viernes, 14 de septiembre de 2012

TURBULENCIAS, EÓLICAS Y HUMANAS.


Mi compañera de asiento era una nerviosa señora, de mediana edad, que ocupaba el puesto central en la fila derecha del avión. En el momento de recoger las tarjetas de embarque solicité pasillo, pues esta ubicación me facilita algún grado mayor de movilidad durante el viaje, sin tener que molestar a los demás pasajeros. El aprovechamiento de espacio en los aviones resulta, cada vez más, verdaderamente exagerado por su extremada ridiculez. La distancia útil, entre las filas de seis viajeros, es tan limitada que te sientes, física y psicológicamente, enlatado o encajonado, especialmente cuando el vuelo soporta una importante duración en su trayecto. Nuestro viaje, gran parte del mismo a desarrollar sobre las aguas inmensas y azuladas del océano Atlántico, tenía previsto un tiempo de casi tres horas, a fin de comunicar el origen en Madrid con un apetecible destino vacacional. Sin embargo esta previsión se iba a ver parcialmente desbordada, por los avatares climatológicos y por alguna otra circunstancia de la que no fue muy explícito el comandante o piloto en los comentarios que efectuó, mayoritariamente en portugués e inglés, por los altavoces desde la cabina.

Tras rectificar esta mujer su primera ubicación, motivada por una confusión en la lectura del billete, se me quedó mirando, con un discutible (por su volumen) equipaje de mano, solicitándome ayuda, petición que de inmediato le presté. No quedó muy convencida cuando le expliqué mis razones para no cambiarle mi asiento junto al pasillo. Si a ella le gustaba esta situación, dentro del aparato, podía haberlo pedido en el momento de facturar sus maletas. Venía, sudorosa y jadeante, con unas cuantas revistas del “corazón” bajo el brazo y una amplia bolsa, de imitación piel, que colocó bajo el asiento delantero correspondiente. Mientras que las azafatas y el sobrecargo explicaban las normas básicas para la seguridad en vuelo, Berta, nombre que recordaré con firmeza en los lugares incómodos de la memoria, comenzó a desgranar sus largos monólogos, no sólo conmigo sino también con un señor muy serio, taciturno y con gafas de montura cromada, que tenía apariencia de clérigo o sacerdote secularizado. Confiaba que algunas de aquellas revistas (divisé muy bien, entre las mismas, Lecturas y el Hola) fueran de una vez abiertas, para conseguir evitar los negros presagios de una vecindad que se me aventuraba harto complicada.

Ya en el aire, tras un despegue retrasado en pista por la confluencia de otros muchos vuelos, al fin esta señora abrió las páginas de uno de sus semanarios, atiborrado desde la portada con noticias “muy importantes” acerca de separaciones, enfermedades, vacaciones idílicas y algún que otro noviazgo, todo ello sustentado en nombres de personajes y rostros que me eran básicamente desconocidos. Y ahí comenzó su primera “letanía” para el protagonismo comunicativo. Noticia o titular que leía, la comentaba con voz suficientemente elevada para reclamar la atención de sus compañeros de fila. Mientras, yo me esforzaba en continuar la lectura del libro que sostenía entre mis manos. El otro señor, que no pronunciaba palabra alguna, sólo movía, lenta y horizontalmente el cuello, como gesto cortés a las peroratas y comentarios con que nos “obsequiaba” nuestra vecina común. Pronto cerró esta primera revista y cambió la temática de su exposición. Ahora tocaba hablarnos sobre su vida, con detalles y contenidos desde su más tierna infancia, obviamente muy alejada en el tiempo por la traición testimonial de su epidermis. Resultó que era de la castellana provincia de Ávila, donde residía desde siempre. Desde muy joven estuvo al frente de una mercería y tienda de regalos (había sido propiedad de su padre) ahora cerrada por las vacaciones de agosto. A pesar del aire acondicionado que soplaba con fuerza desde los proyectores superiores, comenzó a obsequiarnos con una demostración de abanico, manejado con una más que evidente energía compulsiva.

Entre los cuarenta y cuarenta y cinco minutos desde el inicio del vuelo, nuestro aparato entró en una incómoda zona de turbulencias. Al principio, las vibraciones y movimientos del fuselaje fueron pequeñas y aceptables. Pero, de inmediato, las brusquedades y la desestabilización que nos provocaba las ráfagas y remolinos del aire se hicieron inquietantemente incómodas. En términos aeronáuticos, estos movimientos que desestabilizan el discurrir de los vuelos, se califican o computan en seis grados (de menor a mayor gravedad). Los pilotos tienen establecido “soportar” hasta el nivel de grado 2. Si este nivel se supera, suelen buscar posiciones de vuelo a mayor o menor altura (entre los nueve y once kilómetros, en que habitualmente lo hacen). Algunos vasos a medio consumir, de cafés y refrescos servidos como obsequio, terminaron por volcarse. Los baches que iba acometiendo el aparato, por las diferencias y alteraciones meteorológicas, provocaron un indisimulado ambiente de pánico, reflejado por un silencio de temor, casi total, en los viajeros. Sobre todo porque las turbulencias continuaban bamboleando, una y otra vez,  el avión. Los cinturones de seguridad fueron de nuevo ajustados en los cuerpos, por mandato del piloto o comandante de vuelo, que balbuceaba palabras técnicas, escasamente tranquilizadoras. El nivel de intensidad luminosa, en la zona de los viajeros, bajó de potencia y, en un par de ocasiones, bombillas y focos se apagaron totalmente, dejando un ambiente crispado y sombrío entre movimientos laterales y caídas bruscas en los números marcados por el altímetro. Supongo que las pulsaciones de todos los pasajeros se aceleraron. Posiblemente también, los pensamientos individuales se descontrolaron, pues nuestro vehículo aéreo cada vez temblaba y se agitaba más.

