viernes, 2 de junio de 2023

WALTER Y LA ALDABA MISTERIOSA.

Crescencio Almia Ferrán (Cres para los amigos y familiares) es un autodidacta de la escritura. Desde pequeño, su carácter taciturno, reservado y poco abierto a la relación con los otros niños de la vecindad, le llevaba a llenar sus horas de ocio y divertimento, fuera de la escuela, echando mano del bolígrafo BIC y el grueso bloc de alambre para trazar originales dibujos, pero sobre todo para “componer” numerosos cuentos, escritos que le distraían y desarrollaban su fresca y creativa imaginación. Único hijo de padres separados (Camilo, maquinista ferroviario, Alfonsa, manceba de farmacia) iba creciendo en un popular y densificado barrio malagueño, sacando los cursos con “notas básicas” para el aprobado. Sólo destacaba en las materias de letras, especialmente en Lenguaje y Literatura, cuyos profesores no dudaban en calificar sus exámenes con sobresalientes y notables. Algún maestro llegó a vaticinar, con la madurez y sabiduría de los años, que “este chico tiene madera de escritor. Creo que llegará lejos en el mundo de las letras”.

Con quince años, en plena y difícil adolescencia, para la vitalidad y el desarrollo sexual, sufrió un “gran” desengaño amoroso, con una linda compañera de clase. Laura optó por “ennoviarse” con otro compañero más popular y deportista. Este fracaso afectivo fue encerrando, cada vez más, a Cres en los mundos oníricos de su privacidad. Cuando finalizó el bachillerato, obtuvo en las pruebas selectivas de la universidad una calificación bastante baja (raspando el aprobado). En ese momento confesó a sus padres algo que venía considerando desde hacía tiempo: no se veía de universitario. La mayoría de las especializades le parecían aburridas y demasiado teóricas. Lo que a él le apetecía era leer, con la libertad absoluta para la elección del título deseado. Y, sobre todo, el placer de escribir. Realmente necesitaba estar cerca de los libros.

Un tío suyo, Trinidad o Trino, hermano de su madre, conociendo la “madera” vital de su sobrino, habló con el propietario de una céntrica librería malagueña, ubicada en plena Alameda principal, a fin de que hicieran un hueco para Cres, entre su personal laboral. En la librería El Candil el nuevo y joven dependiente se veía feliz, por estar rodeado de centenares de volúmenes, cuyos títulos y contenidos motivaban e incentivaban su necesidad de expresarse a través de las letras y las palabras, como fruto literario para la creatividad narrativa. Una vez que finalizaba, responsablemente, su horario de trabajo se marchaba a un pequeño estudio que había alquilado, pues deseaba y necesitaba tener esa independencia mental y física, para centrar todo su esfuerzo en la expresión literaria.

Comenzó a publicar algunas historias y narraciones breves, en uno de los periódicos locales, concretamente en la revista suplemento editada los fines de semana. Esos contenidos fueron teniendo una notable receptividad entre el público lector, que disfrutaba de la narrativa ágil y bien cuidada que el joven escritor aportaba a sus trabajos. Su precocidad era manifiesta. En un año y medio salió a la luz editorial su primera novela, que publicó con la ayuda económica de sus familiares y, sobre todo, del propietario de la librería en la que trabajaba. Para asombro incluso del propio autor, esa primera obra se vendió bastante bien, por lo que una prestigiosa editorial se fijó en ese valor en alza y le ofreció integrarse en su plantilla de colaboradores. En ese punto, crucial para su futuro, tomó la decisión de abandonar su puesto de trabajo en el Candil, a fin de centrase, la mayoría de las horas del día, en aquella actividad que más le satisfacía y vitalizaba: escribir.

Pero veía que no podía subsistir materialmente sólo con los intereses o réditos que su única novela le proporcionaba, así que hizo algunas gestiones en colegios de titularidad privada, ofreciendo organizar y dirigir talleres o cursos de composición literaria. Un par de centros educativos fueron receptivos a sus ofrecimientos, por lo que encontró en esta interesante labor entre los jóvenes, un incentivo anímico y vital, además de unos ingresos básicos para completar sus necesidades y gastos. A ello se sumaba esa columna en el suplemento semanal del diario local, que se convirtió en fija dada la calidad y aceptación de sus formas y contenidos, con el aditamento subsiguiente al éxito en ventas de su primera novela.

