viernes, 7 de julio de 2017

UN JUGLAR PARA LA INFANCIA, FIEL SEMBRADOR DE SONRISAS.

Hace ya algunos años, tuve la afortunada oportunidad de escuchar a un buen profesional de la farmacia pronunciar una frase que se me ha quedado grabada para fortuna de la memoria. Mientras esperaba para ser atendido, el farmacéutico titular le transmitía a un amigo (cuando estaba guardando en una bolsa numerosos medicamentos que éste había comprado) un excelente consejo, tanto por su contenido como por la persona que lo expresaba: “Aunque parezca un poco chocante que sea precisamente yo quien lo diga, pienso que el mejor fármaco es todo aquello que te pueda hacer sonreír e incluso reír de una manera sana”.

Este buen mensaje era bastante positivo y dinamizador, de manera especial, porque en demasiadas ocasiones intentamos solventar situaciones “depresivas” en lo anímico acudiendo a la ingesta de excesivos productos químicos que ayudan a ese fin, qué duda cabe, pero que también incitan a su abuso y dependencia, con los perjuicios correspondientes para el estado general de nuestra salud. Cuando sonríes, o brota en tu persona una saludable risa o “carcajada”, ya estás avanzando en una inteligente disposición para compensar y relativizar esos problemas o dificultades que hacen mella, más o menos inesperadamente, en nuestro estado orgánico. Es obvio de que hay personas que potencian nuestra alegría, mientras que otras, por el contrario, nos producen tristeza, inquietud o desánimo.

Conocí a Venancio del Rosal de una forma un tanto curiosa e inesperada. Cierta tarde, muy próxima ya la estación veraniega, me dirigía a una de las zonas ajardinadas de nuestra ciudad con el propósito de pasar un buen rato de lectura. El tiempo, gratamente primaveral, acompañaba para este objetivo de sentarme plácidamente en una de las zonas del Parque malacitano. Al pasar por un espacio habilitado para el juego de los niños, observé que muchos de los pequeños, junto a sus progenitores, formaban un corrillo alrededor de un señor ya mayor, que parecía estar narrando algún cuento o escenificando cualquier historia que hacía reír a los críos y también a muchos de sus padres. 

Permanecí allí durante unos reconfortantes minutos, compartiendo una situación definida por la alegría y la siempre necesaria sonrisa. Este hombre se dirigía a los niños con una familiaridad y llaneza plena de bondad  y amistad. Era admirable su habilidad para provocar las risas, el interés y ese lenguaje que nos hace afortunadamente ver las cosas de otra forma y sentirnos bien. Me llamó de manera especial la atención el hecho de que al finalizar ese buen rato narrativo, este hombre no pidió nada a cambio. Saludó a su vital auditorio, prometiendo que otra tarde acudiría al mismo lugar para narrar y escenificar sus chascarrillos y agradables historietas, para el divertimento de los más jovencitos que le atendían. Reitero lo de que no pasó “el platillo” ni pidió compensación alguna. Parece ser que se sentía plenamente satisfecho con el buen rato que había logrado regalar a ese joven auditorio que le había escuchado entre risas y aplausos.

Quiso la suerte de que unos días más tarde volviera a encontrarme con esta generosa persona. En esta ocasión ocurrió en uno de los ángulos de la histórica Plaza de la Merced, próximo a la que fue casa natal del pintor Pablo R. Picasso. A esa templada hora de las siete, en la tarde, la romántica y coqueta plaza estaba bien repleta de niños que jugaban y también de paseantes, una gran mayoría turistas con sus cámaras de foto y móviles al uso. Allí, muy próximo a la estatua sedente del genial artista, había logrado formar un concurrido círculo de espectadores, la mayoría niños, para hacerles pasar un buen rato con sus cuentos y esas mímicas que provocaban las sonrisas del vitalista auditorio. Me quedé otro buen rato observando la inteligente habilidad de este hombre mayor (estaría por sus sesenta anualidades avanzadas, tal vez los setenta) a fin de distraer sanamente a la chiquillería del lugar.

