viernes, 3 de agosto de 2012

TEJADOS CON VIDA, PARA LA IMAGINACIÓN Y LA HISTORIA.


Sí, hay gustos y aficiones que se acomodan en todos los caracteres, modas y actitudes. Y en este artículo, que comienza en las intimidades de la reflexión y avanza por la senda inacabada del relato, debo referirme a ese placer indescifrable que muchos sentimos ante la visión, romántica e histórica, de la planimetría urbana en los barrios antiguos. Y por estos barrios, adormilados o gozando del letargo en sus estructuras edificatorias, es más que frecuente encontrar viviendas que cubren sus privacidades con esas cubiertas, a una o dos aguas, conformadas de tejas de arcilla o barro que, a modo de un mar sosegadamente ondulado, cierran el cielo íntimo de las casas. “Florecen” por aquí, muy cerca y, también, por todos los confines regionales que pueblan la humanidad. 

Esta visión, teñida de un cálido y alegre sentimiento, puede percibirse a través de la fotografía u otros medios gráficos de grabación digital. Sin embargo, adquiere más impacto en nosotros el visionado directo de estos tejados y terrazas, con todo el encanto que sugieren y comparten. Siempre que ello sea posible, hay que localizar una plataforma en altura para, desde esta elevada atalaya, divisar mejor esas epidermis constructivas que cubren las casas individuales o las manzanas de pisos en comunidad. También, por supuesto, nos motiva el color. Importante elemento sensorial que nos ayuda a valorar o interpretar mejor nuestra observación. Prevalece, lógicamente, el marrón con tonalidad anaranjada, de las tejas de arcilla convencional. Sin embargo, podemos tener suerte y gozar del cromatismo verdoso, azulado o de otras cerámicas esmaltadas que exigen un mayor coste pero, al tiempo, una peculiar y placentera belleza ornamental. Todo tipo de tejas están ante nuestra visión: aquéllas recién puestas o envejecidas por el paso del tiempo; colores y calidades, a gusto del propietario o constructor; en perfecta alineación, o planteando alguna actitud rebelde en algunas. Pero casi todas con ese juego ondulado y alternativo, cóncavo y convexo, que facilita el discurrir del agua de lluvia o el blanco inmaculado de la nieve con el buen sabor a Navidad; también hay cubiertas plastificadas, donde predomina la uralita u otros materiales de protección; existen tejas que permanecen rotas, con el conocimiento o no del propietario y otras, ya reparadas, que aportan una heterogeneidad plástica a estas cubiertas protectoras para las inclemencias del tiempo. En “plásticas” ocasiones, dan cobijo a esos atrayentes ventanucos, guarnecidos de tejas, que son como los ojos de una cabeza que desean ver mejor el paisaje, asomarse al exterior desde esa última habitación o buhardilla, plena de sugerencia y encanto para quien tiene la posibilidad de disfrutarla. Podríamos seguir describiendo colores, formas y calidades, pero lo que verdaderamente nos ha de importar, tras su estructura triangular, con sus canaletas para la recogida del agua o con sus gárgolas embellecedoras, son los trozos de vidas que todas ellas se esmeran en proteger y salvaguardar.

Debajo de esos tejados laten y vibran cientos, miles por miles de vidas cuyas historias admiten y soportan todo un muestrario de adjetivos. Veamos, con la atención del sigilo y con el respeto de su hospitalidad, una de ellas. Se trata de un viejo edificio adosado de cinco plantas (con una buhardilla, para aquélla que está bajo la cubierta de tejas) algo reformado en sus servicios comunes, hace ya más de una década. Enclavado en una de las urbanas barriadas nostálgicas, que saben hablarnos de otros tiempos guardados en los archivos del almanaque. Muchos de los pisos del entorno están habitados por grupos de estudiantes. También abundan jóvenes trabajadores que tratan de abrirse paso, residiendo en la proximidad al centro de la capital madrileña. Es una zona de mentes liberalizadas, para las costumbres, las relaciones y los valores interpersonales. Como contraste sociológico, se intercalan familias de pocos miembros, generalmente personas ya de la tercera edad. Y, en este bloque, vapuleado por el paso de climatologías y calendarios, habita con su modestia y sencillez Encarna. Viuda, desde hace cuatro lustros, y con una existencia que se acerca a la inmediatez del octogenario en su DNI. Tuvo un hijo, al que aún sigue esperando en la memoria de sus deseos. No pocos le calificarían como un cabeza loca que, hace ya muchos años se fue al tercio y de él nunca más se supo. Pero ella aún sigue confiando en que su Lorenzo llame en la puerta y poder abrazarle y verle hecho toda una buena persona. Es una ilusión de madre, que se rebela ante todos los razonamientos y evidencias.

