viernes, 24 de agosto de 2012

REENCUENTROS, CON EL PASO DEL TIEMPO.


Muchos de nosotros lo percibimos como una sensación de naturaleza agridulce. Ese volvernos a encontrar con el pasado, es contrastado en los límites opuestos de la alegría, más o menos entusiasta, o un rechazo de incomodidad, desigualmente disimulado. Me refiero a la imprevista, o calculada, oportunidad de volver a estar, en nuestro deambular cotidiano, con personas alejadas en la memoria de los años. Pueden ser familiares, vinculados en los distintos grados de parentesco. También, compañeros de colegio, instituto o facultad. Amigos, vecinos o conocidos…. En todos ellos, con el distinto nivel de conocimiento o contacto, el impacto psicológico es manifiesto, en proporción directa al tiempo que media en la distancia de nuestra separación. No cabe duda de que hay personas que poseen una memoria fotográfica y sensorial, para recordar lo pretérito, muy cualificada. Otros, por el contrario, carecen de esa magnífica habilidad para reconocer, para hacer explícitas la fugacidad de las imágenes, con la inmediatez que exigen las normas o las buenas habilidades sociales. En este último caso la ayuda de nuestro interlocutor, con esos oportunos detalles (que él sí recuerda) para la concreción, es más que necesaria. Al final, y de manera afortunada, vamos dibujando o recuperando el perfil de los datos que nos ayudan a revitalizar ese pasado que se había ya aletargado en la opacidad de la distancia.

¿Quién no ha compartido una cena o almuerzo, con los compañeros de aquella lejana promoción estudiantil, vinculada a nuestra infancia o juventud? En su inicio, siempre fluye ese espacio para la “acción investigadora” en la que, a modo de detectives, tratamos de identificar o acertar ante esa persona, ese cuerpo y rostro, labrado y transformado, que se halla delante nuestra. Dicha imagen, difícilmente se acomoda a ese crío o joven con el que, tiempo ha, compartimos juegos, confidencias y estudios, en los perfiles inmisericordes del almanaque. De inmediato, nos intercambiamos, con ese canto imposible o rebelde a la evidencia, las falacias caritativas y amables, del “estás igual, no has cambiado en nada ¡Vaya de bien como te conservas! ¡Te veo más joven cada día!” Por supuesto, sigues sin reconocer a ese amable interlocutor que te regala tan bellas pero irreales palabras. Sí, la realidad sigue siendo tozuda. Dibujas o crees ver una figura de la que han desaparecido, en la magia de lo falaz, elementos como numerosos kilos de masa corporal, la alopecia, las canas, la papada, las “bolsas” por doquier, las curvaturas sinuosas de columna, el “michelín” traicionero, la barriga “marsupial” y esas arrugas poliédricas que taladran epidermis y espacios en el historial, ilustrativo o plástico, de nuestras vidas. El impacto escénico y estético es más que contundente. Desalentador. “¡Ah, claro, ya me acuerdo de ti!” Con esta frase, navegando entre las sonrisas de la educación y la cortesía, tratamos de salir, para bien, de un atolladero que amenaza en continuidad. Otros antiguos alumnos o compañeros aguardan, presurosos y solícitos, para entrar en escena. Es evidente que nuestra propia imagen, para muchos de los demás, se ajusta a esos inevitables parámetros que acabo de comentar.

Disfrutaba paseando por el atractivo entorno espacial que conserva y comparte, con generosidad y embrujo, la siempre sugerente Granada. Sus calles, plazas, paseos y jardines, encierran ese misterio indefinible que, un año tras otro, nos motiva a volver.  A recuperar parte de nuestra memoria. Especialmente, para todos aquéllos que hemos tenido la inmensa suerte de vivir en esta romántica ciudad. Cierto es que, desde aquéllos inolvidables años setenta, en la pasada centuria, los cambios urbanísticos han ido transformando partes y zonas básicas de su geografía urbana. Pero, en lo fundamental de su acogedora imagen, sigue permaneciendo ese sabor a tradición, cultura y ensueño, que irradia la magia de las ciudades con encanto. Albaycín, Sacromonte. Alhambra, Carmen de los Mártires, Corral del Carbón, Alcaicería, Darro y Genil, Veleta, Realejo, San Nicolás….. saben mantener ese tiempo, esa identidad, que desea rebelarse, entre lo islámico y lo cristiano, al continuado paso del tiempo. Los atardeceres son líricamente inolvidables, para todas aquellas almas y cuerpos que saben vibrar, sentir y soñar, ante el susurro de la naturaleza y la historia. Agua y sonido, aroma y color, piedra y tapial, baile y guitarra, belleza y amor.