Pero ¿quién era este dinámico y popular personaje? La respuesta pude encontrarla a través una larga entrevista que le fue realizada y publicada subsiguientemente en la edición dominical de un  diario local. Venancio se había dado a conocer socialmente pues, por el contexto de las respuestas, llevaba ya muchas semanas “regalando” su generoso espectáculo a numerosos niños ilusionados con sus habilidades. Este hombre era el mayor de nueve hermanos, pertenecientes a una familia humilde, algunos de cuyos antepasados habían buscando acomodo laboral en la emigración, tanto en el norte de Europa como por el sur del continente americano. Era hijo de D. Delfín, de profesión cartero, del que siempre escuchó su orgullo laboral a causa de poder llevar buenas y más desafortunadas noticias, a tantos hogares de las barriadas malagueñas.  Para Venancio, el hecho de ser el mayor de tan numerosa prole familiar fue un condicionante de responsabilidad que siempre aceptó gustoso, a fin de ayudar a sus padres en el cuidado y educación de los hermanos más pequeños.  

Con esfuerzo y tesón aprendió el oficio de practicante, actividad que ha estado ejerciendo durante casi cuarenta años en una  pequeña clínica de su propiedad, modesto pero importante local ubicado en una barriada muy densificada de población. Su amor y dedicación por los más pequeños no fue correspondido por el destino. No tuvo la alegría de tener hijos en el matrimonio que formó con Ana, una laboriosa esposa que, por el carácter y mentalidad de su marido, siempre se dedicó a las labores del hogar. 

Hace ya tres años, decidió acceder a la jubilación laboral. Había cotizado como trabajador autónomo durante unas cuatro décadas, lo que le ha permitido disfrutar de una pensión económica, no amplia pero suficiente, a fin de atender las necesidades materiales de Ana y él. Sus manos habían ido perdiendo firmeza, exactitud y pericia, a causa de unos temblores de origen neurológico, probablemente a consecuencia de la edad. Esa molesta limitación aconsejaba que dejara el ejercicio de una profesión que siempre exige evitar los errores en la curación de las heridas y en esas inyecciones cuyo objetivo básico es sanar los cuerpos con problemas de salud. 

“La verdad es que me aburría soberanamente. Haber ayudado a tantas y tantas personas, a lo largo de cuatro décadas de mi vida, sintiéndome útil y solidario con esa “fontanería” estropeada en nuestros cuerpos, contrastaba con la situación de mi vida actual como pensionista, muy tranquila, demasiado sosegada y al tiempo un tanto inútil y tediosa. Pensé en los niños ¡cómo no! esas “almas” que yo no puede tener en mi matrimonio, pero a los que mucho ayudé cuando venían con sus padres a la clínica, para que les curase de sus heridas y enfermedades. Claro que recordaba los cuentos que les contaba a mis hermanos pequeños. Y los juegos que improvisaba con ellos durante tantas tardes de invierno o en la templanza lúdica de los largos períodos vacacionales en la escuela. Muchos de esos cuentos e historietas eran simples productos de mi imaginación. Había que distraer a numerosos hermanos, ya que la economía de mis padres no hacía posible el veraneo o el simple hecho de ir todos juntos al cine para ver alguna película.

Así que me dije: ¿existe algo más hermoso que la sonrisa de un niño? ¿por qué no dedicar parte de ese “infinito” tiempo que tengo por delante cada día, en hacer feliz a esos chavales que necesitan motivos para reír y disfrutar en esas sus vidas que apenas están todavía en sus inicios? Dicho y hecho. Comencé mi modesta tarea escénica por los jardines, normalmente en aquellas zonas donde se han instalado juegos para el público infantil. Más tarde, me dirigí a la dirección de algunos hospitales, especialmente donde hubiera niños encamados. El Materno infantil fue el primero en el que se me dio autorización para organizar, un par de días a la semana, algunas sesiones en el salón de actos o en algunos espacios adaptados en sus diversas plantas. Allí improvisé los cuentacuentos, las chirigotas y esas sencillas actuaciones que despiertan sonrisas, la ilusión y el encanto en muchas caras, cuyos cuerpos soportan el dolor de la enfermedad y la propia estancia en un centro médico, atmósfera muy diferente a la que gozan en la realidad de sus casas, con sus familiares, amigos y vecinos del barrio.

