viernes, 14 de mayo de 2021

RECUERDOS DE UN VETERANO PROYECCIONISTA DE CINE


A lo largo de nuestra vida conocemos, lógicamente, a innumerables personas. Entablamos amistad con muchas de ellas, enriqueciendo de manera recíproca nuestra vida relacional. Pero entre todas las amistades que tenemos la suerte de atesorar, hay algunas que son más intensas y prolongadas que otras y, entre las mismas, conservamos la proximidad de ese amigo más íntimo que, por una serie de circunstancias, siempre estará cerca de nuestra privacidad. Todo ello con las alegrías y problemas que solemos intercambiar, como prueba de confianza y ayuda en caso de necesidad.

Este era el caso de AMALIO y EFRÉN quienes, como tantos otros, se conocían desde su etapa escolar y que, al paso de los años, supieron mantener ese preciado vínculo de considerarse, uno y otro, como “mi amigo íntimo”, tanto en los días de sol, como en aquellos otros en que aparecen los incómodos nublados, dicho con un sentido ilustrativamente metafórico. Ambos eran coetáneos, nacidos en 1910. Dibujaron sus vidas con trazos naturalmente diferentes. Mientras que Efrén formó una familia, con mujer e hijos, trabajando toda su etapa laboral en la misma tienda de ultramarinos, Amalio Arania ha permanecido soltero, aunque una parte importante de su existencia la ha compartido conviviendo junto su madre, hasta que esta señora falleció con una muy avanzada edad. Gracias a la influencia y consejos de un tío suyo, que trabajaba en el oficio, entró como auxiliar de cabina en una cadena de salas cinematográficas, un año después de finalizada la cruenta guerra civil española, en 1940. 

Su buen hacer, pleno de responsabilidad, en las obligaciones del oficio, además de su acendrado amor al cine, le permitieron ascender, pocos años después de ingresar en la empresa, a jefe proyeccionista de cabina, trabajando de manera ininterrumpida durante 45 años, hasta el tiempo de su merecida jubilación, cuando cumplió los 75 años. Pudo hacerlo unos años antes, porque tenía la suficiente cotización a la Seguridad Social como para acceder a una suficiente pensión, pero amplió voluntariamente los años de eficaz trabajo, en aquello que, según sus palabras, era lo único que bien sabía hacer, sintiéndose enormemente feliz proyectando cine, miles de películas, para el gozo y divertimento de los demás.

Los dos amigos, ya jubilados, suelen reunirse algunas tardes de la semana, para compartir largos ratos de conversación y paseo, además de tomar ese suculento chocolate caliente, al que ambos son golosamente aficionados desde su ya lejana juventud. Recorren pausadamente el Parque malacitano y, cuando el buen tiempo lo permite, se sienten felices visitando todos los rincones marineros del puerto, llegando en sus saludables caminatas hasta el mismo morro de levante. Allí permanecen largos minutos, en silencio o intercambiando las cálidas palabras, gratificando su vista con esas bellas estampas que bien regala la bahía malagueña. Disfrutan como niños, con ese salado aroma a marisma que tanto vitaliza, no sólo al cuerpo, sino también al estado animoso de nuestros sentimientos. 

Cierto día Efrén pidió al antiguo maquinista de cabina que le contara algunas de esas anécdotas interesantes, que casi siempre permanecen guardadas en los “baúles secretos” de nuestra experiencia y memoria. Amalio, esbozando una amplia sonrisa, se comprometió a narrarle, en muchas de las tardes de paseo y con todos los detalles precisos, esas intimidades profesionales que sólo se suelen compartir (por diversos motivos) con las personas más allegadas.

“Por supuesto, amigo Efrén, he pasado “infinidad” de tardes encerrado en la misma cabina de cine, mi segundo y entrañable hogar. Pero no creas que me sentía solo sino, por el contrario, bien acompañado. Siempre me he hermanado con todos esos espectadores que, desde sus butacas, miraban y gozaban con las escenas proyectadas en la gran pantalla. MI soledad, junto a las dos grandes máquinas de proyección, se difuminaba, desde el momento en que las luces mágicas de los objetivos lanzaban las imágenes que permitían ver a los grandes actores interpretando las más diversas escenas aventuras e historias para motivar el divertimento, la emoción, el miedo, las risas e incluso las lágrimas. 

