viernes, 7 de mayo de 2021

EL IMPREVISIBLE BAILE DE LAS MARIPOSAS.

Viernes de Primavera, en un tiempo de sosiego previo a la pandemia. Reinaldo había terminado su almuerzo, después de una mañana algo ajetreada en lo laboral. El menú que hoy se había preparado no había sido muy complicado de elaborar. Una vez más, el microondas fue un eficaz colaborador para esa rutinaria tarea: en poco más de seis minutos descongeló el último de los tres cuencos que tenía guardados en el frigorífico, con las lentejas “riojanas” sobrantes del último y afortunado guiso de aquel domingo lluvioso, que no le estimulaba para la salida. Fue inteligente cambiar la caminata por la cocina, pues su resfriado desaconsejaba salir al campo con tan seguras gotas de lluvia.

Tenía por delante un largo fin de semana, que deseaba fuera “reparador” tanto para el cuerpo como para el ánimo. Con la experiencia de otros “findes”, bastante repetitivos en la distracción de las horas, pensaba que sería inteligente dejar a un lado la planificación de actividades y que tomara cuerpo la improvisación espontánea, siempre lúdica y reconfortante, en su opinión. Y es que la semana había sido, en general, más bien cansina y aburrida, trabajando en ese puesto de conserje auxiliar en la Facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad. Hacía ya nueve años en que tuvo la fortuna de apuntarse a una convocatoria opositora para puestos de auxiliar en la UMA, que tuvo a bien compartirle su buen amigo de correrías Bermudo, quien para su desgracia no pasó la criba y se quedó fuera de la añorada plaza, aunque sigue “ganándose la vida”, acompañando a señoras “bien” para todo lo que se tercie. En momentos de franqueza, este compañero íntimo de juergas le confiesa que se encuentra “hasta el gorro” de soportar tanta decrepitud, a cambio de unos cuartos imprescindibles para la vida. Por el contrario, Reinaldo, pronto va a cumplir su segundo lustro en ese seguro puesto laboral, en donde abundan los incentivos de las jornadas vacacionales.

Pensó que siempre le quedaba el recurso de echar mano, para llenar la tarde del viernes, de alguna de las películas descargadas de su plataforma “amiga”, tras lo cual se daría alguna vuelta por el centro ferroviario y comercial de Vialia, pues se decía que “ese ambiente de trajín, con personas de acá para allá, siempre anima y distrae”. De todas formas, recordaba que habría de pasar por el Mercadona, para hacer la ronda habitual de la compra para la semana próxima. Aunque en principio optaba por la improvisación, ya miraba al inminente sábado, pues en caso de que soleara, lo dedicaría a echar un día de campo, con el atuendo senderista y ese bocadillo con fiambrera que bien resuelve la necesidad. En cuanto al domingo, cogería la bici por la mañana, para darse un buen paseo por la zona de Picapedrero, en las estribaciones de los Montes de Málaga. Para la tarde dominical, siempre quedaría el recurso del cine en la gran pantalla. “Bendita” su afición al “Séptimo Arte”, a fin de distraerse con todas esas historias que alivian la soledad y enriquecen el ánimo. A pesar de este esquema que, en realidad, le era bien conocido por su repetitivo uso, una semana sí y la otra probablemente también, nunca descartaba esa novedad inesperada que, siendo positiva, puede llenar de color e interés las rutinas del calendario.

Tras el “opíparo” menú, acompañado en el postre por un trozo de tarta congelada, que siempre viene bien para los estómagos golosos (la mandarina que alivia las conciencias, una vez más hubo de esperar) tomó la horizontal del acogedor y mullido sofá que tanto apreciaba. Era el momento de dar una cabezadita hasta la hora del café en la merienda, antes de conectar el disco duro de la Filmoteca casera, que ocuparía la siguiente hora y media de la tarde del viernes.

Gozosamente adormilado, Reinaldo reposaba tranquilamente sobre su habitual lecho para después de las comidas, cuando “indelicadamente” timbró el sonido “traidor” de su iPhone. Dada la hora, 15:50, supuso y temió que fuese la consabida oferta comercial, que utiliza esas horas familiares en las que el destinatario suele estar en casa. No se equivocaba, pues al otro lado de la línea apareció una voz femenina, cálida o forzadamente acaramelada, que bien pronto adoptó un sorprendente tono “suplicante”.

