viernes, 26 de mayo de 2023

EL ALEGRE QUIOSCO DE LA AMISTAD.

Son numerosas y variadas las imágenes con las que convivimos a diario y que conservamos grabadas en nuestra mente a través de la retina de nuestros ojos. Esas interesantes o curiosas “estampas” ciudadanas nos enraízan y fraternizan con el barrio o localidad en la que residimos. Suelen favorecer ese sosiego en el ánimo, que permite sustentar la normalidad rutinaria. Con el avance del tiempo van sumando centenares y miles de instantáneas, que el buen observador sabe captar, interpretar y valorar. Nos vamos a detener en una de ellas, que se repite con su presencia en los espacios y el tiempo de nuestras vidas: un modesto o más ornamentado puesto callejero, dedicado a la venta de chucherías y otros productos para el regalo y en cuyo entorno permanecen a diario un grupo de personas, que improvisan asientos para descansar, acompañar y dialogar. En este simple contexto se integra nuestra narración de esta semana.

Como en cada uno de los días, ENGRACIA SOLERA, una apacible y bondadosa señora, que ya no cumpliría los 50, abría al público su “tenderete”, que estaba ubicado en la plaza porticada del pueblo. En los pequeños estantes de este puesto callejero se hallaba depositada una atractiva mercancía que ilusionaba a pequeños, jóvenes y mayores. Esa vibrante chiquillería y otros muchos adultos observaban y compraban unos deliciosos “manjares”, para tomarlos en cualquier lugar, ya fuera en los inmediatos asientos de piedra y madera que circundaban la plaza o en otros espacios del municipio. Se ofertaba diversos tipos de sabrosos caramelos, cacahuetes, avellanas, bolsitas de pipas tostadas de girasol, almendras, chocolatinas, almendras, chufas y altramuces. No faltaban las bolitas de azúcar, que lucían vistosos colores, las barritas de regaliz y las bolsitas de patatas fritas u otros snacks. En una pequeña nevera tenía también a disposición de quien lo deseara botellines de agua y algunos refrescos. Durante la temporada de verano, una empresa de helados le facilitaba un mediano frigorífico congelador que, por su tamaño, tenía que estar situado al exterior del quiosco, salvo en las noches que, con gran esfuerzo y habilidad lo introducía en el interior, electrodoméstico dedicado para guardar y vender los productos congelados de la marca. En cuanto al material de lectura, sólo había concertado con el principal diario local, a fin de ofrecer a los parroquianos el periódico del día y ganar así unos céntimos, que le entregaban por cada por cada uno de los ejemplares vendidos.

El estado civil que Engracia mantenía era la soltería. Toda su vida la había compartido de manera filial con su madre, doña Marcela, quien en sus años de juventud irreflexiva quedó embarazada de un chico también muy inmaduro, residente en una localidad próxima, que trabajaba de cabrero. Cuando conoció que iba a ser padre, la irresponsabilidad de éste le llevó a abandonar a su infeliz pareja y a “huir” de su propia conciencia. Lo único que Marcela llegó a conocer del desleal compañero es que parece ser se alistó al tercio legionario en Ceuta. No llegó a tener más noticias de él. Así que Engracia creció sin conocer a su padre, lo que incidió en una mayor unión filial con una madre que la supo sacar adelante, con admirable esfuerzo, amor y voluntad. Esta buena mujer se ganaba la vida tricotando y cosiendo, con especial destreza, durante muchas de las horas del día. Enseñó a su hija esa bella y artesanal tarea, trabajando ambas con gran tesón y eficacia. Eran afamados los jerséis que tricotaban, para niños y mayores, prendas que Engracia llevaba para vender a la mercería de Fernanda y así ir ganando un honrado sustento.

Pero avanzados sus cuarenta, se vio inmersa en dos desgraciadas circunstancias que afectaron profundamente a la normalidad rutinaria de su sencilla existencia. Por una parte, se fue de la vida su madre doña Marcela, debido a su avanzada edad y a unos complicados fallos orgánicos. Sumado a esta pérdida luctuosa, Engracia comenzó a detectar el avance de la artrosis por diversas partes de su estructura corporal, de manera especial en la articulación de sus manos, por lo que su tradicional labor con la costura y el ganchillo tuvo que abandonarla. Todo ello condicionó su nueva forma de ingresar el sustento necesario para sus necesidades básicas. Lamentablemente, a pasar de haber sido durante largos años trabajadora autónoma, nunca había cotizado. Tenía que seguir trabajando para poder vivir, pero en alguna actividad que sus manos y resto del cuerpo hicieran posible.

Ese nuevo enfoque económico para su vida se vio determinado por un oportuno hecho que ella supo bien aprovechar. En su barrio había un conocido vecino, llamado Celestino, hombre viudo y con muchos años a sus espaldas, que poseía un modesto puestecillo, con autorización municipal, en el que vendía chucherías para los niños y tabaco para los adultos. Dada su edad, estaba dispuesto a dejar esta humilde propiedad, traspasándola por un precio no elevado (dado el estado en que se encontraba el envejecido quiosco) a quien estuviese interesado en poseerla y rentabilizarla. Especialmente en los pueblos, aunque sean de importante extensión y demografía, las noticias “corren de boca en boca”. Por esta circunstancia, Engracia conoció una interesante posibilidad para su sustento y se mostró muy animada para “embarcarse” en esta nueva aventura para ella.