Ya hemos comentado que Encarna soporta su soledad, con la modestia de una pequeña pensión de su difunto esposo, también llamado Lorenzo, que fue un honrado funcionario de correos. De esos que sabían gastar, con afán y nobleza, muchas suelas de zapatos, presumiendo de su dominio habilidoso del callejero, memoria que él se afanaba en proclamar y ostentar por todo Madrid. Hoy, en la vida de esta mujer, las numerosas y heterogéneas grietas corporales la mantienen, prácticamente, recluida en su coqueto pisito, por el que parece que el tiempo se ha detenido en tres o cuatro décadas atrás. Los vecinos del bloque conocen perfectamente la limitación física, en movilidad, que le afecta. Por este motivo, su disposición solidaria es generosa y responsable, ante una persona que sabe hacerse querer por la bondad de su naturaleza. Sus convecinos le preguntan, casi todos los días, si necesita algo del supermercado. Le traen también algún plato caliente de esa olla compartida que a todos agrada. Y, sobre todo, le regalan ratitos de conversación para esas tardes que se hacen muy largas, sólo con la compañía de las imágenes que emiten las diferentes cadenas de televisión. Ayudándose de un pequeño bastón, se desplaza con lentitud e inseguridad, para las necesidades propias de su aseo, alimentación y descanso, por los vericuetos sencillos de su pequeña vivienda. Nunca trabajó, fuera del hogar. Era su marido quien se encargaba de conducir el timón laboral familiar, en la mentalidad sociológica de épocas pretéritas en el tiempo. Y así es la existencia de Encarna Cifuentes, para la igualdad de los días, en uno de esos trozos de vida que amanecen y atardecen bajo ese tejado, objeto preferente de nuestra atención y curiosidad.

“Hola, mamá ¡Cuánto, cuánto tiempo ha pasado! ¿Verdad? Te veo muy bien, aunque a todos nos supera el tiempo por las travesuras inevitables del minutero. Sé que no me he portado bien contigo. Lo reconozco. Lo siento.  Y que has tenido que sufrir, por mi irresponsabilidad. Ya ves… cosas y respuestas  de una juventud alocada y carente de sensatez. Allá en Ceuta, viví muy rápido, demasiado sin duda, para una prudencia que no supe ver en el momento necesario de la oportunidad. Los placeres artificiales de aquí y allá, me sumieron en el descontrol y la impudicia. Aquello tenía que acabar mal, como efectivamente así sucedió. Abandoné el campamento y, por el abismo de la delincuencia, encontré un justo castigo para mis errores y desequilibrios en las respuestas. Pero, aunque te cueste trabajo creerme, siempre os recordé con respeto y afecto, pero sin ánimos, ni voluntad, para llamar a vuestra puerta. Pero estas leyes nunca, nunca fallan. Y, hoy, nos hemos vuelto a encontrar. Los dos. El destino en las personas no admite discusiones u otro tipo de negociación. Así son las cosas, en este mundo que nos tocó vivir. Déjame, al menos, que te bese. Fuiste, siempre fue así, una buena madre. La mejor… de las madres”.

Aquella mañana, su vecina de planta Mely le traía, como solía hacer con frecuencia, un tazón de ese café bien cargado que tanto gustaba a Encarna. Llamó en el timbre de su puerta, a poco más de las 9 y treinta, utilizando a continuación una llave que tenía en casa, para evitarle el esfuerzo de desplazamiento hacia la puerta.  Al no verla, ya sentada en la mesa camilla, junto a la terracita, pensó que se habría quedado adormilada. Pronunció su nombre en voz alta en un par de ocasiones, sin encontrar respuesta alguna a sus requerimientos. Efectivamente, Encarna aún permanecía en la cama, bien abrigada, pues hacía un otoño muy frío en esos meses que ponen fin al calendario. Dormida, y acurrucada entre las sábanas, con un semblante que reflejaba placidez y serenidad, a modo de una tierna y agradable sonrisa. Al paso de los minutos, los servicios sanitarios certificaron con profesional diligencia la situación. Otros muchos vecinos acudieron de inmediato a ese 4 C, ante el imprevisto conocimiento del hecho. Desde cualquier parte, allá en la inmediata lejanía, esta apreciada mujer les agradecía tantos ratos y atenciones de solidaria convivencia. Y el tazón café quedó esperando, junto a la esquina huérfana de la mesa, a ese invitado que supiera apreciar la compañía de su buen sabor y calidad.-

José L. Casado Toro (viernes 3 agosto, 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/

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