viernes, 1 de febrero de 2019

VIVENCIAS DE LOS TIEMPOS FUGACES, INSERTAS EN LA MEMORIA.


Las ciudades cambian, es algo evidente, al igual que ocurre también con las personas. Posiblemente, las transformaciones que “sufren o gozan” los paisajes urbanos sean más lentas en su desarrollo que aquéllas que inciden en las epidermis evolucionadas de nuestros cuerpos y organismos. Hay edificios urbanos que incluso muestran en el frontal de sus paramentos el año exacto de su construcción. Dicha cita cronológica en algunos inmuebles nos llega a asombrar, pues vemos que permanecen hoy casi como ayer, aunque acumulen en sus estructuras más del centenar en años. Pero lo normal es ese cambio, lento, constante, en la fotografía urbana. También vemos estas modificaciones novedosas por toda esa vegetación que da lustre natural y agradecido a nuestras ciudades, aun conservando estupendos ejemplares que son más que centenarios. Sin embargo, a pesar de todas estas no aceleradas transformaciones, comprobamos fácilmente cómo la antigua imagen de muchas calles, plazas y rincones de nuestro entorno ya no es la misma. Esa memoria fotográfica ha quedado profundamente alterada, a través de las modificaciones que han ido recibiendo muchos de sus edificios y otros elementos urbanos del área residencial donde se ubican.

La mejor forma de comprobar esta realidad cambiante es realizar un relajado paseo por las zonas, más o menos antiguas, de la ciudad donde esté fijada nuestra residencia o hayamos vivido durante un tiempo estimable. Tengamos una mayor o menor agudeza observadora, las imágenes que perciben nuestros ojos avalan dichos cambios en el paisaje edificatorio, siempre en íntima colaboración con los fundamentos de nuestros recuerdos. ¿Quién no ha dedicado una de sus tardes o alguna mañana para realizar un pausado y “sentimental” recorrido a través de ese puzle edificatorio, que estructura el barrio o la zona donde nacimos, jugamos y crecimos, en nuestra ya alejada infancia? Vemos el cambio en muchos edificios. Se han diseñado nuevas plazas y calles. La decoración y el mobiliario urbano es muy diferente del que reposa con más o menos nitidez en los anaqueles de nuestra memoria. Es una sensación tan impactante la que te embarga que incluso hay momentos en que te ves corriendo, jugando o paseando por los mismos lugares de “ayer” o entrando en comercios o viviendas que ya no están, sin olvidar ese diálogo con personas concretas, de nombres y apellidos, que al ser mayores que tú hace años que emprendieron sus últimos y postreros viajes a esa inmensidad desconocida de la que algo imaginamos y de la que casi nada o nada sabemos.   

En este “geográfico” contexto, emerge la figura de un modesto ciudadano llamado Heliodoro Radial Ermita. Acumula más de seis décadas vitales en su calendario y aún hoy está en activo laboral, como conserje de un importante museo de titularidad pública, entre los muchos centros expositivos que pueblan los latidos culturales de la ciudad. Generalmente cumple un horario continuado de mañana, desarrollando su jornada laboral desde las 8 am. hasta las 15 horas. Esta temporalización del trabajo le permite dedicar parte de las tardes a cultivar algunas de las aficiones que más le incentivan, como son el cine, las visitas a exposiciones diversas, la asistencia a conciertos de música variada y, en ocasiones, también gusta practicar alguna actividad deportiva, de intensidad media o baja, como es el senderismo por la naturaleza, siempre que el buen tiempo lo permita. También disfruta con el mayor agrado de ese caminar inconcreto por la propia ciudad, a fin de recorrer los barrios por los que usualmente apenas pasamos y que se hayan alejados de nuestros itinerarios profesionales, comerciales o familiares.

