viernes, 22 de febrero de 2019

AHORA DESPUÉS O TAL VEZ MEJOR MAÑANA.


Se trate de un defecto, costumbre, hábito, inseguridad, carácter o indecisión, arraigado en muchas personas, lo cierto es que dilatamos, de manera inapropiada, la solución de nuestros problemas, sean éstos de naturaleza leve o, lo que resulta más preocupante, de mayor y trascendente complejidad. El caso es que muchos piensan, anclados en el error, que dejando pasar el tiempo ese asunto que nos afecta se va a resolver “milagrosamente”, cuando la realidad nos indica que, en una mayoría de ocasiones, permanecerá incómodamente ahí anclado en nuestra vida cotidiana, sin que el paso del calendario dé solución al supuesto conflicto.

Hay una muy acertada frase, que resume con inteligencia esta necesidad o premura de acción en los asuntos pendientes. Dice más o menos así: “no dejes para mañana, lo que puedas resolver hoy”. Dicha frase parece que es atribuida a uno de los “padres fundadores” de los Estados Unidos de América, Benjamín Franklin (Boston 1706-Filadelfia 1790), cuya vida fue admirablemente dedicada a la acción política, a generar inventos útiles para la humanidad y a la investigación científica. Es cierto, los problemas o dificultades difícilmente se arreglan o superan por sí “solos”. Sin embargo la experiencia nos muestra que ese “ahora” lo vamos convirtiendo en “después”. Ese “después” en “mañana”. Ese mañana en pasado, más adelante o, incluso en ocasiones, llegándose a ese “nunca” verdaderamente desaconsejable y desalentador.

Esta forma de actuar no es inteligente, pues además de no superar ese problema, necesidad o dificultad que nos afecta, perdemos la tranquilidad, el disfrute o el goce que nos llega cuando hemos finalmente superado aquellos asuntos pendientes que teníamos anclados en nuestra conciencia, agenda u obligación. Los ejemplos serían muy variados, tanto en su naturaleza como en su importancia intrínseca. Veamos algunos: ordenar ese cajón o carpeta, donde todo está confusamente revuelto. Reparar el grifo que gotea, perdiendo agua sin la mayor utilidad. Responder a esa carta o llamada pendiente. Sustituir los zapatos que me están haciendo daño en los pies. Encontrar los minutos necesarios para leer una novela que tenemos sin acabar. Salir al campo o practicar el ejercicio físico que programé para cada una de las semanas. Continuar con el autoaprendizaje del idioma foráneo. Consultar al médico esa molestia que sigue sin mejorar. Reservar unos siempre gratos  minutos para compartir un café y la densidad de las palabras con un amigo. Borrarme al fin de esa asociación a la que nunca asisto. Proponerme ser más amable con los demás. Prestar más atención a mi interlocutor. Sentarme bien en la silla que tengo dispuesta ante el ordenador. Y un muy largo listado de asuntos, proyectos y obligaciones, que se van dilatando, sin solución, un día sí y el otro también.

El padre de Águeda, Benigno Urdial, ejerce la medicina como propietario de una clínica privada de odontología, con excelentes resultados profesionales y económicos. Es persona de terco carácter, modales imperativos, gestos que potencian su incardinado autoritarismo, mentalidad política ultraconservadora y acendrado catolicismo de “etiqueta”. Cuando su hija cursó los estudios de la Enseñanza Secundaria, este padre hizo todo lo posible para que el itinerario escolar de Águeda siguiera el camino más adecuado a fin de acceder a la Facultad de Medicina, aplicando su intolerante persuasión. Su única descendiente tendría de continuar en el futuro la senda que, con evidente éxito, él estaba desarrollando profesionalmente.

