viernes, 14 de julio de 2017

LA INESPERADA Y URGENTE LLAMADA TELEFONICA DE LA MADRINA ELO.



En tiempos de contracción económica los grandes problemas, junto a las anecdóticas y pequeñas contrariedades de la vida diaria, tienden generalmente a magnificarse en su real significación. Esta a veces radicalizada actitud probablemente es debida a los nervios y preocupaciones que a todos afecta, de una u otra forma, acerca de tener que soportar y sobrellevar un estado o situación depresiva en los tres factores básicos para el bienestar material: la estabilidad del empleo, el poder adquisitivo de las familias y esa fluidez en los intercambios comerciales que hace posible la creación y dinamización de la riqueza.  

Abel, junto a los demás compañeros que trabajan en una empresa privada de reparto urgente de mensajería y paquetería, se siente inquieto ante los rumores, que proceden de aquí y de allá, con respecto a un posible cierre empresarial por parte de los propietarios del negocio en el que prestan servicio. Aunque su mujer Sara le transmite, de manera repetida, ese sabio consejo de que ha de aprender a relativizar los problemas, especialmente ahora que sólo es un desagradable rumor, él se muestra un tanto abrumado ante esta incierta situación.

Ambos cónyuges han formado un matrimonio joven, con numerosos gastos incrementados ahora por el reciente nacimiento de Estrella, la hija que han deseado traer al mundo. “… No te atormentes más, que esa amenaza aún no se ha producido. Y si llega, trata de relativizar la situación, por grave que parezca. No te voy a ocultar que sería complicada y difícil, pero no extrema. Buscarás, con más o menos suerte, otro trabajo. Yo también continuaré, aplicando más fuerza aún si cabe, con mis tareas de costura, qué algún necesario ingreso siempre nos reporta”. Palabras muy sensatas de su mujer, pero que difícilmente compensaban esa intranquilidad económica ante su incierto futuro laboral.

En este contexto, un hecho inesperado vino a incrementar ese convulso estado de ánimo en que este padre de familia se hallaba inmerso desde hacía algunas semanas. Un viernes de Febrero, ya en la madrugada (las manecillas del despertador habían pasado de las dos en la noche) suena en el dormitorio de la pareja el móvil de Abel. Un tanto sobresaltado, atiende la inoportuna (por la hora en que se efectúa) llamada. Al otro lado de la línea estaba su madrina Elo. Esta compulsiva señora, de manera angustiada y con aires imperativos, le dice lo siguiente:

“Sobrino, no sé si ya estaréis en la cama. Pero debo pedirte que, a la mayor urgencia, vengas a verme. Te quiero explicar un asunto sobre el que anhelo tener tu opinión y consejo. Lo que voy a transmitirte, de manera personal, también de alguna forma te puede afectar. Además me gustaría veros, pues la última vez que lo hice fue en el verano pasado. Vente mañana para acá y os pasáis el fin de semana conmigo. Sé que no me vas a defraudar”.

Conociendo bien como era el carácter de su tía, no era de extrañar este indelicado y extraño comportamiento. ¿Qué cosa tan urgente tendría que comentarle? ¿Era normal toda esa prisa, a fin de mantener un diálogo aunque éste fuese importante? Hacerle ir a SALAMANCA, a más de seiscientos km. por carretera desde la capital malacitana suponía una petición motivada por algo de extremada gravedad. Las perspectivas suponían casi siete horas de viaje, y eso no realizando demasiadas paradas en la ruta. Desde luego, sería algo sumamente importante lo que quería transmitirle. Pero, antes de avanzar en la historia ¿quién era Elo y qué influencia tenía sobre la persona de su único sobrino? 

Eloisa de la Romaleda hizo, siendo bastante joven, un atractivo matrimonio con un veterano bodeguero, por cierto, dos veces viudo. Para ello tuvo que trasladar su residencia a la capital salmantina. Dada la notable diferencia de edad entre ambos cónyuges, él falleció cuando ella apenas había superado la treintena. Le quedó, para su goce y seguridad, una saneada herencia. A poco de estos hechos, su única hermana menor Miriam (tras un desafortunado accidente en una carretera secundaria) dejó huérfano a un niño de sólo siete años. Al ser madre soltera, Elo se encargó de su cuidado y educación. Para Abel, su tía fue una verdadera madre aunque, bien es verdad, con el paso de los años, esta mujer fue potenciado en su carácter ese estilo de las decisiones insospechadas e incluso “pecando” de excentricidad. A pesar de que facilitó buenos colegios a su sobrino, éste nunca se caracterizó por su amor a la cultura, por lo que a su mayoría de edad dejó de convivir con su madre/tía en la capital salmantina, volviendo a Málaga, ciudad de origen de ambas hermanas.