Cierto día, Valeriano, el buen gerente que aun continúa llevando toda la organización del cine donde he trabajado tantos años, entró en la cabina de proyección. Mostraba una inconfundible preocupación en su rostro. Quería comentarme que varios espectadores se estaban quejando de la película sueca que estábamos poniendo y que llevaba en cartel cinco días, desde el viernes, día del estreno. Era un film dirigido por el muy prestigioso (pero complicados en sus temas y narrativas) Ingmar Bergman. Parece ser que la gente protestaba porque, después de la primera media hora de desarrollo, la cinta ya no tenía “ni pies ni cabeza”. Me decía Valeriano si yo creía que la película aguantaría hasta el jueves, pues teníamos previsto seguir estrenando los viernes.

Me resultó curioso lo que me estaba contando, porque el título que teníamos en cartel tenía muy buenas críticas por parte de los analistas especializados. La trama argumental y la interpretación de los actores había sido reconocida por el público entendido, mereciendo diversos premios concedidos por los jurados internacionales. Se valoraba en su desarrollo, sobre todo, la nueva creatividad expresiva, un “revolucionario” lenguaje fílmico que llegaba a las pantallas con esta obra señera de un muy consolidado y respetado director. La cinta se proyectaba en versión original subtitulada (V.O.S.) por lo que la traducción paliaba, lógicamente, la comprensión del difícil lenguaje sueco. Pero es que la gente salía del cine con una confusión mental manifiesta, bastante enfadados porque no habían entendido nada de la historia, salvo ese primer tercio del metraje. La cosa es que aguantamos como pudimos, durante el miércoles y el jueves, con muy poco publico, ya que se había corrido la voz acerca de su dificultad para entenderla. A pesar del prestigio en premios de la cinta sueca, decidimos no prolongarla ni una semana, ni un día más. Por fortuna, el viernes llegaba una película española, muy alegre y folklórica, protagonizada por la sin par Lola Flores.

Cuando finalizó el último pase del jueves, con tres personas en la sala que aguantaron pacientemente todo el metraje, me dispuse a guardar los rollos o ruedas de celuloide en sus respectivas cajas, tras repartir los dos enormes rollos en las cinco cajas originales que componían la película. Aunque siempre he sido muy minucioso en el trabajo, esa noche caí en la cuenta de un gran error que había cometido: Al unir las cintas que venían en las cinco cajas, había alterado el orden numérico, poniendo el rollo 4 antes que el 3. El sofoco que me entró no lo he olvidado. Si ya el contenido de la historia era muy complicado, la alteración en el orden de los rollos provocaba que la película fuera difícilmente inteligible. Nunca había cometido una equivocación de tamaña naturaleza. Pero el enfado que me entró  fue de campeonato. Por temor al despido, no se lo dije a nadie. Aunque en algún momento consideré ese error como una mezcla de divertimento y de preocupación interna, fueron las críticas especializadas de muchos analistas significados por su prestigio los que me ayudaron a mantener el tipo, sobre todo cuando esos escritos valoraban el argumento y la puesta en escena de la película como la mejor de la temporada. En la distancia pido disculpas a las decenas y decenas de espectadores que acabaron con fuerte dolor de cabeza, habiendo tratado de desentrañar “la confusión más grande jamás rodada”.

Amalio aprovechó otra de las tardes de paseo, a fin de contarle una nueva y divertida anécdota a su amigo Efrén, quien prestaba toda la atención a las explicaciones del diestro maquinista.

“Ya sabes que las máquinas de cine utilizan unos largos carbones, a modo de grandes lápices, elementos que están conectados al sistema eléctrico. Al aproximarse ambas puntas de los dos lápices o carbones, la positiva y la negativa, forman un arco voltaico que produce una intensa luz que, focalizada sobre el objetivo de la máquina, permite proyectar los fotogramas, que pasan a 24 cada segundo, para dar la impresión de movimiento en la gran pantalla. Bueno, la técnica es más compleja, pero así la entiendes mejor.

Era sábado por la tarde y las entradas para la sesión de las 7, que era numerada, estaban casi todas vendidas. Cuando iba por la mitad del primer pase, faltarían unos minutos para las seis, comprobé que los carbones de una y otra cámara se estaban acabando (pues el arco voltaico va consumiendo las puntas de los carbones, que deben irse aproximando). Era una coincidencia que muchas veces ocurre. Con el trozo de los dos carbones que quedaban en la segunda máquina, que había comenzado a proyectar, pensé que podría llegar al final de la película. Así que me dispuse a sustituir los carbones de la primera máquina, abriendo una caja nueva de cartón, en donde venían desde fabrica. Para mi sorpresa vi que su interior estaba lleno, pero no de lápices de carbón, sino de otros componentes eléctricos. Se habían equivocado y nos habían enviado una caja con su contenido cambiado. Sentí una sensación que llegaba al pánico y a la impotencia. Era sábado por la tarde. Estas cajas de carbones venían de Sevilla y aunque se encargaran de urgencia no llegarían hasta el martes, por lo menos ¿Qué podría hacer para las tres sesiones que me quedaban en ese día y para el domingo y el lunes?

