viernes, 28 de julio de 2017

UN POSTRERO Y ENTUSIASTA HOMENAJE, INSTITUCIONAL Y POPULAR, AL "HIJO DEL CABRERO".


Se trata de una desafortunada realidad que periódicamente nos llega a través de las redes mediáticas para la comunicación. Y es que ese injusto comportamiento social se repite una y otra vez, a pesar de que surgen voces en la sensatez que denuncian su errónea realización, clamando por el inteligente y necesario cambio en nuestros hábitos y respuestas. El hecho, objeto de controversia, posee una fácil exposición: hay personas que merecerían en vida un público reconocimiento y sin embargo sólo acceden a ese elogio social cuando les llega la hora en que nos abandonan para siempre. Son ciudadanos ejemplares que sufren en vida la falta o indiferencia de reconocimiento social e incluso la acerba crítica sobre sus esfuerzos y méritos profesionales. Sin embargo, cuando les llega su último y postrero viaje, surgen voces de aquí y de allá, hermosas palabras escritas y pronunciadas que, incluso de forma exagerada, potencian y ensalzan todas esas bellas cualidades y valores que adornaban en vida a la persona, reconocimientos que ahora ya no puede lamentablemente escuchar y considerar.

Esos emocionados gestos y laudatorias se materializan a través de vibrantes discursos, cálidos homenajes, celebración de congresos para la memoria, concesión de placas, monolitos y otros elementos en las calles y plazas de nuestras ciudades. También hay recintos públicos y privados que comienzan a lucir sus nombres, convocándose premios y concursos artísticos bajo su advocación. Se publican también libros que glosan y magnifican la figura y trayectoria de estas personas, se les erigen esculturas que muestran su imagen más o menos realista o idealizada y no faltarán películas u obras teatrales argumentalmente centrados en todos estos, ahora ya, “venerados y añorados personajes”…  Pero todo ese homenaje y aplauso social casi siempre les llega tarde, cuando ellos que son los verdaderos protagonistas de los honores ya no los pueden apreciar. Sí lo harán sus familiares y descendientes, que se preguntarán con tristeza por qué ahora sí y antes no. Vayamos, hora es ya, a una significativa historia, ambientada en este realista, absurdo y teatralizado contexto.

Sandro Barcala Palanca nació en el seno de una muy humilde familia de campesinos castellanos, residentes en un pueblecito llamado VILLA ALEGRE DEL MONTE que apenas supera en la actualidad los cuatro mil habitantes. Su padre, Eusebio, que mezclaba su dedicación como pastor de cabras y ovejas con trabajos esporádicos en la agricultura, se había casado en tiempos de la posguerra civil española con Trinidad, que se ocupaba de atender las labores del hogar y la educación de su único hijo.

La infancia de Sandro estuvo centrada en la ayuda a su padre con el cuidado del rebaño, por lo que desde esa corta edad fue conocido en el pueblo como “el hijo del cabrero”. Su maestro en la escuela unitaria, don Remigio, vio desde pronto en su callado e introvertido alumno unas dotes innatas para el dibujo. Este artístico don lo expresaba en cualquier oportunidad que se le presentaba: siendo muy pequeño, pintaba figuras incluso en las paredes de su caserón (con los castigos correspondientes de su madre) y aprovechaba las libretas escolares para mezclar en sus páginas bellos e inocentes dibujos que compartían el espacio con esos ejercicios y deberes  de aritmética y caligrafía realizados en la escuela. Desde siempre Eusebio quería para su hijo un oficio seguro, haciéndole ilusión verlo vestido algún día con el uniforme de la guardia civil, pero en todo caso siempre podría seguir su propio  oficio con el que mantenía a su corta familia: el ejercicio del pastoreo por el campo.  

Con el paso a la adolescencia, las cualidades del chico para la expresión artística se iban acrecentando, mejorando los trazos y las mezclas cromáticas, que revelaban una predisposición autodidacta asombrosa, pues de nadie recibió enseñanza alguna para avanzar en su estética y plástica capacidad. A poco de cumplir la mayoría de edad y cansado de soportar la rígida disciplina paterna, decidió poner en marcha un cambio profundo en su vida, cambiando el oficio de pastor por aquello que más le satisfacía: la pintura en los lienzos y tablas. En la madrugada de una noche de enero y habiendo dejado una breve nota de despedida para sus padres sobre el aparador del comedor, salió de su casa con una modesta maleta, en la que guardaba unas prendas de ropa básica. Se dirigió con presteza hacia la estación, con la intención de tomar el tren correo que pasaba por ese punto ferroviario a las 6:45 del amanecer. Su destino era Madrid, en la estación de Chamartín, a donde llegó a las 11:45 del mediodía, con cuarenta minutos de retraso. En su cartera el ilusionado pintor guardaba unos limitados ahorros, que superaban en poco las 300 pesetas.