A pesar de tener una situación desahogada en lo económico, Elo siempre se caracterizó por ser muy celosa de su dinero, accediendo con “cuentagotas” a las necesidades y peticiones de Abel que, incluso en la hora de su matrimonio, tuvo que “hacer muchos números” ante la escasa generosidad económica de quien mejor le podía ayudar. De todas formas, siempre trató a su tía con afecto y delicadeza pues, aparte de agradecerle su atención en la infancia y adolescencia, no en balde sabía que algún día sería el único heredero de los bienes que aquélla bien guardaba y enfermizamente atesoraba.

Apenas había amanecido, Abel se dispuso a emprender un largo y cansado viaje, camino de la ciudad castellana. Sara se negó a acompañarle, aduciendo varios motivos. Consideraba una pasada más (no había sido la primera) la urgente petición de su tía política. En Febrero el tiempo agudizaba su temperatura y por aquellas tierras la Aemet (Agencia española de meteorología) prevenía acerca de la caída de fuertes lluvias durante el fin de semana. Además, su hija Estrella estaba algo acatarrada. Abel comprendió las razones de su mujer y tras un frugal desayuno tomó un pequeño maletín donde Sara había introducido alguna ropa de abrigo, muda y un neceser con lo básico para la limpieza corporal. Y emprendió la larga marcha (eran las 8:15 de una mañana nublada) en su “veterano” Peugeot, comprado en  una oferta de ocasión y con antigüedad de casi nueve años.
Mientras conducía, iba pensando en que tal vez tía Elo había decidido ayudarle (le había hecho conocer el previsible cierre empresarial de la empresa donde trabajaba) o generosamente discutir con él aspectos relativos al testamento que habría decidido firmar, pues ya no era una jovencita. Todo lo contrario, su carnet de identidad marcaba la edad de los sesenta avanzados. En estos pensamientos se encontraba, mientras escuchaba en su conducción varios atractivos CDs con canciones de Lionel Richie, Roxette y Joe Dassin.

Dos horas y media ya de conducción. Era necesario estirar un poco las piernas y al tiempo reportar algo de combustible, pues la aguja del nivel de gasolina estaba presta a entrar en la zona roja. En una GALP, además del combustible aprovechó para tomar un nuevo café (siempre bien cargado y prácticamente sin azúcar) emprendiendo de nuevo la marcha.  Haciendo el stop de salida en la Estación de Servicio, a fin incorporarse a la carretera general, vio a una chica joven con cara “angelical” que estaba haciendo autostop con un cartel a sus pies en el que sólo aparecía la palabra CÁCERES.  Vestía su frágil cuerpo con un abrigo beige, vaqueros muy gastados al igual que también estaban unas botas Quechua de las que se utilizan para las marchas senderistas. Cubría su cabeza con un gorrito de lana color rojo, blanco y franjas verdes. También se protegía con una gruesa bufanda. Bajó la ventanilla y le hizo una señal para que subiera. La joven puso la mochila que llevaba en el asiento trasero, ocupando después el asiento junto al conductor. Abel pensaba que tantos km para recorrer iban a serle muy aburridos, por lo que un buen ratito de conversación con la chica le ayudaría a hacerlos más llevaderos. Además ayudaba a una persona que por alguna razón necesitaba desplazarse, en un día en el que el frío agudizaba y las posibilidades de lluvia eran ciertas.