Fue el propio párroco, un joven y dinámico sacerdote llamado D. Efraín, quien intermedió en el asunto del traspaso, conociendo las circunstancias y deseos de sus dos feligreses. Celestino aceptó traspasar su viejo puesto de chuches, situado en la plaza principal del pueblo, a la Sra. Engracia, a quien bien conocía. Los ahorros de la antigua costurera podían afrontar la compra de esa “propiedad ambulante”, traspaso que quedó fijado en una cantidad fija de 1.000 euros. D. Críspulo, el alcalde de este municipio, favoreció administrativamente esta humana y social transacción, conociendo el buen trasfondo de la misma a través de su amistad con el Sr. cura párroco.

El puesto de Celestino se encontraba, en realidad, en un estado “ruinoso”. Pero ello no fue óbice para que la esperanzadora compra se realizara. La ubicación municipal del quiosco, muy cerca de la iglesia del pueblo, era en sumo estratégica. Estas plazas pueblerinas suelen ser un muy interesante e interesante punto de encuentro diario, para los vecinos de la localidad. También para la vital chiquillería, que gusta comprar todos tipo de chucherías, especialmente por las tardes y durante los fines de semana. Lógicamente, los jóvenes y mayores acudían al “puesto” del Celestino para adquirir el tabaco, las cerillas, los refrescos y esas chocolatinas que tanto gustan. Pero desde que se produjo el traspaso, Engracia, la nueva propietaria, que era mujer acérrima en contra del tabaco y los fumadores, había decidido que en su quiosco no se vendería en el futuro cajetillas ni unidades sueltas de tan “maligna” y desaconsejada mercancía.

Pero era necesario renovar el muy deteriorado quiosco de Celestino. Para ello, Engracia pensó en Urbano, para cuya mujer ella había cortado y cosido varios trajes. Era un buen carpintero que no sólo trabajaba la madera sino también algunos metales, como el aluminio. La receptividad de este profesional fue manifiesta. Renovó la cubierta, para evitar las siempre inesperadas y molestas goteras en los días de lluvia. También aplicó un nuevo blindaje en las zonas frontales y laterales. Un buen repaso de pintura dejó al ”nuevo” quiosco de muy buen ver. El propio Urbano, un gran “manitas” del bricolaje, reformó circuito eléctrico. La factura de los materiales y mano de obra sumaba un total de 525 euros. Cuando Engracia se dispuso a efectuar el pago, el vecino Urbano le dijo con la franqueza de la amistad: “Te cambio la mano de obra por una cena en casa, ya que Águeda me ha comentado lo bien que sabes cocinar. En cuanto al material, vamos a esperar un tiempo, hasta que te vayas desahogando con tu nuevo negocio”. Engracia se sentía feliz y halagada al sentir el cariño y la amistad de tan buenos convecinos.  

Y así comenzó la nueva aventura del QUIOSCO DE LA AMISTAD, título emblemático donde los haya, que reflejaba muy bien ese importante valor que priorizaba en su vida la buena Engracia. Esa nueva actividad de la antigua costurera discurrió por los caminos esperanzados que la activa mujer atesoraba. Preferentemente por las tardes, pero también en las horas matinales, era frecuente ver alrededor del quiosco a una serie de vecinos, la mayoría personas mayores, haciendo compañía a su propietaria y practicando una fraternal tertulia, diálogo que tanto enriquece, tanto por lo que se aprende como por todo aquello que se aporta. Esa tertulia espontánea que se practicaba alrededor del puesto de chucherías iba calando entre el interés de la vecindad. Como ante se expresaba, eran en su mayoría vecinos jubilados que tenían ante sí todas las horas del día y las semanas, tiempo en el que las prisas y los minuteros del reloj han dejado de condicionar y acelerar los latidos vitales del alma.

Tras los educados “buenos días”, intercambiados por los vecinos recién llegados, todos iban ingeniando algún sitio en donde sentarse, ya fuera alguna banqueta, taburete, cajón o un simple palé de madera. No faltaban aquellos que llevaban su propia silla desde casa. Allí sentados permanecían muchos de los minutos del día, hablando, mirando, susurrando e incluso soñando. Vemos a Matías, el antiguo carnicero ya jubilado, Fátima la simpática y “parlanchina” panadera, Isidro el fiel sacristán de la parroquia o Emiliano vistiendo algún elemento del uniforme de la legión, preferentemente el gorro que luce alguna que otra insignia, tiempos pretéritos que él recuerda con irrefrenable emoción, nostalgia y fraternidad. También era frecuente la presencia de Anichi, quien a sus muchos ochenta y tantos, memorizaba con asombro y sentimiento aquellos muy lejanos y vibrantes años mozos de su juventud. Narraba con orgullo cómo deslumbraba a todos con su fino talle y ágil andadura, su cautivadora mirada y su sensualidad desbordante de una alegre jovencita que a todos “encandilaba y a muchos “desesperaba”, cuando sus cuerpos temblaban y vibraban ante los requerimientos del cuerpo. Y del alma … Anichi suele ocultar hoy sus manos agrietadas y nerviadas con unos finos guantes, lo que sumado a otros atuendos genera un cariñoso apelativo con el que muchos la señalan: la “marquesita desflorada”.

