viernes, 16 de abril de 2021

TRES BANDERAS EN EL ÁTICO.

Una de las cualidades más apreciadas por el género humano es aquella que motiva la curiosidad para el conocimiento, con respecto a todos esos elementos que comparten nuestros recorridos y andaduras existenciales. Resulta a todas luces positivo y plausible “preguntar” por todo aquello que nos agradaría conocer y ampliar en su contenido conceptual. ¿Y dónde buscamos esa información? Hay una amplia serie de fuentes que nos ayudan en este noble menester: los libros, los profesores, los científicos, las personas de más edad y, por supuesto hoy día, la revolución de Internet, estando dentro de la misma ese versátil y poderoso buscador universal, denominado Google. Esta última y recurrente fuente de respuestas actúa, en la actualidad, a modo de la más poderosa y tradicional Enciclopedia Británica, superándola si cabe, pues “todo” lo sabe, ofreciéndonos páginas y más páginas enriquecidas con muy densa y variada información, y ello en apenas cuestión de segundos.

 

Sin embargo ese afán por conocer, sea cual sea la materia objeto de interrogante, puede pasar de cualidad a defecto cuando el interés se desarrolla, de una forma “enfermiza” y descontrolada, en la búsqueda de “conocimientos” que en nada nos conciernen o importan, especialmente sobre la vida íntima de las personas, quienes han de tener y gozar de su legítima privacidad. Esa desordenada actitud supone la degradación cualitativa y cuantitativa, llevada a términos molestos, exagerados e injustificables, de ese  afán por llegar a la intimidad de los demás. Nos viene a la mente una popular frase, muy repetida por nuestras abuelas, que decía con ironía y humor “el que quiera saber, mentiras en él”. O dicho de otra forma: “pregunte, pregunte, que no le voy a decir la verdad”. Si nos atrevemos a calificar este tipo de personas, que gozan y necesitan introducirse en la vida de los demás, diremos que son “chismosas” en su cotidiano comportamiento.

 

Algo así es lo que le ocurría a Fermina Layara, una señora que durante su vida laboral (más de tres décadas) había trabajado como repostera en una pequeña industria confitera malacitana, que elaboraba diversos pasteles y, de manera especial, unas sabrosas y artesanales tortas de Algarrobo, muy apreciadas y demandadas por el consumidor andaluz. De esta muy “suculenta” actividad se jubiló hace ya dos primaveras, para vivir modestamente con su pensión. Era hija única de Engracia y Estanislao, un maquinista del tren que “conducía” el suburbano desde Málaga al municipio de Vélez, en la Axarquía, popular medio de transporte (llamado la Cochinita) que dejó, infaustamente, de circular aquel 27 de abril de 1968. Fermina nunca pasó por la vicaría del altar, ni por el Registro Civil, permaneciendo soltera, aunque tuvo algún que otro pretendiente. Sin llevarse bien con dos primas hermanas, residentes en la comarca rondeña,  su única “gran familia” está conformada por las vecinas y vecinos del barrio en el que tiene su residencia, ubicado en la muy popular y masificada carretera de Cádiz. Ocupa uno de los pisos en la cuarta y última planta de un vetusto y pequeño bloque de viviendas, propiedad inmobiliaria que le legaron sus padres. Los vecinos de ese bloque y otros muchos de la plaza a la que miran sus ventanas, tienen una cierta prevención y cuidado con respecto a esta expresiva y curiosa mujer, pues conocen su irrefrenable afición por “llevar puntualmente la vida personal” de todo lo que ocurre en ese concurrido núcleo del barrio.

 

A pesar su carácter, abierto a los chismes y chascarrillos sobre los demás, tiene un círculo de amigas “íntimas” (la Filomena, la Candelaria, la Erundina, la Mariana, la Roberta y la Eleonora) que se reúnen muchas tardes en el bar/cafetería el Coliseo, propiedad de don Fausto. Allí pasan las horas, hablando y criticando (“sacando trajes”) además de disfrutar el confortable café con leche o ese buen y espeso chocolate, al que acompaña unas galletas almendradas, elaboradas en Ardales, que ellas tanto valoran. Algunos convecinos chistosos suele llamar a este grupo de señoras mayores “Las Siete Reinas”, aunque otros cambian la última palabra por la de “Chicas” no sin cierta sorna. Por supuesto que cuando alguna de ellas falta a la reunión, es momento aprovechado por las demás para “despotricarla” (criticarla) todo lo que pueden y se inventan. Las siete amigas son convecinas de la gran plazuela urbana de Santo Tomás, a la que dan las fachadas de los pisos en que residen.