El personaje de nuestra historia reside en un antiguo 3º B sin ascensor. Su piso está integrado en un pequeño bloque centenario ocupado por sólo seis familias, mientras que en el bajo existe desde hace muchos años un comercio de carnicería, cuyo propietario, el Sr. Colás  sabe dar amena conversación a muchas parroquianas y parroquianos que pueblan un barrio muy popular, ubicado en la zona norte del Molinillo malacitano. Helio permanece soltero, pues ha carecido de ese don de gentes para atraer a una compañera con la que formar una familia. En su vetusta vivienda de toda la vida, propiedad familiar, vive junto a su madre doña Casilda (viuda de don Lisandro, que en vida fue factor de la Renfe) con esos años inconcretos y cambiantes que ella manifiesta (en el libro de familia aparece julio del 1936, como la fecha de su lejano nacimiento). Son errores cronológicos comprensibles debidos a un principio de alzhéimer que esta Sra. padece, con fortuna aún no muy pronunciado.

El episodio que iba a condicionar la vida apacible de este modesto funcionario de la Administración civil del Estado comenzó en una húmeda tarde del mes de febrero, cuando esa misma mañana leyó, en su pequeño habitáculo de la conserjería del Museo, una información publicada en la prensa local acerca de una interesante exposición fotográfica, que estaba teniendo lugar en el salón de exposiciones de la Sociedad Económica de Amigos del País. El muy atrayente motivo de esa muestra fotográfica estaba centrado en testimoniales imágenes de la Málaga de finales del XIX y gran parte del siglo XX.

A las seis en punto de la tarde de ese mismo miércoles, ya estaba Helio atravesando la puerta de la histórica institución, con entrada libre para la difusión cultural entre la sociedad malagueña y los miles de  turistas que pueblan las calles, los monumentos, los bares y los comercios  de la ciudad. Tras ir repasando las primeras muestras fotográficas, el muy interesado visitante iba quedando asombrado al comprobar los cambios tan profundos que ha ido experimentando Málaga a lo largo de las décadas. El puerto, el entorno de la Catedral, el propio Parque y la Alameda, barrios como el de Capuchinos, Trinidad o la Cruz del Humilladero, etc. Comparar la densidad y monumentalidad edificatoria del actual barrio de la Malagueta, con la imagen que tenía ante sí de casitas modestas de pescadores, todas de planta baja, construidas con materiales muy pobres y de escasa consistencia, era toda una lección acerca de evolución urbanística de la planimetría y “relieve” malacitano. Cambios que resultan un tanto increíbles, al haber tenido lugar tenido lugar en el transcurso de no más de setenta u ochenta años. Observando las fotos, percibía que esas transformaciones no afectaban sólo a los volúmenes edificatorios y al muestrario vegetal de la antigua ciudad, sino también incidían en sus habitantes, siendo estas diferencias evidentes tanto en la forma de vestir, viajar o de emplear el tiempo de ocio. 

En su lento pasear ante las láminas expuestas iba deteniéndose unos minutos entre foto y foto, cuando inesperadamente llegó a una gran imagen (por su tamaño) en la que se mostraba una sociológica y bella estampa dominguera, correspondiente a un lejano mes de marzo. La toma fotográfica estaba datada en 1961 y en ella se mostraban a varios grupos de personas paseando por entre los jardines del importante y heterogéneo tesoro botánico, por sus valiosas especies, parque malacitano. Su sorpresa fue mayúscula, cuando entre las personas que deambulaban por los coquetos jardines identificó a un niño: ¡era él mismo! siendo muy pequeño (apenas habría cumplido entonces los cinco años de edad). Sus dos manos las entregaba una a su mamá, fácilmente reconocible por su juventud y belleza, mientras que la otra mano la llevaba un señor, algo mayor que se madre, persona a quien en nada conocía. Desde luego podía afirmar, sin ningún género de dudas, que ese hombre quien le llevaba también de la mano no era su padre Lisandro. Obviamente la mayoría de los paseantes que integraban la populosa imagen no estaban posando, sino que el fotógrafo en la toma los había impresionado circunstancialmente en el celuloide de su cámara, mientras apaciblemente caminaban. Con más detenimiento observó que los dos adultos, quienes le asían de las manos, intercambiaban sonrisas, mientras que él tenía sus ojos centrados en un grupo de palomas que estarían recogiendo con sus picos algún alpiste perdido por entre la gravilla, albero y losetas del suelo.

