viernes, 21 de julio de 2017

UN PECULIAR PERSONAJE, EN LOS JARDINES AL SUR DE GIBRALFARO.


Cuando el tiempo atmosférico es favorable, resulta bastante grato desplazarse a esos espacios vegetales que están repartidos por las distintas zonas que articulan la ciudad. Además del reconfortante y sencillo ejercicio que supone caminar para nuestra salud, puedes pasar un buen rato de lectura en estos espacios llenos de árboles, setos y parterres con flores y, en algunos casos, con esas artísticas fuentes donde a través de sus caños mana el ritmo hídrico del agua. El aroma de las flores, junto el sonido y frescor emanados por las fuentes, son excelentes compañeros para ese rato de sosiego, reflexión y descanso que tanto agradece y necesita nuestro ánimo y toda la estructura corporal que orgánicamente lo sustenta.

La tranquilidad de estas “paradisiacos” espacios sólo se ve levemente “sacudida” por la vitalidad infantil, muy propio de la edad, especialmente en aquellos jardines donde hay dispuestas zonas específicas, enriquecidas con el mobiliario adecuado para el ejercicio y el divertimento de los niños, que juegan con alegría bajo las miradas atentas de sus progenitores u otros familiares. Pero, en general, el sosiego suele reinar en estas valiosas islas vegetales que contrastan con el stress acústico y el cemento mayoritario de las manzanas de viviendas construidas por todo el laberinto urbano de la ciudad. El simple hecho de poder pisar un suelo de tierra, albero o pedregal contrasta favorablemente con ese asfalto petrolífero que cubre las arterias dispuestas para el trasiego circulatorio de tan numerosos vehículos que facilitan la movilidad de los ciudadanos.

También es frecuente que esa paciente lectura que deseas llevar a cabo se vea alterada por la llegada de otros paseantes, generalmente personas ya jubiladas laboralmente, que apetecen “echar” un ratito de charla con cualquier persona  que les preste atención. En general, son hombres mayores que sienten la vital necesidad de intercambiar esa conversación que les distraiga y compense en algo la manifiesta soledad en la que están sumidas sus vidas. Escuchar y poder expresarse es un gran aliciente para aquellos seres que sufren esa percepción de que nadie parece querer atenderles y compartir el juego mágico de las palabras. Se busca cualquier motivo de conversación al respecto: el tema siempre recurrente del tiempo atmosférico, alguna novedad publicada en los medios de comunicación, preguntar por la hora o pedir fuego para ese cigarrillo que insensatamente tienen en sus labios, etc. Cualquier motivo sirve o es útil para “romper el hielo” del silencio y la desvitalizada incomunicación.

Me hallaba plenamente concentrado en el libro que tenía en mis manos, cuando percibo que un señor mayor se acerca al banco de hierro y madera que yo ocupaba. En realidad esta persona había estado trazando en sus paseos caminos de ida y vuelta, pero cada vez más próximos hacia el lugar donde yo me encontraba sentado. Su rostro me resultaba totalmente desconocido. Tanto por su aspecto físico como por la conversación que posteriormente mantuvimos, se trataba de una persona jubilada que estaría entre los sesenta y cinco y setenta años de vida. Al ser época veraniega vestía con una camisa blanca, mojada por el efecto del sudor, fuera o liberada de ese pantalón bermuda azul pero no de marca o “hechura vaquera”.  Calzaba unas muy “trabajadas” sandalias marroquías. Sin duda era una persona que apetecía y gustaba caminar con patente generosidad. Ofrecía una epidermis muy tostada y curtida a causa, posiblemente, de haber desempeñado algún trabajo que exigiría la exposición abundante al sol (albañilería, pesca, agricultura…)

Evelio (como después se presentó) hombre de franqueza primaria y algo rudo en sus modales, rompió de inmediato el silencio entre nosotros. Tras el saludo cortés del “buena tardes” me pidió si se podía sentar junto a mi, pues se sentía algo cansado. Además nuestra banqueta  estaba protegido en aquél momento por una grata sombra, mientras los vientos de terral y de levante estaban en continua disputa por ver cuál de ellos establecía su reinado en aquel atardecer luminoso de Julio. De inmediato fui consciente de que mi rato de plácida lectura había llegado a su fin, pues mi inesperado compañero de banco venía dispuesto a hacer uso de toda su expresiva espontaneidad: a todas luces necesitaba que alguien le escuchara, previsiblemente durante bastante tiempo, como efectivamente así sucedió.