“Buenas tardes. Por favor, Reinaldo, le ruego encarecidamente que no me cuelgue el teléfono. Concédame al menos unos segundos, para poder explicarle mínimamente el por qué de mi llamada. Ante todo debo presentarme. Mi nombre es Silvia. Soy una de tantas jóvenes que lucha en el día a día por conseguir ese necesario trabajo, puesto laboral que la sociedad cada vez nos pone más difícil. Con mucho esfuerzo, por mi parte, he conseguido esta oportunidad para ofrecer servicios de bajo coste en telefonía. Pero la retribución que me ofrecen va en función de los minutos que Vd. tenga la generosidad de concederme para la escucha. Por este motivo, le suplico una vez más que no me cuelgue. Sólo me pagan a partir del segundo minuto en que mantenga la comunicación con el posible cliente, y sólo cuarenta céntimos por cada fracción der sesenta segundos. Así están las cosas, para los jóvenes huérfanos de trabajo. De todas formas, seré breve y explicativa, acerca de las características de una atractiva oferta comercial de telefonía que paso con su bondad a presentarle”.

Tras esta exposición, plena de sentimiento, sencillez y necesidad, la chica Silvia suspiró aliviada, porque al menos la persona con quien contactaba se había comportado con educada generosidad, limitándose a escuchar sin cortar la llamada. A Reinaldo le resultó simpático el planteamiento de la joven, que se esforzaba en ganar unos euros en esta sociedad, salvajemente competitiva, en la que no siempre bastan los méritos, sino también la suerte, la amistad y por supuesto la oportunidad. De manera especial, para todos aquellos que están empezando el ejercicio de la profesión para la que han sido preparados. Así que sopesando de inmediato las expectativas repetitivas para esa tarde del viernes, tomó la decisión de concederle a la chica un ratito más de conversación, a fin de que su explicado intento resultara algo lucrativo para sus necesidades de ingreso económico. “Bueno ¿Y como me has dicho que te llamas?”

En realidad. La situación que ambos protagonizaban era insólita y curiosa. A través de la dulzura de su voz, la forma de argumentar y la modulación de las pausas y la incidencia en las ideas puntuales (repitiendo palabras clave, para la comprensión) intentó recrear mentalmente la imagen de la persona que había comunicado imprevistamente con él. ¿Será alta o de baja estatura? ¿Cabello liso o rizado? ¿Ojos azules o castaños? ¿Delgada o con exceso de gramos? ¿Estará más cerca de los veinte o de la treintena en edad? ¿Cuáles serán sus gustos y fundamentos de carácter? Al tiempo que estas dudas circulaban a gran velocidad por su mente, siguió dejando protagonismo a la expresividad de su interlocutora.

“¿Cuánto tiempo necesitas, Silvia, para que te sea rentable esta llamada? “La verdad es que tampoco puede ser excesivo, porque en ese caso no colará en el medidor temporal que ponen en nuestras líneas. Con 7/10 minutos estaría bien, siempre que aceptaras que te repitiera la llamada, mañana o por ejemplo el lunes, ya que se entiende que necesites tiempo para pensarte las condiciones telefónicas que, supuestamente, te estoy ofreciendo, a la hora de aceptarlas o no”. “De acuerdo, el lunes me vuelves a llamar, por favor, a partir de las cinco. Lo más seguro es que tendré que darte las gracias, pero te explicaré que no me interesa el cambio de operadora telefónica con la que actualmente trabajo” “Gracias, rey, eres un sol. Quedamos para el lunes. Me has dado un buen balón de oxígeno, pues las llamadas que he realizado hoy, en su amplia mayoría, no han llegado ni a los quince segundos de duración y así no hay forma” “Pues que siga la suerte. Feliz “finde” Silvia”.

Reinaldo sonreía inmerso en esta conversación, inesperada e improvisada, que el azar de la tarde le había deparado para iniciar con algo de novedad el fin de semana. Por cierto, se preguntaba ¿Cómo habrá sabido mi nombre? Desde luego las operadoras, en su constante lucha clientelar, llegan a los más recónditos y privativos datos.

Pero el lunes, a la hora fijada, la chica no marcó su número del móvil. Tampoco lo hizo el martes, ni en los siguientes días. Todo debía quedar como una simpática y original anécdota, que comentó con su amigo Bermudo el jueves, cuando emprendieron la semanal y tradicional salida nocturna. Durante esas horas de delirio mezclaban la ingesta embriagadora de cervezas, con los latidos de algunas aventuras sentimentales, bajo las estrellas y el rocío ilusionado de la madrugada.  

Y llegó un nuevo viernes, otro fin de semana que traía en sus alforjas una sorpresiva novedad para una mentalidad siempre abierta a la distracción. A la misma hora que hacía una semana, volvió a sonar el móvil de Reinaldo. Con una mezcla de alegría, sorpresa e interrogantes, tomó el celular, para escuchar una voz conocida: la de Silvia. Todo en él era una emocionante expectación.