Llamé urgentemente a Valeriano y le expliqué la situación. Sin perder un minuto, el siempre eficaz gerente se puso a llamar a otras salas de cine, para ver si nos podían prestar esos carbones tan necesarios para al menos poder acabar bien ese sábado y no defraudar a los espectadores que tenían sus entradas compradas. Las demás empresas fueron dando de largas a la petición, argumentando razones muy peregrinas y probablemente no muy veraces. Sólo un cine,en Fuengirola, se prestó a cedernos una de esas cajas de carbones, pero había que ir a retirarla y volver a Málaga. Apenas teníamos una hora de margen para iniciar la sesión de las siete de la tarde. Valeriano se montó en su antigua y vapuleada por el uso Vespa, y se lanzó a la carretera a toda pastilla, para recoger la ansiada caja y volver a tiempo para el siguiente pase de la película. Me contó después que cuando circulaba por Benalmádena, se le rompió el motor de la moto, de tan acelerado como lo llevaba. Tuvo la suerte de que un cabrero que pasaba en aquel momento por la 340 se paró ante sus señales, para llevarlo hasta Fuengirola en su también “muy veterano” motocarro, lleno de aquellas largas vasijas de aluminio que se usaban para transportar la leche, además de dos cabras, que también viajaban en el vetusto artilugio y que se llamaban Lucera y Maria Antonia (no he olvidados los nombres de los animalitos).

Cuando recogió la ansiada caja, en el antiguo cine Mohair, por fin localizó a un taxi para que lo trajera a tiempo a Málaga y eso en un sábado por la tarde, con la carretera llena de vehículos. Como el reloj marcaba las 6:40. 6:50: 6:55 y Valeriano no aparecía, se me ocurrió poner unas fotos fijas publicitarias, con un proyector eléctrico que, lógicamente, no necesitaba los susodichos carbones sino una bombilla. Pero a las siete en punto la gente comenzó a impacientarse, al ver que no comenzaba la película. Entonces arbitré la solución de poner unos discos con música de cina, para ganar tiempo. La sala, que estaba repleta de público, se lo tomó a choteo y a chirigota. Comenzaron las palmas, las trompetillas, los silbidos, el golpeo en los culos de los asientos, los cánticos del  “que empiece ya…” mientras los vendedores de caramelos, chocolatinas almendras y gaseosas hacían su “agosto” con todo el tiempo de venta de que dispusieron. Un jadeante y extenuado Valeriano llegó hasta nuestro cine, en calle Alcazabilla, con el preciado tesoro de una caja repleta de carbones voltaicos que rápidamente dispuse en la máquina que iba a proyectar el primer gran rollo. Engracia, la taquillera, ya había llamado a la Policía Armada, que se personó en el cine para poner orden en el cada vez más escandaloso altercado. A las 7:43 pudo comenzar la proyección. Aquella experiencia siempre la recordamos, con cierto orgullo, como una gran batalla contra los elementos que finalmente pudimos controlar, aunque el error en la empresa de suministros estuvo a punto de costarnos una enfermedad”.

“Hoy, mi buen amigo Efrén, te voy a contar una divertida historia, la tercera, cuyo protagonista era don Eustaquio, pero a cambio te vas a encargar de pagar la ronda del chocolate y, además, con pastas de Ardales, que bien nos gustan. El tal Eustaquio era un antiguo falangista, de los llamados “camisas viejas”. El hombre andaría por la cincuentena y como por lo que contaba había hecho el bachillerato y le gustaba leer, lo pusieron para que ejerciera de censor de las buenas costumbres. Era un orondo personaje que, aun en verano, no se quitaba la gabardina, porque comentaba que así, por el porte, impresionaba más. Era cacereño y cuando podía hablaba con añoranza de su Alcántara natal. Siempre le conocí con su bien cuidado bigotillo y tenía unos ojos saltones y boca más bien picuda, aspecto que a muchos sirvió para ponerle (por detrás) el sobrenombre de “el boquerón”.

El día anterior al estreno de una película, veíamos aparecer por la mañana a don Eustaquio, enfundado en su raída gabardina, para que le hiciéramos un pase privado, a fin de indicarnos, con la energía que le caracterizaba, las escenas que debían ser cortadas, ya que las mismas iban en contra de las buenas costumbres a seguir por la gente de bien.

