domingo, 5 de agosto de 2018

DOS VIDAS, EN UN BUEN FINAL DE LA HISTORIA.

Cuando practicamos el inteligente hábito de asistir a una sala cinematográfica, es frecuente que nuestros amigos, compañeros de trabajo, familiares o conocidos, nos pregunten (en el contexto de la conversación) acerca de esa película que hemos tenido la oportunidad de visionar. Dependiendo del interés de nuestro interlocutor, las preguntas y los comentarios que se nos plantean pueden ser de lo más variado: ¿Qué tal el argumento? ¿Cómo están los actores? ¿A qué género cinematográfico pertenece? ¿Te lo has pasado bien? ¿Merece la pena ir a verla? ¿Dónde la “ponen”? ¿Es aburrida o distraída? ¡Cuéntame el mensaje principal de la película! ¿Está dirigida con destreza? ¿Tienen los actores credibilidad? ¿Cómo es la calidad fotográfica? ¿el sonido es afortunado? ¿Versión original subtitulada o traducida? ¿Te dormiste o mantuviste despierto durante toda la proyección? ¿Resulta muy largo el metraje? ¿Estarán bien invertidos los seis euros que cuesta el precio de la entrada? Pero en definitiva ¿es interesante o aburrida? ¿Aporta valores o simplemente es para pasar un rato? Y así pueden surgir, en ese contexto divertido de la conversación, un denso catálogo de interrogantes cuya diversidad va a depender de las expectativas de quien los plantean y, también, de la paciencia y el sentido explicativo de quien responde. 

Pero, entre todos esos elementos informativos, hemos dejado para el final uno que no se ha citado y que es considerado el más importante, para una gran mayoría de entre las personas aficionadas al cine. Nos referimos a una pregunta cada vez más recurrente y definitoria, de manera especial en estos tiempos abiertos para la atmósfera nublada de la confusión y el desánimo. Su respuesta resultará meridianamente clarificadora a fin de motivar, o por el contrario disuadir, nuestra asistencia a esa sala en donde el film se proyecta. La trama argumental ¿posee un buen final? Aunque parece obvio el sentido de este interrogante ¿qué deseamos exactamente  expresar cuando lo utilizamos, cada vez con una mayor frecuencia? Básicamente, que la historia narrada o contada por el director de la cinta nos deje más felices que tristes, que salgamos del cine con una expresión de alegría y que no mostremos en nuestros rostros esas señales inequívocas de preocupación, confusión o desánimo. Los avatares de la vida encierran abundantes motivos que nos hacen sentirnos mal, por lo que no resulta inteligente o conveniente pagar el coste de una entrada, para ir a “pasar un mal rato” o sufrimiento, durante la hora y media de metraje. Que el tiempo aplicado nos evite finalmente salir del cine con un sentimiento de disgusto o frustración. Aspiramos a que esa historia que acabamos de visionar, empatizando e interiorizando la interpretación de los protagonistas, nos debe  de dejar ese “agradable sabor de boca” que facilite o despierte nuestro optimismo, a fin de valorar con más alegría el sentido positivo de la existencia.

Lo lamentable del caso es que, no pocas veces, acudimos al cine o al teatro sin “documentarnos” previamente acerca de aquello que vamos a ver en pantalla o representado sobre las tablas del escenario, llevándonos una escasamente agradable sensación de la experiencia compartida. De ahí que resulte inexcusable e inteligente esa información o asesoramiento previo, sea básico o más profundo en su contenido, a fin de evitar sorpresas desagradables o incluso la convicción de que hemos perdido neciamente nuestro tiempo y el coste del precio de la entrada.