 

Una de las distracciones que practica Fermina, no sólo ahora que tiene todo el día libre, sino también desde hace años (entonces  se dedicaba a ello horas durante los fines de semana) es sentarse en su balcón, que tiene orientación sur (o tras los cristales, cuando hace mal tiempo) haciendo calceta, cosiendo algunas prendas o simplemente tomando el sol, cuya calor la reconforta. Pero entre aguja y puntada, haciendo largos reposos para el descanso, contempla con obsesivo detallismo el trajinar de las gentes por las aceras, la vida de las numerosas tiendas de esa pequeña zona urbana circular y, lo que para ella es más interesante, observa el comportamiento de la vecindad, a través de esas grandes ventanas abiertas, durante la primavera y el verano, o a través de los cristales y las cortinas, en las estaciones más frías de la temporalidad.  

 

Entre los objetivos visuales preferentes, para esta observadora señora, se encuentra otro veterano pequeño bloque de cinco plantas más ático, situado precisamente enfrente de su vivienda. En el ático del inmueble ha residido durante bastantes años un pintor de “brocha gorda” llamado Ezequiel, al que no sólo Fermina sino otra mucha gente del barrio calificaban como un hombre bastante raro y escasamente comunicativo, comportamiento que modificaba con algunas visitas que recibía durante los fines de semana y algunas otras noches de los días laborables. Todos conocían que era soltero pero, en esos días señalados, subían a la vivienda mujeres que por su forma de vestir y comportarse, reflejaban inequívocamente su dudosa reputación, siendo objetivo inmisericorde de las “comidillas del barrio”. Pasaban amplias horas en su vivienda, en la que se organizaban algunos “zaraos “ con un sonoro buen ambiente” que rompía la tranquilidad de las noches, especialmente en la víspera del domingo. Fermina no quitada ojo a todos esos movimientos y vivencias que transcurrían en el ático de Ezequiel.  No había tarde, durante las reuniones cafeteras de las siete amigas, en las que la vida del “sátiro” pintor (por el sentido de sus miradas)  no fuese un atractiva cuestión para comentar y “aventurar”.

 

Pero llegó el infausto día en que el controvertido pintor (unos y otros utilizaban la palabra “blanqueador”) abandonó este inconcreto paseo temporal por lo terrenal, con ese billete sólo de ida, cuando aún no había llegado a cumplir los sesenta. Desde sus años mozos, fue un fumador empedernido de Ducados, Celtas e Ideales (picadura barata, pero igual de perjudicial que la Camel o el Chesterfield. Tras su fallecimiento, el propietario del ático, un joven vividor sin profesión reconocida, pero que había heredado de su tío esa y otras propiedades, como plazas de garajes y locales comerciales y que sin embargo estaba lleno de deudas por su desaforada afición a “la rápida”, al juego de la baraja y a la vida alegre, localizó pronto a un nuevo inquilino, que le reportara el pago mensual que tanto “necesitaba” para sus constantes desahogos y disfrutes sensuales.

 

En la reunión del viernes, fue Fermina (no podía ser otra, en aras a su “especialidad”) la que pronto sacó el tema del ático a conversación, basándose en sus seguras averiguaciones:

 

“Me han dicho que el ático del Ezequiel ¡que en buena gloria bendita se encuentre! ya tiene un nuevo inquilino. Han estado pintando la vivienda ¡quien lo iba a decir! pues parece que el blanqueador no cuidaba bien de las paredes, con esas juergas en delirio que se daba hasta muy avanzada la madrugada. Recuerdo una noche en que me agobiaba el desvelo,  por lo que salí a regar mis hortensias y lo vi (a través de los cristales) como corría detrás de una fulana, dando saltitos y haciendo relinchos, como si fuera a caballo. Los dos en paños muy menores … Casi todo lo enseñaban. Bueno, el caso es que ahora viene un hombre de cultura,  que parece entiende bien de música. Dicen que toca el violín. Todo esto lo sé de buena fuente. Podéis creedme.”