Había películas que me las “trituraba” sin remedio, pues había que quitar los besos, las caricias, las piernas provocadoras, los senos resaltados, los amoríos extramatrimoniales, las palabras “sexuales” las miradas lascivas, determinados traseros que excitaban la lívido y por supuesto las escenas de cama, etc. Te estoy hablando de los años cuarenta y cincuenta. Más adelante, la permisividad se abrió un poco para la cultura popular. Esas cintas censuradas, con tantos cortes, cuando se proyectaban eran irreconocibles e incomprensibles, pero bien es verdad que la gente estaba habituada a que le vendieran gato por liebre y lo aguantaba todo.

Un día nos llegó la muy famosa cinta El último cuplé, con la mejor Sarita Montiel. El jueves, antes de su estreno, ya estaba allí, a las diez de la mañana, don Eustaquio, con las “tijeras” de la más acendrada moral. Yo, a una película de esa categoría, no la podía masacrar y, en connivencia con Valeriano, ideamos un plan para “salvar” la mayor parte de la cinta. Antes de comenzar la proyección privada, la empresa del cine solía invitar al censor a un café con bizcochos. Una semana antes fui a pedir ayuda a un vendedor de hierbas medicinales del campo, que ponía su puesto ambulante no lejos del cine, por la Plaza de  la Merced y el antiguo mercado de abastos. Le expliqué mi intención y me puso en las manos unas plantas que solía recoger por la zona de los Montes, que provocaban un sueño casi inmediato nada más tomarlas en infusión. Hice en casa un concentrado de la sustancia, que eché posteriormente en una tarra, como brebaje para asegurar el sueño.

Cuando don Eustaquio llegó a la sala cinematográfica, como siempre puntual, se le preparó el café (ese día le dimos un descafeinado) y le añadimos un tercio del concentrado de adormidera. Se tomó su infusión, con los correspondientes biscochos de san Damián, elaborados por unas monjitas de Antequera y no llevaría la película más de diez minutos “rodando”, cuando el censor cayó dormido en el más plácido de los suelos.

La máquina de proyección continuaba su ininterrumpido recorrido, acompañada por los atronadores ronquidos que emitía el bien aletargado censor de la moral. La película finalizó y don Eustaquio continuaba en el mundo onírico del sueño. Ya sobre las 12:30 despertó y con los ojos entreabiertos “bramó” un tanto sonámbulo su repetida cantinela: “Bueno, Amalio y Valeriano, ya sabéis cuales son las escenas y planos que tenéis que cortar. Ahora tengo que irme, pues tengo que hacer un informe acerca de un libro que se está vendiendo y tenemos que parar esa venta como sea”. Le respondimos casi a coro y en posición de firmes “Por supuesto, don Eustaquio. A sus órdenes. Seguiremos puntualmente sus directrices”. Y así se pudo proyectar, durante casi un mes y medio El último cuplé en nuestra ciudad, con el metraje tal y como nos había llegado desde la productora”.

Actualmente, los sistemas de proyección han evolucionado con los mecanismos y grabaciones digitales. Aquellos rollos míticos, con el metraje en sugestivo celuloide, prácticamente han desaparecido. Sólo en los video clubs, filmotecas y cines fórums se proyectan películas con el antiguo sistema. En las salas cinematográficas se ha implantado el sistema de videoproyección, estando la película almacenada en un poderoso disco duro con muchos teras de capacidad o “peso”. La calidad de la proyección es perfecta, pero… no podemos olvidar el encanto fílmico de los fotogramas de 35 m/m y el sonido producido por las antiguas máquinas de proyección en su mecánico funcionamiento, acústica mecánica que traspasaba las paredes de la cabina mágica, acompañada de sus haces de luces sobre la gran pantalla.

“Otro día, Efrén, te contaré nuevas historias de mi trabajo como proyeccionista. Ahora vámonos a la cafetería, que se acerca la hora de merendar”. Son Amalio y Efrén, dos grandes y veteranos amigos, que se alejan caminando pausadamente en la profundidad afectiva de las tardes. -

 

 

RECUERDOS DE UN VETERANO PROYECCIONISTA DE CINE

 

 

José Luis Casado Toro

 

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

14 mayo 2021

 

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 









 

viernes, 7 de mayo de 2021

EL IMPREVISIBLE BAILE DE LAS MARIPOSAS.