Fueron unos meses muy duros en el frío invierno de la capital española, donde sobrevivió trabajando de camarero en un bar de la calle de Esparteros, próximo a la Plaza Mayor. El dueño del negocio, don Ignacio, le permitió ocupar una pequeña habitación en el ático del viejo edificio, a cambio de ampliar su horario de trabajo con la inclusión en el mismo de los fines de semana. A pesar de la limitación espacial, invertía lo poco que ganaba en la compra de tubos de pintura, pinceles, lienzos y cartulinas, material utilizado para hacer aquello que más le satisfacía en sus ratos libres disponibles.

Una noche, mientras servía en el bar a unos jóvenes gallegos con los que había entablado amistad, éstos le hablaron de sus proyectos para emigrar a tierras de América, concretamente a Buenos Aires. Le animaron a que se uniera a ellos, pues pensaban embarcar en el puerto de Algeciras una semana después. Le explicaron las gestiones que habría de realizar al efecto y ya, en el mes de Marzo, tras una dura travesía, pudo pisar el suelo argentino. Allí trabajó en oficios muy diversos (limpieza, restauración, fontanería, vigilancia nocturna…) sin dejar el ejercicio de la pintura, en todos esos momentos que le dejaban libre sus obligaciones laborales.

Por esos azares de la fortuna, alguien le habló de un pintor ya muy mayor, llamado Mateo, que solía dar clases de pintura a chicos jóvenes aficionados a esta destreza. Acudió a visitarle, llevándole una gruesa carpeta repleta de láminas con dibujos, acuarelas e incluso algunas pinturas de lienzos al óleo. El veterano artista y profesor quedó entusiasmado al ver esas muestras de un autodidacta que lograba dibujar con tal estilo, perfección, e imaginación. Le permitió utilizar el local del viejo estudio de su propiedad. Allí Sandro fue puliendo su capacidad plástica, con los sabios consejos de su protector. No abandonaba los pinceles ni un solo día, aunque fuera restándole horas al descanso.

Fueron años de avance continuo en la perfección de su estilo, comenzando una prometedora trayectoria de exposiciones y muestras que le permitió comenzar a vender cuadros, grabados, acuarelas y bocetos que le reportaron esos ingresos tan necesarios para subsistir e incluso para poder adquirir un estudio propio, con mayor luminosidad, espacio y proyección social, por su céntrica ubicación. Su nombre se fue consolidando en el mundo del arte local y nacional, pues comenzó a exponer en las galerías más importantes del país e incluso viajar con este mismo fin a muchas ciudades del extranjero, actividad y estilo que acrisolaba su nombre en el mercado artístico internacional. Trabajó mucho y ello le fue reportando sustanciosos ingresos, aunque lo que más apreciaba y valoraba era el prestigio de su nombre en los circuitos del arte mundial.

Nunca le apeteció volver o visitar a su pueblo natal. La relación con sus padres era casi inexistente, pues estos progenitores, recios castellanos, nunca asumieron su “huida” aquella noche de invierno en los albores de los años sesenta. Trinidad fue algo más compresiva y de tarde en tarde cruzaba algunas misivas con su afamado hijo, mientras Eusebio prácticamente renegó de quien era parte de su sangre, entregándose en sus últimos años de vida al silencio de las mañanas y a la bebida embriagadora de los atardeceres, práctica que le ayudaba a sobrellevar su avanzada y deteriorada vejez. Sólo los más antiguos del lugar recordaban que  el Eusebio y la Trini eran los padres de aquel “callado” e introvertido joven a quien todos llamaban “el hijo del cabrero” y que hacía años había emigrado para las Américas.  

Sólo una vez decidió tomar el avión y con un coche de alquiler desplazarse a Villa Alegre del Monte. El motivo de este viaje fue el fallecimiento de Trinidad, su madre, a los casi noventa años de edad. Su padre se había ido hacía ya unos tres lustros. En el momento de volver a pisar tierra española la edad de Sandro superaba ampliamente su media centuria, siendo un afamado artista de los pinceles, reconocido y ensalzado por la más especializada crítica mundial. Ahora residía de manera permanente en un caro ático de Manhattan, en el Estado de Nueva York, con espectaculares vistas al río Hudson. Sus inversiones y cuenta corriente sumaba muchos dígitos de dólares. Sus exposiciones y conferencias eran celebradas y aplaudidas por un público que veía en él a un nuevo genio de la plástica pictórica. Sin embargo, en aquel sencillo sepelio de su madre (al que acudió un reducido número de vecinos) nadie supo reconocerle. Habían pasado ya treinta y siete años desde aquella lejana noche en que, siendo muy joven, abandonó el recinto familiar con el objetivo de tomar el tren con destino a una nueva e incierta forma de vida.  

