viernes, 30 de mayo de 2025

EL GALLO EN CELO


El protagonista de esta curiosa historia tenía por nombre ARTEMIO Cabrales, 42. Residente en un importante pueblo andaluz, había estado casado y posteriormente separado de su mujer ELOISA Briales, 43. Eran padres de una hija, MARTINA, 12, que desde la desvinculación familiar vivía con su madre, que trabajaba como auxiliar de farmacia.  El currículo escolar de Artemio no había sido brillante. Tras los estudios de la ESO, con modestos resultados, hizo un módulo profesional de auxiliar administrativo. A su finalización, fue pasando por muy diversos trabajos (camarero, albañil, pintor de paredes, reponedor en centro comercial, ayudante de persona mayor impedida) prácticamente todos ellos en régimen de contratos temporales, soportando de igual forma largas temporadas de paro laboral. Esta inestabilidad laboral afectó a la armonía familiar, pues su mujer se caracterizaba por tener un carácter difícil y muy exigente, con el que era su “infortunado” marido. El período de pandemia hizo mucho daño a esta ya difícil relación conyugal: sin ocupación y con mucho tiempo de estancia en casa, todo ello incidió en la ya previsible ruptura convivencial. Como tantos otros, encontró cobijo en su casa de siempre, en donde su madre, doña MIRANDA Canales, le dio la necesaria y lógica hospitalidad. Allí al menos tenía techo, alimentación y el cariño de una madre, viuda sexagenaria. 

La constancia y el esfuerzo de la Sra. Miranda, al fin pareció dar su buen fruto. ALBANO, un vecino del bloque de pisos anejo al de esta señora, cumplía 70 años y se jubilaba. Había sido, en una etapa de su vida legionario, en el tercio Juan de Austria, pero la última fase de su vida laboral la había desarrollado, según él explicaba, en un restaurante de carretera, donde le pagaban muy bien por sus servicios en el control de la seguridad. Tras escuchar a la persistente doña Miranda, se ofreció a dialogar con la dueña del negocio, a fin de que pusiera a prueba al hijo de esta vecina, el cual gozaba de la “fuerza de su juventud”, pues apenas superaba los 40 y “luchaba” día a día para encontrar un puesto laboral con una cierta estabilidad. Su perfil, bien recomendado y potenciado por su madre, era bueno para sustituir al respetable don Albano, en ese trabajo para mantener el orden en el centro “restaurador”.

Albano se ofreció a llevarlo en su propia motocicleta para la entrevista que desarrollaría con la dueña del citado “restaurante”. Cuando llegaron al edificio, Artemio quedó un poco extrañado pues la construcción no daba el perfil normalizado de cortijo o venta para celebrar comidas. Las paredes del edificio individualizado estaban pintadas, según las fachadas, con diversos y llamativos colores. No estaba a pie de la carretera comarcal, sino en un lugar secundario, paralelo a la misma, en la que el firme estaba muy degradado y lleno de matojos. Podría decirse “en medio de la naturaleza”, solitario y sin otras viviendas a la vista. El cartel del supuesto restaurante ponía por título EL GALLO EN CELO. Efectivamente, el logotipo del negocio ofrecía un gran dibujo de un gran gallo de plumaje beige y cresta roja, con un pico muy procaz y unos vistosos ojos que se abrían y cerraban alternativamente con luces, a fin de llamar la atención de los vehículos que por esas carreteras circulasen. Artemio, al ver el panorama que tenía delante, le puso un fácil calificativo: parece un bar de copas.

“Efectivamente, amigo, aquí se bebe bastante pero también ofrecen frutos secos y otras “menudencias” para acompañar los vasos. De madrugada sirven sándwiches y diversas infusiones”. 

Como era una hora intermedia de la mañana, cuando entraron en el gran salón, muy bien decorado con cálidos colores y “picantes” láminas para la estimulación, estaba completamente vacío. “la clientela viene por la tarde avanzada y especialmente por la noche. Yo he tenido que echar el cierre, en algún caso, a las 6 o las 7 de la madrugada. Es un establecimiento para noctámbulos. 

Pronto apareció la dueña del gran local, que le fie presentada al asombrado Artemio como ALONDRA. Era una señora de notable humanidad en su grueso volumen, que ya no cumpliría el medio siglo de vida. Lucía una larga melena, teñida de un sensual color violeta. Atrevidas pestañas, obviamente postizas, ojos verdosos, de fijeza embriagadora. Fumaba en una alargada boquilla, provocando una tenue neblina con las exhalaciones de humo constantes. Vestía una amplia túnica de color esmeralda, adornada con diversos dibujos estampados con motivos claramente de incitación sexual. Pero lo que más impresionaba de la Sra. Alondra eran sus espectaculares “delanteras”. Artemio estaba asombrado de que pudiera existir en la naturaleza senos de tan voluminosa prestancia. Debajo de la incitante túnica, aparecían unas gozosas pantorrillas, enfundadas en un pantalón celeste, a juego con el cromatismo de la vestimenta. Calzaba unas sandalias plateadas, destalonadas y adornadas con un baño de perlas y cristalitos reflectantes. Usaba medias de color rosa intenso. 