El tema central de su “muy enfadada” exposición estaba centrado en las desventuras que sufría, a consecuencia de las numerosas visitas que tenía que realizar al centro de salud en su distrito y al trato o desatenta atención que encontraba en los facultativos correspondientes. Se mantuvo no menos de unos diez minutos desgranando, en continuo, anécdotas y sinsabores que a su juicio recibía en estas consultas para su desconsuelo. Era evidente que mi lectura había quedado infortunadamente interrumpida una vez más, pues no era la primera vez que esta situación me ocurría. Tampoco me parecía elegante aducir cualquier excusa, como motivo más o menos convincente para levantarme y abandonar mi privilegiada ubicación en el jardín. Así que, pacientemente, me dispuse a escucharlo, con movimientos de cabeza afirmativos, entremezclados con cortos monosílabos que avalaban la inevitable atención que mostraba ante los mensajes de mi “interlocutor”. Éste, en realidad, monopolizaba de manera absorbente el tiempo y el uso de las palabras.

Para mi suerte Evelio cambió, de manera imprevista, la monotemática de su exposición. Ya estaba bien de seguir con la cantinela de médicos, padecimientos y productos farmacéuticos. 

“Mie asted. Es que me ha queao mu poca pensión por mi trabajo. Yo no sé ná de letras. He sio carpintero de la construcción toa la via. Cuarenta y dos años, que no son pocos. Aunque he estao en plantilla de empresas constructoras, también  yo tenía mi propio tallé, con el que completaba los “cuartos” pa podé llega a final de ca mes. Ya sabes… la parienta pide y pide, como si yo sacara las monedillas del horno cuando ella quisiera”.

Pronto comenzó el tuteo, gesto que en verdad agradecí. Ahora la retahíla de quejas siguieron acerca de los engaños y mal trato de sus jefes en las constructoras, todo ello adobado con una serie de “tacos” coloquiales expresados, eso sí, con ese sentido “primario” de la cercana familiaridad. 

Las manecillas del reloj seguían avanzando y ya di por perdida mi intención de completar una buena tarde de lectura. Intenté hacer algunos comentarios acerca de los temas que mi inesperado compañero de banco iba desgranando. Pero, en un momento concreto, se puso de pie, dispuesto a seguir realizando esos paseos que parece le hacían bien para sus problemas articulares. Con un escueto “a la pa de dio” lo vi alejarse, caminando muy lentamente hacia la parte este de la superficie ajardinada. El sol ya había completado prácticamente su fuga, ocultándose por la vertiente occidental de la fortaleza musulmana de la Alcazaba.  Estos no programados encuentros, con personas que sufren la soledad de sus años avanzados y que necesitan comunicar y que se les atienda, suelen ser frecuentes en los espacios ajardinados que articulan cualquiera de nuestras grandes y más pequeñas ciudades.

El azar es muy travieso y caprichoso en sus misteriosas decisiones. Probablemente habría transcurrido una semana larga, tal vez dos, desde aquella tarde en que conocí por vez primera a este hombre jubilado que “disfrutaba” su tarde en los jardines situados frente a Puerta Oscura, en las laderas de Gibralfaro. Pues bien, aquella mañana tuve que desplazarme a un gran centro comercial a fin de realizar diversas compras. Mientras me dirigía a la zona de alimentación, tuve que pasar por la sección de productos electrónicos e informática. Eran aproximadamente las once/ once y media y ya a esa hora había un concurrido público frente a los numerosos expositores y estanterías de estos versátiles productos para el ordenador. De inmediato reconocí a Evelio. Allí se encontraba. Iba mucho mejor vestido que la otra tarde en los jardines. Se mostraba muy concentrado, comprobando productos periféricos para los portátiles y ordenadores fijos de sobremesa e incluso leía con avidez las informaciones técnicas expuestas en las correspondientes etiquetas. Creo que no me vio o si lo hizo no creería oportuno interrumpir sus “comprobaciones técnicas” con otro rato de charla. Desde luego me extrañó su actitud e interés tecnológico, por la imagen que me había dado aquella tarde en los jardines, su cambio de look y atención “ejecutiva” por productos verdaderamente sofisticados. Quiero reiterar que su imagen ofrecida en los jardines (persona de escasa cualificación cultural, muy limitado en sus argumentaciones y expresividad, excesivamente abierto los términos soeces y apariencia muy “acatetada”) no casaba bien con  esta otra, en la que mostraba gran interés hacia los productos usados por una persona muy versada y experta en la más avanzada y costosa tecnología.  