Pero Águeda, no muy afortunada en su físico, pero con una admirable voluntad en el esfuerzo ante el estudio, carecía del necesario carácter para contradecir los dictados de su autoritario padre, impuestos en los detalles más sutiles. Ya no sólo en la elección de los estudios que iba a seguir su hija o el centro educativo donde los recibiría, sino también en otros variados aspectos de la vida (horarios, contactos con amigos, vestimenta, ocio, lecturas, etc). Esta postura fue provocando en la adolescente la conformación de un carácter sumiso, dócil, complaciente, temeroso, con una personalidad no habituada a contradecir a sus padres ni a sentar las bases de su propia autoafirmación. Tras superar brillantemente las pruebas de acceso a la universidad, en modo alguno pasó por su mente oponerse a la voluntad del “patriarca familiar”, que señaló la facultad de medicina como el destino sin discusión  a donde ella habría de ir, con el fin de ir cumpliendo, punto por punto, la programación normativa “impuesta” a su vida. 

Su propia madre, Brígida Campiata, mujer también eclipsada por la soberbia personalista de su marido, comprendiendo que también su hija se estaba viendo afectada anímicamente por ese autoritarismo paterno, sin atreverse a enfrentarse directamente con él, animaba a la adolescente a que alguna vez dijera no a las imposiciones arbitrarias e imperativas de un padre que estaba degradando y anulando la personalidad de una persona en puertas de acceder a la mayoría de edad.  Águeda asentía a los consejos y sugerencias de su madre, con esas palabras, manifestadas sin convicción, de “Sí, madre, ya lo haré. Te confieso de que estoy decidida a hacerlo, pero necesito más tiempo para tener el valor de oponerme a sus dictados”. Pero cuando llegaban las crispadas ocasiones, en las que pensaba dar el paso valiente y necesario de responder a su padre con un justo ¡basta ya! no se atrevía,  no se decidía a dar ese paso personal y se decía para sí misma “ya lo haré en otro momento”.

La hija del Dr. Urdial se especializó en la rama médica de odontología y estomatología. Desde mucho antes de finalizar los estudios, cumplía filialmente con la obligación impuesta por su padre de ayudarle durante unas horas cada día en la prestigiosa consulta, vinculada ya en estos momentos a una importante cadena odontológica que operaba en las principales ciudades del territorio nacional. Una vez que Águeda estuvo en posesión de las certificaciones oficiales correspondientes, una placa con su nombre acompañaba a la del propietario y director de la clínica. Pero esta joven especialista no se sentía feliz con la profesión que ejercía, debido a la tozudez de un padre que no variaba su hoja de ruta ni un milímetro, sin importarle la libertad de decisión de las personas que con él convivían. La joven seguía careciendo del valor suficiente para marcar su propio camino en la vida y aunque en variadas oportunidades quería sentar las bases de su propio protagonismo, una y otra vez lo iba postergando “para una mejor ocasión”.

Desde que era una adolescente, Águeda Urdial mantenía en lo más recóndito de su ser una afición oculta, que se iba convirtiendo en una vocación frustrada. Esa ilusión consistía en estudiar artes escénicas. Durante su época escolar pudo desarrollar algunas experiencias en este modalidad de la interpretación artística. Pensaba, con la patente inestabilidad de su carácter, que formándose y actuando en los escenarios (incluso, si la ocasión se le presentara, en los platós televisivos o cinematográficos) se sentiría más feliz y realizada en lo humano. Sin embargo, un día tras otro, su ocupación consistía en arreglar bocas y dentaduras imperfectas o deterioradas, por el azar de la naturaleza genética o el descuido perezoso de las personas con respecto a sus piezas dentales arraigadas en la mandíbula.

