jueves, 2 de junio de 2016

EL MUY DISTINGUIDO NUEVO VECINO DEL ÁTICO.


Al margen de las circunstancias propias de cada familia, existe en general una mayor aceptación por residir en las plantas elevadas de los bloques de pisos. Tal vez, las personas mayores o aquéllas otras que recelan del espacio cerrado que supone tener que tomar los ascensores prefieran, por el contrario, habitar viviendas a ras del suelo o en las primeras plantas de los edificios. Sin embargo esa mayor elevación, de que disponen los inquilinos o propietarios de los pisos altos, hace posible disfrutar de mejores vistas sobre la ciudad y una mayor luminosidad en las diferentes habitaciones del inmueble.

Estas ventajas de altura se potencian cuando la vivienda en cuestión es un ático. Esta opción añade un previsible mayor espacio habitable y, por supuesto, no tener que soportar a esos vecinos de arriba que, a veces, son poco cuidadosos con las normas cívicas en cuanto a ruidos, el cuidado de grifos y cañerías y con la caída de objetos de toda naturaleza sobre los que habitan en pisos inferiores. Es evidente que también existe algún riesgo para los residentes en esa última planta, en el caso de fuertes lluvias (siempre que la capa asfáltica de la cubierta o los tejados no estén bien terminados) además de tener que soportar problemas con los contrastes térmicos. Pero, a pesar de estos condicionantes, las ventajas de vivir en la “cúspide” de los edificios superan los posibles inconvenientes que esta decisión puede acarrear a los inquilinos del mismo.

El ático de un bien construido bloque de viviendas, compuesto de ocho plantas y situado en pleno centro antiguo de la ciudad, llevaba poco más de medio año deshabitado. Sus anteriores ocupantes (una amplia familia integrada por el director de un importante centro comercial, su mujer y cuatro hijos) lo habitaron en régimen de alquiler, durante más de tres años. Pero este profesional, con una doble titulación universitaria, fue trasladado a otra capital española. En ese momento, los propietarios del inmueble tomaron la decisión de ponerlo a la venta.

Tras esos meses expuesto en las ofertas inmobiliarias, la muy bien situada y espaciosa vivienda fue adquirida por un respetable señor, que disponía del elevado capital en que fue tasada la propiedad. Poco se conocía de este comprador que superaba el medio siglo de vida. Sólo que tenía otra propiedad en Madrid, pero que había decidido vivir en tierras costeras del sur peninsular, gracias al buen clima de la zona, a esa lúdica y alegre forma de vida que tanto valoraba y a la tranquilidad ambiental que a sus muchos años apetecía.

Obviamente, esta persona disponía de amplio capital. Además de abonar la costosa adquisición, la preciada vivienda fue mejorada con unas reformas de albañilería, a fin de mejorar diversos elementos de la misma. Estos operarios también trabajaron en el espacioso solárium del que podría gozar el nuevo propietario. En esos más de trescientos metros cuadrados de superficie abierta, fue construido un invernadero y zonas de umbráculos, pues este señor parece ser era muy aficionado a la práctica de la jardinería, a tenor de sus decisiones de arquitectura con respecto a esa zona para el cultivo y cuidado de plantas, adosada junto al resto de la lujosa vivienda.  

Rosendo no es especialmente comunicativo con sus convecinos. Valora su privacidad. Ello no es obstáculo para que extreme las formas cordiales y educadas en la vida relacional del ascensor y en otros encuentros casuales, durante las ocasiones de entrada y salida del inmueble. Sin embargo, mantiene un trato más abierto con Cosme, el conserje del bloque, ya que en diversas ocasiones ha de solicitar su ayuda para cuestiones relacionadas con el correo y otros imprevistos que van surgiendo con respecto a su nueva propiedad. El humor de este empleado es manifiesto. De manera particular suele llamar al propietario del ático “don Camaleón” pues este hombre, que extrema su intimidad durante las mañanas (el empleado tiene conocimiento que suele pasar las horas trabajando en su jardinería) a la llegada de cada tarde, sale del ascensor pulcramente vestido y aseado, cambiando cada día el color completo de sus elegantes trajes, cortados en sastrería. De ahí procede ese travieso apelativo. Don Rosendo (así es como de manera respetuosa se dirige a él), siempre lleva en el ojal de su solapa una atractiva flor. Normalmente, un clavel rojo, con el que potencia la prestancia y distinción de su muy cuidado atuendo.