 

Efectivamente, unos días después llegó a la plaza un camión de mudanzas, con algunos enseres del nuevo inquilino. Fermina, sentada en su balconada, no perdía cuenta o detalle de todo lo que ocurría. Entre el material descargado del gran vehículo para el transporte, bajaron unas cajas pequeñas que, bien embaladas, podrían contener los aludidos violines. Lo primero que hizo la inquisitiva vecina, a la mañana siguiente, fue llegarse al portal de ese edificio “hermano”, a fin de comprobar en el buzón datos del nuevo residente. En la tarjeta, que ya había sido colocada para el correo, se podía leer: Heliodoro de la Huerta Condesa. Profesor de violín. Bien pronto pudo también comprobar como en las sucesivas semanas llegaban algunas personas, posiblemente alumnos, con sus cajas de violines, que subían al ático de las clases, a fin de recibir las enseñanzas y hacer sus correspondientes prácticas. Los sones tañidos en las cuerdas del delicado instrumental viajaban a través de la atmósfera, llegando no sólo al domicilio cercano de doña Fermina, sino a las demás familias de la muy poblada vecindad. El profesor era un hombre enjuto, alto, con pobladas cejas negras, pero de mirada apacible, manos huesudas y que vestía tonos muy oscuros. Al caminar, solía inclinar mucho el cuerpo hacia delante, en forma de arco o ballesta. Desde luego daba la imagen de una misteriosa persona, que podía ser protagonista de alguna cinta cinematográfica del género terrorífico. Ahora tendría que averiguar si era viudo o soltero, pues no se veía a familia alguna que con él conviviera. 

 

Además de su obsesiva y permanente observación, Fermina trató de sonsacar algún nuevo dato, preguntando a otros miembros de la comunidad vecinal. Entre ellos, al tendero don Anselmo, ya que tras el mostrador y atendiendo a tantos clientes se conoce abundante información con respecto a la ciudadanía. También a don Servando, el párroco de la barriada, que mal enfadaba a la feligresa por su prudencia y discreción en no divulgar lo que sin duda el sacerdote “mucho conocía”. Sin embargo fue el buen y reflexivo barrendero, Arquímedes, quien le dio alguna información interesante, con respecto al tipo de alumnos que visitaban al maestro

 

“… hay algunos que tienen desde luego muy mala cara, como si estuvieran mal alimentados, te lo digo con franqueza, vecina Fermina. Con esto de la música dan la impresión de que no lo están pasando muy bien, que digamos.”

 

Desde luego las clases no eran especialmente alargadas, pues los discípulos permanecían en el ático escaso tiempo, no más de treinta o cuarenta minutos. Todo estaba bien cronometrado, según un destartalado reloj de pesas que la antigua repostera tenía en el salón de su domicilio. Mientras, los tañidos de las cuerdas del violín seguían sonando y sonando, curiosamente con una gran perfección, habilidad que evitaba los “ingratos” desentonos. Eran unos aprendices que sin duda poseían ya una cierta destreza.

 

Algo que llamó poderosamente la atención de la chismosa observadora, en su observancia del ático, eran unos grandes banderines de colores, que colgaban de una vara o mástil atada a los barrotes de la balconada. En ocasiones el banderín era rojo. Este color rojo cambiaba a verde o amarillo, en la sucesión de los días, sin causa alguna que justificase tal cromática modificación. Lógicamente, la aclaración a esta colorida incógnita sólo podría ofrecerla quien colocaba y alternaba los respectivos banderines. Ni corta ni perezosa, se hizo un día la encontradiza con el violinista, cuando éste salía de su portal llevando una gran maleta de ruedas. Artificialmente zalamera, se acercó al ínclito personaje presentándose “nerviosamente” como la convecina de enfrente.

 

“Perdone Vd. don “Heliotropo”. Aunque yo me he dedicado a los dulces, siempre me habría gustado saber tocar algún instrumento musical. Pero en mis años mozos esa enseñanza era sólo para la gente bien ¿Podría asistir a alguna de sus clases? Vd. ya me aclara cuánto me costaría esa gran experiencia. Y sin ánimo de quitarle mucho de su valioso tiempo, veo desde mi balcón (allá enfrente tiene Vd. su casa, para lo que guste mandar) esas bonitas banderas que coloca bien atadas a los barrotes de la terracilla. Por más que me estrujo la sesera, no encuentro explicación al cambio de colores que Vd. elige. No se moleste por mi interés, es que son muchas las horas en que tengo que convivir, a mis largos años, con la soledad”.

