viernes, 21 de septiembre de 2012

EL PRECIADO VALOR DEL OPTIMISMO.


Como casi todos los lunes del año, las salas de espera, en las distintas consultas del ambulatorio, se encontraban repletas de personas que aguardaban, con más o menos paciencia, la necesidad de su turno. Los fines de semana poseen ese mágico don en el que las dolencias se suelen mostrar menos imperativas. Pero, cuando la gravedad se presenta, hay que echar mano del ineludible control de los nervios en las concurridas esperas de urgencias de los hospitales, clínicas y ambulatorios. 

La salud es extrañamente caprichosa. No se acomoda a los momentos, ni es delicada o cortés con la oportunidad. Exige su absorbente atención cuando el organizado mecanismo corporal comienza a fallar, desestabilizando la salud de cada paciente. Pues bien, todas esas personas, que aguardan la atención del facultativo de bata blanca, necesitan que se les explique la naturaleza de su problema y, sobre todo, los medios más eficaces para mejorar, “reparar” y superar ese desarreglo o reajuste que nuestra maquinaria, somática y psíquica, plantea. Exigencia ineludible, a fin de recuperar una normalidad en la que permanentemente centramos todos nuestros anhelos.

El enfermo necesita, ansía encontrar en su médico, como primera terapia para su dolencia, ese fármaco, invisible pero vitalista, denominado optimismo. No en balde, los mayores condicionantes que tenemos, en el proceso de cualquier enfermedad, son los desánimos y los estados depresivos que tanto o más daño provocan como la propia enfermedad. Esas palabras de estímulo y confianza son imprescindibles, con los porcentajes variables que genera la realidad y la ficción, a fin de afrontar de la mejor forma nuestra colaboración para recuperar el todo, o la parte, de esa normalidad perdida. Y, como en todas las profesiones, hay especialistas que saben generar en ti ese fármaco del ánimo, con manifiesta habilidad y pericia, frente a otros menos cualificados para transformar la pesadumbre en una sonrisa esperanzada y valiente.

Partiendo de esa premisa básica, siempre concedida a nuestra salud, en la jerarquía de las necesidades personales, llegamos a otro nivel en esas categorías donde también debe reinar (al menos, en la teoría del deseo) el valor del optimismo. Me estoy refiriendo, en concreto, a las complejas relaciones existentes entre los gobernantes y la ciudadanía, frente a ese incierto futuro que hoy a todos nos afecta. Actitudes y situaciones, como las que actualmente se están padeciendo en numerosos Estados de la geopolítica mundial, no favorece ese buen clima  sociológico para que el gobernado confíe y apoye a los equipos políticos que ejercen y aplican la tarea de gobierno. Desde luego, cada país soporta una historia y cada nación es específica, en sus variantes y circunstancia, a pesar de la globalización, las interinfluencias, junto a los mimetismos, que hoy presiden la política y la economía mundial. Aceptando los diferentes particularismos, existe, lo que es de lamentar, un generalizado descrédito hacia la clase política, hacia esas personas que ejercen la actividad política, desconfianza que no entiende de regionalismos, nacionalismos o banderas. Veamos algún ejemplo que puede ser aplicado, aquí, o más allá, desde nuestra observación y reflexión inmediata.

Los partidos políticos hoy adolecen, en general, de un carencial sentido de Estado. Piensan más en sus propios intereses, que en el bien que afecta a todo el país. Tanto cuando están en la oposición, como cuando alcanzan el poder, se muestran incapaces de aplicar la grandeza de la concordia, la negociación, el pacto o el consenso, que favorece o posibilita el bien general. Por el contrario, el egoísmo sectario prevalece en sus decisiones, acciones e intereses. Durante los procesos electores prometen y prometen, reclamando y captando el voto ciudadano. Pero, cuando alcanzan el poder, no tienen la menor impudicia en incumplir, cambiar o transformar sus falsos o irreales programas electorales, sin que les tiemble el más pequeño músculo de su rostro. Son maquinarias endogámicas y egolátricas, en la actualidad profundamente desacreditadas.