Néstor Lablanca Vallecilla trabaja como taquillero en un multicines  de titularidad municipal, ubicado en una capital marítima de la región andaluza. Hace ya siete años que se apuntó a una convocatoria de empleo público, convocada por el Ayuntamiento de su ciudad. Tuvo la suerte, con los méritos correspondientes a un pequeño examen que hubo de afrontar, de obtener una plaza de auxiliar, lo que le permitió firmar un contrato de tres meses que podría ser prorrogable. Fue destinado al departamento de cultura, desde donde lo enviaron a ese complejo cinematográfico que controla la administración municipal. Llevaba casado ya dos años, habiendo tenido que soportar durante ese tiempo (corto o largo, según se considere) una profunda inestabilidad laboral, con fases muy amargas de desempleo, situación agudizada por las necesidades de su reciente paternidad. Su buen comportamiento trabajando en la taquilla del cine, más su abierta disponibilidad para realizar cualquier otro servicio en el complejo cinematográfico, le permitió acumular sucesivas prórrogas del antiguo vínculo laboral, consiguiendo en la actualidad estar considerado como “fijo contratado” en la plantilla del ente municipal. Como ya se ha expresado, además de vender las entradas en taquilla, se presta a ejercer para un poco de todo lo necesario: limpieza de las salas, colocación de la cartelería y publicidad, vendedor (cuando llega la necesidad) de palomitas u otras golosinas en el pequeño bar del complejo, sustituir al compañero de la puerta, para controlar la entrada del público, acomodar a los usuarios de las salas, repartir las hojas informativas con los datos básicos de las películas proyectadas e incluso desplazarse hasta correos o a las oficinas de transporte urgente, para recoger los discos duros o los rollos de cintas, según el soporte en el que vienen las respectivas películas, El sueldo de auxiliar del que disfruta no es muy elevado, pero al menos le permite tener un trabajo en esta época de estrecheces económicas, especialmente porque este joven, ya con treinta y dos años de edad, carece de una titulación académica relevante. Solo llegó a completar los estudios medios, cursados en el Instituto de bachillerato de su barrio,  con un expediente administrativo bastante mediocre.

Su cónyuge Jennifer no se adaptó bien a este tipo de vida, sumida en un mar de carencias. La chica, habituada a los gastos y tentaciones incontroladas, en casa de sus padres, carecía de la madurez necesaria para controlar su patente ambición o caprichos por las compras y gastos superfluos. Después de tres años de matrimonio, decidió abandonar el hogar familiar, llevándose a su hija Maya a casa de sus progenitores. Fue una separación de hecho que Nestor resignadamente aceptó, pues tampoco él se sentía feliz al lado de aquella persona a la que no había conocido bien durante lo que fue un  corto período de noviazgo. Las discusiones y desencuentros eran más que frecuentes. Ahora le pasa mensualmente el 50 % de lo que gana en el multicines, para el sustento de la inmadura y caprichosa joven. Para poder sufragar su propia alimentación y el alquiler de la vivienda donde reside, ha de utilizar las mañanas (que tiene libres en el cine) para ayudar a repartir mercancías en una empresa de transporte que le paga con “dinero negro”. Su carácter sosegado y paciente le lleva a aceptar relativamente bien este modesto tipo de vida, especialmente en estos absurdos tiempos de contracción y dificultades para la economía.

Dos de agosto, en una tarde de intenso calor por el incómodo viento de terral. El incentivo que ofrecía comprar una entrada de cine, a fin de pasar un par de horas viendo una película, disfrutando el ambiente de frescor en alguna de las cuatro salas (incluso pasando frío, dado el bajo nivel térmico en el que se modulan neciamente estos mecanismos refrigeradores, tanto en cines, como en los autobuses y comercios) resultaba bastante tentador para las personas que pasaban por la zona, soportando la elevada temperatura reinante en el ambiente. Aquel día se proyectaban siete películas, repartidas en las tres sesiones del horario por las cuatro salas disponibles hasta el momento (se anunciaban unas reformas, para incrementar dos salas más al complejo cultural).  Los films comenzarían su proyección a las 18 horas en punto.

A eso de las 17:40, Néstor vio acercarse una mujer a la taquilla. Aparentaba tener unos treinta y pocos años. Era de complexión delgada, cabello liso moreno oscuro, peinaba una simpática cola de caballo recogida con una cinta elástica rosa. Ojos azules y expresión facial un  tanto desorientada, como no sabiendo con certeza qué película elegir. Vestía una camiseta celeste de manga corta, pantalón vaquero de corte “pirata” y calzaba unas sandalias de cuero beige claro.
 
El “aburrido” taquillero preguntó a la chica cuál era la sala que había elegido, para esa primera sesión. Un tanto pensativa y dubitativa, tras breves segundos de silencio, la joven pronunció esta curiosa  o peculiar respuesta:

“Sí, por favor, en mi situación actual, prefiero una película que acabe bien. Es lo que realmente necesito para esta tarde. Te ruego elijas por mí. A buen seguro que me aconsejarás bien”.