 

Visiblemente extrañado y molesto, por las confidencias y peticiones de la curiosa vecina, el facialmente enojado músico trató de quitársela lo más pronto posible de su presencia, con unas palabras en las que mezcló la mínima cortesía, con esa brusquedad represiva, necesaria cuando se habla con personas que adolecen de esa enfermiza naturaleza inquisidora.

 

“Mire, señora, no tengo plazas libres para nuevos alumnos. El coste de las clases es elevado y además en este arte hay que empezar de jóvenes. A su edad y sin ánimo de molestarla, Vd. debe dedicarse a otras funciones o actividades, como benéficas, religiosas o de lo que más le plazca. En cuanto a lo que pongo o quito en mi propiedad, es algo que solo a mi ha de importarle. Dedique su aburrido tiempo a tratar de distraerse, pero respete la privacidad de los demás. Discúlpeme, pero tengo prisa. Buenas tardes, señora”.

 

El gran sofoco que Fermina sufrió, a consecuencia de su breve encuentro con el músico, finalizado con esas contundentes y determinantes palabras, provocó que tuviera que estar un par de días en cama, con calmantes, sales y rezos, tratando de superar la vergüenza que sufría ante la dura lección recibida ante el portal de su rígido vecino.  Menos mal que algunas de sus seis amigas pasaron por el domicilio, tratando de animar y cuidar a una compañera de reunión que se encontraba temporalmente de baja, a consecuencia de su impertinente intromisión en la vida de los demás. 

 

Pero la Tierra gira y la Historia también lo puede hacer. Una mañana de Junio, casi dos meses después de la llegada de Heliodoro a su nueva vivienda, muchos vecinos de la Plaza de Santo Tomás lo vieron salir esposado y acompañado por varios policías, que habían llegado en dos coches patrulla. Algunos de los miembros de las fuerzas de seguridad iban sin uniforme, con sus trajes respectivos de camuflaje. Los policías habían estado registrando desde el amanecer el ático que ocupaba el “maestro de música” ahora detenido, sacando del inmueble una serie de fardos.

 

Las noticias de las dos de la tarde, en la radio local, abrieron con la información de que había sido desmantelado un punto de distribución de sustancias estupefacientes, ubicado en un ático situado enfrente del bloque donde vivía la muy impertinente observadora. Fue la comidilla no solo de ese día, sino que sustentó prácticamente la mayoría de las conversaciones durante varias semanas. En una de las reuniones vespertinas celebradas por las “Siete Reinas”, fue precisamente don Fausto, el propietario de la cafetería el Coliseo, quien aportó abundantes detales sobre el “explosivo suceso”, gracias al buen oído que prestaba el servicial ventero, escuchando los comentarios que se cruzaban muchos policías que solían ir a su establecimiento para desayunar o merendar, durante algunos huecos que se les concedían en sus horas de servicio.

 

“Los supuestos “alumnos” del insigne “maestro” eran realmente traficantes y distribuidores de la mercancía, que traían y llevaban en sus fundas de violín. Mientras hacían el trato económico, con los tiras y aflojas respecto al valor de las “pastillas” que recibían para llevarlas al mercado del menudeo, Heliodoro ponía en marcha su sofisticado equipo de música, el cual poseía unos estupendos amplificadores para su buena escucha por toda la plaza. Las grabaciones de las piezas de violín estaban muy bien elegidas, para convencer a la escucha de lo bien que se practicaba en las clases de insigne maestro”.

 

“Ah, bueno, sé que doña Fermina me va a preguntar por el tema de las banderas, que a ella le sigue trayendo de cabeza. Pues también me he enterado de ese asunto, ya que en este barrio todo, absolutamente todo, se acaba sabiendo. El color de los banderines lo utilizaba para indican a los “alumnos” si el día era seguro para la negociación (bandera verde) si había algún chivatazo o riesgo, para ir con absoluta precaución (amarilla) o si era conveniente evitar acercarse al ático y dejarlo para mejor momento, porque bandas contrarias o la propia policía, podrían hacer su aparición y romper todo el hábil montaje que tan buenos beneficios les reportaban (bandera roja)".

