viernes, 1 de noviembre de 2019

CAMINANDO POR ENTRE LA SELVA INFINITA.

Por ese laberinto callejero, que vincula la comunicación viaria de las distintas manzanas de edificios, no sólo circulan a diario miles de peatones y otros muchos tipos de vehículos, sino que además sirve de soporte sociológico a muchas otras personas que se esfuerzan en sobrevivir a sus patentes y sufridas carencias. Necesidades básicamente de carácter material, pero tal vez también de algún otro tipo o naturaleza sentimental, fraternal o psicológica. El bullicio acústico producido por los viandantes y los ciudadanos motorizados se ve asimismo incrementado por el cada vez más agudizado comercio marginal, en el que se mercantilizan los elementos más insólitos, generalmente artesanales, junto a las destrezas más originales. Vendiendo sus productos o realizando públicamente alguna más o menos fácil habilidad, muchos de los desfavorecidos por la fortuna tratan de ganarse unas “oxigenantes” monedas, dinero que les permita sobrevivir en el alimento, en la ropa o incluso en la saludable distracción (que también equilibra la fortaleza de espíritu).

¿Cuáles son las modalidades de ese comercio atípico existencial? Observamos que son numerosas y variadas en su originalidad. Sobresalen con sus ofertas melódicas los músicos ambulantes, aquéllos que modulan el estrés ciudadano con los sonidos de sus guitarras, sus flautas, sus instrumentos de percusión e incluso los acordeones, las gaitas, los sintetizadores y los órganos electrónicos. Estos instrumentos musicales, puestos a trabajar en la calle, sirven en ocasiones de acompañamiento a variadas  destrezas físicas y bailes, cuyos protagonistas lucen unos atuendos acordes con la naturaleza de los ejercicios y contorsiones que realizan ante la concurrida clientela que observa, goza y aplaude, respondiendo con variada generosidad cuando pasa delante de ella la gorra, el sombrero o el bruñido platillo para la dádiva. También aparecen por la vía publica aquellos que realizan el ejercicio de la venta directa, sean caramelos, maníes, algodones de azúcar, muñecas o casitas de juguetes. En estas hábiles artesanías, destacan aquellos otros que exponen sus labores con el alambre, la cartulina o los objetos construidos con latas de bebidas vacías, verdaderamente digno del aplauso más esmerado por su paciencia e imaginación aplicada. A veces nos encontramos a ese señor mayor disfrazado de payaso, que hace con sus movimientos e historietas, las delicias de los más pequeños que aplauden formando un gran semicírculo a su alrededor. Últimamente también abundan para nuestra suerte los hacedores de grandes, transparentes y espectaculares pompas de jabón, que viajan por los aires sembrado de ilusión e imaginación muchas mentes necesitadas de lo irreal. Finalmente, sería justo destacar la estética de su inmóvil esfuerzo protagonizado por esas figuras perfectamente disfrazadas, que interpretan temáticas para el asombro, ante la ausencia de cualquier movimiento o un simple pestañeo en sus rostros. 
 
Cuando parecía que ya casi todo estaba inventado para motivar la generosidad de los ciudadanos, que pueden ejercer su solidaridad económica o anímica con sus monedas, aplausos y la toma fotos, apareció en ese abigarrado espacio público para el tránsito o el sosegado paseo un insólito “maestro”,  que pronto despertó el interés y la motivación de muchos viandantes. Portaba dos pequeñas sillas, junto a un taburete que hacía  las veces de mesa. Uno de los asientos era ocupado por este señor mayor, con algo de sobrepeso y de mirada apacible, que conservaba su potente cabellera, algo plateadas por los laterales temporales de la cabeza. Vestía un ajado jersey a pesar de que, exceptuando las noches y los amaneceres, el estado del tiempo era templado y agradable durante el resto de la jornada. Usaba de manera repetitiva pantalones beige de pana, calzando unos tenis azul marino con muestras de haber recorrido con ellos muchos kilómetros.