Silvia tenía 18 años cumplidos. Hacía un par de meses que se había ido de casa con su pareja, un rockero, hábil en la palabrería, que le había llenado la cabeza de proyectos e historias para el encanto. Esa decisión la había tomado en contra de la opinión de sus padres, unos labriegos que nunca vieron con buenos ojos los “pájaros” y las fantasías del destartalado y escasamente aseado personaje. Habían convivido en varias ciudades de Andalucía, cantando por las plazas y zonas de paso a fin de recoger algunas monedas. El chico estaba enganchado a las drogas y cuando se metía todo ese veneno en sus venas, entraba en un estado de catarsis y gestos violentos, cuyos golpes iban todos dirigidos al delicado cuerpo de su asustada y hambrienta compañera. Una noche, mientras el joven dormía bajo unos soportales de la capital granadina, ella tomó su mochila y salió literalmente huyendo hacia el Camino de Ronda, donde un camionero la recogió llevándola hasta la salida de Sevilla oeste, camino de Extremadura. Su intención era volver a casa de sus padres, unos labriegos que tenían su casa familiar en JARANDILLA DE LA VERA. No sabía como la iban a recibir, pero cualquier cosa era mejor que esa vida trashumante de hippy que “Robert” le ofrecía, con sus sueños, violencias y desequilibrios.

En Mérida hicieron una nueva parada, donde Abel se ofreció a invitarla a un bocadillo. La chica no había comido desde la tarde del día anterior (un “suculento” menú Kebash, de 4 euros). Ya en la entrada de Cáceres se despidió de esta temporal acompañante que, de manera espontánea, le dio un par de besos, pidiéndole que viniera alguna vez con su mujer e hija a esta ciudad monumental. Le aseguró que en la casa de sus padres, en pleno terruño extremeño, serían muy bien recibidos.  
Aún restaban más de doscientos km. por recorrer hasta la ciudad salmantina, donde pensaba llegar más o menos sobre las tres de la tarde. Pero aún iba a tener una nueva sorpresa en su ruta. A medio camino entre las dos capitales, una vez superada Plasencia, vio a lo lejos un Renault blanco parado en el arcén de la carretera y fuera del mismo un hombre joven que le hacía señales. Aminoró la velocidad y, ya muy cerca del vehículo averiado, distinguió que junto al muchacho de las señales había un hombre de mayor edad que con el capó abierto trasteaba el motor del que brotaba una densa humareda.

Era su innata forma de ser. Se trataba de dos personas que necesitaban ayuda, allí detenidas en el lateral de una carretera, sin que los que coches que circulaban le hicieran el menor caso. Se apeó de su “agradecido” Peugeot y dirigiéndose al hombre mayor (el chico joven mostraba un cierto nerviosismo) le preguntó si había localizado el problema. “Parece que el coche se ha calentado y ahora sale mucho humo del radiador. Además he mirado el suelo y veo que estoy perdiendo aceite. Esto es complicado. Trabajo para los mecánicos”. Abel entonces volvió hacia su vehículo y consultando su GPS comprobó que el punto habitado más cercano era el pueblo de Hervás, situado a unos veintitantos km de distancia. Mucho más lejos quedaba Béjar, una población más importante. Se prestó a llevarlos para que allí pudieran contactar con una grúa, que les trasladara el coche para su reparación.

Gonzalo, persona más experimentada y serena, agradeció vivamente el ofrecimiento de su generoso interlocutor. Flavio, el chico joven, algo más calmado, sonreía y tomaba la mano de su pareja. Era evidente la naturaleza gay de ambas personas. Los tres viajeros hicieron juntos ese corto trayecto, llevando también las dos maletas de la pareja, ya que éstos temían perderlas si las dejaban dentro de un coche averiado en el arcén de una transitada carretera. Comentaron que dentro de las mismas llevaban muchos productos de belleza, ya que trabajaban representando a una conocida marca de cosméticos. Las manos de Flavio y Gonzalo, sentados en el asiento trasero, continuaban con ternura entrelazadas.

Pronto llegaron al pequeño pueblo de HERVÁS, donde localizaron un taller para la reparación de automóviles. Al no tener en ese momento el coche grúa disponible, el mecánico se prestó a desplazarse al lugar de la avería en su vehículo. Mientras tanto, realizaron una llamada a Béjar, a fin de conseguir una grúa para trasladar el vehículo a Hervás. Abel se despidió de sus nuevos amigos, comentándoles que tenía urgencia en llegar a Salamanca. Gonzalo y Flavio, en señal de agradecimiento, abrieron uno de los maletines, de donde sacaron un bote de perfume para entregarlo como regalo a su generoso benefactor. Abel se sintió obligado a corresponderles con su número de teléfono, para cuando pasasen por Málaga. Los ojos de Flavio se mostraban emocionalmente brillantes ante la persona de Abel, en una despedida a la que ninguno de los tres sabían como ponerle fin.