Berta era una de las escasas viajeras que continuaba con sus comentarios y frases, centrados ahora monográficamente en su persona. Como percibió que, desde hacía bastante rato, ninguno de sus compañeros de asiento le hacíamos el menor caso, comenzó a rebuscar dentro de su bolso algo que no le fue fácil encontrar. Al fin, de un pequeño bolsillo, sacó un rosario de cuentas en color rosa y azulado. Ahora tocaban los rezos de su devoción mariana, pronunciado a viva voz, para que todos los de su entorno apreciáramos la firme convicción de su fe. Entre los nervios desatados por la intensa y desbocada ración de turbulencias y la cadena mística de jaculatorias, intercaladas con los “madrecitas….” “virgencitas…..” llegaron las letanías y misterios de toda naturaleza, recitados ahora ya no solo por ella. Un eficaz colaborador, de voz grave y entonación monacal le acompañaba. ¿Quién podía ser? Pues…. nuestro común compañero de fila en ventanilla, que vio un terreno propicio para hacer explícitas sus convicciones y creencias para esos tiempos o momentos aciagos en la dificultad. Una voz desde el fondo del avión (que continuaba con sus vibraciones rítmicas) bramó con potencia para encontrar destino en los oídos de la mujer orante: “Te quieres callar ya, beata histérica. Me estás poniendo de los nervios. Los rezos en la iglesia”. Mi devota compañera, sintiéndose ofendida, intentó levantarse y volverse para responder. Pero como su muy generosa masa corporal estaba parcialmente atada al asiento, por el sufrido cinturón de seguridad, al tratar de incorporarse perdió el equilibrio y estabilidad, yendo a caer con su cuerpo doblado sobre el señor de su derecha que ahora utilizaba el latín para sus rezos y advocaciones devotas. El susto que se llevó, al verse con el orondo medio cuerpo de Berta encima fue de campeonato. Las risas del respetable templaron en algo los nervios tensionados por el duro vaivén meteorológico.

Al fin el piloto, con manifiesta destreza, modificó los planos en altura del avión, consiguiendo mejorar, de manera notable, el susto que todos llevábamos en el cuerpo y en las conciencias. Es probable que pasáramos del nivel dos, en esa escala indicadora para las turbulencias eólicas. Un sosiego, igualmente nervioso, inundó nuestra amplia cabina (cerca de doscientos viajeros). Comentarios entrecortados, perentorios viajes al servicio, suspiros aliviados y un ir de acá para allá de las azafatas, con sus uniformes azules y blancos, regalando sonrisas y atenciones por doquier, nos permitió ir recuperando unas constantes estimables de normalidad.  Personalmente, siempre tuve, para esos veintitantos minutos de desasosiego, la imagen placentera de un recorrido en tren, ahora con un AVE cómodo, seguro, puntual y con una rapidez en el desplazamiento cercano a los 300 kms/h, velocidad que hace competir sus servicios con el avión, para distancias ajenas a la servidumbre oceánica. La estabilidad de los servicios ferroviarios sobre las vías es más que elogiable.

El aterrizaje en el aeropuerto de destino sólo se vio condicionado por un intenso dolor y presión en los oídos, hecho que suele producirse cuando el avión vuela a una altura más baja, a fin de irse aproximando a la pista que le debe recibir en tierra. Un tanto más comedida mi vecina abulense, tras su continuo “espectáculo” en esas casi tres horas de viaje, se dirigió una vez más hacia mí, comentándome, a modo de despedida, alguna confidencia que me permitió entender algo mejor su abrumado y molesto comportamiento. Básicamente me dijo que llevaba dos años separada del que había sido su marido durante treinta y un años. Que ese “fulanón” (sic) la había estado engañando con una vecina de barrio durante largo tiempo, hasta que una carta anónima le puso sobre aviso de la situación. Que, desde ese “terrible” episodio, se sentía totalmente desequilibrada y con tratamiento médico psiquiátrico. Al no tener hijos, su soledad era aún más pronunciada. Le habían recomendado hacer este viaje para las vacaciones en agosto…… “En fin Sra. Lamento todo lo que le ocurre, pero entienda que hemos de dirigirnos, con prontitud, a la cinta donde nos van a devolver nuestros equipajes. Confío que pase unos felices días de vacaciones”. Afortunadamente, pude comprobar que no formaba parte de nuestro grupo, cuando el autocar nos trasladaba al hotel de la isla.

El problema iba a ser para el viaje de vuelta. Como medida precautoria, me propuse estar en la primera línea de fila, ante el mostrador de facturación de las maletas. Ese día, una vez efectuado el  check-in y mientras me dirigía al preceptivo control policial, divisé a Berta que llegaba a lo lejos, discutiendo con una persona que portaba su carrito portaequipajes camino de la ventanilla de facturación. Llevaba un atuendo colorista y veraniego, mientras su tez se mostraba intensamente bronceada. No había perdido gramos, entre playas y excursiones, sino todo lo contrario. La cola de personas en espera era, afortunadamente,  aún bastante larga. Aceleré mi paso, perdiéndome entre otros viajeros y los sonidos de los mensajes que difundían los altavoces del aeropuerto. Difícilmente íbamos a coincidir como compañeros de asiento, en nuestro retorno a Madrid. Me sentí entonces muy aliviado.- 



José L. Casado Toro (viernes 14 septiembre, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
jlcasadot@yahoo.es

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