miércoles, 24 de agosto de 2016

CAMPANADAS PARA EL MISTERIO, EN LA MADRUGADA.

En Villanueva de la Roca, un tranquilo pueblo de la alta meseta castellana, los días en el calendario son muy parecidos los unos a los otros. La sosegada vida, de sus poco más de cuatrocientos cincuenta habitantes, transcurre entre la laboriosidad de los trabajos agrícolas y esos ratos de plaza o bar, especialmente en las horas de tarde, intensamente cálidas en el verano o bien abrigadas durante las estaciones del frío. La mayor parte de sus lugareños se conocen desde siempre, intercambian los saludos, las palabras y los silencios, en la relación cotidiana, con las miradas puestas en ese horizonte que amanece y atardece bajo la armónica aritmética solar. Los cada vez más escasos niños que pueblan el municipio se van haciendo mayores, mientras aquellas otras personas que tantos años han vivido repasan en la memoria sus frustradas esperanzas, teñidas con recuerdos, de aquella infancia cada vez más difusa entre las grietas, físicas y anímicas, de sus curtidas epidermis. 

Han pasado ya casi dos meses desde que el bueno de Casto emprendió su inevitable último viaje. Antiguo labriego,  en las duras tareas de la tierra, dedicó gran parte de su existencia a prestar una valiosa ayuda, básicamente gratuita, en las tareas de la única iglesia de la localidad. Don Senén, el entrañable y, al tiempo, algo cascarrabias párroco de Santa María de la Antigua, que está ya muy cerca de entrar en la década octogenaria, necesita con urgencia la ayuda de un nuevo sacristán, dada su avanzada edad. Ha negociado con Bernabé, al alcalde, hombre profeso del republicanismo de izquierda, pero muy apreciado por un pueblo eminentemente conservador, para que dote de algún salario a la persona que sustituya a su anterior ayudante. Al fin logra convencer al tozudo regidor (propietario de una tienda de ultramarinos e instrumentos varios para el hogar) que acceda a su razonable petición. El puesto eclesiástico es entregado a Lucio, un campesino de mediana edad que ha tenido recientemente que abandonar el trabajo agrícola a causa de un accidente laboral, que le ha dejado secuelas en sus piernas.

Las tareas que el nuevo sacristán ha de realizar en la parroquia no son especialmente esforzadas. Básicamente, tiene que preparar la celebración de los distintos oficios litúrgicos (misa diaria, bautizos, bodas y difuntos) ordenando el instrumental y el vestuario eclesiástico usado para esas ceremonias, en las que ayuda al venerable sacerdote. Y algo muy importante en la idiosincrasia de este perdido paraje en medio de la agreste naturaleza: tocar las campanas. Esta última función la realiza tirando toscamente de una larga y recia cuerda que mueve el mecanismo instalado en el campanario del templo, cuya maza o badajo golpea el acústico metal. En un sistema artesanalmente muy anticuado, por lo que Lucio se esfuerza en explicar a D. Senén, una y otra vez, las bondades de instalar un mecanismo electrónico que ejerza el mismo trabajo que él realiza, dando tirones del cordaje.

A fin de evitar molestar el descanso de los convecinos, el toque de las horas son marcadas sólo de once a dos (en la mañana) y desde las cinco a las ocho por la tarde. Además de esas campanadas, están aquellas que avisan para la misa de las siete y media y, por supuesto, las llamadas de difuntos. La tranquilidad de este pueblecito no se ve alterada (todo lo contrario) por esos sonidos que resultan muy  familiares, acompañando las labores propias de la tierra y los quehaceres necesarios en cada uno de los hogares.

Al fin el párroco, tras “negociar” con el Sr. Alcalde, con Dacio (el boticario) con don Fermín (el maestro) y con don Benjamín (el médico), consigue de estas “autoridades” en el pueblo una modesta colaboración económica, a fin de que el desembolso para la adquisición e instalación del mecanismo electrónico no sea tan gravosa, en la muy humilde contabilidad parroquial, siempre tan escuálida por las necesarias ayudas que ha de conceder a los más necesitados. También se nos ha olvidado mencionar a Servando, el teniente de puesto de la Guardia Civil, hombre de rudeza autoritaria pero de gran corazón en lo más profundo de su ser, que también ha podido colaborar para la modernización del campanario.

La instalación del mecanismo fue todo un acontecimiento, en una comunidad donde la rutina y el aburrimiento están presentes en el día a día para lo igual. Una empresa de la capital dejó preparado y programado todo el artilugio electrónico, que comenzó a funcionar un día más tarde, tras las pruebas necesarias. Los cíclicos toques, en cada una de las horas prefijadas, sonaban con aritmética exactitud, Pero ahora no era Lucio, quien se encargaba de dar los tirones a la cuerda, sino que los impulsos eléctricos marcaban el movimiento de la cinta o correa que tiraba del cable de arrastre, haciendo golpear el badajo hasta el acústico metal. Siempre surgieron comentarios discrepantes con ese gasto para la ”innovadora” máquina, aludiendo (jocosamente) a las obligaciones que ahora ya no tendría que realizar el nuevo sacristán.