“Buenas tardes, Reinaldo. Tenía decidido llamarte, pues me sabe a mal no haber sido sincera contigo. Fuiste amable y generoso, pero a cambio yo te estaba utilizando, aprovechando tu limpia y genial credibilidad. Creo, sinceramente, que eres una buena persona y frente a esta hermosa realidad, yo he representado el papel de la mala en la película.

Mi nombre es verdadero, Silvia. Tengo 23 abriles cumplidos y he “picado” en muchos estudios, pero a poco que inicio los cursos, su desarrollo me aburre y cunde en mí el desánimo. Y así llevo meses (yo diría que años) buscando un camino, errático y “juguetón” que se oculta detrás de los nublados de mi voluntad. Lo más curioso del caso, es que todo es mucho más fácil, pues desde la adolescencia he querido probar suerte en el arte escénico. 

Me gusta interpretar, pero ya sabes, mis padres, buena gente, pero muy “carcas”, repitiéndome que mi porvenir… que mi seguridad … que mi deber… que mi sensatez … que mi responsabilidad … y así un “taratá” en el que, con tristeza, veo que nunca hay hueco para mi ilusión vocacional. Pero bueno, me estoy enrollando. Es que yo soy así y no lo puedo evitar. 

Hace unas semanas, una amiga llamada Dori (nos conocemos desde hace mucho tiempo, como si fuéramos hermanas) me habló de una academia privada, donde te enseñan arte interpretativo, basado en técnicas suecas de simulación. No es fácil que te admitan en sus cursos, ya que trabajan con grupos reducidos, estableciendo por tanto unas difíciles pruebas de ingreso, además de cobrar unas cuotas elevadas por el aprendizaje. Pero mis padres tienen buena pasta y todo es cuestión de intentar convencerles. Hablé con esta organización y, después de mucho insistir, me pusieron dos pruebas a realizar, para tratar de convencerlos. 

El primer ejercicio consistía en instalar un puesto de venta artesanal, en el mercadillo dominguero del Paseo Marítimo, ofertando las mercancías que se me ocurriera. Eso sí, teniendo que fabricar alguna de ellas de cara al público. Fue todo un número, porque quiso mi “suerte” que pasara por el lugar una amiga de Leonora, mi madre, integrada en el grupo que meriendan los jueves de cada semana. Cuando esta señora me vio trenzando macarrones de colores, para formar figuritas artísticas, le faltó tiempo para llamarla y decirle que su hija estaba en un mercadillo de gente informal, vendiendo artesanías. A mi madre casi le da un soponcio por la vergüenza del “qué dirán”, organizando un espectáculo de llantos, sales e incluso llamada a su confesor, el carmelita Padre Matías, muy amigo de la familia, para que tratara de llevarme al buen camino, poniendo orden en mi vida.

El segundo ejercicio consistía en simular el trabajo de una comercial de telefonía, que tenía que resistir al menos seis minutos hablando y explicando al cliente sobre determinadas ofertas comerciales. Y aquí es donde entras tú y la llamada que realicé a tu móvil. Parece que fui muy convincente en ambas pruebas, porque me han concedido una plaza provisional en un curso que iniciará su desarrollo dentro de un par de semanas. Mi padre, Torcuato, que trabaja como agente de aduanas en el Puerto, seguro que pondrá el grito en el cielo, cuando sepa lo del nuevo curso, pero al final cederá, porque soy su “ojito derecho”. En realidad, no tiene otra hija. Él sabe que yo sé acerca de alguna de sus frecuentes aventurillas, que tiene por esos mundos de Dios. Es consciente de mi discreción, así que su enfado escénico lo hará sólo de cara a la galería.

Bueno, después de escuchar toda esta larga letanía, observo que no has pronunciado palabra alguna, lo cual me parece una buena señal de tu comprensión. Entiendo que te debía una lógica explicación acerca de nuestro primer contacto, hace precisamente una semana. Pero anda, di algo, que me tienes intrigada”.

Reinaldo estaba a medio camino entre el alucinado asombro y el gozoso divertimento. Pero ¿a quién creer? A la Silvia del pasado viernes, agobiada, necesitada, suplicante o a la Silvia que tenía al otro lado del teléfono, explicativa, tal vez arrepentida y con ánimo de disculpa, que mostraba una nueva sinceridad.