Efectivamente, Rosendo pasa las mañanas en el solárium de su ático, cuidando los numerosos compartimentos térreos, bajo los practicables umbráculos que ha mandado instalar. Allí crecen variadas especies vegetales, gracias a la bondad climática de este sur mediterráneo y a un sofisticado sistema acuoso que mantiene el equilibrio hídrico de los cultivos. Un espléndido huerto urbano, allá en la novena planta de este gran bloque desde el que se puede contemplar la fortaleza de Gibralfaro y otras espacios emblemáticos llenos de historia para la ciudad. Por las tardes, deja reposar sus tareas jardineras y sale a la calle, con un uniforme cromáticamente cambiante, posiblemente a caminar y cenar. Esa última comida del día la suele realizar en un restaurante, próximo a la zona portuaria, donde el propio Cosme ha tenido oportunidad de verlo sentado en su mesa sin compañía alguna. Un solitario más, en un entorno social poblado de muchas personas. 

Cierta tarde de temperatura casi primaveral, cuando Rosendo pasaba delante del mostrador del conserje, en el acristalado portal del edificio, se dirigió al empleado con estas amables palabras:

“Cosme, el próximo martes, 1 de marzo, celebro mi onomástica. Me haces muchos favores y, de alguna forma, quiero agradecer tu siempre servicial disponibilidad. ¿Querrías acompañarme a compartir la comida de ese día conmigo? Encargaría que nos trajeran algún modesto aunque suculento menú. Pasaríamos un agradable rato de charla y así tendría también oportunidad de mostrarte algunas de las tareas de jardinería, con las que me entretengo durante las mañanas. Ya me comentaste que tenías familia. Pero me agradaría que ese día del santoral me acompañaras. Tu señora e hijos seguro que lo entenderán”.

Fue una sorpresa para el conserje el amable gesto del residente en el ático para con su persona. Aceptó sin dudar el grato ofrecimiento. Pensó que estas personas importantes sufren más la soledad de sus vidas en esos días específicos para la celebración, como es el caso del cumpleaños, el santoral o la propia festividad navideña. Valoraba que, a pesar de los favores que ciertamente le había hecho, una persona con tan cultivados modales  e indudable poder económico aceptara compartir mesa con un modesto servidor laboral. Se esforzaría en hacerle pasar un buen rato de compañía. Incluso pensó en algún detalle o regalo, como felicitación. A este fin, compró una buena botella de Rioja, pues no quería acudir a la casa de D. Rosendo sin nada en la mano que ofrecerle en su santo.

La comida, encargada a un afamado servicio de catering, resultó verdaderamente suculenta. El “camaleón” carecía de problema alguno con el dinero. Excelentes y variados entremeses ibéricos, como entrantes; gambones “gigantes” trufados en una salsa ligeramente picante, deliciosos al paladar; carne, exquisitamente mechada al licor, como plato principal; pastel de fruta, navegando en un baño de helado con dátiles tunecinos, como postre; vinos blancos y tintos de reserva, con una copa final de cava. Ese fue el contenido de tan “modesto” menú. Cosme, sin embargo, se reafirmó en su creencia de que este hombre sufría la cruel tristeza de la soledad en su vida. Se decía a sí mismo que el dinero no lo trae todo en la vida. Y este propietario, de tan pulcros y educados modales, carecía de familiar o compañera afectiva con quien celebrar su anual onomástica.  

En un momento concreto del “ágape”, el agradecido conserje se sintió motivado para preguntar a D. Rosendo acerca de si había estado casado; Pero el cambio en el talante de su interlocutor, en el que fluyó una profunda tristeza facial, le hizo desistir en ir por ese íntimo camino. El tema del interés por la jardinería que realizaba, en esos invernaderos y umbráculos tan bien organizados que, antes de la comida le había mostrado, era un tema mucho más atractivo. No era conveniente avanzar por cuestiones íntimas que provocaban una pesadumbre evidente en tan solitario personaje. A eso de las cuatro y treinta, Cosme se reincorporó a su puesto de conserje en el portal del edificio, no sin antes mostrar un profundo agradecimiento a su hospitalario anfitrión por la comida de lujo que había tenido oportunidad de disfrutar.