Viernes de Primavera, en un tiempo de sosiego previo a la pandemia. Reinaldo había terminado su almuerzo, después de una mañana algo ajetreada en lo laboral. El menú que hoy se había preparado no había sido muy complicado de elaborar. Una vez más, el microondas fue un eficaz colaborador para esa rutinaria tarea: en poco más de seis minutos descongeló el último de los tres cuencos que tenía guardados en el frigorífico, con las lentejas “riojanas” sobrantes del último y afortunado guiso de aquel domingo lluvioso, que no le estimulaba para la salida. Fue inteligente cambiar la caminata por la cocina, pues su resfriado desaconsejaba salir al campo con tan seguras gotas de lluvia.

Tenía por delante un largo fin de semana, que deseaba fuera “reparador” tanto para el cuerpo como para el ánimo. Con la experiencia de otros “findes”, bastante repetitivos en la distracción de las horas, pensaba que sería inteligente dejar a un lado la planificación de actividades y que tomara cuerpo la improvisación espontánea, siempre lúdica y reconfortante, en su opinión. Y es que la semana había sido, en general, más bien cansina y aburrida, trabajando en ese puesto de conserje auxiliar en la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad. Hacía ya nueve años en que tuvo la fortuna de apuntarse a una convocatoria opositora para puestos de auxiliar en la UMA, que tuvo a bien compartirle su buen amigo de correrías Bermudo, quien para su desgracia no pasó la criba y se quedó fuera de la añorada plaza, aunque sigue “ganándose la vida”, acompañando a señoras “bien” para todo lo que se tercie. En momentos de franqueza, este compañero íntimo de juergas le confiesa que se encuentra “hasta el gorro” de soportar tanta decrepitud, a cambio de unos cuartos imprescindibles para la vida. Por el contrario, Reinaldo, pronto va a cumplir su segundo lustro en ese seguro puesto laboral, en donde abundan los incentivos de las jornadas vacacionales.

Pensó que siempre le quedaba el recurso de echar mano, para llenar la tarde del viernes, de alguna de las películas descargadas de su plataforma “amiga”, tras lo cual se daría alguna vuelta por el centro ferroviario y comercial de Vialia, pues se decía que “ese ambiente de trajín, con personas de acá para allá, siempre anima y distrae”. De todas formas, recordaba que habría de pasar por el Mercadona, para hacer la ronda habitual de la compra para la semana próxima. Aunque en principio optaba por la improvisación, ya miraba al inminente sábado, pues en caso de que soleara, lo dedicaría a echar un día de campo, con el atuendo senderista y ese bocadillo con fiambrera que bien resuelve la necesidad. En cuanto al domingo, cogería la bici por la mañana, para darse un buen paseo por la zona de Picapedrero, en las estribaciones de los Montes de Málaga. Para la tarde dominical, siempre quedaría el recurso del cine en la gran pantalla. “Bendita” su afición al “Séptimo Arte”, a fin de distraerse con todas esas historias que alivian la soledad y enriquecen el ánimo. A pesar de este esquema que, en realidad, le era bien conocido por su repetitivo uso, una semana sí y la otra probablemente también, nunca descartaba esa novedad inesperada que, siendo positiva, puede llenar de color e interés las rutinas del calendario.

Tras el “opíparo” menú, acompañado en el postre por un trozo de tarta congelada, que siempre viene bien para los estómagos golosos (la mandarina que alivia las conciencias, una vez más hubo de esperar) tomó la horizontal del acogedor y mullido sofá que tanto apreciaba. Era el momento de dar una cabezadita hasta la hora del café en la merienda, antes de conectar el disco duro de la Filmoteca casera, que ocuparía la siguiente hora y media de la tarde del viernes.

Gozosamente adormilado, Reinaldo reposaba tranquilamente sobre su habitual lecho para después de las comidas, cuando “indelicadamente” timbró el sonido “traidor” de su iPhone. Dada la hora, 15:50, supuso y temió que fuese la consabida oferta comercial, que utiliza esas horas familiares en las que el destinatario suele estar en casa. No se equivocaba, pues al otro lado de la línea apareció una voz femenina, cálida o forzadamente acaramelada, que bien pronto adoptó un sorprendente tono “suplicante”.