El campechano personaje llegaba a esa zona de intenso trasiego peatonal en el Parque sur, ofreciendo una sonrisa cuasi permanente que mostraba confianza y proximidad. Bastante puntual a su cita diaria, tomaba asiento en una de las dos sillitas de pescador que traía consigo bajo el brazo y allí permanecía entre las 11 y las 14 horas. Volvía por las tardes, entre las 17 y 19 horas, cuando el sol otoñal comenzaba su cíclica despedida de cada día. Abría un pequeño cartel caligrafiado, a modo de reclamo publicitario, en el que se podía leer este breve, pero sugerente, texto:

¿TE ANIMAS A COMPARTIR AQUELLO QUE TE HACE INFELIZ?
EL MAESTRO NAZARIO PUEDE AYUDARTE A RECUPERAR TU MEJOR TALANTE.
10 MINUTOS PARA TU ATENCIÓN, A CAMBIO DE SÓLO LA VOLUNTAD.

En un principio, algunas personas se detenían delante de la plástica estampa que componía aquel venerable personaje, sentado en su modesta sillita, leían el texto escrito en esa pajiza cartulina y continuaban su paseo o trasiego por la zona. Algunos turistas, por el atuendo y disposición de su indumentaria, tomaban fotos de este hombre apacible y comentaban en voz baja con mímicas y actitudes interrogativas acerca de la imagen que representaba. Siempre había algún señor o señora que se animaba a aproximarse. Pedía permiso y ocupaban la silla vacía, dialogando un ratito con el peculiar “maestro”, componiendo ambas personas una fotografía típica de dos amigos (que en nada se conocían, realmente) y que platicaban sin elevar el tono de sus voces. Tras ese breve espacio de tiempo, el paseante reanudaba su marcha, con el semblante mucho más sonriente que cuando inició el intercambio de palabras con el “maestro” Nazario. Antes de estrecharle mano como despedida, el “discípulo” había dejado caer algunas monedas en una curiosa alcancía o recipiente formado por un trozo de tronco arbóreo, vaciado en su interior y cubierto por un trozo de piel vacuna, en la que se había efectuado una hendidura que facilitaba la caída de la/las monedas.

Tras un saludo inicial por parte del maestro, el hombre que ocupaba la silla adjunta (las mujeres eran más reacias a vivir la “didáctica” experiencia) se presentaba con su nombre de pila bautismal y manifestaba su edad. La primera pregunta que Nazario efectuaba era “en qué trabajas o cuál es tu profesión” palabras que rompían la frialdad o el recelo inicial de su interlocutor. De inmediato escuchaba un sereno y abierto consejo del maestro en el siguiente sentido: “Relájate, buen amigo … Cuéntame, de la manera más resumida que puedas, aquello que, en tu opinión, está provocándote infelicidad, haciéndote sentir mal”. Cuando el más o menos atribulado paseante expresaba el problema básico que le afectaba, tras unos segundos de reflexión, recibía una respuesta plena de sosiego, inteligencia y esperanza. En la mayoría de las ocasiones, el receptor de la sugerencia o consejo añadía algún dato nuevo o aclaración a sus palabras iniciales. También solía pedir alguna ampliación de lo que había escuchado por del apacible maestro. Agradecía, finalmente las “luces sensatas” que le habían regalado, estrechando la mano de Nazario quien añadía, con esa sonrisa amable que no le abandonaba y tanto confortaba a las personas que con él hablaban, la previsible invitación a una nueva y pequeña entrevista. “Si necesitas y te hace bien que volvamos a hablar, no dudes en pasarte por aquí mañana o en otro momento. Así te podré seguir ayudando a que te sientas un poco más feliz y seguro de ti mismo”. La mayoría de las personas que vivían esta singular experiencia dejaban caer alguna o varias monedas, como muestra de gratitud, en esa curiosa alcancía o “bote recaudador” que reposaba en el suelo.

La escenificación que se acaba de narrar se repetía básicamente con otros viandantes que también usaban de esos 10 o más minutos, a fin de compartir algún problema o desazón que les estaba afectando. Con el paso de los días (y el comentario “boca a boca” que se realizaba, entre amigos o conocidos) el número de “discípulos” se fue incrementando de forma tal que, en algunos afortunados momentos, se formaba una pequeña y heterogénea fila de viandantes, todos esperando pacientemente y con no disimulada intriga la llegada de su turno, para intercambiar algunas frases “saludables” con el muy receptivo “enseñante”.