Quiso la “traviesa” o caprichosa suerte que una tarde de primavera, Belinda, compañera auxiliar de clínica, le comentara que tras su jornada laboral iba a encontrarse con su pareja, el cual era encargado y profesor de TALÍA, una escuela privada de artes interpretativas. Águeda se mostró interesada por el comentario, inquiriéndole información acerca del tipo de centro, ubicación y otras características pues, una vez más, sentía que debía dar ese paso al frente y disfrutar practicando una actividad que estuviera en concordancia con su voluntad y mentalidad. Aunque la duda estuvo dificultando (como en otras tantas ocasiones) la realización de su firme propósito, le pidió a su compañera si podía acompañarla tras el cierre de la consulta, para hablar con este joven llamado Paulo y sopesar la conveniencia de inscribirse en alguno de sus módulos interpretativos. Como las personas que asistían a este centro tenían que desarrollar sus obligaciones laborales, esta academia privada habilitaba unos horarios muy flexibles para las clases, teóricas y prácticas, que incluso llegaban hasta la medianoche. Tras dialogar con este agradable y receptivo  joven, la siempre dubitativa Águeda quedó, en esta afortunada ocasión, inscrita en uno de los módulos que ampliaba su tiempo en dos horas y media los sábados por la tarde.

Por supuesto que a don Benigno no le llegó información alguna de la decisión que había adoptado su hija sin consultarle (ciertamente animada y motivada por Paulo). Al intransigente progenitor le hubiese escandalizado conocer que su única hija practicaba el aprendizaje teatral con esos “poco recomendables” personajes de la farándula. Para la joven, aquel paso dado al frente fue un hecho trascendental en su opaca existencia autónoma. Por primera vez en la vida estaba haciendo aquello que le gustaba y atraía desde que era adolescente. Y esa actividad la desarrollaba de espaldas a su padre pues, muy próxima a la treintena, todavía se veía obligada a dar cuenta en casa de sus salidas y actividades fuera del ámbito clínico, en donde su propietario y director (situación absurda e incomprensible) la tenía bien controlada, a pesar de no ser ya una niña o joven en minoría de edad.   
Viendo las prometedoras cualidades de su nueva alumna, Paulo la integró como intérprete secundaria en una interesante y desenfadada obra, que uno de los grupos estaba preparando para concurrir a un concurso de teatro experimental o alternativo, patrocinado por la Consejería de Cultura de la administración autónoma. Para su participación en dicha obra, cuyo nombre era Bajo la luna blanca de la esperanza, la novel intérprete tuvo que ampliar sus horas de ensayo, además de aquéllas otras que tenía ya contratadas el sábado por la tarde. El caso era que la temática de esta pieza teatral “alternativa”, escrita y dirigida por el propio Paulo,  exigía que todos los participantes en escena, en un momento determinado del argumento, tuvieran que mostrarse prácticamente desnudos ante el público. Esta circunstancia, aunque hizo dudar en principio a nuestra protagonista, no impidió que continuara con los ensayos, sobre todo porque en esa muy íntima y desinhibida escena, las luces palidecían en azul, creando un ambiente nocturno muy apropiado para facilitar la exposición de unos cuerpos desprovistos casi totalmente de ropa u otros complementos. La cólera de don Benigno hubiera sido inenarrable, si hubiera tenido conocimiento de que su proyección filial estaba vinculada (y muy feliz) a tan especiales e “indeseables” actividades.

La representación de la obra, ante un público mayoritario de jóvenes universitarios, fue todo un éxito. El elenco de intérpretes se sintió muy a gusto y desinhibida “sobre las tablas” y la propia Águeda comprobó que ese era el camino para reafirmar su propia personalidad. Una noche, cuando volvía a su domicilio bastante feliz al tener conocimiento de que el grupo en el que estaba integrada había sido reclamado para representar la pieza teatral en otras localidades de Andalucía (incluso en algunas distritos universitarios fuera de la Comunidad) reparó acerca de un sobre sin remite que estaba en el buzón de su domicilio y a ella dirigido. Ya en su dormitorio, abrió el mensaje y para su sorpresa comprobó que era un desagradable anónimo. En su breve contenido se le decía que si no rompía con su vinculación al grupo teatral y con las personas que lo componían, se enviaría la foto adjunta, junto a otras similares, al padre de la destinataria. Dicha foto, tomada el día de la representación, mostraba el cuerpo de su persona en esa escena tan peculiar y valiente ante el público. De inmediato Águeda llamó a Paulo contándole el desagradable hecho. Ambos estaban iniciando una relación afectiva, a espaldas de Belinda. Dedujeron que, de alguna forma, la frustrada joven había tenido conocimiento de este acercamiento sentimental entre ambos y que ella u otra persona cercana a la misma era la autora del tan delictivo y amenazador envío.