“Buenas tardes. Por favor, Reinaldo, le ruego encarecidamente que no me cuelgue el teléfono. Concédame al menos unos segundos, para poder explicarle mínimamente el por qué de mi llamada. Ante todo debo presentarme. Mi nombre es Silvia. Soy una de tantas jóvenes que lucha en el día a día por conseguir ese necesario trabajo, puesto laboral que la sociedad cada vez nos pone más difícil. Con mucho esfuerzo, por mi parte, he conseguido esta oportunidad para ofrecer servicios de bajo coste en telefonía. Pero la retribución que me ofrecen va en función de los minutos que Vd. tenga la generosidad de concederme para la escucha. Por este motivo, le suplico una vez más que no me cuelgue. Sólo me pagan a partir del segundo minuto en que mantenga la comunicación con el posible cliente, y sólo cuarenta céntimos por cada fracción der sesenta segundos. Así están las cosas, para los jóvenes huérfanos de trabajo. De todas formas, seré breve y explicativa, acerca de las características de una atractiva oferta comercial de telefonía que paso con su bondad a presentarle”.

Tras esta exposición, plena de sentimiento, sencillez y necesidad, la chica Silvia suspiró aliviada, porque al menos la persona con quien contactaba se había comportado con educada generosidad, limitándose a escuchar sin cortar la llamada. A Reinaldo le resultó simpático el planteamiento de la joven, que se esforzaba en ganar unos euros en esta sociedad, salvajemente competitiva, en la que no siempre bastan los méritos, sino también la suerte, la amistad y por supuesto la oportunidad. De manera especial, para todos aquellos que están empezando el ejercicio de la profesión para la que han sido preparados. Así que sopesando de inmediato las expectativas repetitivas para esa tarde del viernes, tomó la decisión de concederle a la chica un ratito más de conversación, a fin de que su explicado intento resultara algo lucrativo para sus necesidades de ingreso económico. “Bueno ¿Y como me has dicho que te llamas?”

En realidad. La situación que ambos protagonizaban era insólita y curiosa. A través de la dulzura de su voz, la forma de argumentar y la modulación de las pausas y la incidencia en las ideas puntuales (repitiendo palabras clave, para la comprensión) intentó recrear mentalmente la imagen de la persona que había comunicado imprevistamente con él. ¿Será alta o de baja estatura? ¿Cabello liso o rizado? ¿Ojos azules o castaños? ¿Delgada o con exceso de gramos? ¿Estará más cerca de los veinte o de la treintena en edad? ¿Cuáles serán sus gustos y fundamentos de carácter? Al tiempo que estas dudas circulaban a gran velocidad por su mente, siguió dejando protagonismo a la expresividad de su interlocutora.

“¿Cuánto tiempo necesitas, Silvia, para que te sea rentable esta llamada? “La verdad es que tampoco puede ser excesivo, porque en ese caso no colará en el medidor temporal que ponen en nuestras líneas. Con 7/10 minutos estaría bien, siempre que aceptaras que te repitiera la llamada, mañana o por ejemplo el lunes, ya que se entiende que necesites tiempo para pensarte las condiciones telefónicas que, supuestamente, te estoy ofreciendo, a la hora de aceptarlas o no”. “De acuerdo, el lunes me vuelves a llamar, por favor, a partir de las cinco. Lo más seguro es que tendré que darte las gracias, pero te explicaré que no me interesa el cambio de operadora telefónica con la que actualmente trabajo” “Gracias, rey, eres un sol. Quedamos para el lunes. Me has dado un buen balón de oxígeno, pues las llamadas que he realizado hoy, en su amplia mayoría, no han llegado ni a los quince segundos de duración y así no hay forma” “Pues que siga la suerte. Feliz “finde” Silvia”.

Reinaldo sonreía inmerso en esta conversación, inesperada e improvisada, que el azar de la tarde le había deparado para iniciar con algo de novedad el fin de semana. Por cierto, se preguntaba ¿Cómo habrá sabido mi nombre? Desde luego las operadoras, en su constante lucha clientelar, llegan a los más recónditos y privativos datos.

Pero el lunes, a la hora fijada, la chica no marcó su número del móvil. Tampoco lo hizo el martes, ni en los siguientes días. Todo debía quedar como una simpática y original anécdota, que comentó con su amigo Bermudo el jueves, cuando emprendieron la semanal y tradicional salida nocturna. Durante esas horas de delirio mezclaban la ingesta embriagadora de cervezas, con los latidos de algunas aventuras sentimentales, bajo las estrellas y el rocío ilusionado de la madrugada.  

Y llegó un nuevo viernes, otro fin de semana que traía en sus alforjas una sorpresiva novedad para una mentalidad siempre abierta a la distracción. A la misma hora que hacía una semana, volvió a sonar el móvil de Reinaldo. Con una mezcla de alegría, sorpresa e interrogantes, tomó el celular, para escuchar una voz conocida: la de Silvia. Todo en él era una emocionante expectación.