 

El controvertido ático, correspondiente al número 9 de la popular plaza del barrio, continua vacío, aunque se comenta por el barrio que una familia argentina, exiliada por motivos políticos, está negociando el alquiler del inmueble. Conociendo la atmósfera de cotilleo, que domina las horas de su feligresía, el párroco don Servando, trata de poner un poco de orden en el comportamiento colectivo. Una de las medidas que ha adoptado ha sido la de reunirse con algunos grupos, a fin de abundar en el diálogo. También,  utilizar sus homilías domingueras, para concienciar a los devotos y, de manera especial, a organizar actividades más recreativas y saludables. Parecía lógico que llamara a las Siete Amigas, colectivo muy conocido y representativo en la barriada, a fin de reprenderles paternalmente, indicándoles que dediquen su tiempo a actividades más útiles y pongan fin al necio critiqueo de los demás. Con respecto a Fermina, le ha encargado puntual y acertadamente que prepare unas sesiones de actividades pasteleras, dirigidas a chicas y chicos jóvenes del barrio, para que puedan aprender a elaborar suculentas piezas reposteras, facilitándole al efecto uno de los salones parroquiales. Pero esta señora no sólo se halla ilusionada con el encargo del cura, sino también porque a través de esta relación piensa que podrá conocer la vida personal de muchos miembros de la juventud de hoy día, etapa generacional que para ella queda muy lejana en la nostalgia de su memoria.-


 

 

TRES BANDERAS EN EL ÁTICO

 

 


José Luis Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

16 ABRIL 2021

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 

 

 

 
 

viernes, 9 de abril de 2021

EL LADO OCULTO DE LOS ERRORES.


Los errores son consubstanciales al género humano. No somos perfectos, afortunadamente. Al margen de su contrastada variedad y trascendencia, lo verdaderamente importante es poder y querer repararlos, siempre de la manera o forma menos lesiva posible. Por fortuna, la mayoría de esos fallos de conducta son fácilmente superables y no causan un excesivo trastorno, tanto a sus autores como a las personas que han de padecerlos. Hay un célebre y repetido dicho: “errar es de humanos” que adquiere toda su significación y naturaleza, atendiendo a todas estas premisas.

El propio concepto de error lleva anejo otro elemento indisolublemente unido a ese vocablo, como es la involuntariedad o la falta de intencionalidad. Y ello es porque en la mayoría de los casos los seres humanos somos distraídos, descuidados, repetitivos, por lo que esas “naturales” formas de ser y actuar conllevan estos fallos que pueden originar problemas de desigual calibre. Obviamente sus consecuencias no serán las mismas, atendiendo a la magnitud o trascendencia del acto fallido o erróneo. De esta breve introducción parte el contenido del siguiente relato.


Nos acercamos a una familia de nivel medio, en lo socioeconómico, que reside en la zona de Teatinos, uno de los barrios más modernos de la urbe malacitana. El padre, Nazario Almeida, 42 años, ejerce como enfermero en un  reconocido centro sanitario privado de la localidad. Forma pareja con Suleima Amara, 37, diplomada en diseño y decoración. En la actualidad se halla vinculada laboralmente a un polivalente estudio de Arquitectura. El matrimonio tiene una hija, Lidia, que estudia cuarto curso de educación primaria, en un centro de titularidad pública situado a unos 200 metros de su vivienda, un piso de dos dormitorios que soporta una larga, en el tiempo, hipoteca.   


El trabajo que Nazario (Nazo) desempeña le obliga a tener que adaptarse a unos horarios cambiantes, durante cada semana, siempre en función de las necesidades organizativas del centro sanitario. Los fines de semana, en que la concordancia horaria lo hace posible, les apetece salir a cenar con un matrimonio, formado por Abel y Verania, amigos íntimos de “toda la vida”. Nazario y Abel son coetáneos, según manifiestan sus respectivos DNIs. Se conocieron en los tiempos escolares de la adolescencia, pues ambos eran compañeros de aula en un instituto público de formación secundaria. Mientras el primero demostró pronto su interés por los temas médicos y de la salud, Abel, compañero de aula y de juegos, destacaba por su cualificada afición para manejar los artilugios mecánicos y electrónicos (su padre se ganaba honradamente la vida trabajando en un taller de reparación de motocicletas y bicicletas). Uno y otro amigo se han considerado desde siempre como “hermanos” en la amistad, para los divertimentos, correrías y experiencias a través de la vida. A pesar de llevar siete años casados, Abel y Verania aún no tienen descendencia.