Tal era su capacidad expresiva que, en unos catorce meses, pudo ver la luz editorial su segunda novela, que también tuvo una notable receptividad entre los lectores. Las ventas en las librerías así lo avalaban. En el aspecto relacional intimó con una joven profesora titular de la facultad de letras, llamada Eloisa (Elo), que impartía clases de cultura clásica en el departamento Prehistoria y Mundo Antiguo. Esa docente e investigadora era madre de una niña de dos años que lucía el bello nombre de Cloe. Escritor y profesora mantenían unas relaciones sentimentales “abiertas”, ya que ambos no deseaban tener ataduras “administrativas”, sino gozar del día a día, en función de las circunstancias y necesidades, tal y como llegasen en sus actividades y privacidad.  

Como suele pasarles a muchos compositores literarios, Cres comenzó a sufrir una penosa y árida fase de “sequedad creativa” en el apasionante oficio de escribir. Elo le recomendó que hiciera un viaje por el extranjero. Argumentaba que este distanciamiento con sus raíces locales le vendría muy bien para conocer y recabar otras visiones, nuevas sensaciones y vivencias, que le favorecerían para proseguir con éxito su esperanzada carrera en la senda literaria. La idea era objetivamente positiva. Comprendía el abrumado escritor que debía poner freno y cambios, en ese incómodo bloqueo, para el que no existía motivo de raíz económica. Los derechos y réditos en las ventas de sus dos obras, su colaboración semanal en el periódico local, además de sus talleres escolares, le permitía vivir con una cierta holgura.

En este contexto vivencial y profesional, tuvo la suerte de que Ciriaco, el redactor jefe del diario local para el que colaboraba, conociendo el incómodo momento que atravesaba el novelista, le recomendó poner un poco de tierra de por medio.

“Amigo Cres, aléjate como puedas de este cemento absoluto en el que estamos inmersos y de los aburridos fundamentos que ofrecen la rutina. Te puedo recomendar una espléndida casa o mansión señorial, del siglo XVIII, ubicada en plena naturaleza de la Sierra de Cazorla, que perteneció en sus orígenes a una familia noble, los condes de Quinto. Los descendientes  actuales de esta prestigiosa familia, gente parásita y amante de la buena vida, ofertan el palacio/caserón en alquiler, por períodos de semanas e incluso meses. Con ello obtienen unos réditos económicos que les permita el mantenimiento y complementar sus necesidades para el parasitismo decadente que practican a diario.

Si quieres, yo mismo te hago la gestión. Sólo necesito conocer la fecha que te vendría mejor y los días en que te quieres alejar del “mundanal ruido”. En el entorno de ese “casón” de arquitectura barroca y neoclásica, solo hay naturaleza arbórea, riachuelos y vegetación exuberante, en unos cinco km a la redonda. Es un verdadero vergel, que hace un par de años tuve la oportunidad de conocer en persona. Y no te preocupes por el ordenador o teclado (aunque yo te aconsejo que es mejor no llevárselo). Tienen red wiffi para la necesidad del usuario. Como utilizarás, lógicamente, tu coche, puedes hacer comidas y compras en una pequeña localidad cercana, Villanueva de la Serena, situada a no más de unos siete km de la mansión nobiliaria ¡Venga, amigo, anímate!”

Cres hizo caso a Ciriaco, con lo que al tiempo llevaba a la práctica los sabios consejos de Elo. En ese caluroso mes de junio, contrató una estancia de 10 días en ese “ilustre” caserón señorial. El precio era bastante asumible, para hacer unas estupendas vacaciones, “navegando” por todo un mar verde. En consecuencia, se dirigió, con lo básico en su maleta, hacia tierras de Cazorla, dispuesto a recuperar el ánimo y a cargar las pilas con el maná sacral de la naturaleza. No dudaba de que en esa “vegetal prisión” recuperaría su sublime oficio de la creatividad literaria.