“La verdad, Silvia, me encuentro bastante confuso. No tengo claro lo que pretendes. Entiéndeme, no sé en qué plano o atalaya de la creencia puedo estar en este momento. Creí recibir tu sinceridad la semana pasada. Hoy me muestras una nueva imagen, en el siempre frágil espejo de la credibilidad. Si te parece oportuno, tal vez podría ser “saludable”, para ambos, compartir unos minutos personales, sin la intermediación electrónica. Nos podríamos mirar recíprocamente a los ojos y entonces me preguntas a quién he de creer. Te dejo que elijas día, hora y lugar. Tendré mucho gusto en invitarte a una taza de té o café. Y antes de que finalicemos la comunicación, permíteme una pregunta que considero necesaria: ¿Por qué yo, por qué conocías mi nombre?”. 

Silvia aceptó encantada el ofrecimiento. “Bueno, es un secretillo. Pero para ti, una persona inteligente, no te va a suponer mayor dificultad resolverlo. Tuve que elegir y navegando por las redes de Internet se encuentra todo o casi todo. Los datos están ahí a la orden del día. Todo es cuestión de ponerse y tener paciencia para responder a nuestro interés”.

Quedaron finalmente citados para el día siguiente, un soleado sábado de mayo. El punto de encuentro sería en una de las cafeterías del puerto malacitano, a esa hora emblemática para el té de los británicos. Pensando en la interesante ocasión que se le presentaba, Reinaldo prefirió vestirse de la manera más juvenil y deportiva. Iba a compartir una reunión con una chica a la que nunca había visto y que podría tener muchos menos años que él, que ya caminaba por la treintena inicial. Juventud y camino de la experiencia, buena fórmula, sin duda, para el necesario equilibrio. Acudió puntual al sitio acordado. Previamente le había indicado que llevaría un chaleco vaquero de color celeste y pantalones blue jean, también de la misma tonalidad. Solicitó una infusión Rooibos y se dispuso a esperar. E inútilmente esperó.  Pasaron muchos minutos y una vez más, Silvia no hizo acto de presencia. El número del móvil, desde donde la chica hizo las dos llamadas, no ofrecía respuesta.

Un tanto desengañado, volvió caminando a su domicilio, meditando acerca de esta curiosa o extraña experiencia. Consideraba que al menos ambas llamadas habían servido para cambiar un poco su rutinario quehacer, añadiendo algo de color, misterio e interés a la evolución de las horas. “Mañana domingo lo dedicaré a caminar por el campo, a contactar con el incentivo de lo natural. Me pregunto quién será y querrá la tal Silvia. Mejor correr un tupido velo sobre este enigmático asunto”.

Esa misma noche de sábado, en otro lugar de la ciudad, un hombre y una mujer cenaban en un conocido restaurante de comida italiana. Ese hombre de gafas oscuras y barba cuidada, que por su aspecto sobrepasaba ampliamente el medio siglo de vida, repasaba lentamente el “reportaje fotográfico” que su pareja de mesa le había pasado previamente a través del móvil.

“Efectivamente, Serena (ya sé, ya sé que te presentaste como Silvia) esta persona, centrada en la treintena, con ese aire despreocupado, algo cansino, preciosos ojos azules, sin duda muy atrayentes, ofreciendo ese look de mirada agradable, posee un notable parecido al Robert Redford de sus años jóvenes. Creo que puede ser la imagen que necesitamos, para ese personaje de corta interpretación, pero importante intervención, en el desarrollo del film. Me dices que un día te lo cruzaste, cuando realizabas una gestión administrativa para tu hija, en el distrito universitario de Teatinos. Te quedaste con su imagen y aplicando la habilidad que te caracteriza, empezaste a recabar datos acerca de su persona. La colección de fotos, a modo de reportaje, que hoy le has hecho, sentado o paseando por la zona del puerto es muy completo. La voz que le has grabado a través del teléfono me parece aceptable, tal vez potencia con exceso los sonidos nasales. En todo caso, se le podría doblar. En cuanto a su capacidad interpretativa, le adiestramos para que esos nueve o diez minutos de actuación no le resulten complicados de escenificar. Lo pongo en las manos de Delio Derallia, que sabe hacer milagros con los actores que empiezan. En cuanto a ti, como directora del casting y supervisora de guiones, te inventas una tercera o cuarta historia cuando lo tengas por delante, que eso se te da maravillosamente bien. Tus ocurrencias son imprevisibles y sorpresivas, como esas ágiles mariposas que, con su vuelo anacrónico, nunca se dejan atrapar”. –

 

 

 

EL IMPREVISIBLE BAILE DE

LAS MARIPOSAS

 

 

José Luis Casado Toro


Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


07 mayo 2021


Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 




 

No hay comentarios:

Publicar un comentario