Tal vez podría considerarse esta experiencia como una nueva modalidad de ofrecer tranquilidad, esperanza y diálogo, a cambio de tan sólo la voluntad generosa de quien lo recibía. Hay que repetir que el maestro no pedía un coste por el breve tiempo que dedicaba a quienes a él acudían. El agradecimiento económico quedaba siempre en manos de la voluntad de esas personas atribuladas, a quienes tanto bien hacían esas palabras llenas de consuelo, luz, racionalidad y fe en lo posible. Muchos serían los que apreciarían un paralelismo escénico, con respecto a lo desarrollado durante tantas mañanas y tardes en aquel ángulo frondoso del Parque, con aquel otro que tiene lugar en las consultas médicas de psiquiatras y psicólogos o incluso en el interior de los templos, en esos severos confesionarios donde los creyentes piden ayuda, a la vez que manifiestan sus faltas a la doctrina religiosa que profesan.

¿Cuáles eran algunas de las manifestaciones explicativas  o suplicas planteadas al didáctico y veterano consejero? El contenido y naturaleza de las mismas era, por lógica, ampliamente variado. Aportemos algunas de las temáticas sintetizadas, en aquellos bien aprovechados diez minutos para el diálogo.

“El motivo de mi pesar es que, cada día más, siento la poca importancia o consideración que me deparan en casa. Tanto por parte de mi mujer, como también por los dos hijos adolescentes que tenemos. A veces te sientes como un “cero a la izquierda”. Y la cosa no es baladí, pues sufro viendo como avanza esa pérdida de respeto e incluso de estima hacia mi persona”.

“Observo y sufro con mucho pesar la pérdida de valores que hoy soporta la sociedad en la que me ha tocado vivir. La verdad es que no sé a dónde vamos a llegar, si no enmendamos con prontitud esta ruta enloquecida en la que pienso estamos inmersos. Me refiero, como puede comprender, a esos valores básicos que son imprescindibles si no queremos perder totalmente la estabilidad y concordia que mantenemos en nuestras vidas”.

“Me produce una profunda infelicidad el haber desaprovechado tantos años de mi existencia en cosas banales y superficiales. Por el contrario ahora me doy cuenta la cantidad del tiempo perdido o malgastado y que podía haberlo empleado con rentabilidad e inteligencia en aprendizajes y experiencias que me habrían enriquecido, si hubiera tenido la valentía de intentar afrontarlas y protagonizarlas”.

“He permanecido soltero durante toda mi ya larga vivencia. Ahora, en la senectud, sufro con pesar no tener una descendencia en la que proyectarme. La carencia de esos hijos o nietos es ahora, precisamente en la etapa final de mi existencia, cuando más la estoy sufriendo. Y no lo digo solo por el sentido egoísta de compensar o ayudar a mi soledad. Sino también por no haberles podido aportar o transmitir mis conocimientos, lo mejor de mi forma de ser, mi ayuda, mis consejos y, por supuesto el patrimonio material acumulado que Dios sabrá a quién irá a parar”.

“Pensaba que el paso del tiempo me ayudaría a superar el amargo trance del fallecimiento de mi esposa. Pero mis intentos de seguir caminando hacia adelante no se ven coronados por el éxito. Una y otra vez caigo en la depresión, en el pathos de la soledad, ante la ausencia de una compañera que lo fue todo en mi vida. Mis circunstancias familiares tampoco ayudan en demasía, a conseguir ese noble empeño. ¿Qué más puedo hacer?”

“Reconozco que lo hacía como una chiquillada, que me divertía. Pero la práctica continuada de esa travesura se ha convertido como en una obsesión para mi, parecida a un reto enfermizo, por apropiarme de pequeñas tonterías en los grandes almacenes. Esta tentación a la cleptomanía (lo he leído en algunos diccionarios) afecta a mucha gente, que se divierte o distrae llevándose pequeñas cosas de los comercios, sin pagar su coste. Temo que algún día me pillen con las manos en la masa y la vergüenza que voy a pasar no la quiero ni imaginar”.