Tras los saludos pertinentes, mezclados con las toces de Artemio que nunca había fumado, Alondra escuchaba las recomendaciones y elogios que Albano hacía de su posible sustituto. La señora parecía complacida del joven que tenía delante. Con presteza le dio las primeras indicaciones. 

“Sus funciones serán las mismas que mi buen “Albanito” realizaba. Vigilar la puerta de entrada al local y estar siempre dispuesto a mantener el orden, ya que hay clientes que se embriagan nada más tomas dos copas. Y sobre todo evitar que haya visitantes que quieran sobrepasarse con las “señoritas” que realizan con eficacia su trabajo. Aparte del servicio en las mesas, cada señorita tiene su propio reservado, para la necesaria privacidad del “paquete contratado”. Vd. comenzará su labor a partir de las 8 de la tarde y permanecerá de vigilancia hasta las 4 de la madrugada. Si el horario se extremara, las horas de más trabajadas le serán retribuidas como extraordinarias. El servicio de bar lo llevan las propias señoritas, con las bebidas y el “picoteo” correspondiente”. 

Tras estas explicativas indicaciones, Artemio acompañó a la señora a una habitación posterior, en la que había tres grandes armarios de madera, pintados de un intenso color rosa. “El material que hay en su interior, previa peticiones para el reservado correspondiente, tendrá que subirlo y entregarlo a las operarias”. El cada vez más asombrado nuevo miembro de seguridad contempló, una vez abiertos los sugestivos armarios, una serie de objetos (son objetos de labor, indicaba Alondra)  como látigos, fustas, antifaces, cadenas de distintos grosores, correas de grueso cuero, sugestivos consoladores, bikinis y tangas de sensuales colores, cuerdas, esposas policíacas, orejas de burro, chalecos aborregados, además de cajas con CDs,  debidamente clasificados, con material pornográfico del más alto calibre y un estante dedicado a cremas estimulantes para las sesiones con un mayor nivel de exigencia por parte de la selecta clientela. 

Ya no le cabía la menos duda, Artemio era consciente que iba a trabajar en un tugurio, garito o burdel de carretera. Un bar de copas y servicios especiales para los clientes que así lo demandasen y bien pagasen esas “atrevidos” ejercicios. Una “casa de putas” en el mejor sentido término. Alondra seguía con su explicativa lección al “sobrecogido” nuevo miembro del distinguido staff. “Las señoritas llegan al local a las 19 horas de cada tarde y su trabajo lo desarrollan entre lunes y domingos atendiendo a diversos turnos, a fin de respetar el régimen laboral sindical. Ya conocerá a PLÁCIDO, miembro de este familiar y entrañable equipo, que ayuda en un poco de todo, quien le sustituirá en el día que le corresponda descansar”. 

El embriagador perfume a rosa madurada que emanaba el amplio local se hermanaba con el que salía del cuerpo y ropajes de Alondra. El olor que dominaba el ambiente parecía una mezcla de rosa, tomillo canela, hinojo, un tanto dulzón o acaramelado, excitante para los sentidos. 

Cuando Artemio y Albano volvieron al pueblo (a unos 18 km de distancia) doña Miranda preguntó a su hijo acerca del negocio en el que iba a trabajar. La buena mujer estaba “loca de contenta” de que su único hijo encontrara un buen empleo o estuviera bien colocado, como antes se decía. “Mamá, es una casa para el desahogo del cuerpo y la ilusión del espíritu”, añadiendo unos cuantos detalles acerca del tipo de “restaurante” donde había estado trabajando el señor Albano. Después de escucharlo y manteniendo unos segundos de silencio, Doña Miranda resumió con resignación y elevando los ojos al cielo: “Una casa de trato, lupanar o mancebía, en donde las señoritas hacen felices a los solitarios clientes. No me puedo creer, que don Albano, con lo formal que siempre ha sido, controlara el trasiego de esas “atrevidas fulanas” Pero todos los días hay que ganarse el suelo que nos permita vivir”. 