Como no podía ser de otra forma, aquella tarde, sobre las seis y media, vio desde su mostrador como Don Rosendo salía, como cada día, para la calle. Siempre bien trajeado, con el cambio cromático en su elegante atuendo, y ese rojo clavel en su solapa que tan noble prestancia daba a su esbelta figura. Saludó con respeto y admiración a ese tan cualificado y adinerado personaje con el que horas antes había compartido la intimidad de su mesa.

Una mañana, semanas después del almuerzo conjunto, vio con extrañeza como “el Sr. camaleón” (como lo seguía denominando en la intimidad de sus conversaciones con su mujer) salía hacia la calle, arrastrando un gran trolley de cuatro ruedas. Se ofreció a ayudarle aunque D. Rosendo le indicó, con firme gesto “endulzado” con una sonrisa, que no era necesario. Curiosamente, a esas horas de la media mañana, el propietario del ático no iba vestido con sus atuendos habituales. Verle con una sudadera, vaqueros un tanto gastados y unas zapatillas de deporte, provocó al conserje una profunda y divertida sensación de sorpresa. Era la primera vez que este señor ofrecía a sus convecinos esa apariencia tan deportiva y popular.

Aparte del correo ordinario, generalmente con remite bancario, junto a periódicos envíos procedentes de una prestigiosa tienda de ultramarinos y productos gourmet, apenas nadie preguntaba por el vecino del ático. Por ello fue intensa la extrañeza del conserje cuando aquella tarde de agosto, dos jóvenes, con gafas de sol y atuendo desenfadado, preguntaron por Rosendo Villasclara. Portaban en sus manos unas grandes cajas de cartón. Venían acompañados por dos miembros uniformados de la Guardia Civil. Cosme, que se acababa de incorporar a su puesto de trabajo, les indicó las señas exactas de la vivienda por la que preguntaban. Subieron en el ascensor y allá arriba estuvieron por espacio de casi tres horas.

Tras ese largo período de tiempo, al fin los dos jóvenes, posiblemente policías especialistas que vestían de paisano, salieron del ascensor. Portaban tres voluminosas cajas, seguramente repletas de algo pesado, a juzgar por el esfuerzo que les suponía su transporte, además de unas grandes bolsas de plástico gris, también llenas de alguna materia. Minutos después, fueron los números de la Guardía Civil quienes bajaron en el ascensor, esta vez acompañados por D. Rosendo, vestido con su sudadera y vaqueros. Se le veía visiblemente afectado.

¿Qué había ocurrido? La sagaz rapidez del periodismo local desveló, sólo en veinticuatro horas, la verdadera realidad de este personaje, de modales exquisitos, amplio poderío económico y muy celoso de su privacidad. El admirado inquilino del  acumulado celoso de su privacidad. El admirado inquilino del aje, de modales exquisitos, amplio poderático había acumulado diversos historiales delictivos a su paso por Sudamérica, Bélgica, Madrid y, ahora, en el sur de España. Incluso había cambiado de personalidad en un par de ocasiones. Siempre supo eludir o superar, con suma habilidad, sus actividades delictivas, en el marco de lo económico. Parece ser que una existencia convulsa le había aconsejado cambiar a una vida más plácida en el sur mediterráneo, viviendo en un lujoso ático donde había instalado un sofisticado criadero de marihuana, entre otras plantas estupefacientes. Venía siendo vigilado desde, hacía meses, por el grupo antidroga de la Guardia Civil.

En estos duros momentos, el insigne personaje espera juicio recluido en la prisión provincial donde, cada quince días, recibe una única visita. Cosme se encarga de que tenga ropa aseada, llevándole también algunos alimentos y chucherías, además de regalarle esos veinticinco minutos de conversación a los que, normativamente, tiene derecho. El buen conserje siempre valoró la prestancia, buenas formas y el generoso trato recibido por parte de su admirado propietario del ático.-


José L. Casado Toro (viernes, 27 Mayo 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
jlcasadot@yahoo.es

No hay comentarios:

Publicar un comentario