Mostrándose muy interesado por aquella muestra fotográfica de su infancia, en la que había quedado impresionado por una cámara profesional o aficionada, se dirigió a la encargada de la exposición, Clara Báguena, a quien consultó la posibilidad de solicitar una copia de esa foto, titulada “Paseo dominical por el Parque”. Explicó los motivos a la responsable de la muestra, la cual le ofreció dos posibilidades que podrían satisfacer sus deseos. Una de ellas consistía en acudir al propietario de las láminas expuestas, el muy veterano fotógrafo Plutarco Cambials. Pero el medio más rápido era que tomase con su móvil una copia de esa fotografía. Así lo hizo, aunque esa noche estuvo localizando a través de Internet datos del fotógrafo propietario de las imágenes, a fin de ponerse en contacto con él. Desde que se vio allí retratado de manera involuntaria y durante los días siguientes, aparte de la alegría de reconocerse allí siendo un niño, en una imagen que había conocido más de medio siglo después, le daba vueltas a la cabeza acerca de la identidad de ese hombre, con sombrero y recatado bigote, que acompañaba a su madre en tan placentero paseo. Lo más curioso fue la reacción de su madre cuando le mostró esa parte de la fotografía, notablemente ampliada en su móvil. La Sra. Casilda, un tanto desorientada y algo nerviosa balbuceó unas palabras en el sentido de que no recordaba nada de lo que allí se veía. Aceptaba que era ella y su hijo, pero que no sabría explicar quien sería ese señor que tomaba de la mano al niño Helio. Sus problemas de memoria eran cada vez más intensos y preocupantes.

Aplicando la mayor paciencia y constancia, al fin pudo contactar con este fotógrafo, ya retirado profesionalmente, propietario de las imágenes expuestas. Era un venerable señor nonagenario quien, tras escuchar las explicaciones de Helio, accedió a facilitarle una copia de esa foto, con la gentileza de no cobrarle nada por el trabajo. En realidad él no la había tomado, sino que la descubrió, junto a otras tomas, en el negocio de un anticuario de la calle Andrés Pérez, sino en una de las zonas más recónditas de la Málaga antigua. La guardó con gran esmero pues, aunque resultase curioso, no poseía apenas fotos de su infancia. Al preguntarle a su madre acerca del por qué no conservaba fotos de sus primeros años, aquélla trataba de cambiar de conversación o aportar la excusa de que su difunto marido no era persona aficionada al arte fotográfico. No quiso incidir más en el asunto, pues era un tema de conversación que no parecía agradar a la buena señora, en sus momentos de normal lucidez.

Pasaron algunos meses desde estos hechos cuando otra tarde de tiempo primaveral, al volver de un largo paseo deportivo por el paseo marítimo del Oeste, Helio decidió darse una reconfortante ducha, pues la temperatura del día había sido anormalmente elevada. Los primeros terrales de la temporada se adelantaban en el calendario, debido probablemente a las alteraciones meteorológicas del cambio climático. Al salir del cuarto de baño, comprobó que su madre se había quedado adormilada ante la televisión, sentada plácidamente en su apreciada mecedora. Pensó salir de nuevo a la calle, con la idea de acercarse a una pizzería que tenían cerca de casa, a fin de comprar algo para la cena. A doña Casilda le gustaba preparar excelentes ensaladas, con lo que ya tendrían el menú dispuesto para esa noche. Observó que su madre había dejado la luz de su habitación encendida y al ir a apagarla vio que un cajón de la cómoda estaba medio abierto y una pequeña bolsa de terciopelo rojo había caído al suelo. Se agachó a recogerla con la curiosidad propia de no haber visto nunca esta bolsita, que parecía tener muchos años por su textura y uso en manos de su madre. Percibió que estaba llena de algo que parecían pequeñas cartulinas, por lo que decidió mirar más detenidamente en su interior.