Lo curioso del caso es que la relación profesional en la consulta médica entre ambas mujeres, aunque cada vez más fría y distante, se hallaba dentro de una educada normalidad y corrección. De todas formas, Paulo pidió a su nueva “secreta” pareja que le diera algún tiempo para resolver el antiguo vínculo que mantenía con Belinda, pues quería poner fin a su antigua relación con un cierto tacto, a fin de que su pareja “oficial” aceptara con racionalidad la nueva situación. Pero no habían pasado dos días de estos hechos, cuando al volver a casa después de estar un rato paseando con Paulo, Águeda se encontró con D. Benigno, quien visiblemente enfurecido y con los ojos que parecían salírsele de sus órbitas oculares, le mostraba un conjunto de fotografías, tomadas en el día de la representación escénica, láminas similares a la que ella había recibido con el cobarde anónimo. La crispada y sonora escena, desarrollada en el salón de estar del domicilio y con la presencia silenciosa de Brígida, fue definitiva para la ruptura afectiva entre dos personas: un padre “dictador” embargado por una soberbia enfermiza y una hija que por fin rompía el cruel e inexplicable sometimiento al que había estado sometida, deparado a una persona mentalmente desequilibrada. Las durísimas palabras y gestos que ambos se cruzaron rompieron todos los lazos de acuerdo y racionalidad para el futuro. Los acontecimientos, al paso de los días y a partir de este violento enfrentamiento, se aceleraron en las vidas de todos los protagonistas de esta compleja y convulsa historia.  
Han pasado ya muchas hojas del calendario. ÁGUEDA abandonó no sólo el domicilio y  la consulta médica de su padre, sino también el ejercicio de una profesión para que carecía de la necesaria y básica actitud vocacional. Su cada vez más exitosa entrega a la actividad escénica le reconforta no sólo en lo económico, sino también en el equilibrio y madurez personal. Tuvo la sensatez de aprovechar la oportunidad que las circunstancias le depararon y no dejarla para después o mañana. Ella y PAULO continúan viviendo en el apartamento de éste, formando una feliz, muy “moderna y liberal” pareja, gracias a que el director teatral le pidió y obtuvo de ella su condescendencia y  tolerancia para la innata libertad de movimientos que él apetecía, derivada de su edad (seis años más joven que Águeda) y de su peculiar forma de ser. DON BENIGNO decidió jubilarse, debido a su ya avanzada edad. Traspasó la propiedad de la consulta a un grupo médico propietario de una cadena odontológica. Tras llegar a un acuerdo económico de separación matrimonial con BRÍGIDA (que volvió a sus raíces familiares, en el sur de Italia, rehaciendo su vida sentimental con un veterano y viudo terrateniente dedicado a la producción vitícola) ingresó  como lego en la orden religiosa de los Jerónimos, dedicándose a la oración, al estudio y al paciente cuidado de la jardinería claustral. Su inestable y desequilibrado carácter ha encontrado al fin la sosegada y necesaria terapéutica, en la paz silenciosa y reconfortante de un silencioso monasterio, enclavado en la austera naturaleza de la planicie castellana. En cuanto a BELINDA, continúa trabajando como auxiliar de enfermería, tras haber aprobado unas oposiciones convocadas por el Servicio Andaluz de Salud. Por cierto, Águeda nunca ha llegado a saber quien fue realmente la persona que envió las “muy útiles” fotos a su padre, hecho que precipitó su ineludible y beneficioso cambio de vida. Belinda siempre ha negado, con sincera y firme convicción, que fuese ella la autora de los dos desleales y denunciantes anónimos.-


AHORA DESPUÉS O
TAL VEZ MEJOR MAÑANA


José L. Casado Toro  (viernes, 22 FEBRERO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


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