A medida que iba conduciendo por aquellos verdes entornos, iba haciendo una gozosa y emocionante inmersión por unos densos bosques de encinares, diversos tipos de pinos, álamos, arces, olmos, fresnos, chops y sabinas… mágico arbolado que, junto a un rico y extensísimo olivar, conformaba un entorno ideal de limpia y pura naturaleza, que además aplicaba la dulce o más agreste acústica percutida por el viento o las suaves las brisas, que hacían cimbrear las ramas y hojas del sin par santuario natural. Los trinos y cantos de las aves también ponían ritmo orquestal a esa saludable vegetación que sabía acariciar los sentidos del cuerpo y alma. Los rayos solares jugaban con los espacios que permitía el arbolado, hasta llegar a las epidermis humanas, acariciándolas delicada y térmicamente con todos los cromatismos oníricos del atardecer.  

Llegó a su destino por la tarde del primer día, conduciendo su Citroën A4, con tres años de antigüedad. Cuando estuvo delante de la gran mansión nobiliaria, construida con recia piedra, generosa madera y los necesarios soportes y contrafuertes de férrico metal, quedó maravillado de ese histórico habitáculo palaciego que lo iba a albergar durante una decena de días. Se había detenido previamente en Villanueva de la Serena para comprar algunas “viandas” alimenticias, pues las cenas tenía previsto hacerlas en el gran caserón, mientras se desplazaría al pueblo para tomar ese plato caliente que tanto conforta al organismo, aunque sea en la estación veraniega. Dedicó abundantes minutos a recorrer todas las habitaciones, deteniéndose con sumo interés en la majestuosa y densa biblioteca, repleta de “mil o más” volúmenes. Los tres cuartos de baño y la gran cocina habían sido modernizados con una funcional y moderna construcción. Los cinco dormitorios mantenían, en lo esencial, ese venerable sabor antiguo, aliado con una historia centenaria. En la sala de juegos “deslumbraba” la cantidad de espadas, bien ubicadas en sus camarines de madera primorosamente decorada. La práctica de la esgrima habría sido un ejercicio repetidamente utilizado por los miembros masculinos de tan preclara genealogía. Dejó para la mañana del siguiente día la visita a los sótanos y a las caballerizas exteriores. En el gran salón estar, con señoriales y elegantes butacones de piel oscura, había una gran chimenea, hogar articulado totalmente de hierro y piedra, poblado con gruesos troncos de pino para encender el fuego.  

Se preparó una cena fría, con un bocadillo relleno de jamón y queso, una buena pinta de cerveza Guinness y una apetitosa manzana. Estaba un tanto agotado del viaje y del trasiego para la novedad, por lo que se fue pronto a la cama del dormitorio principal, que estaba cubierta con un elevado dosel de caoba y porcelana, con un primoroso cortinaje de seda labrada en sus finos dibujos de colores de manera artesanal (según indicaba el manual que le habían facilitado en la inmobiliaria). Quedó sumido en un profundo sueño, a los pocos minutos de acostarse, bien protegido por un lujoso cobertor de terciopelo rojo oscuro, pues dentro del caserón y en plena sierra las noches eran en sumo frescas.

Se despertó sobresaltado, cuando sobre las tres y pico de la madrugada escuchó unos “solemnes” sonidos, producidos por el toque de la férrea aldaba que existía en la recia y noble puerta señorial de la casa, como artístico llamador. Sonaron hasta tres ¡¡¡tlon, tlon, tlon !!! no de manera continua ¿Quién podría ser, para llamar a horas tan intempestivas? Se preguntaba el asustado escritor. Con un pijama celeste como atuendo, bajó los tres tramos de escalones de una también artística escalera, desde la elevada primera plata a la zona noble del recibidor. Con los ojos medio entornados, preguntó a viva voz: ¡Quién es! Repitió la pregunta, ante la nula respuesta recibida. Como el silencio continuaba, optó por volver al mullido lecho del majestuoso dosel en donde tardó en conciliar el sueño, pues la preocupación no le abandonaba. ¿Quién podría estar por allí caminando, en ese “selvático y vegetal” espacio tan alejado de la civilización urbana?