No se equivocaba en su suposición. La bolsa de tela roja contenía un bloque de pequeñas fotografías que sumarían no menos de un par de docenas. Tal vez, más. Todas ellas eran en blanco y negro, aunque tenían un “virado amarillento” por ambas caras, debido al paso del tiempo y al probable “manoseo” de las mismas. Sufrió un gran impacto el reconocer, desde las primeras fotos, la imagen de ese hombre del sombrero elegante y con bigote recortado que acompañaba a su madre y a él mismo en su infancia, durante un muy lejano paseo dominguero por el Parque. Había muchas fotos de este hombre, cuyo nombre firmaba como Uriel, en la amorosas dedicatorias dirigidas a su amada Casilda. Guardó las fotos en la bolsita de terciopelo y las devolvió al cajón de la cómoda, para reflexionar con más tiempo como debía actuar con respecto a ese descubrimiento. 

Durante la cena de ese día y en otras oportunidades de los días sucesivos sopesaba la conveniencia de preguntar abiertamente a su madre acerca de la identidad de ese hombre que aparecía tantas veces junto a ella, dedicándole tiernas y muy cariñosas palabras, en el anverso y reverso de las fotos. Pero no tenía el ánimo suficiente para poner en aprietos a la persona de quien había recibido la vida y a la que amaba profundamente. por todo el bien que ella había sabido darle, tanto en los años de crianza y desarrollo hasta la actual etapa de su plena madurez. Pero al fin sus dudas pudieron más que la necesaria prudencia ante la compleja intimidad de un ser tan querido. Un luminoso lunes de marzo, mientras servía a su madre un tazón con leche caliente, que la buena señora gustaba consumir, añadiendo migas de pan en su contenido, se sentó junto a ella en la mesa camilla y, mirándole con serenidad a sus ojos, planteó la correspondiente y difícil pregunta:

“Mamá ¿has conocido o tratado alguna vez a una persona con el nombre de Uriel?” Esperó serenamente la respuesta de la veterana señora, a quien se le cambió el color del rostro, en el instante de escuchar ese significativo nombre, pronunciado por su único hijo. Casilda no respondió, pero entornó la vista y siguió como si nada, migando el pan sobre la leche caliente que llenaba su tazón preferido. Helio hizo lo propio, moviendo lentamente la cucharilla en la taza de té que también se había preparado. Guardó silencio, ante el silencio de una anciana señora que sentía, en lo más íntimo de su ser, verse descubierta ante el secreto de toda una vida. La escena conformó una bella y plástica imagen. Un hijo que serenamente se levanta de su asiento, retira el tazón y su propia taza, ya consumidos, para llevarlos al lavaplatos. Vuelve al salón de la vivienda y, tras besar a su madre, le comenta que va a dar un paseo. “Abrígate un poco, porque puedes coger algo del frío en la humedad de la noche”. Estas fueron las únicas palabras que Casilda pronunció, en aquella significativa tarde que ya nunca más olvidó.

El desenlace explicativo de esta sencilla pero al tiempo compleja historia, entre un hijo y su madre, hay que buscarlo casi dos años después, cuando aquél organizaba el dormitorio, con los enseres y recuerdos de una muy querida persona que ya no volvería a ocuparlo. Helio había soportado unos muy tensos y dolorosos días, con esos cansinos trámites administrativos, entremezclados de conflictos afectivos, que todos los decesos conllevan. Preparaba hatillos de ropa, para cederla a las Hermanitas de los Pobres y también a la organización Cáritas. Al fin le llegó repasar la vieja y entrañable cómoda de doña Casilda que, filial y respetuosamente, no había querido volver a investigar. Efectivamente allí, en ese tercer cajón hacia el suelo, reposaba la pequeña bolsa de terciopelo rojo, con ese fajo de fotografías que dos años antes tuvo inesperadamente en sus manos. Pero junto a las imágenes “apresadas” en unos pálidos y “somnolientos” cartones, debido a su antigua cronología, había un sobre blanco, inmaculado como la nieve, dirigido a él mismo. Contenía en su interior un muy largo folio explicativo escrito con una dubitativa y torpe caligrafía y ortografía, aunque pleno de sentido, amor y cariño hacia su genético y afecto destinatario.