¿Qué podemos decir sobre ello los ciudadanos españoles, en las circunstancias que estamos compartiendo? La realidad es más que evidente, a poco que abramos los ojos y abandonemos los fanatismos por la racionalidad. Sufrimos drásticos recortes sociales en sanidad y en la educación, pilares angulares de todo Estado del bienestar. El retroceso en los derechos laborales, con un despido prácticamente libre; la durísima subida en los impuestos indirectos (IVA) y el IRPF; la rebaja de los sueldos, la pérdida de pagas extraordinarias, el aumento imperativo de las horas de trabajo; los apoyos serviles al omnipotente sector bancario, pilar angular de la crisis; la escalada descontrolada de los precios; el incremento desalentador del paro laboral; el peregrinaje mariano al Olimpo de los santuarios germánicos; la siempre amenaza pendular sobre la seguridad social y las pensiones; la supresión de oposiciones para una juventud sin trabajo; una actividad económica bajo mínimos, una ideologización concordante con la derecha sociológica más conservadora, etc ……. Esta es la percepción que permanece ante nuestra retina y conciencia. Y siempre con la innoble letanía de culpar a los de antes, como justificación de todas las falacias de lo que decían que iban, o no pensaban, hacer. En vez de sembrar el optimismo, hasta el momento, sólo han sabido difundir la pesadumbre de más y más sacrificios sin otro horizonte, a corto plazo, que pueda generar la esperanza de un amanecer mejor para todos.

Sin embargo, a pesar de todas estas tropelías para el engaño, el ciudadano honesto continúa en la búsqueda ilusionada por encontrar unas siglas políticas honestas, donde prevalezca el sentido de Estado para resolver, con el acuerdo y el diálogo, esta dramática crisis económica que padecemos, de la que el ciudadano es totalmente inocente y en absoluto culpable. Ese optimismo, en la creencia de que algún día los gobernantes se esforzarán en ser verdaderos estadistas, nada ni nadie nos lo va a arrebatar. La fe, en ese ideal, debe estar por encima de tanta bajeza y sopor. 

Y ya, finalmente, optimismo, en y para lo humano. Es más que necesario. Vital, para seguir adelante. Lo percibimos como un inestimable y apreciado valor en los demás. También, en nosotros mismos. En nuestros círculos relacionales, hay muchas y variadas personas. Familiares, compañeros de trabajo o estudio, vecinos, amigos, profesionales anónimos o con datos identificativos, etc. En conjunto, formamos parte de esa colectividad social que sustenta vitalmente a nuestros pueblos y ciudades.  Entre esas personas, hay quiénes tratan de ver e interpretar la existencia de una manera positiva, junto a otros para los que el negativismo es una endemia claramente disuasoria. En este sentido, es de admirar la fuerza luminosa que irradian aquellos seres que soportando dramas y penalidades, en lo más íntimo de sus privacidades, poseen la fuerza espiritual y testimonial para priorizar lo positivo y postergar las realidades negativas, que la vida aleatoriamente nos impone. Y no todo es religión, creencia, fe o misterio que, sin duda, puede ayudar en esta admirable actitud. Subyace también, en esta deseable postura ante la dificultad o el drama, una inteligente respuesta para asimilar y priorizar la luz sobre las sombras, el alba sobre la noche, la sonrisa sobre la tristeza, la blancura sobre el ocre grisáceo, el ritmo tonal sobre el vacío acústico, la actividad sobre la pereza, la generosidad sobre el egoísmo, la amistad sobre la insolidaridad, el amor frente a la maldad.

Es una gran suerte convivir, aprender, mimetizar y gozar, este hermoso valor del optimismo que sabe reinar en la bondad, íntima y social, de estas personas. Si atendemos a nuestro alrededor, hallaremos a estos compañeros en las vivencias que, teniendo muchos motivos para el lamento, se esfuerzan, por el contrario, en encontrar agua en ese vacío hídrico de la soledad y el dolor. Ese sentido positivo ante la vida no es que resulte fácil, por supuesto. Pero su aplicación gradual a este o aquel problema, de los muchos que nos surgen en el día a día, puede ayudarnos a integrar actitudes que nos hagan más llevaderos los sinsabores existenciales. Nunca hay que olvidar que, junto a esas evidentes dificultades, hay también infinitos elementos para sonreír y disfrutar. Esos compañeros del “vaso medio lleno” nos están facilitando un estupendo ejemplo de cómo mejor acomodar o focalizar la visual caprichosa del entorno. Nos están enseñando, en suma, a sufrir menos y a disfrutar más. Todos aceptamos las lágrimas. Son ineludibles realidades humanas. Pero si sabemos también hallar e integrar el optimismo de la sonrisa, nos sentiremos, sencilla e inteligentemente, bastante mejor.-

José L. Casado Toro (viernes 21 septiembre, 2012)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es


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