A Néstor le hizo gracia la espontánea y desenfada respuesta que había recibido de la “necesitada” joven. Con la experiencia que había acumulado en esos siete años de trabajo, se consideraba preparado para atender a todo tipo de espectador. Así que, con habilidad y curiosidad, se dispuso a ayudar a la muy poco decidida interlocutora. No había nadie más esperando en ese momento para poder ser atendido, por lo que se animó a dedicarle unos generosos minutos a la desorientada cliente. Le explicó, con la mejor de sus sonrisas, que no había visto ninguna de las cuatro películas que a esa hora iban a proyectarse. Pero que por los títulos y los comentarios críticos, le recomendaba una comedia del cine francés  que debía ser distraída. Con gran agilidad, llamó por el teléfono a Salvio, el operador de cabina. “Mira Salvi ¿acaba bien la película francesa de la 2? Es que una cliente me pregunta y no quiero defraudarla”. Al confirmarle su compañero de que esa comedia de enredos garantizaba salir de las sala con la sonrisa en la boca, entregó la entrada a la joven. “Ya me comentarás qué te ha parecido. Espero que te lo pases bien”. La respuesta que recibió a tan amable comentario, le dejó bastante pensativo: “Sí, muchas gracias. Lo que en este momento necesito es distraerme y salir del cine con mejor ánimo del que ahora soporto. Será bueno “introducirme” en una nueva historia, a fin de encontrar soluciones a la que ahora estoy viviendo y no me hace  mucho bien, sino todo lo contrario”.

Serían las 19:45 cuando la chica (cuyo nombre era MADIA) se acercó de nuevo a la taquilla. Una bondadosa sonrisa presidía su rostro. “Muchas gracias por el buen consejo que me diste. Me lo he pasado muy bien. Es una comedia que te hace salir de cine con mejor talante del que tenía antes de sentarme en la butaca”. La respuesta del satisfecho taquillero no se hizo esperar. “Me alegro de que mi consejo te haya resultado útil. Te comento que, dentro de una media hora, tengo derecho a unos minutos de descanso. Hoy tengo que estar en taquilla hasta las 22 horas, cuando comienza el último pase. Si tienes unos minutos de paciencia, te das una vuelta y a las 8 y cuarto nos vemos en la puerta de la cafetería Acrópolis, que está a poco menos de 15 metros, por esta misma acera. Te invito a tomar algo que nos ayude a combatir el calor. Así nos podremos conocer un poco mejor”.

Pero aquella tarde de agosto, a la hora fijada, la joven no apareció por la cafetería, para la desilusión del interesado taquillero. Pasaron algunos días y Néstor fue olvidando el asunto de las chica desorientada, que deseaba ver una película cuyo final fuera estimulante. Tal vez había querido ir demasiado rápido en la amistad, con una persona de la que nada sabía.

Dos semanas más tarde, un sábado menos tórrido del que azotaba aquel otro día sobre la ciudad, prácticamente a la misma hora en que tuvo lugar el primer encuentro, de nuevo estaba Madia delante de la taquilla del cine, para sorpresa del asombrado taquillero. “Otra vez vengo a “suplicar” un poco de tu ayuda. La otra vez me aconsejaste bastante bien. Hoy se repite la misma necesidad. Reconozco que fui poco amable, cuando te dejé plantado en aquella cita de las 8 y cuarto. Pero no fui lo suficientemente valiente. La verdad… es que no me atreví. A buen seguro que me habrás perdonado, pues creo que eres una muy buena persona”. Los hechos se repetían con una similitud sumamente curiosa. De nuevo se reprodujo la recomendación de un film por parte del generoso empleado. De nuevo, concertaron una cita, esta vez para el lunes por la tarde, día de descanso laboral para Néstor.  “¿Te parece bien una merienda? Seguro que se puede convertir en una cena y así me cuantas de una vez por todas lo que te ocurre. Igual te puedo echar una mano. También yo te narro algo de mi vida, que también tiene sus problemillas”.

Ese nuevo lunes para la ilusión dos seres, sumidos en el letargo amargo de la soledad, unieron sus voluntades para compartir esas palabras que ambos necesitaban. Dieron un largo paseo por el espigón del Morro de levante. Él le resumió las circunstancias de su vida. Ella le confió la penosa (en su opinión) situación en que se hallaba.