Una mañana de julio 2015, Isaac, el joven concejal del Ayuntamiento de Villa Alegre del Monte, encargado de las áreas de cultura, fiestas, deporte y salubridad, con el grado universitario de Historia del Arte en su currículum académico, pide permiso para entrar en el despacho de su compañero de Corporación, el Ilmo. Sr. Alcalde del municipio, Bernardo Barrientos.

“Buenos días, Bernardo. Anoche, mientras “navegaba” por Internet, llegué a unas páginas de arte, en las que pude conocer el fallecimiento, a sus 75 años, de un pintor muy prestigioso en el ámbito culto del arte contemporáneo. Se llamaba Sandro Barcala y era español de nacimiento, aunque hace unos años logró la ciudadanía norteamericana. El gobierno de Washington accedió a su petición, por sus grandes  méritos en el ámbito de la pintura y a su fijada residencia en ese país. Pero, leyendo esa información e investigando al efecto, descubrí un dato que te puede asombrar. Este gran personaje, premiado por las más selectos círculos del arte mundial había nacido precisamente aquí, en nuestro pueblo, del que emigró a los diecinueve años de edad. Era hijo de unos humildes labriegos y en su infancia y juventud era conocido por el apodo de “EL HIJO DEL CABRERO”, actividad que desempeñó ayudando a su padre. Se están celebrando grandes homenajes en honor de este genio de los pinceles, por lo que he pensado que también nosotros podríamos hacer algo interesante y aprovechar el tirón y el lustre mediático que ese homenaje, en su pueblo natal, nos pueda reportar”.  
El Sr. Alcalde de la Villa, quien por cierto era el propietario de las dos panaderías /confiterías existentes en el pueblo, se mostró entusiasmado ante la “suculenta” oportunidad que le estaba transmitiendo su inteligente concejal de cultura, a fin de organizar una espectacular fiesta para su lucimiento como primer edil. Isaac dispuso desde ese preciso momento con toda la confianza del compañero alcalde, a fin de organizar unos lúdicos actos festivos en memoria del “ilustre hijo de la villa”.

Ambos políticos pensaron en la conveniencia de levantar una gran escultura que se ubicaría en la porticada plaza principal del pueblo, enfrente precisamente del edificio que ocupaba la remodelada Casa Consistorial. Habría ¡como no! que preparar la correspondiente y sentimental placa conmemorativa, los emocionados discursos, invitar a las autoridades de la capital y se escucharía el Himno Nacional bajo acordes de la Banda Municipal. “Podemos organizar toda una gran paella popular para ese día ¿no te parece compañero Barrientos? “Eres un lince, en esto de darle lustre a la corporación. No te olvides tampoco, Isaac, del  baile popular, la orquestina y el montaje de una gran gincana para el juego de los niños. Daré orden al obrador de mi pastelería, a fin de que preparen una monumental tarta, con la figura de Sandro bajo un dosel, digna de figurar en el libro Guinness de los records, que será degustada por todos los asistentes”.

Se arbitraron fondos de aquí y de allá, a fin de que todo estuviera a punto para la celebración del gran día.  Villa Alegre del Monte, ese modesto y perdido pueblecito castellano de poco más de cuatro mil habitantes, iba a tributar un cálido, merecido y festivo homenaje al preclaro hijo del pueblo, el genial artista de los pinceles Sandro Barcala, aunque hubiera fallecido siendo ciudadano del coloso norteamericano, tras haber cambiado hacía años su nacionalidad.

Aquel tórrido domingo de agosto, la gran Plaza del pueblo estaba llena “a rebozar” completamente ocupada por los lugareños del municipio y otras muchas autoridades que se habían desplazado desde la capital de la provincia. Entre estas personalidades se hallaba el propio Ministro de Cultura del Gobierno, La Presidenta Autonómica y el Consejero de Cultura, el delegado del gobierno en la Comunidad, la mayoría de alcaldes de toda la comarca, autoridades civiles y militares de la provincia, representantes de la Universidad y, ocupando un lugar destacado del protocolo en la tribuna del acto, el venerable y orondo prelado de la diócesis, luciendo el ceremonioso y caluroso atuendo representativo de su dignidad eclesiástica. Los goterones de sudor, en tan ilustre dignidad y en las demás autoridades asistentes, corrían con mesura por sus respectivos rostros, La monumental escultura del ínclito homenajeado permanecía cubierta por un gran telón de seda beige, en cuyo frontal destacaba impreso el escudo de la ciudad sobre un gran rótulo cuyo texto con letras azules decía:
“A NUESTRO MEJOR HIJO PREDILECTO: SANDRO BARCALA.
AYUNTAMIENTO DE VILLA ALEGRE DEL MONTE”.