Todo marchaba bastante bien, en la innovación electrónica del campanario, cuando llegó la noche del 17. Durante esa madrugada, entre las tres y media y la cuatro, las campanas de la iglesia rompieron a tocar, alterando la tranquilidad habitual de esas horas. Muchos convecinos se despertaron y se asomaron a sus ventanas y balcones para ver qué estaba ocurriendo. Tras sonar durante unos segundos, los sonidos cesaron. Unos hablaban de que habían escuchado hasta siete campanadas, Otros incrementaron hasta diez los sones, en su criterio. Ya, en la mañana siguiente, no se hablaba de otra cosa en todo el pueblo. Bernabé fue a preguntar a don Senén. Uno y otro hablaron con Lucio, que tampoco lograba explicarse el motivo de esos sones en plena madrugada. Servando también se desplazó desde el cuartel a hablar con el párroco, sobre el mismo asunto. Sugirió al sacerdote que llamase al servicio técnico que había instalado el “artilugio” (como él lo llamaba) a fin de que repasaran las causas del fallo que se había producido en su programación.

Vinieron los operarios del servicio técnico y tras una profunda revisión no hallaron causa alguna para la anomalía. De manera afortunada, el problema no volvió a repetirse y al paso de los días dejó de ser tema importante en el comentario popular. Sin embargo, para sorpresa de toda la comunidad popular, en el mes siguiente el suceso volvió a repetirse. A una hora similar, a la del mes anterior, la tranquilidad de la noche volvió a interrumpirse. Las diez campanadas sonaron y de nuevo muchos vecinos se levantaron de la cama, para mirar a través de los cristales de sus casas. Nada ocurría, sólo que los toques del campanario les habían despertado a esa hora tan intempestiva.

Durante la mañana siguiente, Bernabé reunió en su despacho de la alcaldía a una serie de personas a fin de analizar la extraña situación. Estuvieron presentes, además del regidor, el teniente de la Guardia Civil, el médico, el boticario, el maestro y, por supuesto, don Senén, que venía acompañado por Lucio, el sacristán.  Después de platicar durante un buen rato, decidieron reclamar al servicio técnico del mecanismo una nueva revisión, indicándoles que denunciarían el caso si éste volvía a producirse. En un momento de la conversación, fue Dacio, el boticario, quien aportó un dato para reflexionar. ¿No os habéis dado cuenta que los dos toques nocturnos del campanario se han producido el mismo día de cada mes? Esta observación hizo cavilar el pensamiento de don Senén, aunque prefirió guardar silencio acerca de lo que estaba sospechando.

Un mes más tarde, el párroco decidió desconectar el aparato, en la noche del día 17. Confiaba que con esta acción impediría que, por tercera vez, volvieran a sonar las campanas durante la madrugada. Incluso esa noche no se quiso ir a la cama. Se quedó sentado en una butaca, muy cerca del mecanismo, al que previamente había desconectado de la electricidad. Lucio, el sacristán, se prestó a acompañarle durante toda la madrugada. Previamente había preparado un buen termo de café, para compartir con el veterano sacerdote. Para la sorpresa y profunda inquietud del cura y su ayudante, a eso de las tres y media de la madrugada, las campanas volvieron a sonar. Lucio temblaba de miedo, mientras que don Senén esbozaba una misteriosa sonrisa, sustentada en la experiencia de los muchos años que había tenido la oportunidad de vivir. Curiosamente, en esa tercera ocasión, ya fueron muchos menos los vecinos que se levantaron de la cama al oír las campanadas. El pueblo se estaba habituando a los sones nocturnos de cada día 17. 

Tras el desayuno, a eso de las nueve de la mañana ya se encontraba el párroco en la antesala del despacho del alcalde. Unos días antes antes había estado en la capital, manteniendo una larga conversación con el Sr. Obispo de la diócesis.

“Escucha Bernabé. Le he estado dando muchas vueltas a este inexplicable fenómeno, para el que los técnicos no encuentran una explicación racional. Pienso que la clave se halla en la fecha mensual, donde el extraño hecho se repite. He caído en la cuenta de que, hace ya cinco meses falleció Casto, el anterior sacristán. Este buen hombre que había dedicado toda su vida a cuidar de la Iglesia y a tirar de la cuerda de las campanas, se nos fue precisamente en la madrugada de un 17. Yo mismo le administré los últimos sacramentos, sobre las tres de la mañana. No debo creer, mi religión no lo permite, en misterios ocultos, fantasmas o hechos exotéricos. Pero lo cierto es que estos sucesos han comenzado a producirse desde que mecanizamos el toque de las campanas. Hay una relación entre todos estos hechos, por más que mi fe no contemple esta rara o irracional explicación. Por lo tanto, dado que la técnica no sabe resolver el misterio, he tomado la decisión, siempre de acuerdo con el Sr. Obispo, de retirar el mecanismo electrónico del campanario, volviendo al antiguo sistema manual. Esperaré, con gran atención, a ver qué es lo que ocurre dentro de un mes”.

El rostro del alcalde, al escuchar las inesperadas palabras del cura, reflejaba asombro, inquietud e incluso un poco de miedo. Entre las funciones de Lucio volvía a estar la de tirar de esa gruesa cuerda que movía el badajo para los toques horarios.

Durante la noche del 17, en el siguiente mes, muchos vecinos se quedaron levantados, esperando que llegara esa hora crucial en la que, durante los tres meses anteriores, los sones interrumpieron su plácido sueño. Cuando los relojes pasaron de las cuatro horas, unos y otros se fueron desilusionados a la cama. En esta y en las siguientes noches, el campanario ya siempre permaneció en silencio. Los vecinos de Villanueva de la Roca prefirieron no volver a hablar de la muy extraña historia, que todos ellos habían tenido la oportunidad y experiencia de vivir.-

José L. Casado Toro (viernes, 26 de Agosto 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

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