Durante la mañana del segundo día se dedicó, durante largos minutos, a revisar todos los cierres exteriores del monumental caserón: puertas, ventanas, rejas y de paso visitó las caballerizas, adosadas al edificio por la parte trasera. No encontró problema alguno que pudiera amenazar su seguridad. A media mañana tomó su Citroën para desplazarse a Villanueva de la Serena, en donde compró más alimentos (sólidos y líquidos) y unos elementos “olvidados” para el aseo, aprovechando para almorzar unas fabes exquisitas, con chorizo, morcilla y tocino ibérico, en la taberna del Tío Samuel, regadas con una buena jarra de cerveza, para compensar el calor. Volvió a Villa Juliana (nombre de la esposa del primer conde, aunque la gente del lugar solía también llamarla Villa Quinto)) algo somnoliento, a pesar del café cargado que había pedido al dicharachero “mesonero” por una solitaria carretera, en la que no se cruzó con vehículo alguno. 

Dedicó parte de la tarde a dar largos paseos por la “apasionante y boscosa” zona. Ya de vuelta a casa, se preparó otro bocadillo, tomando una buena tajada de sandía como postre. Se hizo un café descafeinado, para evitar desvelarse en el sueño, mientras estuvo un buen rato escribiendo apuntes y algunos esquemas temáticos en su trabajada libreta, pensando una futura historia que se iba conformando en su mente. No más tarde de las 12:30 subió al dormitorio principal que utilizaba, sintiéndose feliz por la decisión de “encerrarse” en un entorno de tan natural belleza, cuya única compañía era la densa y verde vegetación que dominaba la zona.

Para su inquietud y desasosiego, un nuevo aldabonazo volvió a percutir en el silencio de la noche, interrumpiendo el profundo sueño del relajado escritor. Sobresaltado se sentó en el borde del gran camastro. Su reloj marcaba las 2:45. Dándole vueltas al asunto, pensaba si esos sones en el picaporte de la puerta, que volvieron a escucharse, no serían sino producto de su imaginación o de ese soñar despierto que muchas personas confiesan sufrir por las noches. Pero al repetirse los “Tlon, Tlon, tlon” tuvo de nuevo que volver a bajar por las escaleras hasta la puerta, sufriendo en esta ocasión un fuerte resbalón, con el moratón subsiguiente en el lateral de su pierna diestra, ya que las maderas barnizadas de los peldaños estaban muy pulidas por el uso y el paso de los años. A su grave imperativo de ¡Quien va! nuevo silencio en el exterior de la casa.

En la mañana de su tercer día, ya por el mediodía se desplazó al pueblo, para el almuerzo caliente. Antes del almuerzo se pasó por el puesto de zona de la Guardia Civil, en donde fue atendido por el sargento Julián Rial, al que explicó esas misteriosas llamadas en su puerta a elevadas horas de la madrugada. El miembro de la benemérita le comentó:

“¿Ha comprobado bien el estado de la aldaba? Puede estar mal ajustada, por lo que el viento (por aquí sopla con fuerza) la ha podido mover o cimbrear. De todas formas, nos vamos a dar una vuelta por Villa Quinto para ver si algo raro o inusual detectamos por los alrededores del “palacio. Procure estar sereno. Si alguien intenta entrar en el edificio, nos llama de inmediato”.

Ya más tranquilo, hizo alguna compra, disfrutando un buen cocido en Casa Palmira. La tarde la dedicó a dar largos y gratos paseos, siempre con su libreta en la mochila para anotar las ideas que se le iban ocurriendo.  Iba en su recorrido recogiendo algunas flores con las que adornar ese jarrón (posiblemente de plata) que tenía vacío en la mesa del comedor. Tras la cena, en este caso medio pollo asado con patatas, que se había traído de Villa Serena, estuvo escribiendo un buen rato en su portátil que a última hora había decidido llevárselo a tierras de Cazorla. Somnoliento se fue a la cama, cerca de la 1 de la madrugada.