Y estos convecinos que apetecían echar largos ratos en el quiosco de la amistas ¿de qué hablaban? De todo y de “nada”. Especialmente gustaban intercambiar palabras y frases de todo aquello cuyo contenido pudiera distraer, entretener, hacer más llevadero el paso de los minutos de una aburrida rutina vital. Y de nada importante, en lo social. En realidad, eran más los silencios que las palabras pronunciadas, aplicando ese lenguaje misterioso y críptico que se aprende cuando los amaneceres ya no se recuerdan, ni los atardeceres se pueden enumerar. Al final lo que quedaba, de una tarde o una mañana de compañía eran más las miradas y las sonrisas, que los proyectos y aventuras que no había lugar, fundamento o importancia para narrar.

Dentro del quiosco, Engracia teníoa un gran bote de grueso vidrio, en cuyo interior había decenas y decenas de bolitas de caramelo, teñidos de todos los colores, como un arco iris benéfico, que siempre está presto para regalar. ¿A quién? A esos niños que se acercaban al puestecillo, sin monedas en las alforjas de sus bolsillos, parándose a contemplar con ilusión todos esos “dulces” suculentos que a falta de pecunio no podían comprar, ni degustar. Pero ellos saben y conocen que la “señá” Engracia siempre tendrá el gesto amable y dadivoso de entregarles una de esas bolitas endulzadas del anhelado bote, al que la buena señora ha puesto el nombre del “manantial”. Lo hacía sin un mal gesto, todo lo contrario, añadiendo una caricia junto al caramelo y todo ello sin tener nada que pagar. Esta señora era como si fuera la madre de ninguno, pero sin la de todos los niños del lugar. Esa buena señora que tantas veces repetía: “ningún sin caramelo, ningún niño sin esa sonrisa que tanto nos hace disfrutar”. Y cuando el sol se retiraba y el color anaranjado teñía el cielo del lugar, uno, otro, todos volvían a sus casas, en donde alumbraban y cobijaban con el suave fuego del cariño y la grata fraternidad.

Han pasado muchas hojas del almanaque en todas estas vidas que laten por el lugar.  Vemos a un joven matrimonio integrado por Lara y Nicolás que hoy han vuelto al pueblo de su infancia, pues un motivo importante les ha hecho priorizar la lúcida oportunidad. El trabaja como carpintero en una fábrica de muebles, situada en la no muy capital. Domina bien el artesanal oficio que aprendió de su padre, Urbano, al que ya no podrá abrazar. Ella es la hija de Fernanda, la mercera que, junto a otros necesarios artículos, vendía aquellos jerséis que tan bien tricotaban doña Marcela y su hija Engracia, con extremada belleza, destreza y calidad. Nicolás y Lara eran dos de esos niños que acudían al quiosco de Engracia, a emplear los reales y pesetillas que, con esfuerzo y habilidad, bien podían acumular. Compraban chicles, pipas y caramelos, con los que golosamente podían disfrutar. Y cuando los fondos ya no quedaban, siempre sabían encontrar la mano generosa de la señá Engracia, para abrir el suculento bote del “manantial” y recibir una bolita de caramelo para sonreír y saborear.

Esta vuelta a sus orígenes infantiles es debida a que el Sr. alcalde ha decidido declarar el lugar que ocupaba el quiosco de Engracia, como espacio privilegiado para la amistad. En el sitio que ocupaba el atrayente e inolvidable puesto de caramelos, mana ahora el agua transparente de una gran y vital fuente de mármol blanco, con chorros de “lluvia” continuada que refrescan con acierto el ambiente cálido de los veranos soleados de esta preciosa localidad. Esos chorros de agua transparente son como una dulce lluvia de caramelos, que saben alegrar el ánimo y el paladar.

En un lugar preferente de esa fuente benefactora y refrescante, la respetada autoridad municipal descubrió una placa de metal cromado con un bello texto grabado, con primoroso esmero y respeto en el recuerdo, dedicado a una buena mujer que muchos recuerdan con el cálido cariño de la amistad.

 


“Aquí floreció durante 21 años, para alegría de niños y mayores, el muy grato quiosco de Engracia, aquel inolvidable puesto de caramelos y chuches, para la alegría y la unión popular. Todos te recordamos con cariño y agradecimiento, como a esas buenas personas que nunca se han de olvidar. Gracias, gracias querida, admirable vecina y amiga, por tus entretenidas tertulias, tus sabrosos caramelos y esa maravillosa sociología, que alimenta el ánimo sublime de la fraternidad”.

 

 

EL ALEGRE QUIOSCO

DE LA AMISTAD

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 26 mayo 2023

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