“Buenas tardes, Reinaldo. Tenía decidido llamarte, pues me sabe a mal no haber sido sincera contigo. Fuiste amable y generoso, pero a cambio yo te estaba utilizando, aprovechando tu limpia y genial credibilidad. Creo, sinceramente, que eres una buena persona y frente a esta hermosa realidad, yo he representado el papel de la mala en la película.

Mi nombre es verdadero, Silvia. Tengo 23 abriles cumplidos y he “picado” en muchos estudios, pero a poco que inicio los cursos, su desarrollo me aburre y cunde en mí el desánimo. Y así llevo meses (yo diría que años) buscando un camino, errático y “juguetón” que se oculta detrás de los nublados de mi voluntad. Lo más curioso del caso, es que todo es mucho más fácil, pues desde la adolescencia he querido probar suerte en el arte escénico. 

Me gusta interpretar, pero ya sabes, mis padres, buena gente, pero muy “carcas”, repitiéndome que mi porvenir… que mi seguridad … que mi deber… que mi sensatez … que mi responsabilidad … y así un “taratá” en el que, con tristeza, veo que nunca hay hueco para mi ilusión vocacional. Pero bueno, me estoy enrollando. Es que yo soy así y no lo puedo evitar. 

Hace unas semanas, una amiga llamada Dori (nos conocemos desde hace mucho tiempo, como si fuéramos hermanas) me habló de una academia privada, donde te enseñan arte interpretativo, basado en técnicas suecas de simulación. No es fácil que te admitan en sus cursos, ya que trabajan con grupos reducidos, estableciendo por tanto unas difíciles pruebas de ingreso, además de cobrar unas cuotas elevadas por el aprendizaje. Pero mis padres tienen buena pasta y todo es cuestión de intentar convencerles. Hablé con esta organización y, después de mucho insistir, me pusieron dos pruebas a realizar, para tratar de convencerlos. 

El primer ejercicio consistía en instalar un puesto de venta artesanal, en el mercadillo dominguero del Paseo Marítimo, ofertando las mercancías que se me ocurriera. Eso sí, teniendo que fabricar alguna de ellas de cara al público. Fue todo un número, porque quiso mi “suerte” que pasara por el lugar una amiga de Leonora, mi madre, integrada en el grupo que meriendan los jueves de cada semana. Cuando esta señora me vio trenzando macarrones de colores, para formar figuritas artísticas, le faltó tiempo para llamarla y decirle que su hija estaba en un mercadillo de gente informal, vendiendo artesanías. A mi madre casi le da un soponcio por la vergüenza del “qué dirán”, organizando un espectáculo de llantos, sales e incluso llamada a su confesor, el carmelita Padre Matías, muy amigo de la familia, para que tratara de llevarme al buen camino, poniendo orden en mi vida.

El segundo ejercicio consistía en simular el trabajo de una comercial de telefonía, que tenía que resistir al menos seis minutos hablando y explicando al cliente sobre determinadas ofertas comerciales. Y aquí es donde entras tú y la llamada que realicé a tu móvil. Parece que fui muy convincente en ambas pruebas, porque me han concedido una plaza provisional en un curso que iniciará su desarrollo dentro de un par de semanas. Mi padre, Torcuato, que trabaja como agente de aduanas en el Puerto, seguro que pondrá el grito en el cielo, cuando sepa lo del nuevo curso, pero al final cederá, porque soy su “ojito derecho”. En realidad, no tiene otra hija. Él sabe que yo sé acerca de alguna de sus frecuentes aventurillas, que tiene por esos mundos de Dios. Es consciente de mi discreción, así que su enfado escénico lo hará sólo de cara a la galería.

Bueno, después de escuchar toda esta larga letanía, observo que no has pronunciado palabra alguna, lo cual me parece una buena señal de tu comprensión. Entiendo que te debía una lógica explicación acerca de nuestro primer contacto, hace precisamente una semana. Pero anda, di algo, que me tienes intrigada”.

Reinaldo estaba a medio camino entre el alucinado asombro y el gozoso divertimento. Pero ¿a quién creer? A la Silvia del pasado viernes, agobiada, necesitada, suplicante o a la Silvia que tenía al otro lado del teléfono, explicativa, tal vez arrepentida y con ánimo de disculpa, que mostraba una nueva sinceridad.