Ambos matrimonios disfrutan con esos divertidos, “traviesos” y muy gratos fines de semana, en que pueden salir a cenar, ir a una sala cinematográfica, tomar después unas copas o incluso distraerse con unas horas de bingo, juego al que son bien aficionados. Enriquecen su “familiar” relación, programando algunos viajes por los pueblos o ciudades, más o menos cercanas. Sustentan ese “llevarse bien” manteniendo una comunicación frecuente y fluida, casi a diario, entre los cuatro, intercambiándose mensajes whatsapps sobre proyectos, las novedades del día, chascarrillos, fotos o páginas interesantes para la descarga de archivos diversos (especialmente cinematográficos), etc. Para esta intensa intercomunicación utilizan sus versátiles móviles  telefónicos, aunque para los temas más amplios de contenido (por su peso en gigas) también echan mano del informático correo electrónico. Y fue precisamente por esta última vía, en donde se generó el origen de un grave problema, que atacó de lleno el corazón de la muy afectiva amistad que los cuatro personajes se habían labrado.

 

Una primaveral, algo húmeda, pero en sumo agradable, noche de viernes en abril, Nazo estaba de guardia en el centro hospitalario donde presta sus servicios. Esa semana le correspondía hacer el turno nocturno, pero ya estaba habituado a modificar sus horas de sueño y descanso. Las horas iban pasando, inusualmente bien tranquilas, con sólo algunas rutinarias llamadas de enfermos o con imprevistas consultas en el departamento de urgencias. En la sala de control de enfermería, a donde llegan las llamadas de los enfermos encamados, el personal de guardia tiene habilitado dos pequeños camastros, que algunos operarios utilizan para descansar unos minutos, durante esas largas noches de vigilia que les han sido encomendadas. Pero después de cenar, Nazo se había tomado su habitual ración de un café doble, bien cargado, en la cafetería del Hospital. Esa intensa y sabrosa infusión le ayudaba a permanecer bien despierto durante sus obligaciones de guardia, ante cualquier llamada que pudiera recibir, a fin de atenderla con la prontitud y eficacia necesaria. Se entretenía, mientras tanto, resolviendo sudokus o jugando con algunas de las aplicaciones que tenía descargadas en su tablet, para esos momentos en blanco,  sin obligaciones que resolver.


 Serían más allá de las dos y media de la madrugada, cuando por un frecuente acto reflejo se dispuso a consultar su buzón de correo. Lo hacía varias veces durante el día, pues no le gustaba dejar sin responder aquellos mensajes que le iban llegado y que pudieran tener algún interés o urgencia para la atención. Sonrió cuando vio que tenía una nueva entrada, cuyo remitente era su íntimo amigo Abel. Se dijo de inmediato  “seguro que ya está planeando algo interesante, para la semana próxima, en la que tengo libre todo el sábado y gran parte del domingo”. Sin embargo, le resultó curioso el motivo o asunto de ese correo electrónico: “Una solución, ya”. “Pero ¿qué le habrá ocurrido al bueno de Abel, para enviarme un correo a las dos de la madrugada. Vamos a ver que le ocurre y cómo le puedo echar una mano. Ante el más nimio problema, siempre recurre a mi”.


Cuando leyó el contenido del muy relevante mensaje, un inestable y “punzante” escalofrío recorrió su cuerpo, provocándole incluso un temblor incontrolado, ante la magnitud, gravedad y dura significación de lo que expresaba esa persona en quien tanto confiaba. Se trataba de una carta, cuyo texto realmente no iba dirigido a él. La destinataria de su revelador significado era por el contrario ¡su mujer Suleima! a quien se dirigía el remitente con el muy cálido saludo de “Mi adorada y tierna Princesa”. Era evidente que por uno de esos frecuentes errores que se cometen en el terreno informático, cuando por las prisas, el número de ventanas abiertas o la dirección que memorizas y luego no borras, un determinado correo lo envías a la persona equivocada. Suele ocurrir también en los mensajes del Whatsapp en los que, cuando terminas de chatear con un destinatario, erróneamente no sales de esa conversación y escribes algo para otra persona, pulsando el enviar, recibiéndolo consecuentemente el interlocutor anterior.