A la hora fijada para el comienzo del acto, siete de la tarde en el cálido estío veraniego de la Castilla más profunda, el Ilmo. Sr. Alcalde de la localidad se disponía a proceder a la apertura oficial del acto. La banda Municipal aguardaba para entonar el Himno Nacional, al final de los discursos con el descubrimiento de la gran escultura (3,25 m de altura) fundida en bronce, que descansaba apoyada sobre un gran dosel del más recio granito. La expectación ante un acto de magnitud inusual en el pueblo (ni los más veteranos ciudadanos podían encontrar entre sus experimentadas memorias algún evento parecido) era por completo excepcional. Ya situado en el atril de los intervinientes, Barrientos desplegó un par de hojas que tenía guardadas en el bolsillo derecho de su chaqueta color azul plomo.

“Respetadas autoridades que nos honran con su institucional presencia…” palabras que en ese preciso momento fueron interrumpidas por una estentórea voz procedente de la primera fila de invitados, que decía “por favor, tengo que hacer una muy importante aclaración”. Quién esto manifestaba, a viva voz, era un señor de mediana edad, cabello cano, ridículo bigotillo, traje gris y zapatos negros muy brillantes, el cual se dirigió hacia la tribuna de autoridades, portando un gran sobre blanco en su mano izquierda. Los tres policías locales que se hallaban delante de la tribuna, confundidos por el inesperado y osado gesto del visitante, no hicieron ademán alguno de frenar las diligentes pisadas del espontáneo interviniente que ya subía los cuatro escalones del gran estrado de madera montado al efecto.

“Le ruego que me perdone, Sr. Alcalde, por interrumpir el inicio de su intervención. Soy miembro del ilustre Colegio de Notarios de Madrid. En calidad de mi función notarial recibí, hace exactamente catorce meses una carta, que veía firmada por la persona a la que hoy quieren tributar un institucional y popular homenaje. Se me facultaba, en dicha misiva, para que, en el ejercicio de mis responsabilidades delegadas por esta persona, le hiciera entrega de otra carta adjunta, a fin de que fuese leída públicamente, si en algún momento iba a tener lugar un evento como el que ahora nos ocupa. Esta carta está dirigida, con el visado notarial, al Ilmo. Sr. Alcalde de Villa Alegre del Monte y  remitida por  D. Alejandro Barcala”.

El Alcalde, presa de los nervios y aturdido ante lo que debía de hacer en tan confusa situación, tomó el sobre en sus manos, lo rasgó y extrajo una cuartilla manuscrita, que se dispuso a leer ante la sorpresa de todos. El silencio era absoluto entre las miradas de asombro de los presentes, intrigado auditorio que se preguntaba en su intimidad acerca del contenido de aquella tan misteriosa misiva.

“Sr. Alcalde. Si el contenido de esta carta se hace público, será una evidente muestra de que mi persona ya no estará en el mundo de los vivos. Y también de que se me va a realizar un homenaje, póstumo, en el que yo sería el principal protagonista. Antes de que dicho acto se lleve a cabo, quiero expresarle mi firme deseo de renunciar a este homenaje. En vida, mi pueblo natal nunca lo hizo. En ningún momento se ocupó de recordar a un humilde joven, que en los ya lejanos años sesenta decidió emigrar hacia el extranjero, buscando esa fortuna profesional y económica que aquí se me negaba. Con mucho sacrificio y esfuerzo, logré alcanzar mi más preciado objetivo vocacional: convertirme en un artista profesional de los pinceles que, al paso de los años, he llevado con orgullo el nombre de mi patria por todos los rincones del mundo. Pero la indiferencia y olvido de mis gentes me llevó, desanimado ya, a buscar la cobertura política, económica y social de otro gran pueblo que tuvo a bien concederme su nacionalidad.

Sr. Alcalde: los homenajes y reconocimientos han de hacerse en la vida, de quien así los hayan merecido. Ahora, en este incierto momento de la lejanía, es tarde. Personalmente no creo ya en ellos y, por consiguiente, renuncio racionalmente a los mismos. Dediquen sus esfuerzos a conseguir una ciudadanía más solidaria y generosa, con aquellas personas que se esfuerzan por llevar y difundir el nombre de sus raíces por esas otras sociedades que se han prestado generosamente a acogerles. Repito, Sr. Alcalde: los homenajes, las placas y el verdadero afecto ha de mostrarse y realizarse en vida.

Con el respeto hacia el cargo que representa, reciba el saludo de Sandro Barcala, aunque algunos tal vez me puedan recordar como “el hijo del Cabrero”.-


José L. Casado Toro (viernes, 28 de Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga






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