“La verdad, Silvia, me encuentro bastante confuso. No tengo claro lo que pretendes. Entiéndeme, no sé en qué plano o atalaya de la creencia puedo estar en este momento. Creí recibir tu sinceridad la semana pasada. Hoy me muestras una nueva imagen, en el siempre frágil espejo de la credibilidad. Si te parece oportuno, tal vez podría ser “saludable”, para ambos, compartir unos minutos personales, sin la intermediación electrónica. Nos podríamos mirar recíprocamente a los ojos y entonces me preguntas a quién he de creer. Te dejo que elijas día, hora y lugar. Tendré mucho gusto en invitarte a una taza de té o café. Y antes de que finalicemos la comunicación, permíteme una pregunta que considero necesaria: ¿Por qué yo, por qué conocías mi nombre?”. 

Silvia aceptó encantada el ofrecimiento. “Bueno, es un secretillo. Pero para ti, una persona inteligente, no te va a suponer mayor dificultad resolverlo. Tuve que elegir y navegando por las redes de Internet se encuentra todo o casi todo. Los datos están ahí a la orden del día. Todo es cuestión de ponerse y tener paciencia para responder a nuestro interés”.

Quedaron finalmente citados para el día siguiente, un soleado sábado de mayo. El punto de encuentro sería en una de las cafeterías del puerto malacitano, a esa hora emblemática para el té de los británicos. Pensando en la interesante ocasión que se le presentaba, Reinaldo prefirió vestirse de la manera más juvenil y deportiva. Iba a compartir una reunión con una chica a la que nunca había visto y que podría tener muchos menos años que él, que ya caminaba por la treintena inicial. Juventud y camino de la experiencia, buena fórmula, sin duda, para el necesario equilibrio. Acudió puntual al sitio acordado. Previamente le había indicado que llevaría un chaleco vaquero de color celeste y pantalones blue jean, también de la misma tonalidad. Solicitó una infusión Rooibos y se dispuso a esperar. E inútilmente esperó.  Pasaron muchos minutos y una vez más, Silvia no hizo acto de presencia. El número del móvil, desde donde la chica hizo las dos llamadas, no ofrecía respuesta.

Un tanto desengañado, volvió caminando a su domicilio, meditando acerca de esta curiosa o extraña experiencia. Consideraba que al menos ambas llamadas habían servido para cambiar un poco su rutinario quehacer, añadiendo algo de color, misterio e interés a la evolución de las horas. “Mañana domingo lo dedicaré a caminar por el campo, a contactar con el incentivo de lo natural. Me pregunto quién será y querrá la tal Silvia. Mejor correr un tupido velo sobre este enigmático asunto”.

Esa misma noche de sábado, en otro lugar de la ciudad, un hombre y una mujer cenaban en un conocido restaurante de comida italiana. Ese hombre de gafas oscuras y barba cuidada, que por su aspecto sobrepasaba ampliamente el medio siglo de vida, repasaba lentamente el “reportaje fotográfico” que su pareja de mesa le había pasado previamente a través del móvil.

“Efectivamente, Serena (ya sé, ya sé que te presentaste como Silvia) esta persona, centrada en la treintena, con ese aire despreocupado, algo cansino, preciosos ojos azules, sin duda muy atrayentes, ofreciendo ese look de mirada agradable, posee un notable parecido al Robert Redford de sus años jóvenes. Creo que puede ser la imagen que necesitamos, para ese personaje de corta interpretación, pero importante intervención, en el desarrollo del film. Me dices que un día te lo cruzaste, cuando realizabas una gestión administrativa para tu hija, en el distrito universitario de Teatinos. Te quedaste con su imagen y aplicando la habilidad que te caracteriza, empezaste a recabar datos acerca de su persona. La colección de fotos, a modo de reportaje, que hoy le has hecho, sentado o paseando por la zona del puerto es muy completo. La voz que le has grabado a través del teléfono me parece aceptable, tal vez potencia con exceso los sonidos nasales. En todo caso, se le podría doblar. En cuanto a su capacidad interpretativa, le adiestramos para que esos nueve o diez minutos de actuación no le resulten complicados de escenificar. Lo pongo en las manos de Delio Derallia, que sabe hacer milagros con los actores que empiezan. En cuanto a ti, como directora del casting y supervisora de guiones, te inventas una tercera o cuarta historia cuando lo tengas por delante, que eso se te da maravillosamente bien. Tus ocurrencias son imprevisibles y sorpresivas, como esas ágiles mariposas que, con su vuelo anacrónico, nunca se dejan atrapar”. –

 

 

 

EL IMPREVISIBLE BAILE DE

LAS MARIPOSAS

 

 

José Luis Casado Toro


Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


07 mayo 2021


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