Le estuve dando vueltas a estas dos imágenes de la misma persona y esa misma tarde volví con mis lecturas al mismo jardín donde lo conocí por vez primera. Tenía el presentimiento o tal vez la sospecha de que podía encontrármelo de nuevo, como efectivamente así sucedió. En esta ocasión venía ataviado con su look de las tardes: un modestísimo ropaje junto a esa falta de aseo agudizaba por la elevada temperatura en cuanto al olor y el sudor corporal. Tras unos chascarrillos y comentarios insustanciales, le comenté de forma directa mi visión de esa misma mañana en el complejo comercial. Me regaló una respuesta muy “pillina” en la expresión de sus ojos y pronto continuó con una gran carcajada.

“Amigo, no le des má al “coco” que tó tié explicación en la via. Ya te conté que estoy mas “tieso” que esa catedrá que tenemos ahí detrá ¿Tú sabes la miseria y porquería de pensión que me dan cada mes? Con ea limosna no llegamos a fina de mes, mi “parienta” y yo. Un día, hice conversación con un señó de letras, más pobre también que un espárrago, que me contó como se ganaba unas pesetillas, bueno, unos euros, que le venían mu bien pa podé tomarse unas cervezas y disimulá la puñetera vida que le tocaba tené a la vejé.  Hay tiendas gordas,  centros comerciales, que contratan (sin papeles de po medio) a gente mayó pa que hagan como si estuvieran viendo alguna cosa de las estanteria, pero con el rabillo del ojo están vigilando a los que se meten cosa en sus bolsillo. Nos dan un parato o chivato, como medio paquete de cigarro, pa que digamos a los vigilante quié se ha llevao o orviao algo, en lo bolsillo del pantaló o chaqueta. A muchos los cogen y le hacen pagá lo que han afanao. Si son conocio, incluso llaman a la poli. A finá de me, nos dan un sobre en blanco, sin que ponga ná escrito, con tre o cuatro  billete dentro. Dineo negro, más negro que un batusi que se ha dormio al sol depué duna buena borrachera o cogorza”.

Hecha esta descriptiva y completa aclaración para mi pregunta, Evelio quiso compartir conmigo otra información pensando que su contenido me podría interesar. Por supuesto no era la de los cauces que yo debería seguir para vigilar con el rabillo del ojo los pequeños hurtos comerciales, sino que por el contrario me habló de una Asociación de jubilados, cuya sede estaba radicada en una barriada de la zona oeste de la ciudad. Esta organización para la tercera edad atendía por el alegre nombre de EL JILGUERO y entre sus fines estaba, como objetivo prioritario, distraer a todas esas personas que les sobra y les falta la dimensión del tiempo, aunque ello parezca un contrasentido. Excursiones, películas, bar/cafetería, juegos de mesa, prensa diaria, meriendas y fiestas, celebraciones e incluso algunos descuentos en comercios y en servicios prestados en el hogar. Curiosamente también tenían acceso a un practicante que ejercía también con diplomado en pedicura. Todo ello “sonaba bastante bien”.

Evelio se empleó a fondo y en pocos minutos logró convencerme. Había que pagar una “matrícula” de veinte euros, sólo por una vez. Una vez inscrito, la cuota mensual para sufragar los gastos sería de sólo tres euros al mes, con derecho a una merienda y desayuno gratis. Me comentó que la inscripción estaba en estos momentos cerrada, por el exceso en el número de afiliados; unos seiscientos, en la actualidad. Pero que él tenía “buena mano” con el tesorero, y podría abrirme camino para mi incorporación a la sociedad. Total, que lo vi alejarse con mis veintitrés euros, llevando consigo una tarjeta con todos mis datos, pues mi peculiar amigo se iba a encargar de hacer las gestiones correspondientes. Quedamos en vernos la semana próxima en este mismo jardín. El se iba a encargar de traerme el correspondiente carné de nuevo asociado.