“Mi querido y muy amado Helio. Leerás estas líneas cuando ya me haya tenido que ir. No debes estar triste en ese momento, pues las leyes de la naturaleza hay que aceptarlas y asumirlas. En este carta vas a tener la respuesta a la pregunta que me hiciste, con extrema delicadeza, hace muchos meses y que yo no supe o no pude responder. Haberlo hecho, en aquél momento, habría sido como traicionar una promesa que tenía anclada en mi conciencia. Pero en estos duros momentos, que no quiero resulten tristes para ti, creo en justicia que debes conocer un secreto que he sabido mantener oculto durante gran parte de mi existencia.

Como entenderás, la vida en aquellos lejanos años 50 era muy diferente a la actual. Mi matrimonio con tu padre era medianamente feliz … a pesar de ese su difícil carácter que le surgía en las ocasiones más inesperadas. En el fondo se sentía un hombre frustrado, porque no venía esa descendencia que reafirmara su personalidad como hombre de la casa. De la forma más simple e imprevista, conocí a una gran persona llamada Uriel. Tuvo un accidente cerca de casa, no demasiado grave aunque aparatoso, viajando en su moto. La casualidad quiso que yo me encontrara en la puerta de nuestra casa y me apresté a ayudarle en sus molestas heridas. Así de simple nació nuestra entrañable amistad.  Era militar de profesión y estaba casado con una difícil mujer que le había dado tres hijos, pero con la que se sentía profundamente infeliz. Nos seguimos viendo en secreto, aprovechando las ausencias que por su trabajo en la Renfe tenía que realizar Lisandro. Agradecía y valoraba mi cariño y dulzura con su persona. La naturaleza y la divinidad quiso que sembrara la semilla de tu vida en mi cuerpo. En modo alguno quisimos poner fin a un ser que reafirmaba nuestro cariño, en realidad un vínculo imposible. No eran los tiempos del siglo XXI. Ninguno de los dos podíamos, ni queríamos en realidad, romper con nuestras familias. Era una época difícil, muy difícil y autoritaria, para adoptar actitudes valientes y escandalosas, ante los ojos de una sociedad profundamente hipócrita, machista y clerical.

Lisandro creyó siempre que era el padre de un hijo que al fin el destino le regalaba. Mientras que Uriel y yo nos conjuramos a mantener el secreto de por vida y a afrontar nuestra muy dolorosa renuncia afectiva. Dejamos de vernos, aunque durante algunos años buscamos algún encuentro puntual y secreto, siempre en la fecha del 26 de Marzo, la fecha en que tu naciste, para que durante algunos minutos el pudiera verte y llevarte de la mano.

De Uriel, tu verdadero padre genético, sé que falleció hace mucho tiempo, cuando participaba en unas maniobras militares. Mi ilusión sería que tras este mi último viaje, pudiera encontrarme con él, la persona a quien mucho quise, a quien de verdad amé. Tal vez ese encuentro se produzca en la inmensidad de ese infinito sembrado de estrellas y regado por la humedad de las mágicas nubes. Sería una alegría, un milagro, que algo así sucediera.

Perdóname que nunca fuera sincera contigo. Pero el juramento que hicimos Uriel y yo debimos y supimos cumplirlo. Con todo mi fervoroso amor, siempre tu madre, Casilda”.  


VIVENCIAS DE LOS TIEMPOS FUGACES, INSERTAS EN
LA MEMORIA.

José L. Casado Toro  (viernes, 1 FEBRERO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga




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