En los apasionados y sensuales párrafos del texto. Abel urgía a su receptiva amante (era más que evidente) para que diera ese paso difícil, definitivo, pero necesario, comunicándole a su marido Nazario el cambio de sentimientos que le embargaba, razonándole de que


“la situación de encuentros secretos y disimulos constantes, que tú y yo mantenemos, desde hace ya casi medio año, no lo podemos seguir manteniendo y soportando, pues lo que ambos queremos y necesitamos es estar juntos, amándonos pasionalmente con esas atracción irrefrenable durante la mayor parte de las horas del día. Tenemos que ser valientes ante esta realidad que nos vincula, aclarándola ante los dos afectados, por muy doloroso y explosivo que pueda resultar su contenido para Nazo y Verania.


 Conozco muy bien a Nazo, desde que éramos adolescentes y creo que a pesar del dolor y el batacazo anímico que sin duda va a sufrir, por más que le afecte, acabará por asumirlo y podrá, con el tiempo, ir rehaciendo su vida. Es una situación por la que otros muchos han tenido inevitablemente que pasar. Son las leyes del amor, que dominan nuestras pasiones y necesidades, obligándonos a tener que comportarnos de una manera dolorosa, incluso con personas a las que profesamos un gran cariño.


Pero hace ya dos semanas en que no podemos estar juntos tú y yo, para disfrutar de esa sexualidad que recorre sin cesar nuestras entrañas. Se me hace interminable e insoportable esta larga espera. Aunque pueda comprenderte, has incumplido ya dos promesas de hablar claramente con él, para afrontar de una definitiva vez la inexcusable realidad. En mi caso yo he “insinuado” a Verania algunos cambios en mis sentimientos, pero creo que ella disimula  haciendo como si no los percibiera o no se diera cuenta de lo que estoy tratándole de decir que lo nuestro… carece ya de sentido. Como bien sabes, hace ya más de un mes que estamos durmiendo separados. Pero ella se limita a decir que, después de las tormentas y tempestades, siempre “escampa”. Pero no lo dudes, en cuanto tu afrontes el asunto con Nazo, no pasarán muchos minutos sin que yo le hable, con puntual claridad, a mi compañera”.


Y llegaba la despedida, con una sarta de palabras plenas de sensualidad, temperatura y afectividad, expresadas por un “cuarentón” hacia la princesa amada, como si los catorce o dieciséis años aún no hubieran acabado de pasar por su vida.

 

El batacazo anímico y físico que sufrió el infeliz y confiado profesional de la enfermería resultaba fácilmente comprensible. Sus compañeros de guardia nocturna, viéndolo tan hundido, tuvieron que aplicar sus servicios precisamente a quien los realizaba con los enfermos encamados, administrándole de inmediato algunos calmantes para sosegar su preocupante y descontrolado ritmo cardiaco. Era evidente que Nazo estaba material y sentimentalmente “roto”. 


El aturdido enfermero se repetía, una y otra vez, ¿Cómo era posible  que su “hermano” de siempre, su mejor amigo desde hacía décadas, estuviese “corriendo” con su mujer Suleima, apremiándola para que esta pusiera al descubierto los ilícitos e infieles amoríos que ambos disfrutaban fogosamente en la cama? Dándole vueltas y más vueltas al escabroso asunto, razonaba (era un decir) que ese error que a veces cometemos con los mensajes informáticos, le había hecho conocer, de la forma más cruel y dolorosa, una trascendente realidad de la que era puerilmente ajeno.