Artemio comenzó su trabajo con mucha ilusión. Lo que más llamó la atención al nuevo empleado de seguridad, con su porra de goma y plomo al cinto, fue el tipo de clientes que acudían a ese recinto de sexo, bebida y placer. La inmensa mayoría eran hombres, quienes aparentaban ser “señores bien”, fachas con el dinero suficiente para calmar y al tiempo excitar sus ardores placenteros, entre risas, miradas atrevidas, contoneos, tocamientos en las “delanteras” y verdadera obsesión por los traseros prominentes. Todo excitante y fascinante. Los reservados del primer piso y los del pabellón adjunto estaban casi siempre ocupados en esas horas “punta”, como era la medianoche. En total hasta 18 reservados para el goce sexual pagado. Esos señores de gafas oscuras, brillantina en sus escasas cabelleras, bigotes fascistoides, panzudos por la buena vida que se “regalaban” a la hora de la ingesta, llegaban en coches bien despampanantes, fumando sus puros, enfundados en sus gabardinas y ofreciendo sus pícaras sonrisas.  Los que no habían reservado turno, tenían que esperar su número de orden, puesto que podía correr “rascándose” un poco más sus opíparos bolsillos. Los servicios prestados en los reservados solían durar aproximadamente una hora, aunque había potentado del dinero que sacaban su tarjeta oro o billetera para gozar de más tiempo o para experimentar esos castigos masoquistas que tanto anhelaban y fascinaban. Algunas operarias, después de prestar el esfuerzo de su trabajo, tenían que pasar por las duchas, pues las degradaciones solicitadas y pagadas no reparaban en intercambios y sevicias de lo más repugnante. Artemio se veía obligado intervenir a veces, cuando se encendía la luz roja de algún reservado, pues era señal que el cliente exigía posturas y acciones aberrantes o se comportaba de manera violenta.

Solía haber variaciones entre las integrantes del grupo laboral. A este nuevo miembro de seguridad le llamaba la atención los nombres que las señoritas tenían que, en muchos de los casos, no sería el que figuraba en el DNI. Perla, Iris, Pétalo, Lili, Lucero, Aria, Cloe, Alara, Naila, Zoe, Clamia, Eva, Jazmín, Ninfa, Neus, eran algunas de las integrantes del Gallo encelo que iba conociendo. Como ocurre en todos los grupos, Artemio “intimaba” más con algunas empleadas que con otras. Era obvio que el equipo de trabajo estaba permanentemente supervisado por la jefa o Madam Alondra, a la que a veces se la veía con un latiguillo de tiras de cuero en la mano, símbolo de su autoridad y orden para la buena marcha del negocio “restaurador”. Entre los nuevos servicios, se instalaron junto a los reservados unas cabinas, para ser utilizadas por los clientes “mirones y pajeros”, a través de un visor de “ojo de pez, aquéllos de naturaleza afectada por la intensa timidez. 


Como experiencia humana, Artemio aprendió mucho, pues cada dependiente de doña Alondra tenía unos orígenes y unas circunstancias específicas que las había llevado a ejercer una profesión universal en ese burdel de triste y alegre imagen, para obtener dinero que las permitiera subsistir. Había chicas que habían entrado en el negocio, tras atravesar la frontera de manera ilegal por carencia de documentación adecuada para la estancia en España. Otras eran madres solteras, con la urgencia propia de conseguir un rápido sustento para sacar adelante a ese pequeño que carecía de lo más básico. No faltaban las obreras interesadas en el oficio más antiguo del mundo, que veían llegar fácilmente las ganancias a sus monederos y billeteras. El nivel de analfabetismo en la mayoría de las jóvenes era manifiesto. Artemio tenía una cultura básica, que aplicaba generosamente para prestarles ayuda en sus cartas y gestiones administrativas. 

Al paso de los meses, Artemio consideró que tenía que seguir buscando un puesto de trabajo que le llenara más en lo humano y en lo económico. El ayuntamiento de su pueblo, a través de la concejalía de cultura, había organizado unos cursos de inglés, financiados por las arcas municipales. Se inscribió en uno de estos cursos, cuyas clases tenían lugar los lunes y miércoles, en horario de mañana. Este aprendizaje le iba a ser bien útil para su futuro, por lo que se entregó al estudio con gran voluntad en las horas o ratos libres que le permitía su dedicación laboral. Muchos clientes que acudían al Gallo en Celo se expresaban en inglés, y esta relación le ayudó mucho en su nivel coloquial del listening y speaking. 

Una de las empleadas, de nombre JANNINE, nacida en un densificado barrio londinense, cuyos padres se “embarcaron” en un camino hacia la autodestrucción, recaló, tras un periplo por diversos lugares, en un pueblo de Andalucía, cuando tenía 31 años. Su perfecto dominio de la lengua inglesa, pero su imperfecto castellano, dio pie a formar un inteligente equipo con Artemio, el cual deseaba mejorar el aprendizaje del inglés. Uno y otro se enriquecían con los dos idiomas. Fueron intimando, durante los ratos de práctica que les eran posibles. La transparente sonrisa de Jannine y la necesidad afectiva de Artemio unió a esta pareja en una relación sencilla, fiel y cariñosa. Con los notables ahorros de que disponía la joven inglesa, arreglaron un viejo local en el pueblo, en el que instalaron una academia de inglés, para niños y adultos. Artemio también cambió la vigilancia en el burdel. Ahora trabaja en un Mercadona recién instalado en la localidad. Incluso la cigüeña se mostró generosa, trayendo al mundo a una preciosa niña, a la bautizaron como ALBA, pensando en el buen amanecer para las personas. Así finaliza la muy humana historia de este viernes, cuyo título podría ahora cambiarse por el Alba del Amanecer. –

 

 

EL GALLO EN CELO

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 30 mayo 2025

                                                                                                                                                                                   Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es          

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