Madia había vivido muy sometida a la dependencia materna, una señora muy mayor con severas limitaciones físicas para su autonomía y con largos años de viudez. Su única descendiente, soportó y entregó su voluntad a una persona de carácter especialmente absorbente, que exigía una absoluta entrega por parte de una hija a la que tuvo con una edad “límite” para la normalidad genética. Consideraba que había perdido los mejores años de su juventud sometida a unas exigencias continuas, a las que no se supo sobreponer o enfrentar. Hacía ya cuatro años en que la Sra. había “viajado al Paraíso”. Para Madia ese cambio en su vida supuso una esperanza de liberación, pero esa “libertad” le alcanzó ya con los 31 años cumplidos, sin especiales relaciones o básicos contactos sociales. Al carecer de estudios o titulación específica, tuvo que ponerse a trabajar (lo cual fue un incentivo ilusionado) en aquello que tan bien había aprendido y ejercido, durante tantos años la asistencia materna: la atención y el cuidado de personas vinculadas generacionalmente a la tercera edad. Suponía este tipo de actividad un ejercicio abnegado y de entrega absoluta a la que tenía que aplicar unos infinitos grados de paciencia y sumisión. Ese valor, pleno de habilidad, resultaba imprescindible para sobrellevar el trato exigente e inestable de estas personas mayores y físicamente degradadas, obligaciones impuestas a esas otras personas más jóvenes que las atienden y cuidan: levantarlas y acostarlas, asearlas, vestirlas, prepararles su alimentación, darles de comer, cuidar su medicación, pasearlas, ofrecerles conversación, llevarlas al médico, distraerlas y soportar con infinita paciencia sus caprichos, manías, palabras ofensivas y carácter agriado, derivadas de las dolencias, sus edades avanzadas y la limitaciones impuestas por una cruel e insensible naturaleza.

En estos momentos llevaba casi un año asistiendo a la Sra. Engracia Vilamontana. De manera afortunada, tenía que afrontar un horario comprendido desde las 8 de la mañana hasta las tres de la tarde, hora en que dos hijas se turnaban semanalmente para hacerse cargo de su madre, tras salir de sus obligaciones laborales. Había jornadas en que abandonaba el domicilio de esta “desequilibrada” señora, con lo nervios a punto de estallar, ya que que el comportamiento despótico de esta anciana alcanzaba límites difícilmente tolerables para el aguante. La ultima de estas modalidades, para la agresión de palabra, consistía en acusarla injustamente de estarle “sisando” dinero y objetos personales.

Para Madia ir al cine suponía una estupenda oportunidad con la que sentirse “liberada” en esa búsqueda de la distracción, el mejor ánimo y la recuperación de las fuerzas perdidas, en su actividad matinal asistencial. Pero necesitaba, por todos los medios, que la trama cinematográfica tuviera un final feliz u optimista, que pudiera estimularla a emprender con renovadas fuerzas el recorrido por un  mundo donde los valores se aletargan, resurgiendo nubarrones de egos, materialidades y fanatismos lamentablemente alejados de la racionalidad y la generosa  bondad.

Ha pasado aproximadamente una anualidad, desde los hechos narrados en el relato y vemos con satisfacción como Néstor y Madia disfrutan de una fructífera, serena y feliz convivencia. Ella trabaja por las mañanas y él lo hace por las tardes. Se llevan bien, se complementan, se ayudan y saben generar sonrisas. Como en las mejores películas, el hacedor de los destinos creyó en esos “finales felices” que los dos jóvenes tan bien saben vitalizar.

Hubo un día en que Jennifer llamó a su ex, Néstor. Había llegado a sus oídos la relación que éste mantenía con la cuidadora asistencial. Le pidió abiertamente, sin mayores preámbulos, de que volviera con ella, asegurándole, con un indisimulado cinismo que pensaba darle una nueva oportunidad, para ver si podían retomar su perdido vínculo.

“Es tarde, Jennifer. Ni tú serías feliz conmigo, ni yo contigo. Ambos tenemos un carácter bien diferente. Seguiremos manteniendo responsablemente el cuidado y educación de nuestra hija. Yo ejerzo de padre, pero hace tiempo que dejé de sentirme tu marido. Me conoces y te conozco. Es mejor dejar las cosas tal y como están. Lo contrario sería un craso error que no me siento animado volver a cometer”.

La inmadura Jennifer no volvió a llamar a las puertas de Néstor. Madia se reconforta con la suerte de haber encontrado un buen hombre, cuya sencillez y humildad es un esperanzador aval para el sosiego que ella siempre ha necesitado. Maya también se siente feliz. Tiene ahora un hermanito de padre, muy pequeño aún, que se llama Ismael.-


José L. Casado Toro (viernes, 3 Agosto 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



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