 

La historia que viene a continuación es cansinamente conocida y repetida, en el comportamiento de los seres humanos. Por fortuna, ni Nazario ni Abel eran personas violentas. Tampoco sus compañeras Suleima y Verania. Pero la drástica e inconsolable ruptura entre los dos viejos amigos desde la adolescencia se produjo desde aquella infausta noche de la guardia hospitalaria. La traición y el engaño habían también hundido la confianza de dos seres, como Verania y Nazo, que sufrían innoblemente la infidelidad mostrada por sus respectivas parejas. Prácticamente, al unísono de estos hechos, Suleima le sugirió al  compañero de “correría” su sospechas de que podía estar embarazada. Tras la confirmación médica, quedaba ahora por dilucidar quién era el padre de la criatura que vendría al mundo en el transcurrir de los próximos meses.  Verania decidió de inmediato volver a casa de sus padres, dos apacibles personas de avanzada edad que la acogieron con la mayor comprensión y cariño. Nazo puso en venta el piso, con la hipoteca impagada, inmueble que la inmobiliaria se lo reservó de inmediato, al ser una muy interesante propiedad, por su ubicación y estructura. Le facilitó, a petición del interesado, el barato alquiler de una vivienda antigua, muy deteriorada, pero situada al inicio de la carretera del los Montes, no lejos de donde llegaba la línea 37, en el Camino de los Almendrales-Colmenar. El infeliz enfermero Inició de inmediato un tratamiento de ayuda psicológica, con un especialista amigo que también pasa consulta en el mismo Hospital. Por su parte, Abel negoció con el padre de su ex mujer quedarse con la vivienda que ambos estaban pagando, retribuyéndole con amplitud sus partes gananciales correspondiente.  Seguiría viviendo allí , pero ahora con la que había sido mujer de su mejor amigo y con  ese ser que “viajaba” a la vida, cuya paternidad genética clara y posteriormente se definió en los diversos análisis efectuados: iba a ser padre.  Curiosamente la más feliz de todos los implicados era Lidia, la hija de Nazo y Suleima, pues “eso de tener una hermanita, a los 11 años de edad, era una experiencia muy interesante y nueva para su vida”.  


Lo que parecía un complicado error involuntario, acabó poniendo en marcha todo un mecanismo de reajuste relacional en el que hubo todo un muestrario de reacciones contrastadas: lágrimas, gestos desesperados, decepción, aceptación, rencor, comprensión, sorpresa, carencia de diálogo, infidelidad, egoísmo, generosidad y autorreflexión para el cambio. Y esos actos fallidos (enviar un correo con la dirección equivocada y menos oportuna, para el caso) a todos nos ha ocurrido en alguna ocasión, especialmente con el chat de los whatsapps. Probablemente Abel aprendería esa gran lección: hay que comprobar puntualmente la dirección de a quien se escribe, antes de pulsar la de tecla “enviar”.


Han pasado ya muchos meses, en las innegociables hojas del calendario, y nos estamos acercando narrativamente a una nueva Primavera. Cierta tarde, mientras Suleima le estaba dando de mamar al nuevo miembro familiar, de nombre Abril, su padre estaba arreglando en el patio de la casa la moto de su propiedad, que le estaba dando problemas en las aceleraciones forzadas. Lidia, la hija de su mujer Suleima, ya con sus 11 años  cumplidos, escuchaba música “a toda pastilla” en su pequeña y bien decorada habitación, situada a modo de buhardilla en el tejado a dos agua de la casa mata que habitaban, sin atender las indicaciones que recibía de su madre, para que bajara el volumen de su amplificador. En un momento concreto, Abel recibió un comentario inesperado de su mujer que le hizo dejar los finos alicates que manejaba en el suelo cementado de esa parte del patio.

 

“Abo, menos mal que te equivocaste y aquella noche enviaste a Nazo el correo que me habías escrito, porque yo no me atrevía a plantearle la situación de “lo nuestro” . Para mi era todo un mundo siquiera intentarlo. Me daba verdadero pánico cuando pensaba que tenía que aclararle, a una persona tan fiel y confiada, nuestra desbordante e irrefrenable relación sexual. Verdadero miedo, decirle una cosa así. No sabía cual podría haber sido su reacción. Contra mí, contra tu persona o incluso contra él mismo”.  


Abel se mantuvo unos segundos pensativos, antes de responder. Su expresión fue pasando de la brusca seriedad a la entrañable sonrisa.


 “No sé a que viene ese comentario, a estas alturas… Pero ¿de verdad aún sigues creyendo que todo fue un error, en la dirección del correo, mi querida y amada Suly?

 

 

 

EL LADO OCULTO DE

LOS ERRORES

 

 

 


José Luis Casado Toro

 Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

09 Abril 2021

 

 Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es

Blog personal:http://www.jlcasadot.blogspot.com/