Reconozco que no todos los reencuentros, permitidos por la memoria, son iguales en su significación. Muchos de ellos son laboriosamente programados. Como aquéllos que comentaba, hace unas líneas. Pero hay otros en que lo imprevisible del hecho les dota de un clímax sentimental y afectivo muy grato para el recuerdo. Pero ¿qué ocurrió? Caminaba por una coqueta calle comercial, en pleno centro de la ciudad, hoy afortunadamente liberada del tráfico rodado y bien entoldada, durante estos meses veraniegos, para la protección de la intensa fuerza solar. Calle Mesones, entre el bullir de Recogidas, la hermandad de alhóndiga y ese lugar de encuentro y sosiego que siempre sabe dar la Plaza de la Trinidad. Nuevos comercios, en esta vieja arteria mercantil, junto a islotes de historia de aquellas otras tiendas que permanecen prácticamente sin variación, en el discurrir de las décadas. Observaba ese tradicional escaparate de una conocida librería/papelería que habita al final de la calle, cuando una mujer se me acerca. Y, observándome, con una sonrisa plena de asombro, pronuncia mi nombre completo. En esos breves trocitos que saben marcar los segundos, también recupero en la memoria la imagen de esta persona, a pesar de las cuatro décadas que han transcurrido, sin vernos, desde nuestra añorada relación estudiantil.

Mi agradable interlocutora ha sabido mantener aquella atractiva e inocente fragilidad en su figura, con la delgadez que siempre la caracterizó. Lógicamente, el tiempo nos ha transformado. Pero la recíproca alegría supera ese inevitable determinante material. Yo también me atrevo a pronunciar su nombre, con una cierta lentitud ante el temor del equívoco. Es un nombre muy entrañable, para la significación granadina. Ambos permanecemos un tanto “cortados” al principio en nuestra expresión pues lo que, en esos momentos, verdaderamente nos importa es recuperar unas sencillas vivencias de aquellos paseos y diálogos que manteníamos por el viejo caserón del palacio de Puentezuelas. Allí, en la antigua facultad de Filosofía y Letras, supimos crear una sencilla y bella amistad estudiantil que, sin saber por qué, quedó interrumpida hasta esta oportuna, dulce e inesperada tarde en agosto. Aun sin pertenecer al mismo curso de especialidad, nos ayudábamos con esos apuntes, con esos simpáticos ratitos para la conversación que tanto bien me hacían. Creo que a ella también le resultaban gratos. Nos saludamos con un beso, mientras que la despedida lo fue con una abrazo cariñoso entre dos personas que, tras la incomodidad de la distancia, el azar ha querido hoy volver a reunir. Casi….. cuarenta años, para unos quince/veinte minutos de conversación, en los que intercambiamos aspectos básicos de nuestras vidas.

Pero, esta vez, no se va a volver a repetir el silencio del olvido y la distancia. El inestimable servicio del correo electrónico, va a permitirnos no desperdiciar la grata posibilidad de seguir en contacto. Podremos conservar una amistad que fue importante en los años de juventud y que ahora, en la madurez, tendrá la riqueza de las numerosas experiencias que hayamos sabido atesorar. Por cierto, mi linda compañera de facultad ha sabido, y podido, conservarse muy, muy bien. Yo lo quiero y necesito ver así. El limpio caudal de su calendario ha querido respetar esa estética sencillez que, en aquellos nostálgicos años de los setenta, siempre supe admirar.

No, no todos los reencuentros poseen el mismo carácter. Usualmente, se intercambian unas amables palabras. Se evocan algunas anécdotas simpáticas, y mil veces relatadas, que nos hacen sonreír y pensar. Salen a la palestra de la memoria los nombres de ese “temido” profesor, con su crudo apelativo social, impuesto por la muchachada del momento. O el de aquella docente que nos dejó muestras de su bondad y saber, en el trato que supo ofrecernos por aquellos tiempos de nuestra infancia o juventud. Y, por supuesto, recordamos y preguntamos por ese compañero del que alguna vez nos llegó la noticia de su último viaje a ese lugar de incalculable y enigmática distancia. Prometemos vernos con más frecuencia, telefonearnos y buscar motivos para celebrar cualquier aniversario que nos permita fomentar la amistad y las palabras, superando la aridez de la distancia. Para ese momento todos seremos un poco más diferentes. Sin duda, en lo físico. Probablemente, también en los ideales. Aunque siempre anidará algo en nosotros de aquél joven o aquella jovencita que lucían edades para la ilusión, y una fuerza dinamizadora para la aventura.

Hace pocos días recibí un nuevo correo de mi querida y apreciada compañera y amiga. Por esta vez, no voy a utilizar un nombre, supuesto o real, para identificarla.

“…. ese problema, del que ya te he hablado, me tiene profundamente trastornada. Me siento un mucho indefensa ante el mismo, y con los ánimos por los suelos. No te quiero preocupar ni incomodar en tu vida, pero no tengo muchos referentes a quienes acudir. Seguro que tu ves esta mi situación con una mayor objetividad…. La confusión y el aturdimiento me están superando……”.

“ …… la distancia entre nuestras dos ciudades supone, apenas, una hora y cuarto de conducción. Este sábado, vamos a dialogar. Y no quiero que sea mediante los e-mails o el teléfono. Sino en la proximidad física de las palabras y el afecto de las miradas. Trataré de aportarte alguna ayuda. Tu también supiste hacerlo conmigo (nunca lo he olvidado) cuando ambos éramos dos jóvenes adolescentes. Verás como pensar juntos te aliviará. Llegaré temprano. En cuanto aparque, te llamo al móvil……”


José L. Casado Toro (viernes 24 agosto, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
jlcasadot@yahoo.es

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