Claro que sí, me siento un hombre plenamente afortunado. Reconozco esta afortunada realidad. Desde un punto de vista egoísta ¿qué mayor premio o compensación puedo tener cuando distraigo, entretengo y, sobre todo, comparto la sana alegría de unos pequeñuelos que ríen y se lo pasan bien con las “payasadas” que tantas veces improviso? Pero el tema que mejor me sale y que más interés despierta son esos cuentos e historietas que fomentan la imaginación y el interés de ese improvisado auditorio que atiende interesado y divertido a mis narraciones”.

Pero la vida de todas las personas, también la de Venancio por supuesto, se ve influenciada por esa azarosa “ley de compensaciones” que nos trae el destino en sus alforjas, con luces para la esperanza y sombras infortunadas de ingratitud. Transparencias y opacidades en la evolución de ésta y otras biografías, que muestran el caprichoso devenir de los humanos caminando por la sendas de sus respectivos calendarios.

Una poderosa cadena mediática, que opera en el ámbito de la prensa, la comunicación radiofónica y la difusión televisiva, se puso en contacto con este peculiar A.T.S. jubilado, proponiéndole la intervención diaria en uno de sus programas de tarde. Y es que “el boca a boca” de sus habilidades se había difundido ampliamente, incluso fuera de Málaga. Su participación televisiva consistiría en dedicar unos minutos (no más de quince) al público infantil, entre lunes y viernes, en esa franja horaria de las 19 a las 19 y 15. En ese breve espacio de tiempo, narraría alguna historia o relato, escenificaría algún pasaje vinculado a cuentos imperecederos e incluso probaría con canciones o poemas para los espectadores más jóvenes de la cadena.

Durante los fines de semana tendría que desplazarse a Madrid, sede de los estudios centrales, en donde grabaría los cinco sketchs que serían emitidos durante cada una de las semanas. Dispondría de un equipo de asesores que le prepararían y sugerirían temas, materiales, escenografía y la necesaria indumentaria para cada una de las escenas a representar. Le hicieron un primer contrato de dos meses, renovables en función de las mediciones de audiencia. Su mujer Ana, una y otra vez, se esforzaba en poner muy variadas excusas a fin de no desplazarse a la capital de España acompañando a su marido para las correspondientes grabaciones. Estos viajes se desarrollaban entre la mañana de los sábados y el último AVE del domingo, ya casi en la media noche, procedente de la Estación ferroviaria de Atocha.

Los repetitivos y “oportunos” weekends era esperados y aprovechados, con anhelo y celo afectivo, por dos personas que desde hacía algún tiempo mantenían una secreta y fogosa relación. El pobre Venancio nunca sospechó que precisamente dentro de su propia familia había una persona que había puesto los ojos y el corazón en su propia esposa. Era una secreta atracción, gestada desde hacía años, correspondida por una insatisfecha Ana. En realidad, la relación entre ella y su marido de toda la vida había languidecido, años ha, bajo el peso rutinario del acomodo mecanicista.
Tras la emisión de la cuarta colaboración del improvisado actor, con la cadena televisiva que lo había contratado, los índices de audiencia fueron crueles con las expectativas despertadas por este preclaro juglar urbano del siglo XXI. Fue “despedido” con el rito amable de las palabras y una no muy elevada compensación económica que, precisamente, ambos cónyuges aprovecharon para hacer un recorrido turístico por diversas ciudades del mejor Marruecos. Precisamente, en una de esas tardes de atardeceres dorados, con el brillo áureo del sol sobre las dunas de arena desértica, Ana y Venancio, en la senectud de sus calendarios, fueron lo suficientemente valientes para poner claridad y racionalidad en la realidad de sus  vidas.

En la actualidad, Venancio habita la soledad de un pequeño apartamento en régimen de alquiler. Continúa realizando esa solidaria y hermosa labor de distraer y alegrar a los niños, por muchos de los parques urbanos de la ciudad. Pero, en esta segunda etapa de su experiencia, las cadenas mediáticas ya “pasan” de su persona. Ha dejado de ser aquella curiosa y grata novedad social. Su labor con la infancia es meritoriamente encomiable, aunque ya no “despierta” el afán comercial en esas estresadas empresas que viven y “luchan” con denuedo por el interesado y caprichoso “maná” de los índices o shares de audiencia. Mientras y con fortuna, los niños siguen dibujando sonrisas y esperanzas, en un mundo equivocadamente alocado y falaz.-


José L. Casado Toro (viernes, 7 de Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

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