipios en los que había desarrollado su función sacerdotal. El tribunal canónico emitió la correspondiente resolución el 4 de febrero de ese mismo año. La noticia, entre los compañeros del clero, también generó reacciones diversas, Unos fueron más comprensivos, mientras que otros sacerdotes no lo fueron tanto. No volvió a entrevistarse con el Sr. Obispo, autoridad que trataba de pasar página a este incómodo y desagradable asunto lo más tapidamente posible.

En el aspecto laboral, tenía que buscar (ya lo tenía pensado) una salida que le permitiera ganarse el sustento diario. Sus padres, con muchos años a las espaldas, se encontraban ya en una residencia para mayores. La vivienda familiar de Casabermeja la puso en alquiler, con cuyos ingresos pudo a su vez alquilar un pequeño y modesto piso en la zona del centro antiguo malagueño, concretamente en el área de la Plaza de San Francisco, muy cerca del conservatorio María Cristina. Sus conocimientos de latín le fueron en sumo útiles para explicar en un colegio religioso, en donde, gracias a las gestiones de un compañero sacerdote, fue contratado. Cuando el director del centro conoció que también tenía conocimientos de inglés, le amplió su horario para que diera unas horas a los niños de primaria.

Se encontraba como “liberado” ahora en su nueva vida. Además de las horas dedicadas a la docencia, le agradaba pasear y recorrer los rincones de una ciudad que estaba en pleno crecimiento. Su salud era buena y con poco más de los cincuenta, pensaba que aún tenía muchos días para vivir en esa nueva experiencia de la secularización. Desde su etapa en el seminario, siempre le había gustado escribir. Ya como sacerdote, solía redactar por escrito sus homilías, lo que le ayudaba a predicar con más fuerza y perfección, ante los fieles que asistían devotamente a los oficios religiosos. Continuaba practicando el atractivo arte y creatividad de la escritura. Así que un día se animó en participar en un concurso de relatos, organizado por un diario local. Para su ilusión y sorpresa consiguió que su escrito mereciese por el jurado la concesión del 2º premio. Más que por la modesta cuantía del premio que se le otorgaba, se sentía feliz porque se le abría un camino, el de la composición escrita, que le enriquecía anímicamente, para ver con más optimismo ese futuro en la etapa de la madurez. Entendía que su imaginación se había visto potenciada por sus muchas y largas horas pasadas en los confesionarios. Ese escuchar, dialogar y aconsejar, le permitía conocer en mayor profundidad los comportamientos y los condicionantes de las personas en sus respuestas sociales y personales. Habían sido 18 años de sacerdocio. En ese importante periplo, con alzas y bajas en lo vocacional, había tenido la oportunidad de conocer y reflexionar acerca de decenas y decenas de problemáticas de los fieles creyentes. Laicos que, arrodillados tras la celosía del confesionario o en la expresividad directa, por parte de los hombres, se acercaban al confesionario, con plena humildad, para narrar y detallar sus faltas y pecados, rogando recibir esos consejos, más el perdón subsiguiente, a fin de dejar su alma en paz y acercarse limpios de faltas a la comunión fraternal.

La redacción del diario que le había concedido el premio le solicitó algunos de esos otros relatos que Artemio gustaba redactar en sus ratos libres, utilizando para ello su entrañable y eficaz máquina de escribir Olivetti, Lettera 36. Todavía, en aquellos inicios de los años 80 no se había desarrollado el gran fenómeno social de los ordenadores personales. El diario comenzó a publicar algunos de estos relatos en la edición dominical, a modo de historias, cuentos o narraciones, cuya extensión no podía superar, por necesidades de maquetación y montaje, las 1000 palabras. Sus contenidos estaban relacionados con el comportamiento y las respuestas de las personas a sus problemas, relacionales e íntimos, cotidianos.