Para su desesperación en esa tercera noche, los aldabonazos volvieron a sonar, sobre las cuatro de la madrugada. Se asomó por la ventana de su dormitorio, pero no veía a nadie. El espacio exterior al gran edificio estaba pobremente iluminado por un farol que no tendría muchas bujías en su amarillenta y desvaída bombilla. Tomó una barra de hierro oxidado que en la mañana había encontrado en el zaguán del caserón, dispuesto a dar una buena lección al bromista o tal vez al delincuente que quería seguir alterando sus noches. Blandiendo con energía la barra en su mano derecha, bajó las escaleras, y se acercó a la puerta, pegando el oído en su madera algo carcomida por el paso de los siglos. Esperó largo minutos, sin hacer ruido que pudiera alertar al “extraño visitante”. Pero al sonar de nuevo el ¡¡¡TLON!!! Abrió de inmediato la puerta, sacando con cierto temblor y precaución la cabeza al exterior. La escasa y mortecina luz del farol no permitía distinguir apenas la visión a poco más de cinco o seis metros de distancia.

No había o percibía a persona alguna delante del gran portón. Se preguntaba mentalmente ¿Pero, quien habrá llamado? Agudizando la vista se fijó en algo que se movía entre el ramaje de un gran seto vegetal, bien ornamentado con bellas flores violetas. Entre el follaje vegetal apareció de pronto la voluminosa cabeza de un gran felino gris, de noble piel aterciopelada, ojos áureos achinados, bigotes y hocico de mirada severa y que, presto a la zalamería, comenzó a maullar, solicitando, probablemente, algo de comer, con lo que tranquilizar su gran cuerpo protegido de mullido pelaje.

Entonces el gato dio un gran y ágil salto, colocando su gran panza en el amplio y bien labrado borde del marco que encuadraba la recia aldaba. Quiso el destino que el animal caminara un poco por aquella difícil y estrecha plataforma, provocando que el paso de su cabeza y el propio rabo moviera la aldaba, sonando dos repetidas acústicas, ciertamente tenebrosas a esa hora de la madrugada ¡TLOOONN! ¡TLOOONN! sonidos que tanto habían inquietado durante tres noches al asustado escritor.

Desde esa clarificadora noche, el gato cazorleño, al que Cres puso el nombre de Walter (personaje protagonista de la nueva novela que, al fin, estaba consiguiendo prefijar), duerme en el interior de Villa Quinto, descansando en un cómodo cojín, y no le falta una escudilla de leche, manjar al que el gato es muy aficionado. Es un felino zalamero y bien gordo de cuerpo, con una fina y noble piel cuyo tacto asemeja el visón. Cuando Cres se lo contó al sargento Julián Rial, éste reía y bromeaba, al conocer que el delincuente de la noche era un pobre gato con insomnio y fuerte apetito que reclamaba la cena que no había recibido.

Los días sucesivos fueron serenos y tranquilos. Cres pudo al fin redactar muchas páginas ayudándose de esa servicial libreta de alambre helicoidal en la que tenía decenas de esquemas, anotaciones y protagonistas que iban a interpretar la gran historia que tenía en mente. Obviamente estaba dispuesto a proporcionar algún hueco en el staff a ese su gran compañero en Villa Quinto, el zalamero Walter, que dormía placenteramente al pie de su cama en el mullido cojín de terciopelo morado.

Cuando llegó el momento de la vuelta a Málaga, Cres dejó una nota manuscrita pegada en un gran espejo de marcos dorados que estaba colgado debajo de sendos retratos de los condes de Quinto, don Fortunato y doña Juliana. El contenido de esa nota estaba dirigida a los nuevos inquilinos para que supieran y actuaran en consecuencia con respecto al gato, Walter, ya que éste formaba parte del patrimonio genealógico familiar, por lo que debía ser convenientemente cuidado y alimentado.  

Elo, conociendo las alzas y bajas que sufre o padece su imaginativa pareja, lo está convenciendo para que se traiga al felino Walter a Málaga. Así lo acompañaría durante esas noches traviesas, en las que los caprichosos dioses de las sombras no lo dejan descansar para su mejor y necesaria creatividad. -

 

WALTER

Y LA ALDABA MISTERIOSA

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 02 junio 202

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