Pero en el día fijado para nuestro reencuentro, Evelio no apareció. Pensé que algún problema podría haberle ocurrido, por lo que marqué su número de teléfono. La respuesta que encontré en el otro extremo de la línea provocó mi sorpresa: ese número pertenecía a la atención al cliente de una fábrica de embutidos, sita en el pueblo de Pizarra. Me atendió una señorita “robotizada” que, apenas sin dejarme hablar, se adelantó a mis interrogantes, indicándome que hasta dentro de quince días no habría disponibilidad para atender las peticiones de chacinas. Pero sí podía ofrecerme cajas de morcillas, pues habían elaborado una nueva partida del tan suculento porcino manjar. Un tanto abrumado, le di las gracias a la compulsiva señorita, un tanto obsesiva con la atención a los demandantes de productos procedentes del cerdo. Me disculpé aclarándole que el número marcado no correspondía, obviamente, a la persona que me lo había confiado.

¿Podría ser una broma de tan especial personaje? Parece que lo más inmediato era contactar con la Asociación el Jilguero, más en Internet no había respuesta para localizar a la susodicha agrupación de personas jubiladas. Pero yo tenía su dirección en la agenda, dato que Evelio me había facilitado. Así que un par de días más tarde, tenía libre la tarde, me dirigí a estas señas concretas, pues en el número de teléfono que también poseía aparecía un contestador que pertenecía a un maestro gurú que resolvía problemas de salud y complicados desencuentros matrimoniales. Ya en la barriada del oeste malacitano, me dirigí a las correspondientes señas postales. Efectivamente la calle Jazmín existía en esa zona, que ofrecía un aspecto muy descuidado y de cierta marginalidad social. Ya en el número correspondiente, buscaba y rebuscaba inútilmente, en el portal de un sucio, tenebroso y cutre inmueble de tres plantas, alguna placa que aludiera a la Asociación El Jilguero. Aún así subí hasta el tercer piso, pues el pequeño bloque carecía de elevador.

Pulsé en el timbre de la puerta 3º B en la que estaba clavada una pequeña placa que ponía EL PARAÍSO.  Lo hice no sin un cierto recelo, pues temía encontrarme con algo no especialmente agradable. Me abrió la puerta una señora mayor, que se identificó como Iris, que estaba vestida con llamativos ropajes juveniles, calzando una chanclas rosas y doradas. Mostraba un bien enjoyado y pintado muy deteriorado rostro.

“Pase Vd. buen hombre ¿Es la primera vez que viene? No se preocupe que en seguida le proporciono toda la información al respecto. Le aseguro que no va a encontrar en otro relax  nada igual con el material que tenemos en este Paraíso para la felicidad y goce de la clientela. Mi nombre es Iris, la madame del negocio, con diecisiete años de acreditación. Dígame sus preferencias y le aclaro las tarifas para cada uno de los servicios; normal, completo, parejas, triples, africano, asiático, turco … Hemos integrado unos paquetes especiales, algo más costosos, para los amantes del más endiablado y travieso fetichismo. Puede abonar con tarjeta: Master Card y Visa. Ah, se me olvidaba, cada cinco servicios tendrá derecho a un descuento del 25 % en el siguiente. Somos un grupo muy afamado y consolidado en el sector. Aquí la aventura nunca finaliza…”

No la dejé continuar. Me disculpé con la “acartonada” y teatralizada señora, no sin antes preguntarle si tenía que abonarle algo por la breve atención que me había prestado. Estuve a punto de resbalarme bajando los altos escalones de madera que conducían hasta el portal. En ese preciso momento entraba por la puerta una escultural mujer de gran estatura, que difícilmente podía ocultar su carácter travesti.

Pasaron los meses. Por ahora, no he vuelto a toparme con la persona de Evelio, sin duda un farandulero, imaginativo y muy cachondo paseante del tiempo libre. Sin embargo, suelo repetir mis visitas por estos agradables jardines que miran gratamente hacia el mar, bien resguardados por las sosegadas y suaves colinas de Gibralfaro, en las que laten secretos y misterios llenos de ensueños, naturaleza e Historia.-

 
José L. Casado Toro (viernes, 21 de Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

No hay comentarios:

Publicar un comentario