El reloj marcaba las 3:50 cuando sonó el timbre de una vivienda, próxima a la Plaza Mayor de Salamanca,  propiedad de Elo de la Romaleda. Cuando esta bien conservada señora vio a su sobrino, se abrazó al recién llegado con unos besos muy afectivos, no sin antes persignarse (gesto que también practicaba al pasar por delante de algún espacio religioso).

“¡Cuánta alegría tengo de verte! Sabía que no me ibas a defraudar.  Voy a prepararte algo para comer. Me hubiera gustado que hubiera venido contigo Sara y, por supuesto, la pequeña Estrella. Ya estará muy crecidita, desde la última foto que me enviaste. Siéntate tranquilo, que en unos minutos te organizo algo en la cocina”.  

Tras reponer fuerzas (habían sido muchas las horas de conducción) tía y sobrino se reunieron en un coqueto y barroco salón (que parecía un comercio de objetos antiguos) alrededor de una mesita de época con dos tazas de café bien caliente. Elo difícilmente podía disimular los nervios que la embargaban, ante la información que deseaba transmitir a ese sobrino que ella prácticamente había criado. Abel, por su parte, también mostraba una tensión emocional pues sospechaba que el asunto que le había obligado a desplazarse urgentemente a tantos km desde su hogar familiar no podía ser otro que el relacionado con la voluntad testamentaria de su tía que, en los próximos meses, iba a convertirse en septuagenaria. Era el lógico heredero de una mujer, que gozaba de una situación económica visiblemente muy acomodada. El beneficiario de tantos apetecidos bienes no podía ser otro sino él, su sobrino o el “ahijado” carnal.

“Sobri, te agradezco en el alma que te hayas echado al cuerpo toda esta cantidad de km. Tú me conoces, ya sabes como soy. Algo alocadilla. Te llamé cuando ya estabas en la cama, pero es que la inmensa alegría que sentía ayer noche la tenía que compartir contigo. Y estas cosas no se pueden decir a través de un teléfono. Es algo muy grande lo que me está pasando. Tantos años de mi vida asumiendo y llevando tan bien la viudez y ahora, cuando estoy a punto de cumplir los setenta, me siento plena e ilusionadamente enamorada. Es algo tan grande y tan hermoso que no quepo, en todo lo grande de mi cuerpo, con tanta felicidad. Pensarás que el afortunado es un señor mayor, tal vez también viudo, que busca amistad y compañía para sosegar su soledad. Todo lo contrario, sobri. El afortunado es mucho más joven que yo. Pero esa diferencia de años entre nosotros ¡qué son veintinueve abriles! no supone obstáculo para dos “tortolitos” que suspiran en cada momento por estar juntos, sintiendo la llamada irrefrenable del amor. “Milo” me ha hecho nacer de nuevo. Y es muy trabajador. Cuida los jardines de algunas casas “bien”. Cuando es necesario, Camilo hace esas chapuzas y arreglos que  surgen en todas las viviendas. Así le conocí, en un bendito y santo día que el buen destino quiso que llamara a mi puerta. Me siento como una chiquilla, en la edad de merecer, con esos zapatos nuevos para lucir los domingos ¡Nunca pude imaginar sentir y gozar tanta felicidad!”

Son las diez de la mañana, de un domingo nublado de invierno. Abel termina su desayuno, dispuesto a tomar de nuevo el volante para la vuelta a MÁLAGA. Le ha razonado varias veces a tía Elo de que el lunes ha de estar en su trabajo (mientras dure) a las 8 en punto. Que necesita tiempo para asimilar la contundente noticia que ella le ha transmitido, por lo que prefiere dejar el encuentro con el tal Milo para otra ocasión. Apenas ha dormido durante la noche, por las preocupaciones que le embargan y por el frío ambiental que preside la vivienda de su tía, con una avería en la calefacción, de costosa reparación. Tras una nerviosa y escénica despedida, sale del señorial portal de la casa y agradece ese aire, gélido pero limpio, que acaricia y tonifica sanamente su rostro. Ante la insistencia de Elo, lleva una bolsa con un paquete de perrunillas y otro de chochos charros, como regalo. Durante el largo camino de vuelta a casa tendrá amplia oportunidad para reflexionar y recomponer ideas acerca de un complicado fin de semana, rico en contrastadas experiencias, que probablemente van a permanecer latentes en la proximidad recurrente de su memoria.-


José L. Casado Toro (viernes, 14 de Julio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga




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