Estas colaboraciones o escritos también le abrieron una interesante puerta en el ámbito de la radiodifusión. Una emisora local, vinculada a una cadena de ámbito nacional, le propuso dirigir y protagonizar un curioso espacio de madrugada, entre las 12 y las dos, atendiendo a las llamadas de los oyentes, comentando algún problema familiar o vivencia personal, solicitando el adecuado consejo de una persona que atesoraba una amplia trayectoria en el tratamiento de los problemas y comportamientos humanos. Obviamente la dirección de la emisora conocía el historial de este profesor y escritor y antiguo miembro del clero sacerdotal. Este distraído espacio en las ondas, dirigido de manera espacial a noctámbulos y a personas que utilizaban horas de la noche para el estudio o el trabajo, tenía por título CUÉNTAME TU PROBLEMA. Este programa, comandado por el AMIGO ARTEMIO, generó un elevado número de seguidores oyentes y participantes. Tanto sus colaboraciones en el diario local, como en las ondas radiofónicas, generó una simpática y lúdica popularidad que, obviamente, llegó a la comunidad eclesiástica, plenamente asombrada por las peripecias del “hermano” Artemio. Obviamente, muchos de sus antiguos feligreses reconocieron a la antigua persona con sotana que había detrás de las narraciones escritas y en el protagonismo de las ondas: el inolvidable P. Artemio Suárez.

El ya popular personaje permanecía soltero. Tuvo algunas relaciones afectivas con algunas señoras, pero el desarrollo temporal de estos vínculos nunca fue extenso. Artemio consideraba que eran mejores las amistades puntuales, que una relación estable matrimonial, como las que él tantas veces había bendecido desde el altar mayor de los templos en los que había estado, como coadjutor o párroco titular. Pero tampoco dudaba que, en algún momento de su ya madura existencia, pudiera acceder a una relación afectiva más estable, con la formación de una familia.  

Una mañana de mayo, cuando ya estaba finalizando el recorrido de su sexta década existencial, recibió una llamada en su número de móvil, que no había cambiado, de la última persona que pensaba podría estar al otro lado de la línea. Para su asombro, era del prelado de la diócesis, su antiguo y respetado jefe en la jerarquía sacerdotal. Tras los cordiales saludos por ambas partes, el Sr. Obispo le comentaba su interés en mantener una entrevista personal con él, quedando en verse en el despacho episcopal, dos días más tarde.

 

“Amigo y hermano Artemio. Valoro y me alegro de la importante imagen social que has conseguido, con limpio esfuerzo, en la actualidad. Obviamente, siempre he creído en los valores que te adornaban. Atrás quedan antiguas rencillas, decepciones y, tal vez, incomprensiones, porque no es fácil perder el sacerdocio de una persona tan cualificada, honesta y respetuosa con sus obligaciones pastorales. Hoy quiero pedirte algo muy necesario, para que lo medites, con el corazón abierto a la providencia divina, junto a la caridad humana. Cada vez tenemos menos vocaciones. Tú conoces esta, muy preocupante, realidad, que hace mucho más difícil nuestra labor pastoral. Esa petición consiste, pensando en tus hermanos necesitados, en que nos ayudes, con tus conocimientos y experiencias, como católico seglar, en una imprescindible y hermosa acción pastoral. Hemos pensado que podrías dedicar unas horas semanales, para llevar calor, amistad y el consuelo religioso, a esos hermanos mayores, que viven la postrera etapa de sus existencias, internados en las residencias para la tercera edad de nuestra provincia. Sería una hermosa, solidaria y cristiana labor que tu harías, con la responsabilidad y eficacia que siempre has demostrado. Te lo pedimos, con sencillez, humildad y amistad”.

 

Profundamente emocionado, Artemio se arrodilló ante el Sr. Obispo, en señal de respeto, sumisión y fraternidad. El prelado se levantó de su asiento e indicó al antiguo sacerdote que también lo hiciera y se abrazaron. Desde ese grato día, el sacerdote secularizado dedica los fines de semana para desplazarse a distintas residencias para mayores, a fin de llevar a las personas, que allí reposan sus vidas, amistad, el cariño, el dialogo y los valores más excelsos de los buenos cristianos. Esos hermanos mayores, que cada día se van despidiendo de su recorrido por estos sinuosos caminos de lo terrenal, agradecen con alegría y sencillez esa mano amiga que tanto bien y esperanza les reporta para el consuelo de sus vidas. -

   

  EL PADRE ARTEMIO

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 29 marzo 2024

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