“Mi profesión de agente comercial exige que tenga que relacionarme con un elevado número de personas. En repetidas ocasiones me veo obligado a compartir con otros profesionales esos minutos de cafés o restaurantes, en lo que se abusa de las copas. Una detrás de otra … por necesidades sociales. Casi sin darme cuenta, reconozco que estoy enganchado al alcohol. Me preocupa que la primera copa del día la he llegado a tomar antes de las 11 de la mañana. Me entristece el sentirme atrapado por una dependencia de la que no me veo con fuerzas para abandonar”.

Nazario, que escuchaba con suma atención las confidencias que le hacían sus interlocutores, tras reposar reflexivamente la mejor respuesta, sabía transmitirla con eficacia magistral a la persona atribulada que tenía ante sí. Se esforzaba en ser tremendamente sintético con cada uno de ellos, tanto por la escasa disponibilidad de tiempo que podía dedicarles, como también porque consideraba que las sugerencias, caminos, alternativas y consejos, se graban y asumen mejor cuando éstos van envueltos en un ropaje verbal y conceptual escueto, concreto y tremendamente operativo. En algunas ocasiones les decía: “comienza aplicando esta estrategia que te he resumido y haz el esfuerzo de volver la semana que viene, para que juntos analicemos los primeros resultados y deduzcamos  lo que hay que variar o modificar para que consigas frutos que te hagan sentir mejor”.

Pero … ¿qué se sabía de la biografía de Nazario Cástulo Villaflora? Sólo lo poco que algunos de sus “alumnos” pudieron conocer, tras repetir en distintas oportunidades esos diez minutos de entrevista que concedía el didáctico e inteligente maestro. Debía de alcanzar una edad avanzada (era muy celoso en concretarla). Probablemente estaría viviendo su séptima década existencial. Solía emocionarse cuando hacía mención a las tierras extremeñas, dato que nos acercaba a su posible región natal. Había ejercido el magisterio filosófico, tal vez en ámbitos universitarios españoles, pero también extranjeros, pues en más de alguna ocasión dejaba escapar diversas frases o conceptos en italiano, inglés y francés. En un momento de su existencia sufrió un duro golpe sentimental, que le afectó con extraordinaria intensidad. Por consiguiente, decidió romper con la estabilidad de su recorrido profesional y familiar, entregándose a practicar un comportamiento bohemio, en las formas, pero caritativo y magistral hacia las personas que necesitaban la ayuda de su poderosa y cualificada mente. Evitaba el afincamiento en un determinado lugar, por lo que tras unas semanas desarrollando su labor en la ciudad elegida, la abandonaba a fin de dirigirse a otros espacios, en donde continuar con sus transeúntes enseñanzas y su eficaz didáctica contra los problemas que provocan la infelicidad en las personas de menor formación o con desequilibrios anímicos. Se resguardaba en centros públicos de acogida, abiertos a las personas necesitadas en tránsito geográfico. En este sentido, un día dejó de acudir a su cita diaria en el Parque sur y nunca más se le volvió a ver por estos lares malacitanos.

Son muchas las personas que tratan de ganarse el pan de cada día, ofreciendo a los transeúntes aquellas destrezas, conocimientos, habilidades o artesanías de que disponen. Esta marginalidad social y económica aplica los protocolos de actuación que considera más oportuno, a fin de conseguir la difícil ayuda que los ciudadanos se avienen a entregarles. Desde luego que no desfallecen en su férrea voluntad, pues no les desanima el no o la indiferencia social. Es innegable que dotan de colorido, aroma y sabor a esas calles céntricas o del barrio por las que mucha gente pasa, caminando o circulando con distintos modalidades de locomoción. Entre todas las habilidades ofertadas, sobresale la imagen simbólica y real del buen Nazario, ejerciendo de persona clarividente que hace posible la eficaz recuperación de alguna parcela de felicidad por parte de transeúntes anónimos que viven sumidos en sus problemas, miserias  y trivialidades. Muchos como él serían necesarios en esta “selva infinita” en que vamos convirtiendo nuestra atribulada existencia, cada vez más carente de valores que propicien el comportamiento ético y la ineludible y saludable racionalidad.-


CAMINANDO
POR ENTRE LA SELVA INFINITA

José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
01 Noviembre 2019







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